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Unos gestos de agresividad y una rapiña que ya vimos en la avidez de Louisa Colpeyn por los «malditos billetes de cincuenta francos, que llevan la efigie de Jean Racine» y sobre la que el escritor nos ha dejado en una entrevista otro curioso testimonio:
De joven, recibí el premio de un joyero de la zona de Ópera: la pluma de diamante. Mi madre, que pensó que tenía un plumín de diamante de verdad, lo llevó al monte de piedad. Pero nadie lo quería, era de pacotilla. Regresó a casa con el objeto. Unos días más tarde, la robaron. Los ladrones también creyeron en el valor de la pluma y dejaron el estuche. Fue hace más de treinta años. Por mi parte, hace unos días, cogí sin su conocimiento el estuche que ella había guardado para mi sorpresa. Ella se deshizo de todos sus recuerdos y nunca leyó ninguno de mis libros. Pero había mantenido este caparazón vacío e irrisorio. Tenga, ábralo en el interior está escrito Clerc. El nombre de la joyería (Diatkine, 2006).24
Este testimonio, más allá de la insistencia en la rapacería de su progenitora, guarda, en un «caparazón», una constatación posiblemente más dura para su hijo: Louisa Colpeyn no leyó absolutamente ninguno de los libros de Patrick Modiano.
* * *
Modiano ya había pergeñado un duro, aunque velado, retrato de Louisa Colpeyn en Ropero de la infancia, novela en la que la madre aparece como una actriz histérica, y la figura del perro se convierte en catalizadora del resentimiento filial.
En ella, el escritor deja pistas claras sobre la inspiración autobiográfica del pasaje, cuando el narrador, al pasar junto a los teatros de la rue Fontaine en los que actuaba su madre y evocar los días en que de niño le acompañaba, dice que había pasado su infancia en la Rive gauche, en Saint-Germaine-des-Prés. Recuerda como, los domingos, hacía los deberes en el despacho del director del teatro, Henri de la Palmira, mientras su madre actuaba en un vaudeville escrito por un sedero lionés y su amante que habían alquilado el teatro y pagaban a los actores, sin que les importase demasiado que la sala estuviera vacía y solo asistieran en alguna ocasión unos pocos amigos. Un domingo, en que los actores también actúan ante una sala vacía, el joven, mientras oye la voz de su madre en escena, decide romper los deberes y no volver al colegio, ni hacer el bachillerato ni el servicio militar. De puntillas, pasa entre bastidores y la sala del teatro que está vacía. Al ver su sombra moviéndose, los actores interrumpen el diálogo sorprendidos de que hubiera un espectador. El joven sale a la calle y se siente perdido. En un ataque de pánico está a punto de pedirle a un transeúnte que le ayude. Luego se tranquiliza y da un paseo por el barrio, la parte baja de Pigalle, donde se encuentra con el perro de Herni de la Palmira, un labrador rubio. «Cruzaba el vestíbulo, se detenía en el umbral y olfateaba el aire. Con andares plácidos, volviendo la cabeza, ora a la derecha, ora a la izquierda, se encaminaba hacia mí con el porte de un turista que estuviera visitando el barrio» (RI 66). El joven repara en que la farmacia aún estaba abierta, un detalle que no es banal porque en muchas novelas, como Joyita o En el café de la juventud perdida, la farmacia de Pigalle es un «punto de referencia» para el héroe que se encuentra perdido en un momento crucial de su vida. Un punto de referencia que aquí además se asocia a la figura del perro, una vez más un labrador.
El labrador y yo25 nos quedamos un ratito contemplando el escaparate, que iluminaba una luz verde. Luego pasamos por el cruce y nos separamos: él siguió bajando por la calle de Fontaine y yo entré en el café Gavarni (RI 66-67).
El joven decide finalmente volver al teatro, donde su madre tras preguntarle de pasada dónde estaba, le interroga inquisitivamente por una vieja cazadora de ante que habían encontrado en un armario del teatro.
–¿Me prometes que todavía tienes la cazadora vieja de ante?
Se le anegaba la mirada en una expresión de angustia insoportable. El destino del mundo dependía de aquella cazadora vieja de ante. Fuera de ella, nada tenía ya importancia.
–¿No irás a decirme que has perdido la cazadora vieja de ante? ¡Contesta!… ¿Dónde está la cazadora vieja de ante? (RI 67).
Uno de los actores está estupefacto al ver que una vieja cazadora de ante podía convertirse en algo tan importante. Pero mientras más se agudizaba la angustia, ella más se fijaba en ese detalle mínimo hasta un punto de incandescencia, sigue recordando el narrador. Tras hacerle jurar que no la ha perdido, la madre se tranquiliza y los actores se ponen a hablar sobre el futuro de la obra, preguntándose hasta cuando estarían dispuestos los autores a seguir pagando. Entonces el joven decide intervenir maliciosamente, asegurándoles que había visto salir a alguien del teatro. Los actores se muestran preocupados por si se trata de un crítico, ya que el director había aconsejado a los autores no invitar a ningún crítico con el pretexto de que eran mala gente. Los actores quieren sabe a toda costa quién era ese espectador y el joven decide burlarse de ellos.
–Entonces, ¿quién era? –repitió Montavon.
–Dinos quién era ese espectador –dijo mi madre.
–El perro de Henri de la Palmira. Y llevaba puesta la cazadora vieja de ante (RI 69).
El sarcasmo cruel del joven no puede, sin embargo, desviar la atención de lo sustancial del pasaje, que es sin duda la identificación del adolescente con la figura del perro como elemento simbólico en el que apoyarse para hacer frente al abandono de una madre histérica.
* * *
Pero la obra que con más profundidad expresa el dolor del escritor por el abandono infantil es Joyita (J), novela de 2001 en la que tuvo que recurrir a un juego de múltiples máscaras que le permitiera hacer un ajuste de cuentas, a cara de perro, con la figura materna.
El cañamazo de Joyita parte de una historia que, en principio, aunque solamente en principio, nada tiene que ver con la familia Modiano. Se trata de una historia real con la que ya había trabajado el escritor en cuatro ocasiones: una discreta alusión en el capítulo sobre Harry Dressel de Libro de familia; en el relato corto La Seine, protagonizado por Bijou y su madre; un cuento que se transforma en el capítulo V de la novela De si braves garçons; y de manera más indirecta en la figura de una joven artista que aparece en Ropero de la infancia y que sólo conoceremos como «la petite». Cosnard (2010: 238) ha revisado los magazines de los años cuarenta y algunas memorias de personajes de la época, que dan cuenta de cómo Modiano sigue bastante fielmente la historia de Sonia Blache para construir el personaje de Sonia Cardères, la madre de Joyita. Sonia Blache, que fue sospechosa de colaboracionismo, se hacía llamar Marie Olinska, nombre con el que desarrolló una efímera carrera cinematográfica, ya que aparece junto a su hija de nombre artístico, Petite Bijou (Joyita), en un único film: Le Loup des Malveneur (1943)26 y que en La Petite Bijou, Modiano cambia por La encrucijada de los arqueros.27
Cuando en 2001 aparece La Petite Bijou, la hija de Eliana Gardaire, la auténtica Petite Bijou, se queda sorprendida al ver el título en el escaparate de una librería porque sabe que ese había sido el apodo de su madre, incluso en sus años de universitaria. Compra el libro y descubre con asombro un gran número de pequeños detalles (direcciones, números de teléfono, cocinero chino…) que coinciden con la vida de su abuela y de su madre, que tenía entonces 65 años y a quien le hace leer la novela. Según Cosnard, que se entrevistó con la hija de Joyita, la impresión de su madre es ambivalente: «Halagada, también está muy sorprendida por la forma en que Modiano ha calcado la historia familiar, y con reservas en cuanto a la imagen que da de su madre, la “Condesa”» (2008: 242). Entran en contacto y Modiano, que se queda sorprendido al saber que Joyita está viva, acepta modificar a partir de la segunda edición muchos detalles demasiado próximos a la realidad, nombres, direcciones y números de teléfono. Asimismo, entre la dedicatoria y el comienzo del relato, se añade una página con la consabida advertencia: «Todos los personajes de este libro son imaginarios y en ningún caso se pueden identificar con personas que hayan existido». Frase incierta por partida doble. Por un lado, en muchos aspectos anecdóticos, como hemos visto, los personajes están calcados de la vida de Joyita y de su madre. Y por otro lado, los sentimientos entre madre e hija pueden ser asimilados a los del autor con su propia madre28 y también, aunque de manera más episódica, con los de su esposa Dominique Zerffus respecto a la suya.29
A pesar de que la narradora, Thérèse, o Joyita, dice de su madre que borra pistas, que miente sobre su edad y que utiliza falsos nombre y falsos títulos de nobleza, lo que no deja de ser una ironía del escritor, Modiano se cuida muy bien de dejar una serie de rastros que remiten a su propio mundo. Así, cuando Thérèse conoce a Vera Valadier, la madre de la niña que tiene que cuidar y que a su vez es un doble de la madre de Joyita, se sorprende de que el francés parisino que habla no se corresponde con su aspecto y tiene la impresión de que es como si la estuvieran doblando, en una nítida referencia a la propia madre del escritor, que trabajó durante la Ocupación como dobladora de films de la Continental y que a lo largo de su carrera interpretó en numerosas ocasiones a personajes extranjeros. Y cuando cae la tarde, mientras mira a la niña hacer sus deberes, la narradora dice que el silencio era el mismo que había conocido en Fossombronne-la-Forêt, a la misma hora y a la misma edad que la pequeña. Una población, que como se verá más adelante, remite a Jouy-en-Josas, el pueblo en el que Modiano y su hermano quedaron al cuidado de unas extrañas amigas de su madre. La referencia se amplía y se hace explícita cuando la protagonista se acuerda de dos amigas de su madre, a las que aquí llama Simone Bouquereau y Frédérique. Personajes que se corresponden con la amiga de la madre de Modiano, Suzanne Bouquerau, y la amiga de esta, Frède, transformados en personajes literarios en Reducción de condena y desvelados como personas reales, diecisiete años después, en Un pedigrí (UP 36-37). Para disipar cualquier duda, el abandono de Joyita en Fossombronne se produce como consecuencia de un viaje de su madre a Marruecos, que se corresponde con la gira teatral que emprendió la madre de escritor tras «colocar» durante un par de años a sus dos hijos, Patrick y Rudy, en casa de Suzanne Bouquerau. No era el primer abandono ni sería el último que sufrieron los hermanos Modiano. Hasta los cuatro años, Modiano fue educado por sus abuelos maternos, por lo que hasta esa edad solo habla flamenco. Con cuatro y dos años respectivamente, Patrick y Rudy son dejados al cuidado de una gobernanta en Biarritz. Esa sensación de abandono es una constante en Joyita: baste recordar la evocación que hace Thérèse, cuando en su niñez llegaba al apartamento de su madre en el Bois de Boulogne y nadie le abría la puerta. Una situación que se repetirá, años después, en la misma zona con la niña a la que cuida Thérèse.
Más pistas sobre la madre: tras el reencuentro de Thérèse con Moreau-Badmaev,30 que se dedica a transcribir el contenido de emisiones de radio extranjera, le hace una pequeña demostración de su trabajo y le dice que el fragmento que acaban de oír es neerlandés pero con un ligero acento de Amberes (J 41), que no por casualidad es la ciudad natal de Louisa Colpeyn. Asimismo, a lo largo de Joyita, encontramos una reiterada evocación del episodio del atropello por una camioneta y la inhalación de éter, que se corresponde con el atropello real de Modiano niño (UP 34) sobre el que habrá ocasión de volver a propósito de Accidente nocturno. A estas autorreferencias habría que añadir el pasaje en el que la farmacéutica que cuida a Thérèse después de un desvanecimiento y de acompañarle a su casa señala a la farmacia de la place Blanche y le comenta que antes trabajó allí. Thérèse piensa que la farmacéutica pudo haber conocido a su madre cuando vivía por la zona y trabajaba de bailarina, en clara alusión a la época en que la madre del escritor trabajaba en los teatros la rue Fontaine (UP 63) y el Modiano niño vagaba por las calles. Thérèse le pregunta si conoció muchas bailarinas y la farmacéutica le dice que no le gusta hablar del pasado (J 154-155).
Por ello no puede extrañar que Eliana Gardaire, la auténtica Joyita, mostrara sus reservas respecto a la imagen que la novela daba de su madre porque, como acabamos de ver, en un segundo nivel la madre de Thérèse tiene mucho de la madre del escritor. De ahí el interés que tiene, por un lado, sintetizar las páginas del relato que ponen de relieve los sentimientos de Thérèse respecto de una madre a la que define como «un recuerdo malo» (J 81); y, por otro lado, recapitular el papel que tienen los perros en esos sentimientos, lo que permitirá establecer un primer paralelismo entre las referencias a la madre y a los perros en su autobiografía.
En Joyita, la representación de la herida edípica es especular, a diferencia de lo que sucede en Accidente nocturno que es directa. Así Thérèse evoca la época en que de pequeña su madre, una ex bailarina que sufrió un accidente, después de ausencias de varios días, reaparecía con la cara hinchada y la mirada azorada le pedía invariablemente que le diera un masaje en los tobillos. Y poco después, Thérèse recuerda que un día nadie fue a buscarle a la escuela y fue atropellada por una camioneta que, sintomáticamente, le hirió en el tobillo. Unas monjas le socorren y le hacen inhalar éter. Este recuerdo surge cuando Thérèse, que se encuentra «perdida» en la ciudad, es socorrida por la farmacéutica. Entonces tiene la tentación de contarle todo esto a su salvadora.
Sigo esperando y nadie viene a buscarme. Gracias al éter dejó de dolerme el tobillo y me quedé dormida sin sentir. Uno o dos años más tarde, en uno de los cuartos de baño del piso de cerca del bosque de Boulogne, me encontré un frasco de éter. El color azul noche me fascinaba. Siempre que mi madre pasaba por momentos de crisis en los que no quería ver a nadie y me pedía que le llevase una bandeja a su cuarto o le diera masajes en los tobillos, yo olía el frasco para darme ánimos. La verdad es que era una explicación demasiado larga (J 87-88.)
El pasaje expresa de manera elocuente toda la complejidad y profundidad de la herida edípica en Modiano. De manera que si la madre tiene que taparse la cara para que la hija le masajee el tobillo, la niña para poder hacerlo tiene que inhalar un éter al que se ha aficionado tras ser herida en el tobillo31 como consecuencia del abandono familiar.
Pero para llegar a poder expresar el dolor continuado que esa herida le produce a la protagonista adulta, previamente esta necesitará recordar la primera vez que fue con su madre al cine, un hecho determinante porque marca la ruptura entre el disfraz que la madre quiere imponer a la niña y la percepción que ella tiene de sí misma al hacerle ver La encrucijada de los arqueros, la película en la que, tiempo atrás, había interpretado un pequeño papel junto a su madre, en la que no se reconoce, sobre todo cuando oye su voz. De manera que cree que Joyita no era ella, sino otra chica. Será a partir de este recuerdo y otros que van acumulándose cuando se desate la crisis. La joven se siente cada vez peor hasta que entra en una farmacia y se viene abajo: «Rompí a llorar. No me había ocurrido desde la muerte del perro, algo que se remontaba doce años atrás» (J 85). La farmacéutica le da entonces un brebaje de color rojo cuyos efectos asocia con el éter que le dieron las monjas cuando el atropello y la herida en el tobillo, y este recuerdo, a su vez, enlaza con los masajes en los tobillos de la madre, una artista fracasada, como tantas otras de su universo narrativo.
De modo que la crisis de la Thérèse adulta estalla a partir de la conjunción de tres recuerdos:
i. El recuerdo de un elemento disruptivo, su visión en la pantalla y la negación de la forma de representación impuesta por la madre.
ii. La reminiscencia doblemente dolorosa de un accidente que en el fondo se atribuye al abandono materno.
iii. Y la asociación del momento en que el dolor por fin puede expresarse con un sufrimiento anterior, que también le hizo estallar en lágrimas y que es consecuencia de un suceso posterior al atropello y sobre el que, hasta el momento, el lector no sabe nada: la muerte de un perro hace doce años.
El primero de estos recuerdos, ya lo hemos visto, se inspira en la vida de la auténtica Joyita e incorpora sentimientos de la vida de Dominique Zehrfuss, la esposa del escritor. Pero también tiene muchos sentimientos del propio Modiano, como la convicción de que la vida que se representa no es la suya propia y el recurso a la pantalla cinematográfica como ilustración (UP 45-46).
El carácter autobiográfico del segundo recuerdo ha sido ya señalado y será objeto de un tratamiento pormenorizado. Por lo que ahora se analizará el dolor de la protagonista por la muerte del perro. Un tema que, pese a su enunciación por la narradora, no será desarrollado sin interponer antes otro recuerdo más próximo, el de la relación con la niña que cuida Thérèse y su deseo de tener un perro, algo a lo que sus desapegados padres se niegan. Thérèse se dice que nunca sabrá nada de esas gentes. Y que, en cambio, la pequeña no tenía misterio para ella porque adivinaba lo que pudiera sentir porque más o menos había sido el mismo tipo de niña. Tras esta evocación, que narrativamente funciona como retorno de un pasado cuyo recuerdo se pretende reprimir y como una pantalla previa al núcleo profundo del dolor, Thérèse rememora su particular experiencia con otro perro. Un hecho traumático que le produce una sensación de vacío mucho más terrible que la que siente en el momento presente, cuando narra. Pese a la voluntad de olvidar el drama, la hipermnesia es proporcional al dolor, de manera que al final surge el recuerdo, o como dice Burgelin (2009: 48), «las huellas de la hipermnesia son solo la moneda de este olvido o más bien de esta feroz obstinación para no recordar, o para no explorar el campo de la memoria». Y así la visita al colegio de la pequeña le ha traído el recuerdo de su colegio y también de un día en que su madre fue a buscarla al colegio (el mismo espació en que ella fue abandonada) y apareció con un perro que para su madre «no era más que un simple accesorio del que debió de cansarse enseguida» (J 121-122). El paralelismo entre este caniche y el chowchow de Louisa Colpeyn es evidente. Así como también la identificación de Modiano niño y de su personaje Thérèse con los respectivos perros de sus madres.
El relato vuelve al presente y Thérèse se pregunta aún por qué azar32 ese perro y ella están juntos en el coche, y piensa que en esa etapa de su vida en que su madre vivía en un gran apartamento y se llamaba la comtesse Sonia O’Dauyé, sin duda le hacía falta un perro y una hija pequeña. Thérèse evoca cuando se paseaba con el perro por la acera del edificio donde vivían, a lo largo de la avenida. Sin embargo, ya no se acuerda de cómo se llamaba el perro y dice que su madre no le había puesto nombre. Dos detalles que, como se verá, no son banales.
Lo que sí recuerda Thérèse es que todo esto sucedía en un tiempo en el que ella aún no era Joyita y Jean Borand33 (un amigo de su madre de incierto perfil) iba a buscarlo los jueves y lo llevaba a su garaje en compañía del perro con ella. Y de nuevo se hace una asociación entre el abandono materno, el perro y el atropello por una camioneta.
Ya me había dado cuenta de que a mi madre se le olvidaría darle de comer. Era yo quien le preparaba las comidas. Cuando Jean Borand venía a buscarme, cogíamos el metro con el perro, disimuladamente. Desde la estación de Lyon íbamos andando hasta el garaje. Yo quería quitarle la correa. No había riesgo de que lo atropellasen, no pasaba ningún coche por la calle. Pero Jean Borand me había desaconsejado que le quitase la correa. A fin de cuentas, a mi había estado a punto de atropellarme una camioneta delante del colegio (J 122).
Su madre lo inscribe en una escuela próxima al domicilio, a la que tiene que ir sola cada mañana y de la que no regresa hasta las seis de la tarde, lo que comporta que desgraciadamente no pudiera llevarse al perro. Algo que acabará resultando trágico porque una tarde cuando la niña vuelve al apartamento el perro no está. Su madre le había prometido pasearlo y darle de comer, pero cuando vuelve a casa el perro no está con ella y le dice que se ha perdido en bosque de Boulogne. La voz de su madre es muy tranquila. No tiene un aspecto triste, se diría incluso que la situación le parece natural.
«Habrá que poner un anuncio mañana y a lo mejor alguien nos lo trae». Y me acompañaba a mi cuarto. Pero tenía un tono de voz tan tranquilo, tan indiferente, que noté que estaba pensando en otra cosa. La única que se preocupaba por el perro era yo. Nadie lo trajo nunca. En mi cuarto, me daba miedo apagar la luz. Había perdido la costumbre de estar sola de noche desde que el perro dormía conmigo y ahora era aún peor que en el dormitorio del internado. Me lo imaginaba en la oscuridad perdido en pleno bosque de Boulogne. Ese día mi madre fue a una fiesta y aún me acuerdo del vestido que llevaba antes de salir. Un vestido azul con un velo. Ese vestido ha vuelto durante mucho tiempo en mis pesadillas y siempre lo llevaba un esqueleto (J 123-124).
Esa noche, Thérèse deja la luz encendida, y a partir de ahí todas las noches. El miedo no la ha abandonado desde entonces, convencida de que después del perro le tocaría a ella. Extraños pensamientos le atraviesan el alma, recuerda la narradora. Tan confusos, añade, que ha tenido que esperar una decena de años para concretarlos y poder formularlos. Por fin, el sentimiento reprimido estalla en sueños.
Una mañana, poco tiempo antes de encontrarme con aquella mujer del abrigo amarillo en los paseos del metro,34 me había despertado teniendo en los labios una de esas frases que parecen incomprensibles porque son los últimos jirones de un sueño olvidado: HABÍA QUE MATAR A LA BOCHE PARA VENGAR AL PERRO35 (J 124).
Aquí, en este pasaje, Modiano cumple literalmente con lo que Jean Starobinski (1974: 216) ha explicado, siguiendo a Freud, de que «la obra de arte desempeña a menudo una función mediadora entre el artista y sus contemporáneos que supone una relación indirecta con el otro, que se origina en una experiencia de fracaso, y que se desarrolla al margen del mundo, en el espacio de la imaginación». Y con él podemos añadir que, sin ningún género de dudas, su arte es «una tentativa de reparación de una relación desgraciada con las cosas y las personas, una revancha diferida» (Starobinski, 1974).
Esta revancha diferida, matar a la madre para vengar a alguien, condensa el papel del perro en la relación madrehija/o, pero no lo agota porque en la novela aún aparecerán algunas referencias significativas. Así, Thérèse duda en llamar a la farmacéutica que se ha ido de viaje y le había dado un número por si la necesitaba, pero finalmente llama a Moreau-Badmaev con el que se siente igualmente tranquila y a quien le cuenta la historia de la niña de los Valadier y del perro, y también la pérdida de su propio perro, «que se había perdido para siempre hacía casi doce años», y él le pregunta ¿de qué color era?, «negro». También estos detalles, la edad que tendría Thérèse cuando la pérdida del perro y su color, tienen relevancia como se verá líneas abajo.
La joven va tomando confianza, y se atreve a decirle que cuando tenía siete años la llamaban Joyita, algo que Moreau-Badmaev encuentra encantador para una niña pequeña. A él también su madre le había dado un apodo que le murmuraba a la oreja, antes de abrazarle: Patosín,36 Pinky, Poulou. Pero ella le contesta que no es lo que él cree, que en su caso era diferente porque era su nombre artístico. A su madre –le explica– no le había bastado con perder un perro en el bosque de Boulogne, sino que necesitaba otro para exhibirlo como una joya, y por eso le había puesto ese nombre y le había hecho interpretar en la película el papel de hija suya. Por eso, concluye que «había sustituido al perro» y se pregunta «por cuánto tiempo» (J 130). La pregunta que se hace Thérèse le permite al lector atento hacerse otra pregunta: si Joyita ha sustituido al perro, ¿no cabe que también el perro sea para la niña un sustitutivo? Y en ese caso, ¿de qué o de quién?