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Que mal hayan los terceros,
Que los gustos desbaratan.
Si a dicha tú fueras monja,
Hoy tu convento mandaras,
Porque tienes de abadesa
Más de cuatrocientas rayas.
No te lo quiero decir...;
Pero poco importa; vaya:
Enviudarás otra vez,
Y otras dos serás casada.
No llores, señora mía;
Que no siempre las gitanas
Decimos el Evangelio;
No llores, señora; acaba.
Como te mueras primero
Que el señor tiniente, basta
Para remediar el daño
De la viudez que amenaza.
Has de heredar, y muy presto,
Hacienda en mucha abundancia;
Tendrás un hijo canónigo;
La iglesia no se señala.
De Toledo no es posible.
Una hija rubia y blanca
Tendrás, que si es religiosa,
También vendrá a ser prelada.
Si tu esposo no se muere
Dentro de cuatro semanas,
Verasle corregidor
De Burgos o Salamanca.
Un lunar tienes, ¡qué lindo!
¡Ay, Jesús, qué luna clara!
¡Qué sol, que allá en los antípodas
Escuras valles aclara!
Más de dos ciegos por verle
Dieran más de cuatro blancas.
¡Agora sí es la risica!
¡Ay, que bien haya esa gracia!
Guárdate de las caídas,
Principalmente de espaldas;
Que suelen ser peligrosas
En las principales damas.
Cosas hay más que decirte;
Si para el viernes me aguardas,
Las oirás; que son de gusto
Y algunas hay de desgracias.
Acabó su buenaventura Preciosa, y con ella encendió el deseo de todas las circunstantes en querer saber la suya, y así se lo rogaron todas; pero ella les remitió para el viernes venidero, prometiéndoles que tendrían reales de plata para hacer las cruces.
En esto vino el señor tiniente, a quien contaron maravillas de la gitanilla. Él las hizo bailar un poco, y confirmó por verdaderas y bien dadas las alabanzas que a Preciosa habían dado; y poniendo la mano en la faldriquera, hizo señal de querer darle algo; y habiéndola espulgado y sacudido, y rascado muchas veces, al cabo sacó la mano vacía y dijo:
—¡Por Dios que no tengo blanca! Dadle vos, doña Clara, un real a Preciosica, que os le daré después.
—¡Bueno es eso, señor, por cierto! ¡Sí, ahí está el real de manifiesto! No hemos tenido entre todas nosotras un cuarto para hacer la señal de la cruz, ¿y quiere que tengamos un real?
—¡Pues dadle alguna valoncica vuestra, o alguna cosa; que otro día nos volverá a ver Preciosa, y la regalaremos mejor!
A lo cual dijo doña Clara:
—Pues porque otra vez venga, no quiero dar nada ahora a Preciosa.
—Antes si no me dan nada —dijo Preciosa—, nunca más volveré acá. Mas sí volveré, a servir a tan principales señores; pero traeré tragado que no me han de dar nada, y ahorrareme la fatiga del esperarlo. Coheche vuesa merced, señor tiniente, coheche y tendrá dineros, y no haga usos nuevos, que morirá de hambre. Mire, señor: por ahí he oído decir..., y aunque moza, entiendo que no son buenos dichos..., que de los oficios se ha de sacar dineros para pagar las condenaciones de las residencias y para pretender otros cargos.
—Así lo dicen y lo hacen los desalmados —replicó el tiniente—; pero el juez que da buena residencia, no tendrá que pagar condenación alguna, y el haber usado bien su oficio, será el valedor para que le den otro.
—Habla vuesa merced muy a lo santo, señor tiniente —respondió Preciosa—; ándese a eso y cortarémosle de los harapos para reliquias.
—Mucho sabes, Preciosa —dijo el tiniente—. Calla, que yo daré traza que sus majestades te vean, porque eres pieza de reyes.
—Querranme para truhana —respondió Preciosa—, y yo no lo sabré ser, y todo irá perdido. Si me quisiesen para discreta, aún llevarme hían, pero en algunos palacios más medran los truhanes que los discretos. Yo me hallo bien con ser gitana y pobre, y corra la suerte por donde el cielo quisiere.
—Ea, niña —dijo la gitana vieja—, no hables más; que has hablado mucho, y sabes más de lo que yo te he enseñado. No te asotiles tanto, que te despuntarás. Habla de aquello que tus años permiten y no te metas en altanerías; que no hay ninguna que no amenace caída.
—¡El diablo tienen estas gitanas en el cuerpo! —dijo a esta sazón el tiniente.
Despidiéronse las gitanas, y al irse, dijo la doncella del dedal:
—Preciosa, dime la buenaventura, o vuélveme mi dedal; que no me queda con qué hacer labor.
—Señora doncella —respondió Preciosa—, haga cuenta que se la he dicho, y provéase de otro dedal, o no haga vainillas hasta el viernes, que yo volveré y le diré más venturas y aventuras que las que tiene un libro de caballerías.
Fuéronse, y juntáronse con las muchas labradoras que a la hora de las avemarías suelen salir de Madrid para volverse a sus aldeas, y entre otras vuelven muchas, con quien siempre se acompañaban las gitanas, y volvían seguras. Porque la gitana vieja vivía en continuo temor no le salteasen a su Preciosa.
Sucedió, pues, que la mañana de un día que volvían a Madrid a coger la garrama con las demás gitanillas, en un valle pequeño que está obra de quinientos pasos antes que se llegue a la villa, vieron un mancebo gallardo y ricamente aderezado de camino. La espada y daga que traía eran, como decir se suele, un ascua de oro; sombrero con rico cintillo y con plumas de diversos colores adornado. Repararon las gitanas en viéndole, y pusiéronsele a mirar muy despacio, admiradas de que a tales horas un tan hermoso mancebo estuviese en tal lugar, a pie y solo.
Él se llegó a ellas, y hablando con la gitana mayor, le dijo:
—Por vida vuestra, amiga, que me hagáis placer que vos y Preciosa me oyáis aquí aparte dos palabras, que serán de vuestro provecho.
—Como no nos desviemos mucho, ni nos tardemos mucho, sea en buen hora —respondió la vieja.
Y llamando a Preciosa, se desviaron de las otras obra de veinte pasos, y así, en pie como estaban, el mancebo les dijo:
—Yo vengo de manera rendido a la discreción y belleza de Preciosa, que después de haberme hecho mucha fuerza para excusar llegar a este punto, al cabo he quedado más rendido y más imposibilitado de excusallo. Yo, señoras mías..., (que siempre os he de dar este nombre, si el cielo mi pretensión favorece), soy caballero, como lo puede mostrar el hábito —y apartando el herreruelo, descubrió en el pecho uno de los más calificados que hay en España—; soy hijo de Fulano (que por buenos respetos aquí no se declara su nombre); estoy debajo de su tutela y amparo. Soy hijo único, y el que espera un razonable mayorazgo. Mi padre está aquí, en la Corte, pretendiendo un cargo, y ya está consultado, y tiene casi ciertas esperanzas de salir con él. Y con ser de la calidad y nobleza que os he referido, y de la que casi se os debe ya de ir trasluciendo, con todo eso quisiera ser un gran señor para levantar a mi grandeza la humildad de Preciosa, haciéndola mi igual y mi señora. Yo no la pretendo para burlalla, ni en las veras del amor que la tengo puede caber género de burla alguna. Solo quiero servirla del modo que ella más gustare: su voluntad es la mía. Pero con ella es de cera mi alma, donde podrá imprimir lo que quisiere, y para conservarlo y guardarlo no será como impreso en cera, sino como esculpido en mármoles, cuya dureza se opone a la duración de los tiempos. Si creéis esta verdad, no admitirá ningún desmayo mi esperanza; pero, si no me creéis, siempre me tendrá temeroso vuestra duda. Mi nombre es este (y díjoselo). El de mi padre ya os le he dicho. La casa donde vive es en tal calle, y tiene tales y tales señas; vecinos tiene de quien podréis informaros, y aun de los que no son vecinos, también; que no es tan oscura la calidad y el nombre de mi padre y el mío, que no le sepan en los patios de palacio, y aun en toda la Corte. Cien escudos traigo aquí en oro para daros en arra y señal de lo que pienso daros; porque no ha de negar la hacienda el que da el alma.
En tanto que el caballero esto decía, le estaba mirando Preciosa atentamente, y sin duda que no le debieron de parecer mal ni sus razones ni su talle; y volviéndose a la vieja, le dijo:
—Perdóneme, abuela, de que me tomo licencia para responder a este tan enamorado señor.
—Responde lo que quisieres, nieta —respondió la vieja—; que yo sé que tienes discreción para todo.
Y Preciosa dijo:
—Yo, señor caballero, aunque soy gitana, pobre y humildemente nacida, tengo un cierto espiritillo fantástico acá dentro, que a grandes cosas me lleva. A mí ni me mueven promesas, ni me desmoronan dádivas, ni me inclinan sumisiones, ni me espantan finezas enamoradas; y aunque de quince años (que según la cuenta de mi abuela, para este San Miguel los haré), soy ya vieja en los pensamientos y alcanzo más de aquello que mi edad promete, más por mi buen natural que por la experiencia. Pero con lo uno o con lo otro sé que las pasiones amorosas en los recién enamorados son como ímpetus indiscretos que hacen salir a la voluntad de sus quicios; la cual, atropellando inconvenientes, desatinadamente se arroja tras su deseo, y pensando dar con la gloria de sus ojos, da con el infierno de sus pesadumbres. Si alcanza lo que desea, mengua el deseo con la posesión de la cosa deseada, y quizá abriéndose entonces los ojos del entendimiento, se ve ser bien que se aborrezca lo que antes se adoraba. Este temor engendra en mí un recato tal, que ningunas palabras creo y de muchas obras dudo. Una sola joya tengo, que la estimo en más que a la vida, que es la de mi entereza y virginidad, y no la tengo de vender a precio de promesas ni dádivas, porque, en fin, será vendida; y si puede ser comprada, será de muy poca estima; ni me la han de llevar trazas ni embelecos; antes pienso irme con ella a la sepultura, y quizá al cielo, que ponerla en peligro que quimeras y fantasías soñadas la embistan o manoseen. Flor es la de la virginidad, que a ser posible, aún con la imaginación no había de dejar ofenderse: cortada la rosa del rosal, ¡con qué brevedad y facilidad se marchita! Este la toca, aquel la huele, el otro la deshoja y, finalmente, entre las manos rústicas se deshace. Si vos, señor, por sola esta prenda venís, no la habéis de llevar sino atada con las ligaduras y lazos del matrimonio. Que si la virginidad se ha de inclinar, ha de ser a este santo yugo; que entonces no sería perderla, sino emplearla en ferias que felices ganancias prometen. Si quisiéredes ser mi esposo, yo lo seré vuestra; pero han de preceder muchas condiciones y averiguaciones primero. Primero tengo de saber si sois el que decís; luego, hallando esta verdad, habéis de dejar la casa de vuestros padres y la habéis de trocar con nuestros ranchos, y tomando el traje de gitano, habéis de cursar dos años en nuestras escuelas, en el cual tiempo me satisfaré yo de vuestra condición y vos de la mía, al cabo del cual, si vos os contentades de mí, y yo de vos, me entregaré por vuestra esposa; pero hasta entonces tengo de ser vuestra hermana en el trato y vuestra humilde en serviros. Y habéis de considerar que en el tiempo de este noviciado podría ser que cobrásedes la vista, que agora debéis de tener perdida o, por lo menos, turbada, y viésedes que os convenía huir de lo que agora seguís con tanto ahínco; y cobrando la libertad perdida, con un buen arrepentimiento se perdona cualquier culpa. Si con estas condiciones queréis entrar a ser soldado de nuestra milicia, en vuestra mano está, pues faltando alguna de ellas no habéis de tocar un dedo de la mía.
Pasmóse el mozo a las razones de Preciosa, y púsose como embelesado, mirando al suelo, dando muestras que consideraba lo que responder debía.
Viendo lo cual Preciosa, tornó a decirle:
—No es este caso de tan poco momento, que en los que aquí nos ofrece el tiempo pueda ni deba resolverse. Volveos, señor, a la villa, y considerad despacio lo que viéredes que más os convenga, y en este mismo lugar me podéis hablar todas las fiestas que quisiéredes, al ir o venir de Madrid.
A lo cual respondió el gentilhombre:
—Cuando el cielo me dispuso para quererte, Preciosa mía, determiné hacer por ti cuanto tu voluntad acertase a pedirme, aunque nunca cupo en mi pensamiento que me habías de pedir lo que me pides; pero, pues es tu gusto que el mío al tuyo se ajuste y acomode, cuéntame por gitano, desde luego, y haz de mí todas las experiencias que más quisieres; que siempre me has de hallar el mismo que ahora te significo. Mira cuándo quieres que mude el traje, que yo querría que fuese luego; que en ocasión de ir a Flandes engañaré a mis padres y sacaré dinero para gastar algunos días, y serán hasta ocho los que podré tardar en acomodar mi partida. A los que fueren conmigo yo los sabré engañar de modo que salga con mi determinación. Lo que te pido es, si es que ya puedo tener atrevimiento de pedirte y suplicarte algo, que si no es hoy, donde te puedes informar de mi calidad y la de mis padres, que no vayas más a Madrid, porque no querría que alguna de las demasiadas ocasiones que allí pueden ofrecerse me salteasen la buena ventura que tanto me cuesta.
—Eso no, señor galán —respondió Preciosa—. Sepa que conmigo ha de andar siempre la libertad desenfadada, sin que la ahogue ni turbe la pesadumbre de los celos; y entienda que no la tomaré tan demasiada que no se eche de ver desde bien lejos, que llega mi honestidad a mi desenvoltura. Y en el primero cargo en que quiero enteraros es en el de la confianza que habéis de hacer de mí. Y mirad que los amantes que entran pidiendo celos, o son simples o confiados.
—Satanás tienes en tu pecho, muchacha —dijo a esta sazón la gitana vieja—. ¡Mira que dices cosas que no las diría un colegial de Salamanca! Tú sabes de amor, tú sabes de celos, tú, de confianzas: ¿cómo es esto?, que me tienes loca, y te estoy escuchando como a una persona espiritada, que habla latín sin saberlo.
—Calle, abuela —respondió Preciosa—, y sepa que todas las cosas que me oye son monadas y son de burlas, para las muchas que de más veras me quedan en el pecho.
Todo cuanto Preciosa decía, y toda la discreción que mostraba, era añadir leña al fuego que ardía en el pecho del enamorado caballero. Finalmente quedaron en que de allí a ocho días se verían en aquel mismo lugar, donde él vendría a dar cuenta del término en que sus negocios estaban, y ellas habrían tenido tiempo de informarse de la verdad que les había dicho.
Sacó el mozo una bolsilla de brocado, donde dijo que iban cien escudos de oro, y dióselos a la vieja; pero no quería Preciosa que los tomase en ninguna manera; a quien la gitana dijo:
—Calla, niña; que la mejor señal que este señor ha dado de estar rendido es haber entregado las armas en señal de rendimiento. Y el dar, en cualquiera ocasión que sea, siempre fue indicio de generoso pecho. Y acuérdate de aquel refrán que dice: «Al cielo rogando, y con el mazo dando». Y más, que no quiero yo que por mí pierdan las gitanas el nombre que por luengos siglos tienen adquirido de codiciosas y aprovechadas. ¿Cien escudos quieres tú que deseche, Preciosa, que pueden andar cosidos en la alforza de una saya que no valga dos reales, y tenerlos allí como quien tiene un juro sobre las hierbas de Extremadura? Si alguno de nuestros hijos, nietos o parientes cayere, por alguna desgracia, en manos de la justicia, ¿habrá favor tan bueno que llegue a la oreja del juez y del escribano, como estos escudos, si llegan a sus bolsas? Tres veces, por tres delitos diferentes, me he visto casi puesta en el asno para ser azotada, y de la una me libró un jarro de plata, y de la otra, una sarta de perlas, y de la otra, cuarenta reales de a ocho, que había trocado por cuartos, dando veinte reales más por el cambio. Mira, niña, que andamos en oficio muy peligroso y lleno de tropiezos y de ocasiones forzosas, y no hay defensas que más presto nos amparen y socorran como las armas invencibles del gran Filipo: no hay pasar adelante de su plus ultra. Por un doblón de dos caras se nos muestra alegre la triste del procurador y de todos los ministros de la muerte, que son arpías de nosotras las pobres gitanas, y más precian pelarnos y desollarnos a nosotras que a un salteador de caminos; jamás, por más rotas y desastradas que nos vean, nos tienen por pobres; que dicen que somos como los jubones de los gabachos de Belmonte: rotos y grasientos, y llenos de doblones.
—Por vida suya, abuela, que no diga más; que lleva término de alegar tantas leyes en favor de quedarse con el dinero, que agote las de los emperadores: quédese con ellos y buen provecho le hagan, y plega a Dios que los entierre en sepultura donde jamás tornen a ver la claridad del sol, ni haya necesidad que le vean. A estas nuestras compañeras será forzoso darles algo, que ha mucho que nos esperan y ya deben estar enfadadas.
—Así verán ellas —replicó la vieja— moneda destas como ven al turco agora. Ese buen señor verá si le ha quedado alguna moneda de plata, o cuartos, y los repartirá entre ellas, que con poco quedarán contentas.
—Sí traigo —dijo el galán.
Y sacó de la faldriquera tres reales de a ocho, que repartió entre las tres gitanillas, con que quedaron más alegres y más satisfechas que suele quedar un autor de comedias cuando, en competencia de otro, le suelen retular por las esquinas «victor, victor».
En resolución, concertaron, como se ha dicho, la venida de allí a ocho días, y que se había de llamar, cuando fuese gitano, Andrés Caballero, porque también había gitanos entre ellos deste apellido.
No tuvo atrevimiento Andrés (que así le llamaremos de aquí adelante) de abrazar a Preciosa; antes enviándole con la vista el alma, sin ella, si así decirse puede, las dejó y se entró en Madrid, y ellas, contentísimas, hicieron lo mismo. Preciosa, algo aficionada, más con benevolencia que con amor, de la gallarda disposición de Andrés, ya deseaba informarse si era el que había dicho. Entró en Madrid, y a pocas calles andadas encontró con el paje poeta de las coplas y el escudo.
Y cuando él la vio, se llegó a ella, diciendo:
—Vengas en buen hora, Preciosa. ¿Leíste por ventura las coplas que te di el otro día?
A lo que Preciosa respondió:
—Primero que le responda palabra, me ha de decir una verdad, por vida de lo que más quiere.
—Conjuro es ese —respondió el paje— que aunque el decirla me costase la vida, no la negaré en ninguna manera.
—Pues la verdad que quiero que me diga —dijo Preciosa— es si por ventura es poeta.
—A serlo —replicó el paje—, forzosamente había de ser por ventura; pero has de saber, Preciosa, que ese nombre de poeta muy pocos le merecen, y así, yo no lo soy, sino un aficionado a la poesía; y para lo que he menester no voy a pedir ni a buscar versos ajenos. Los que te di son míos, y estos que te doy agora también, mas no por eso soy poeta, ni Dios lo quiera.
—¿Tan malo es ser poeta? —replicó Preciosa.
—No es malo —dijo el paje—; pero el ser poeta a solas no lo tengo por muy bueno. Hase de usar de la poesía como de una joya preciosísima, cuyo dueño no la trae cada día, ni la muestra a todas las gentes, ni a cada paso, sino cuando convenga y sea razón que la muestre. La poesía es una bellísima doncella, casta, honesta, discreta, aguda, retirada, y que se contiene en los límites de la discreción más alta. Es amiga de la soledad; las fuentes la entretienen; los prados la consuelan; los árboles la desenojan; las flores la alegran, y, finalmente, deleita y enseña a cuantos con ella comunican.
—Con todo eso —respondió Preciosa—, he oído decir que es pobrísima y que tiene algo de mendiga.
—Antes es al revés —dijo el paje—, porque no hay poeta que no sea rico, pues todos viven contentos con su estado, filosofía que alcanzan pocos. Pero, ¿qué te ha movido, Preciosa, a hacer esta pregunta?
—Hame movido —respondió Preciosa—, porque como yo tengo a todos o los más poetas por pobres, causome maravilla aquel escudo de oro que me disteis entre vuestros versos envuelto; mas agora que sé que no sois poeta, sino aficionado de la poesía, podría ser que fuésedes rico, aunque lo dudo, a causa de que por aquella parte que os toca de hacer coplas, se ha desaguar cuanta hacienda tuviéredes; que no hay poeta, según dicen, que sepa conservar la hacienda que tiene, ni granjear la que no tiene.
—Pues yo no soy de estos —replicó el paje—. Versos hago, y no soy rico ni pobre; y sin sentirlo ni descontarlo, como hacen los ginoveses sus convites, bien puedo dar un escudo, y dos, a quien yo quisiere. Tomad, preciosa perla, este segundo papel y este escudo que va en él, sin que os pongáis a pensar si soy poeta o no: solo quiero que penséis y creáis que quien os da esto quisiera tener para daros las riquezas de Midas.
Y en esto, le dio un papel, y tentándole Preciosa, halló que dentro venía el escudo, y dijo:
—Este papel ha de vivir muchos años, porque trae dos almas consigo: una, la del escudo, y otra, la de los versos; que siempre vienen llenos de almas y corazones. Pero sepa, señor paje, que no quiero tantas almas conmigo, y si no saca la una, no haya miedo que reciba la otra: por poeta le quiero y no por dadivoso, y desta manera tendremos amistad que dure; pues más aína puede faltar un escudo, por fuerte que sea, que la hechura de un romance.
—Pues así es —replicó el paje—, que quieres, Preciosa, que yo sea pobre por fuerza, no deseches el alma que en este papel te envío, y vuélveme el escudo; que como le toques con la mano le tendré por reliquia mientras la vida me durare.
Sacó Preciosa el escudo del papel, y quedose con el papel, y no le quiso leer en la calle.
El paje se despidió y se fue contentísimo, creyendo que ya Preciosa quedaba rendida, pues con tanta afabilidad le había hablado.
Y como ella llevaba puesta la mira en buscar la casa del padre de Andrés, sin querer detenerse a bailar en ninguna parte, en poco espacio se puso en la calle do estaba, que ella muy bien sabía; y habiendo andado hasta la mitad, alzó los ojos a unos balcones de hierro dorados, que le habían dado por señas, y vio en ellos a un caballero de hasta edad de cincuenta años, con un hábito de cruz colorada en los pechos, de venerable gravedad y presencia; el cual, apenas también hubo visto la gitanilla, cuando dijo:
—Subid, niñas; que aquí os darán limosna.
A esta voz acudieron al balcón otros tres caballeros, y entre ellos vino el enamorado Andrés, que cuando vio a Preciosa perdió la color y estuvo a punto de perder los sentidos: tanto fue el sobresalto que recibió con su visita.
Subieron las gitanillas todas, sino la grande, que se quedó abajo para informarse de los criados de las verdades de Andrés.
Al entrar las gitanillas en la sala estaba diciendo el caballero anciano a los demás:
—Esta debe de ser, sin duda, la gitanilla hermosa que dicen que anda por Madrid.
—Ella es —replicó Andrés—, y sin duda es la más hermosa criatura que se ha visto.
—Así lo dicen —dijo Preciosa(que lo oyó todo en entrando)—; pero en verdad que se deben de engañar en la mitad del justo precio. Bonita, bien creo que lo soy, pero tan hermosa como dicen, ni por pienso.
—¡Por vida de don Juanico, mi hijo —dijo el anciano—, que aún sois más hermosa de lo que dicen, linda gitana!
—¿Y quién es don Juanico, su hijo? —preguntó Preciosa.
—Ese galán que está a vuestro lado —respondió el caballero.
—En verdad que pensé —dijo Preciosa— que juraba vuesa merced por algún niño de dos años. ¡Mirad qué don Juanico, y qué brinco! A mi verdad que pudiera ya estar casado, y que, según tiene unas rayas en la frente, no pasarán tres años sin que lo esté, y muy a su gusto, si es que desde aquí allá no se le pierde o se le trueca.
—¡Basta! —dijo uno de los presentes—. ¿Qué sabe la gitanilla de rayas?
En esto las gitanillas que iban con Preciosa, todas tres se arrimaron a un rincón de la sala, y cosiéndose las bocas unas con otras, se juntaron por no ser oídas.
Dijo la Cristina:
—Muchachas, este es el caballero que nos dio esta mañana los tres reales de a ocho.
—Así es la verdad —respondieron ellas—; pero no se lo mentemos, ni le digamos nada si él no nos lo mienta: ¿qué sabemos si quiere encubrirse?
En tanto que esto entre las tres pasaba, respondió Preciosa a lo de las rayas: