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No tengo respuesta ni capacidad de predicción, pues la evolución y las formas de adaptación social son poco anticipables. Y por más que a algunos nos guste elucubrar haciendo previsiones sobre el futuro social, en temas sociales «el camino se hace al andar». Pero sí me atrevo a decir que serán las sociedades, cuyos miembros sepan gestionar adecuadamente estos dilemas evolutivos en convivencia con unos adecuados valores, las que sobrevivirán y se harán más fuertes en el campo de juego global.
El gen religioso
Llamo trascendente o espiritual a esa dimensión no aprehensible de nuestra existencia y de nuestra vida, a aquel territorio de ignorancia que llevó a Sócrates a decir que solo sabía que no sabía nada. Es aquel océano, o más bien universo de ideas, razones, conocimientos, porqués, valores, lógicas relativos a nuestra existencia que hoy no podemos conocer, aunque nos gustaría hacerlo.
A pesar de la ingente cantidad de conocimiento que existe en el mundo, dicho conocimiento está delimitado por los confines y las reglas del método científico y deja fuera todo ese universo maravilloso que sitúo bajo el nombre de trascendencia o espiritualidad. Ese mundo que hay más allá de la ciencia es un territorio al que no podemos acceder con las limitaciones derivadas de nuestra concepción de las cosas y de nuestro lenguaje. Pero es el territorio que tiene la respuesta para explicar «el porqué». Si la ciencia se mueve en el ámbito del «qué», el universo del misterio se mueve en el ámbito del ¿«por qué» estamos aquí?, ¿«por qué» se produjo el Big Bang? y todos los porqués que queramos plantearnos. Son «porqués» cuya respuesta exige ir más allá de las explicaciones puramente físicas, químicas o lógicas que describen los fenómenos como relaciones de causa-efecto. Son respuestas, seguramente personalísimas, que exigen «sentido» y mucho más que meras palabras en la explicación de cada «porqué».
El hombre es un ser con inquietudes religiosas. Quiere y busca explicaciones que den sentido a su vida y a la muerte y por ello es de suponer que es algo solo propio del hombre. Se habla incluso de un gen religioso, con las lógicas polémicas sobre ello. Unos tienen creencia o fe en un Dios y practican más o menos una religión. Otros creen activamente en la no existencia de Dios. Y otra tercera categoría se mantiene en la duda sin atreverse a pensar ni una cosa ni otra. Pero en todos ellos se da esa reflexión o inquietud interna sobre la existencia o no de Dios y sobre el sentido de la vida o el más allá. La mera discusión de si Dios existe o no es de alguna manera admitir el concepto de Dios y ello condiciona de alguna forma nuestra existencia.
En cualquier caso, no puede ser la ciencia la que nos lleve a creer o no creer en Dios. Incluso para quienes se sientan o declaren activamente ateos, una mínima humildad existencial debería llevarlos a aceptar y convivir con ese universo del misterio en el que pueden depositar la incógnita sobre si es o no necesaria la existencia de «un principio antes de todas las cosas» o si existe un «porqué» que explique el sentido de nuestra existencia y de las cosas.
Me resulta especialmente elocuente la respuesta de Einstein cuando alguien le preguntó que qué le preguntaría a Dios si pudiera hacerle una pregunta. Él, una de las mentes más brillantes de la Historia de la humanidad, respondió que preguntaría «¿Cómo empezó el Universo? Porque todo lo que vino después es matemática». Sin embargo, tras pensárselo un poco cambio de opinión y dijo «en lugar de eso preguntaría, ¿por qué fue creado el Universo? Porque entonces conocería el sentido de mi propia vida».
Dentro de esa dimensión y universo de la trascendencia y la espiritualidad, el ser humano sitúa todas sus creencias o dudas respecto a la existencia del alma, la supervivencia más allá de la muerte corporal, la vida eterna, la posible resurrección o reencarnación, y desde luego a eso inaprensible que llamamos Dios. La naturaleza de Dios, divina por definición, impide comprender bien lo que es y en qué consiste esa naturaleza sobrenatural propia de Él. Es por tanto muy atrevido no tener ninguna duda respecto de algo que no somos muy capaces de concebir. Pero a pesar de ello el motivo religioso ha sido y es uno de los grandes provocadores de muertes violentas.
Pero también sitúo en ese universo del misterio y de la espiritualidad todo el maravilloso mundo del amor, cuya descripción casi solo puede acometerse a través de la poesía. Junto con el miedo, el amor es la mayor fuerza movilizadora de la actividad humana. Y muy relacionado con el amor se sitúa el universo de la belleza en todas sus manifestaciones, que tienen en el arte su canal de expresión pero que se encuentra también en ese territorio de lo indescriptible, de lo no sujeto a regla alguna definida, sino que adquiere carta de naturaleza gracias a la conexión y el compartir entre humanos los conceptos de arte o belleza a través de algo mágico, misterioso.
Es también en el espíritu donde alguien tan escéptico como yo encuentra sin explicación el verdadero amor como única fuente de verdad. Se trata para mí de una verdad que no es cuestionable por no ser comprensible. El amor es una verdad experimentable, y como experiencia se hace incuestionable. Es una verdad que no necesita explicación pero que nos inunda de plena confianza para descansar en ella y ser solución a todos los conflictos y dilemas que nos afectan internamente, irradiando la paz y la justicia que son propias de ese bien supremo que es el amor. El espíritu de amor es una verdad que se vive y se siente pero que difícilmente resulta explicable ni comprensible para quien no comparte las vivencias espirituales.
Es quizá la dimensión trascendente o espiritual del ser humano la que me atrevo a decir que hace más diferencial al ser humano del resto de seres vivos. Pero lo digo sin ningún conocimiento de causa y sin capacidad de conocer fenómenos de similar naturaleza que pudieran darse, vivirse o sentirse de forma similar, aunque quizá primitiva, en otros seres vivos. En cualquier caso, de forma muy arraigada, parece que los humanos nos creemos que somos los únicos con estas inquietudes.
Como he mencionado, soy conocedor de las teorías o incluso de ciertas afirmaciones científicas que nos hablan del «gen religioso» en los humanos como una creación evolutiva del hombre que constituye un mecanismo para aplacar las inquietudes propias de su existencia. Compartir y aceptar la existencia de dicho gen no es para mí incompatible con mis creencias religiosas ni con mi descanso y confianza en ese universo del misterio ante cualquier desasosiego existencial. Más bien al contrario: estimo que quienes vivimos con relevancia una dimensión trascendente, espiritual o religiosa no debemos negar las verdades científicas que explican el funcionamiento de nuestro mundo y de nuestro propio cuerpo. Son conocimientos que dan explicación a los fenómenos físico-químicos que dieron lugar a nuestro mundo y que dan también explicación al funcionamiento de nuestro cuerpo, nuestras creencias, sensaciones… Son explicaciones en el ámbito y con perspectiva científica que, aun pudiendo ser ciertas, son compatibles con otras explicaciones de más complejo calado, de mayor perspectiva y con la incorporación de las dimensiones acerca del origen y el sentido.
En este sentido, la Iglesia ya cometió hace unos cientos de años el gráfico error de negar que la Tierra giraba alrededor del Sol cuando la ciencia acreditaba lo contrario. Parece hoy evidente, con la perspectiva del siglo XXI, que el hecho de que sea la Tierra la que gire alrededor del Sol o lo contrario es algo absolutamente irrelevante para gozar o no de fe o creencia en un Dios o en cualquier forma de ser o fuerza «superior».
Muchos científicos y personas niegan la existencia de ese universo del misterio por el hecho de conocer determinados fenómenos físico-químicos que nos afectan y dan una explicación desde ese ámbito a muchas cosas que nos ocurren. Es evidente que nuestro cuerpo es un laboratorio químico y que son las secreciones de un tipo u otro las que contribuyen de forma determinante a nuestro bienestar y sufrimiento. Y es también evidente que las secreciones están siempre asociadas a nuestras actividades y conductas, como se segregan endorfinas haciendo deporte, se cambia la regulación del ácido gamma-aminobutírico (GABA), la serotonina o la norepinefrina durante la meditación o se activa el núcleo accumbens al sentir placer. Y negar esto hoy desde argumentos de fe religiosa me parece algo tan equivocado como lo fue hace siglos la negación por la Iglesia Católica de que la Tierra giraba alrededor del Sol. Pero todas esas verdades científicas no destruyen las convicciones y vivencias espirituales, que no pueden, en ningún caso, ser tratadas con el método científico.
Me cuesta mucho aceptar el fundamentalismo de algunos científicos cuando declaran categóricamente determinadas cuestiones, como por ejemplo que se puede probar la no existencia de Dios. Me permito recomendarles una mínima humildad que los lleve a aceptar que hay un territorio más allá de la ciencia en el que pueden existir otras explicaciones, aunque no seamos capaces de acceder a ellas. Y como ejemplo de esa humildad científica que yo creo que deberían tener todos los científicos me permito trascribir un extracto de un libro de David Eagleman titulado Incógnito. En este pequeño relato, David Eagleman, siendo uno de los grandes expertos hoy en neurociencia, tiene la suficiente humildad para admitir que la ciencia tiene sus límites y para ello nos relata una situación teórica creada a modo de mero ejemplo. En esa pequeña historia hace un paralelismo que deberían tener más presente los científicos que con cierta arrogancia desprecian o afirman la inexistencia del misterio más allá de los límites del propio método científico que se basa en la observación con límites en lo conocido. Merece la pena dedicar un par de minutos a esta transcripción literal que el propio Eagleman denomina «la Teoría de la radio»:
«Imagine que es usted un bosquimano del Kalahari y que se topa con una radio de transistores en la arena. Puede que la coja, haga girar los botones y de repente, para su sorpresa, oiga voces brotando de esa extraña cajita. Si es usted curioso y tiene una mente científica, puede que intente averiguar qué ocurre. Puede que levante la tapa trasera y descubra un nido de alambres. Pongamos que ahora comienza un estudio concienzudo y científico de qué provoca las voces. Observa que cada vez que desconecta el cable verde, las voces callan; cuando vuelve a conectar el cable se vuelven a oír las voces. Lo mismo ocurre con el alambre rojo. Si tira del alambre negro las voces se vuelven embrolladas y si elimina el alambre amarillo el volumen se reduce a un susurro. Lentamente lleva a cabo todo tipo de combinaciones y llega a una conclusión clara: las voces se basan por completo en la integridad del circuito. Al cambiar el circuito, se deterioran las voces.
Orgulloso de sus nuevos descubrimientos, dedica su vida a desarrollar una ciencia de cómo ciertas configuraciones de cables crean la existencia de voces mágicas. En cierto momento, un joven le pregunta cómo es posible que algunos circuitos de señales eléctricas puedan engendrar música y conversaciones, y usted admite que no lo sabe, pero insiste en que su ciencia está a punto de desentrañar el problema en cualquier momento.
Sus conclusiones se ven limitadas por el hecho de que no sabe absolutamente nada de las ondas de radio ni, en general, de la radio electromagnética. El hecho de que en ciudades lejanas existan estructuras llamadas repetidores de radio (cuyas señales producen las ondas invisibles que viajan a la velocidad de la luz) le resulta algo tan ajeno que ni siquiera se le pasaría por la cabeza. No puede saborear las ondas de radio, no puede verlas, no puede olerlas y no tiene ninguna razón acuciante para ser lo bastante creativo como para ponerse a fantasear acerca de ellas. Y si soñara con ondas invisibles de radio que transportan voces ¿a quién podría convencer de su hipótesis? No posee ninguna tecnología para demostrar la existencia de las ondas y cualquiera le señalará, con razón, que tiene la responsabilidad de convencer a los demás. Así acabaría convirtiéndose en un materialista de la radio. Concluiría que, de alguna manera, la configuración correcta de cables engendra música clásica y conversación inteligente. No se daría cuenta de que le falta una pieza enorme del puzle».
También Antonio Damasio, uno de los neurocientíficos actuales más prestigiosos y gran estudioso del cerebro humano y de su entronque en el funcionamiento de la vida, en su libro El extraño orden de las cosas, desde su ejemplar humildad científica afirma que «es muy natural que el influjo de descubrimientos científicos tan deslumbrantes y poderosos nos haga creer en certezas e interpretaciones prematuras que el tiempo descartará sin piedad».
Todos los conceptos que existen a ojos del ser humano son creaciones a través de la capacidad creativa unida al lenguaje. La creación de representaciones mentales por alguien, seguida de la trasmisión a otras personas de esas ideas creadas a través del lenguaje, crea conceptos que acaban arraigando en la sociedad. Algunos científicos practicantes de la mencionada arrogancia alegan por ello que Dios no es sino una creación puramente humana. Nadie debe dudar de que la delimitación del concepto de Dios y su propio nombre son, conceptualmente hablando, una creación del hombre, y por ello cada idioma utiliza un distinto término y seguramente una diferente descripción para el mismo en sus diccionarios oficiales. Pero también es una creación del hombre el concepto de montaña, pues esta no es sino una masa de tierra y minerales, y solo existe como montaña desde que el hombre le da sentido de montaña y le pone nombre. Por ello, esa línea irregularmente científica de negarlo la existencia de Dios porque conceptualmente es una creación humana nos llevaría a negarlo todo, incluso el amor y la existencia de montañas.
No he pretendido demostrar la existencia de Dios ni mucho menos. Pero sí quiero ser crítico y desvirtuar los argumentos de quienes desde la arrogancia científica pretenden exceder los límites de su legitimidad científica para tratar «estúpidamente» de demostrar la no existencia de Dios. Y si lo he hecho no es tanto por entrar en ese debate sino por considerar que, si hablamos del ser humano, resulta fundamental tener presente que, como parte de su naturaleza, está el desasosiego propio de las incertidumbres respecto de su existencia. Y ninguna ciencia humana ha podido, ni tampoco podrá, negar ese desasosiego sin caer en su propia incoherencia científica. Pues cualquier conocimiento científico tiene sus límites donde llega su experimentación y estará condicionado o limitado por el prisma y la perspectiva humana. Jamás el hombre estará libre de esos interrogantes, dudas e inquietudes. Y quien así fuera y así viviera, no sería un humano.
La importancia del deambuleo mental
Los humanos tendemos a ser inquietos, cada uno con sus propias inquietudes. Somos también persistentes en maquinar, en juzgar, en vislumbrar hipótesis, anticipar escenarios…
Me encanta estar, sentirme y vivir las vacaciones como de verdad deben ser. Me encanta que lleguen los fines de semana cuando de verdad me los puedo regalar sin estar sometido a obligación tras obligación. Me gustan porque aparco mentalmente mis obligaciones, o lo que es lo mismo, y en términos coloquiales, «desconecto». Pero soy a la vez consciente de que cuando tengo tiempo libre a menudo se despierta en mí y se conecta en on una función de reflexión y cuestionamiento internos para someter a examen si estoy haciendo lo que debo o si debiera estar haciendo o pensando en algo para mi propio bien o protección. Por ello, lo que más me gusta de las vacaciones es el permiso que me doy para posponer cualquier inquietud o reflexión perturbadora de mi sosiego. Tan pronto aparecen me digo «estás de vacaciones, olvídate y vive el momento, que eso ya lo tratarás a la vuelta».
Uno de los rasgos o características más claros y singulares del cerebro humano es que cuando no está dedicado a otra tarea tiende a arrancarse para pensar, buscar o cuestionarse si estamos amenazados por algún peligro, anticipando escenarios futuros, cuestionando si podríamos hacer las cosas de manera mejor para nuestra vida o si debiéramos estar haciendo algo que no estamos haciendo. En definitiva, se trata de una actividad cerebral por defecto de otras que nos diferencia de forma radical de otros animales. Aunque puede tener otros nombres, en algún artículo científico he visto referirse a ello como «mind wandering» («deambuleo mental») y me gusta por su paralelismo con ese dar vueltas y vueltas a las cosas sin rumbo fijo como cuando deambulamos. Quizá otros animales puedan compartir algo de ese deambuleo, pero indudablemente en el hombre dicho fenómeno es de muy intenso uso y un alto grado de sofisticación, lo que marca una gran diferencia.
Me encanta observar a mi perro cuando tiene el estómago lleno y está tranquilo. No me puedo meter en su cabeza, pero no tiene ninguna pinta de estar preocupándose por su futuro. Sencillamente está tranquilo y con pinta de estar disfrutando de su existencia, o al menos parece estar libre de factores mentales perturbadores de su paz interna.
Lo mismo puede decirse de un ciervo pastando en el campo cuando no le acechan peligros y se echa una vez se encuentra bien alimentado. No parece querer nada más, ni pensar en el día de mañana o preocuparse por si en algún momento hay un incendio en el bosque o llega una sequía.
Los animales no sufren el desasosiego que sí sufre el humano vislumbrando peligros por todos los lados, pensando todo lo que podría hacer y no está haciendo, preparándose para la vida en el futuro, comparándose con los demás para medir su posición en la sociedad. Y como eso, y cada loco con su tema, muchas cosas más relacionadas con una inquietud por nuestra seguridad, protección, calidad de vida futura, posicionamiento social, etc. En gran medida ese pensamiento por defecto nos priva de agarrar y vivir de verdad el presente. Pues nosotros siempre estamos físicamente en el «aquí y ahora» pero nuestra mente o nuestra cabeza tiende a estar proyectada en otros momentos o en ideas o reflexiones ajenas al presente.
Se dice que este rasgo es probablemente el mejor mecanismo de supervivencia y el que ha llevado al ser humano a un estadio de desarrollo muy superior al resto de los animales en muchas facultades. De tanto dedicar la cabeza a prevenir, a compararse con los demás, a anticipar peligros, a pensar en cómo prepararnos para las contingencias, desarrollamos unas fortalezas que nos hacen mejores supervivientes en una naturaleza siempre llena de peligros. Además, el desarrollo así alcanzado nos coloca en mejor posición para someter al resto de especies.
Por ello, desde esa perspectiva debemos estar agradecidos a este mecanismo, pues a él le debemos haber llegado hasta donde hemos llegado en cuanto a desarrollo y evolución. Podemos apreciarlo tanto en aspectos puramente científicos y organizativos, que nos han procurado progresos materiales y de eficacia, como en aspectos artísticos, lúdicos y espirituales, que nos procuran otras satisfacciones probablemente exclusivas del ser humano.
Pero, a su vez, desde otra perspectiva debemos ser conscientes de que ese mecanismo es también responsable de muchas causas de insatisfacción, desasosiego y pérdida de la paz interior que tanto contribuye a nuestra felicidad. La inquietud y la agitación que proceden del constante cuestionamiento y la reflexión o la insatisfacción por pensar que algo podría ser mejor o más seguro nos expropia en gran medida la vivencia plena y contemplativa del presente que constituye el único vivir pleno y consciente. Por ello, como ocurre con otras funciones o mecanismos del ser humano, el deambuleo mental debe ser administrado adecuadamente si no queremos que una magnífica herramienta de crecimiento y protección se convierta en una esclavitud de la que no podemos liberarnos. Una esclavitud supuestamente al servicio de nuestra supervivencia y la de nuestros descendientes que seguramente no cumplirá su función si nos excedemos en su uso. El exceso puede sin duda provocarnos una pésima calidad de la experiencia «vivida» de la vida. Es claro que llevado al extremo el uso obsesivo de ese mecanismo de pensamiento por defecto será causante de desequilibrios o sufrimientos psicológicos, convirtiendo la vida en la carga de vivirla, lo que puede llevarnos a nuestro propio debilitamiento.
Empezaba este apartado refiriéndome a las vacaciones y a los descansos dominicales, pues durante los mismos se supone que deberíamos dar también vacaciones a nuestro deambuleo mental. Si no durante todo el tiempo sí al menos en su mayor parte. Pero, lamentablemente, en las sociedades modernas estamos más sometidos a la maquinaria de la sociedad que nos exige cuidar muchos frentes y dar la talla en todos ellos. Y esto provoca que ese descanso real nos lo permitamos demasiado poco. Me llama especialmente la atención observar (así por lo menos lo observo yo) que muchas veces, sin ser muy conscientes de ello, hacemos muchas cosas más para poder «contárselas» a los de nuestro entorno que realmente porque las disfrutemos. O dicho de otra forma, las disfrutamos porque podremos contarlas. En definitiva, nos permitimos poco descansar haciendo nada o lo que realmente nos apetezca, pues hasta en esos momentos de supuesto descanso estamos trabajando en crear una estética de vacaciones atractivas para poder contarlas. O lo que es lo mismo, trabajando nuestro estatus y atractivo para asegurar nuestra supervivencia social.
Pocas veces nos permitimos de verdad el paso del tiempo de forma plenamente «inútil» sin que sirva para nada, ni siquiera para contarlo, pues de alguna manera tenemos una cierta obsesión por no «perder» nuestro tiempo. Y de tanto intentar no perderlo a menudo perdemos la purificación y la renovación que produce un verdadero descanso mental. Desconectar ese deambuleo y centrar nuestra atención en la plena vivencia asociada al momento presente en el que estamos es la única forma de verdadera vida, pues solo en el presente se vive. Cuando vivimos con nuestra mente en el futuro o en algo distinto a lo que estamos haciendo llegamos a perder el verdadero y pleno disfrute del momento, perdemos la vivencia auténtica de la experiencia de vida. Siempre me he hecho esta reflexión cuando la gente en los viajes o ante animales, paisajes o situaciones, que solo tenemos durante un breve momento para ver y disfrutar, en lugar de contemplarlos y disfrutar se dedican nerviosos a hacer fotos para inmortalizarlos y poder enseñar después el vídeo o la fotografía en Instagram.
No resulta nada sencillo aquietar el deambuleo mental y nuestras inquietudes en general. Pero por salud y plenitud interior deberíamos practicar mucho más su aquietamiento. Se trata de conseguir estados de observación y contemplación en los que nada concreto pasa por nuestra mente, más allá de divagaciones inútiles asociadas a las visiones o a los estímulos sensoriales que vamos teniendo. Pero es sumamente complicado para una persona de nuestro tiempo permitirse el lujo de estar sentada una o dos horas sencillamente sin hacer nada, ni pensar en nada de utilidad relacionado con su futuro. Y ello se hace especialmente difícil en una sociedad tan exigente como la nuestra en la que, como ya he dicho, para nuestra supervivencia social nos preocupamos mucho de hacer cosas para contarlas. Ello nos dificulta dedicar el tiempo a cosas maravillosamente simples o sencillas, que cuando se cuentan no resultan socialmente atractivas ni glamurosas ni revierten utilidad para nosotros.
Por alguna razón pocas escenas nos permiten entrar en situación contemplativa. De forma natural se consigue con mucha facilidad cuando uno contempla el fuego, el discurrir de un río de montaña o el horizonte desde la orilla del mar. Se trata de escenas que provocan miradas que desactivan el mecanismo del deambuleo y nos dejan tranquilos durante un rato. Y creo que lo consiguen por una doble razón. La primera porque el movimiento mayor o menor de la escena «nos distrae» o distrae a nuestra mente al reclamar atención. Por otra parte, son situaciones atractivas de las que podemos alardear con los demás diciendo cosas como «pasé la tarde mirando la chimenea en el campo» o «qué maravilla de semana en la playa sin hacer nada en todo el día». De alguna forma el mindfulness, tan de moda hoy en Occidente, cumple de forma similar la doble función de parar nuestra mente, a la vez que otorga un atractivo social por el glamuroso halo que lo rodea.