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adonde me trajo un viento,
una marea y un leño.
Aprenderme quiero uno por uno,
Dios mío, sus árboles
que veía en sueños, y aprenderme
como palabra, cada fruto.
Desde el fondo de las quebradas,
aprenderme los mugidos
nuevos de los animales.
El extraño sabor del aire,
aprendérmelo, lleno de sal,
de polen y caña de azúcar.
Esta rojez de la tierra
parecida a Bartolomé,
con mi espalda sobre ella, aprendérmela.
El fervor de los colibríes
en los cafetos floridos,
parecidos al hervor del cielo;
antes del cielo, aprendérmelo.
Quiero moler todas las gomas,
las resinas y los bálsamos
con mis dientes y con mis manos
hasta que mi cuerpo tenga
tus colores y tus sabores
y en mí no quede cosa extranjera.
Cura mi cuerpo, salva mi alma
con tanta hierba ferviente,
tanta agua baptista y dulce
y columpio lento de orquídeas.
Aprender el habla tuya quiero
aunque deba quemar la mía,
hasta que el sabal me entienda,
los pastos me hagan señas
y se me alleguen las serpientes.
Mírame a los ojos, óyeme los pulsos,
sílbame bien tu secreto,
échame en tierra, revuélveme
con tus santas motas de tierra,
tus matorrales locos de insectos
y tu champaña de mariposas.
Me sé el recuerdo como el olvido.
Me olvidaré del olivar,
de los pinos y los encinares.
Tómame que yo te tomé.
Coloquio de Lolita Darío
En la luz de San Salvador
entre el bálsamo y el café,
y mirando cerros de fuego,
el San Jacinto y el San Miguel,
de Rubén hablábamos ambas
o callábamos de Rubén,
deslumbradas si lo decíamos,
si lo callábamos también.
Vivió como viven los niños
maravillosos, para ver
dónde la tierra está más viva
en el dorado y la rojez,
para ver próceres ocasos
y albas de miel.
Pero también para la noche
solapada, para temer
la pitón que come vampiros
y el curare que da mudez.
O será que cruzó dormido
por la tierra en que sangra Abel,
sin aprenderse el mal amigo,
sin entender a la mujer,
en su propio éxtasis dormido
como el rubí y el esparvel
ya que sus ojos entornados
miraban sin mirarnos bien.
Caminando encontró a los hombres,
halló a Poe y amó a Verlaine;
en las Indias su Ramayana
y en las Chinas su Lao-Tsé.
A pesar de la Tierra andada,
del mal alcohol y el mal placer,
de los latinos que se supo
y de los griegos y maya quichés,
vivió niño y se murió niño
y en los cielos niño es también.
A pesar de los panes ácimos
y la ceniza del mantel
vivió del tuétano de oro
del mundo, y la Excelencia fue
y la Nobleza, su costumbre,
y su hallada Jerusalén.
Cuando la luz en Nicaragua
llueve gracia como en Belén,
es el trópico de la América,
El País del Hombre Rubén.
Cielo mejor que el de Caldea,
la Osa líquida de beber;
la piña con la poma-rosa
al ciervo hacen desvanecer.
y la tierra ignora la muerte
como los limos del Edén,
y sabemos entonces que era
El Hombre Rubén.
Él dormía bajo mi techo
en los soles de la niñez.
Yo de niña mondé cantando
su ananá y su maguey
y serví al dios que era de carne,
sabiéndolo el gozo y sin saber.
Y después de haberlo tenido
mano a mano, sien en la sien,
el mundo era rico como el arca,
o es pobre reino sin su Rey.
Se murió cansado de rutas
provechosas y vanas,
de haber cantado abajo todo,
sin reinar como Apolo,
sin coronarse del Ahora
porque le dieron los Después.
En mis hijos suelo palpar
ardor secreto de su piel;
en mis nietos suele mirarme
con su mirada de hidromiel.
Y si la estrofa es la del coro
y si tenemos de volver,
en el fulgor de Nicaragua
otra vez sea lo que fue.
Y yo florezca de bugambilias
las rodillas de mi Rubén
y nazcamos del mismo vientre
que me hizo a mí, que lo hizo a él.
Cordillera
I
Por tus cumbres van los caminos
en las señales olvidadas.
Va el camino sacro del Inca
y las vicuñas bolivianas.
Por los valles que no los busquen,
por los bajíos no los hallan.
Van por la línea del sol blanco
los caminos de nuestra raza.
Subiremos por fin un día
en un tropel blanco de llamas
e iremos de Ancud a Orinoco
y de Aconcagua a Santa Marta.
Patrias andinas del silencio
fiel y delicada Patria.
Son torrentes y torrenteras
y son glaciares y avalanchas
pero en lo alto está el silencio
riguroso como la espada.
Cordillera, duro secreto,
intacto enigma, entera hazaña
que al quechua echaba de rodillas
y a la quena soplaba el alma,
iremos a donde tú quieres,
callaremos diez mil mañanas,
seremos como musgo y liquen
aferrados a tu peana
hasta que caiga tu secreto
a nuestra lengua atribulada.
Cordillera horadada como
terrible reino subterráneo
que a veces como padre llama.
Granada de hierro y de cobre
que talvez guardas nuestras almas,
si sobre el sol no están mis muertos,
guárdalos tú, divina cápsula,
callado puño de metales,
guárdamelos, terca y callada.
II
Cordillera de los Andes,
madre mía, madre lejana
más allá de mares atlánticos,
más allá de las muchas aguas,
que no se logró con los brazos
con el Amor ni con la Esperanza.
Tan lejana que ya se vuelve
la carne y bulto del fantasma.
Madre con lomos y regazos
y sin pestañas y sin cara,
corazón sacro y recóndito
que sin semblante nos mirara,
angustiada Madre sin brazos,
extraña Madre sin palabra,
perdidamente te adoramos,
perdidamente, la Adorada,
persiguiéndote en peñascales
y en las faldas, brazos y cara.
Cordillera de los Andes,
más leal que Vías Lácteas,
oleaje de Eternidades,
guárdanos al Adán pálido y rojo,
guarda la carne americana
despeñada de tus costados
y desgajada de tus faldas.
No salí de tus laberintos.
No salvé tus encrucijadas,
vadée en vano cuarenta vados,
crucé en vano la mar amarga.
Mis noches son repechos rojos
y mis encantamientos, abras.
Canto dormida en picos de oro
los hosannas de las infancias
y en mi muerte daré tu máscara.
Me acostaron sobre tu lomo
y me clavaron a tu espalda.
Nunca tendré los llanos dulces
ni dormiré sobre las playas.
Llanos y dunas me miraron
en mí tus hornos y tus fraguas.
Cristo del Corcovado
Cristo blanco del cerro Corcovado,
tienes la tierra además de tu cielo
y en el día nos das tus mil costados
y por las noches te quedas suspenso.
Fruto del aire, viento arracimado,
y tan fantástico y tan verdadero
que no se sabe al verte sin tocarte
que ya no atina el pobre desvarío
si es que subiste o que te descendieron.
Detrás de ti ya se agruma la selva
y tú persigues su viejo misterio
y ella te ve como un extraño fruto
y las islas echadas, como un vuelo.
Ando yo por el llano y por las dunas
cogiendo tus costados que no cuento
para que de uno baje tu relámpago
y que por fin yo te reciba entero.
Duermo cortada de tu blanco filo
y antes de hallar al sol te encuentro
y mi día de palmas y de olas
me cortas a lanzadas de reflejos.
Y así, a mitad de la tierra y del aire
no sé bien si te tengo o no te tengo.
Me tumba, Cristo, tu señal erguida,
me tumban, Cristo, tus brazos abiertos,
no sé si eres la cuesta del subir
o la voz de quedar lo que te entiendo.
Miran tu espaldas y tus palmas abiertas
y no te sabes ni el cerca ni el lejos,
y los brazos no saben sus rodillas
para bajarse, y te duran abiertos.
Ves el Brasil en gajos repartido
de agua, de cafetal y pastos lentos
y todo lo disuelto y lo apuñado,
te ve dichoso de tenerte entero,
fruto del cielo, fruto vertical,
de aire lanzado y por aire sujeto.
Otros son, otros, el blanco del pan,
blanco de sal y blanco del invierno,
el blanco tuyo quema frialdades
con el calor de los brazos abiertos.
Toma mis ojos la flecha, tu flecha,
y azulados y verdes ya no veo,
de que el peñón o sube o se abandona
y tus brazos siguen abiertos.
Las nubes te sesguean o te cubren
y el Corcovado se nos vuelve ciego;
más los ojos, amantes de costumbre,
tatuados de tu Cruz, te siguen viendo.
No te iría sacando de cantera
como un vendado o como un prisionero.
En la fiebre de azul danzan a vernos
las colinas y todo va a tu encuentro.
Van las nubes, las islas y va el bosque,
Van sin saberlo a tus brazos abiertos.
Una alucinación tengo y se llama
el golfo santo de Río de Janeiro:
un hilo vivo de leche de madre
vuelve a correr por mis labios, entero.
Libre venía y me doy siendo libre,
del Cristo blanco yo no me defiendo
y carne, la mía, gaviota salobre
cae a mitad de tus brazos abiertos.
En la tierra del aire leve
En la tierra del aire leve,
en la meseta del Anáhuac,
el alentar parece dicha
y todo tiempo, la mañana.
Las montañas-chafalonías
no tienen ansia y dan el ansia,
y los magueyes como el olivo
llevan plateadas las espaldas
y a las frutas, como al Glorioso,
en el cuerpo, se les ve el alma.
Quienes te vieron andan siempre
el cuerpo santo del Anáhuac.
Van en hileras que no se rompen
como unos órganos que danzan
en la luz de plumajería,
van sin descanso, las indiadas.
Siempre se ven como se vieron
en pespunte de caravana
o en apilados magueyes
haciendo marcha de nirvana
con un dorado como de dátiles
dulce y eterno a las espaldas.
Hombres de Chile
I
Se llamaron con otros nombres
y otras sílabas los que vinieron:
O’Higgins, bastardo y héroe
y Carrera, patricio y terco
y Portales que parecía
el pino dulce, el pino tierno,
y seguían siendo los mismos
del Bío-Bío y Ventisquero
que al destino dijeron Sí
y a la desgracia, y al destierro,
nacidos de cerros salvajes
y con metales en los tuétanos.
Se llamó uno Caupolicán
otro Lautaro, todos denuedo,
resueltos a no obedecer
a no ser otros y a ser ellos,
arengando con los muñones,
atravesados de lanza o leño,
vengadores de los del Norte
que callaron y consintieron,
casta de Arauco que no labró,
segó ni tejió para sus dueños
y se acabó temible y mudada
sin perdonar ni decir lamento.
Casta chilena, gente chilena
de las estepas y del desierto,
de la pradera y de los valles,
varios como los elementos,
hijos del fuego o de la nieve,
hijos del mar, padre violento,
os llevo bien y me lleváis,
me tenéis aunque no os tengo.
Que otros discutan su destino
que si Adán, que si Enoc.
Que otros conversen a la sombra
de las palmas o los cafetos.
Nosotros vascos, nosotros
navarros duros y pehuenches,
nos echamos al hombro
nuestra sal y nuestro desierto,
y en vez del plátano y la piña
metales y sal morderemos.
Hasta que tengamos descanso,
hasta que el suelo sea sustento,
no miraremos la Osa Mayor,
no cantaremos los cantos tiernos,
en cerros salvajes viviendo,
amamantados del metal
y comedores de lo Eterno.
Donde los montes son más altos
y son los pastos menos tiernos,
donde la tierra nada quiso
pero los hombres lo quisieron
en el Tíbet y en los salares
fueron llegando, fueron naciendo
donde la roca aúlla sed
y los cactus puro deseo,
en Himalayas y en Aconcaguas
y somos como lo que habemos
como los dioses lo quisieron,
Vulcanos cuando no Neptunos,
catadores, apires y herreros.
Donde es montaña si no es mar,
la pelambre sin asidero
o la sabana sin ternura,
se pusieron o los pusieron.
En donde Almagro volvió el rostro
a las sequías como infierno
y Valdivia aceptó la suerte
y la aceptaron los que vinieron.
No digamos que el suelo es dulce
ni los salares son benévolos.
Digamos solo que lo quisimos
y que estamos donde estaremos
como el glaciar a su destino.
(Los que nos quieren que nos busquen
donde el planeta es puro anhelo
y las montañas se levantan,
que de allí les responderemos
himalayanos o chilenos).
Poca América, poca dulzura,
pocos ríos y poco suelo.
Ni cafetales ni gomales,
ni palmares ni bananeros.
Metal suena bajo los pies
y los metales son prisioneros.
Cobre arde bajo los pies
y el hierro mira a su dueño.
Tenemos dorada la piel
y el ojo claro del mar paterno;
el quechua no nos diga extraños
ni el germano nos diga “nuestros”.
Porque no traicionamos
porque no queremos perdernos
y nuestro cuerpo de cien limos
es solo el santo cuerpo nuestro.
Trepadores de las laderas
y mascadores del Desierto
y arrancadores de polvo de oro
el pecho es ancho y es cruento,
los brazos nacen remadores.
Pero en el pozo de la voz
tenemos la miel del higo de los valles.
Menos hermosos que los griegos,
un poco atlantes, un poco centauros.
Bellos atravesando el mar
de las Guaitecas y los estrechos
o partiendo el cerro de plata
que se tumba como alerce
entre espumarajos amargos.
Bolívar padre no nos vio
y para él estamos hechos,
Guatimocín no nos oyó
y contestamos su tormento
porque vivimos donde se acaba
el yugo de lo violento.
También tuvimos los inútiles,
odres hinchados de agua y viento,
y los vendedores del pan
de los hijos que aun no nacieron,
demagogos de lengua suelta.
Pero a todos los aventamos
con el soplido y el harnero
y su nombre no tendrá boca
y ni en el odio los guardaremos.
Guay del que toque nuestra carne
tomándola por criadero.
Guay del que en medio de nosotros
se nos ponga a plantar su reino,
sea el nórdico de la helada
codicia en los ojos de acero,
sea el germano o japonés,
llámese Gengis Kan o Creso.
Que de tener tierra pequeña,
menudo lar, estrecho tempestuoso,
la tierra se ha vuelto nosotros,
nuestro costado y nuestra peana,
y donde cojan y donde saqueen,
como la tigre saltaremos.
Pues nos hicieron en el lote
de los torrentes y los volcanes,
del petrel ebrio de alta mar
y de búfalos violentos,
y no nacimos para servir
sino al que lleva muestras,
marca nuestra sobre la cara
e ímpetu nuestro en los alientos.
II
Digamos los árboles píos
si dijimos los hombres buenos.
El algarrobo tiene la carne
como de granito sangriento.
Sin edad cual Matusalem
medra junto al espino
y el viento grita huido en los espinos.
Cuando florecen los espinos
“cuyo olor llega al pensamiento,”
que si la tierra es más que la tierra
lo pensamos y lo sabemos
y compramos la flor del cielo divina
con la sangre del brazo cruento.
Álamos, álamos, inacabables,
alamedas blancas al viento,
álamos ebrios de oro
salmodiando la luz en la venteada
Donde el cielo es de ceño y llanto
la araucaria punza el cielo,
alta como la sed de Dios,
recta como el arco certero,
tan perfecta que Dios la mira
cuando se quiere ver perfecto,
verde de eternidad feliz,
cobijadora de los pueblos,
mitad árbol, mitad genio.
La Sierra de los Órganos
La Sierra de los Órganos
a la hora de siesta
la repasan las nubes
con las alas abiertas,
las más blandas y lindas,
las más blancas y trémulas
pasan y pasan leves
en trasluces y en sedas.
Vienen de las cascadas
y de hálito de selva,
de pastales más altos
que madres ceibas,
de las pechugas amargas
que tunden las mareas.
De donde al Viento Oeste
crean y crean,
y nada traen
las que todo atraviesan.
No quiero podar pinos
ni seguir compañeras.
Quiero ver a las nubes
acariciar mi Sierra.
De tantas me confunden,
y por blancas me ciegan.
De lo bajo que pasan,
me llevan y me llevan.
Ahora no puedo irme
con nubes ni con velas.
Ahora estoy más clavada
que pino de la Sierra.
Será cuando me suelten
las rocas y las gredas
en mi hora y en mi día,
libre, aupada, muerta.
Marcha nocturna
Por la Pampa de milagros
rodando el anochecer,
los Padres nuestros caminan
sin que llame el somatén.
San Martín con O’Higggins
pasan en Abel y Seth,
el quemado en los metales
y el abrasado en la mies.
Tan ligeros van pasando
como quien ni quiere ser
pero aunque vayan ligeros
hierven como el hidromiel.
Hierve la noche, y el Plata
hierve de quererlos ver;
los muertos, en su jarro
de arcilla, hierven también.
Cuando detienen la marcha
en lugar de dos se ve
un solo flanco que riega
y un agua bajando desde él.
Agua con ojos de Padre
que hace llorar al beber
y se bebe y más se bebe
a sorbos de vieja sed.
Toda la noche nos dejan
beber en el río fiel
y después solo vivimos
de esta noche sin saber.
Cuando retoman la marcha
se van dejando caer
por los quiebros de la noche
orugas de amanecer,
y bayas y prietas valvas
que echan luces de través
y caracoles volteados
a una mar que aun no se ve.
La costa se abre en granada
de rutas al comprender
y no detiene a sus Padres
con marejada ni olas de hiel.
Carne a carne, puerta a puerta
que vieron y ya no ven
otra vez ahora esperan
en la costa de la sed.
Vueltos a la noche y a dunas
esperan oír y ver
la remada y el despeño
de un petrel y de un petrel.
Suben rayados del alba
cuando el sol les da en la sien
y la tierra se nos queda
como tienda de Ismael.
Alejándose, alejándose
dejan como Rey y Rey;
la posada de una noche
ardiendo de su merced.
La Pampa niña y sabuesa,
viéndolos resplandecer
no los ataja ni para
con vizcacha ni con mies.
La casa de ochenta puertas
obedece a su querer;
no los desvía ni ataja
con muro ni con ciprés.
Ninguno los vio venir,
ninguno desaparecer
y tejerse y destejerse
para tejerse otra vez.
Martí II
¿Dónde te fuiste José Martí
que no te hallo entre las palmas?
Hablabas tanto con dejo nuestro
que, ¿a dónde te fuiste sin tu habla?
Carne tuya quiso la Tierra
y, ¿dónde anda mi antillano?
Suelo sin cuello de palmeras,
noche muerta sin marejada.
Atravieso palmeras reales,
hombre mío, tan extrañada
de que es el cielo y que es la caña
y son tus negros locos y santos
y que no saltas como una espada,
pequeño y ágil a encontrarme
si pasé tanta tierra y agua.
Crucé pensando que de fiel y dulce
te pararías, carne santa
en la sombra de la palmera
o al levantarse de unas garzas.
Montaña y mar
Ahora vuelvo a mi montaña
que yo renegué de ingrata.
Unas nieblas cortan mi cuerpo
y me trepan desbaratadas.
Un ruido de aguas me cerca
como de pueblos que llamaran,
y preguntan y se responden
y despierto con sus hablas.
Detrás del pinar o límite
entre carreras y llamadas
entiendo hierbas mascadas,
siento pellejos ariscos,
unas pechugas y unas nidadas.
Donde estoy la manzana es miel,
el maíz lame las montañas,
los pinos puntean mi aire
y hay una sola exhalación blanca
y el olor habla más en la sombra.
Solo me halla quien me ame
y persiga mi huella vaga
por los helechos doblados
que yo dejo de pasada.
Al despertar no veo el mar
y no lo sueño a la noche.
No veo la espalda del mar,
llama que llama con las barcas
y el vino verde de cada ola
que mira, toma y arrebata.
Cuando el viento sople del Este,
cierren mi puerta hasta que él pase.
No me dejen sal en la boca,
en pan y frutas yo no lo lama,
y el que suba de la costa
no traiga mar en su mirada.
Me vuelvo a ir. Dejo mi peña,
suelto mi dicha, juego la casa,
el viejo Lear, el pobre loco,
veinte años tomó mi alma.
Para sembrar, segar, dormir
y no oírle la llamada,
los que bajan, cuando vuelven,
conchas blancas no me traigan
ni lo acarreen en sus ojos
porque olvide su marejada.
Lo quiero más que a nadie quise
y me arrancaron para darme
olvido de mar y de barcas.
Y todavía lo veo a él
a donde vine para no verlo,
Rey Lear ropas aventadas,
curtidor que me ha curtido
a quien Cordelia sufría amándolo
y cuya marca, que ya llevo
de la frente a la garganta,
como una vena se hincha y sube
y me recorre y me trabaja.
Ofertorio
María, madre de Jesús,
yo no tengo para darte