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Lo que pocos o casi nadie imaginaba es que este devenir, que volvía a encontrar suelo fértil en el seno de las democracias europeas, extendería su mano a una potencia occidental históricamente percibida como guardiana de los valores que hacen tanto a la esencia como al conflicto fundamental dentro de los sistemas democráticos. Igualdad versus libertad. Más aún, ¿quién podría negar que a lo largo del siglo XX, Estados Unidos había funcionado como última línea de defensa ante el embate de los totalitarismos occidentales y, a continuación, como barrera de contención contra la difusión del orden político soviético? En tal sentido, Norteamérica fue mucho más que un faro de atracción para vanguardistas, como Alexis de Tocqueville o Juan Bautista Alberdi. También fue el gran actor político que puso de rodillas a Japón con la bomba atómica, así como atajó a la vieja URSS en todos los teatros bélicos posibles. Corea, Vietnam, América Latina, Europa y continúan las firmas.
En definitiva, para el viejo continente, ¿cómo generaría pavor el ascenso de figuras menores como Nigel Farage, Marine Le Pen, Beppe Grillo o Alexander Gauland, tras haber experimentado a Adolf Hitler, Benito Mussolini, así como la destrucción masiva y el genocidio en dos guerras devastadoras? Ello no significa que la actual desazón europea con la democracia no sea alarmante. Según Pew Research Center, el descontento sobrepasa la mitad del electorado de Hungría, Francia, España, Italia y el Reino Unido. Sin embargo, ello no supone, ni de cerca, un clima propicio para la incubación de un totalitarismo, como aquel descripto por Ingmar Bergman en El huevo de la serpiente, para la Alemania ulterior al desplome de 1930. En todo caso, lo que dejó estupefacto al mundo en 2016, fue el desembarco de Donald Trump en la Casa Blanca. Si de algún lado tenían que soplar vientos populistas con tintes autoritarios, era de Europa. En todo caso, de Oriente. Nunca de Estados Unidos, baliza política histórica de Occidente.
En ese aspecto, el cuarto espasmo de la globalización moderna, representado por el triunfo del magnate inmobiliario, abrió un escenario mundial inédito. Tan inesperado, que sus socios del Tratado NAFTA se desayunaron con la amenaza de una revisión del acuerdo, así como la terminación del muro fronterizo con México. Los europeos, con la advertencia de revisión de la factura de la OTAN. Los países de la región Asia-Pacífico, con la ruptura del Acuerdo TPP. Los chinos, con la intimidación de una guerra comercial. El mundo, con la salida de Estados Unidos del protocolo ambiental de París. De esa forma, Donald Trump no dejaba casi ningún nido internacional sin patear. Era un tiempo de nuevos muros y una de sus primeras víctimas fue la administración Macri, que emprendía una política para insertar a la Argentina en un mundo en contracción. En particular, su Gobierno tomó la fatídica decisión de apoyarse en la entrada de capitales, en un contexto de reversión de los intercambios globales, cualesquiera fueran.
Así, la Argentina volvía al FMI en 2018, en vísperas de un año electoral donde las políticas de ajuste emprendidas no habían hecho más que devolver al poder a un peronismo que acarreaba sobre sus espaldas la reciente triple derrota en Nación, Provincia y Ciudad de Buenos Aires, al igual que tres debacles electorales de medio término: 2009, 2013 y 2017. Un verdadero intríngulis político, no resuelto aún. Encima, ahora, agravado por un sismo que hizo crujir a la tierra de nuevo. En este caso, un estallido no originado por la caída de un imperio, por la debilidad de seguridad interna explotada por el terrorismo, por la detonación de una burbuja financiera, ni por el triunfo electoral de ninguna figura exótica como Donald Trump. Nada de eso. El quinto terremoto de la globalización, que nos retrotrajo a los tiempos de la Segunda Guerra Mundial en términos de la redefinición del rol de los estados nacionales, emanó de una pandemia nacida y criada en China, que puso a dos tercios del planeta en cuarentena.
“Es demasiado temprano para valorarlo”, sugirió el expremier chino Zhou Enlai cuando le preguntaron en 1972 acerca de la convulsión generada cuatro años antes por el Mayo Francés. Lejos de este espíritu cauteloso, tradicional en la cultura oriental, el temblor mundial del Covid-19, está en pleno desarrollo como para aventurar el devenir de esta crisis, que se podría haber previsto, de no haber mediado el ocultamiento de información por parte del régimen chino. No obstante, el impacto y la magnitud de las primeras reacciones de los principales actores de la globalización exceden cualquier comparación con los sismos mencionados anteriormente. Empezando por China, primer afectado directo y foco de propagación del virus, que tendrá su primera expansión económica modesta desde 1976, año de fallecimiento de Mao. En especial, en sectores ligados a la producción de manufacturas y exportación de bienes de marcas emblemáticas como JCB, Nissan, Tesla y Geely, entre otras.
Por su parte, Estados Unidos aprobó un paquete inédito en tiempos modernos de US$2 billones, un 10% de su PBI, que abarca desde pagos tipo asignación universal hasta fondos para empresas pequeñas y grandes.
A los efectos de comparar la magnitud de los diferentes eventos, negro sobre blanco, basta con ponderar el impacto financiero generado en la industria del transporte aéreo. Mientras que los atentados terroristas ejecutados con aviones de bandera estadounidense en 2001 derivaron en la creación de un fondo de rescate por un valor de US$15 000 millones, la pandemia del Covid-19 está generando reclamos por un valor que supera el tripe del anterior: US$50 000 millones. Asimismo, también impacta la contraposición con la crisis financiera de 2008. Aún siendo el mayor colapso económico tras la depresión de los años treinta, engendró un paquete asistencial de US$860 000 millones, versus los US$2 billones actuales. En términos de seguro de desempleo, esta crisis arrancó con tres millones de solicitudes, frente a los quinientos mil de 2001 y los setecientos mil de 2008.
En resumen, un panorama catastrófico para la economía estadounidense, que no difiere del escenario ruinoso que prevén los países líderes de la Unión Europea, Alemania y Francia, al lanzar un plan de rescate por un valor equivalente al 22% y al 12% de su producto doméstico, respectivamente. El calibre de semejantes medidas económicas excepcionales marca el tiempo que viene por delante. En lo inmediato, estados nacionales más activos, redefinición de sus roles principales y, en paralelo, una esperable revisión del actual proceso de globalización guiado por fuerzas económicas, en detrimento de otras dimensiones visiblemente subestimadas, como la salud pública. En particular, la abrumadora evidencia a favor de algunos países orientales como Corea del Sur, China y Japón, explicada tanto en términos de culturas como de aplicación de recursos organizacionales y tecnológicos, deja sobre la mesa una serie de grandes interrogantes para muchos países occidentales, con excepción de Alemania, quizás.
“A la vista de la epidemia, quizá deberíamos redefinir incluso la soberanía. Es soberano quien dispone de datos. Cuando Europa cierra fronteras, sigue aferrada a viejos modelos de soberanía”, planteó el filósofo coreano-alemán, bestseller, Byung-Chul Han, en una reciente columna en El País, de Madrid. ¿Ocurrirá ello a instancia de esta crisis que convierte en realidad la catástrofe de ficción del film Contagio? Quizás una gran respuesta provenga pronto de Estados Unidos a instancias del proceso electoral en puerta, el mayor plebiscito de Occidente. En particular, está por verse si el modelo aislacionista y de ataque a todas las instancias de cooperación mundial promovido por Donald Trump deja espacio a enfoques superadores en lo organizacional, político y tecnológico. ¿Generará este nuevo terremoto un nuevo hito en la carrera por el liderazgo mundial entre estas dos súperpotencias, donde Estados Unidos, además de sus constatadas debilidades de seguridad y económicas, acuse ahora recibo de sus flaquezas sanitarias?
De verificarse tal tendencia, ello implicará un enorme giro en la evolución política más reciente. Sin ir más lejos, el magnate inmobiliario convirtió en pilar de su campaña 2016 la impugnación a la reforma de salud impulsada por Barack Obama en 2010, prometiendo sustituirla por otra que nunca llegó a ver la luz. En ese aspecto, el proceso electoral 2020 abrirá la oportunidad de una profunda revisión en esta materia y, eventualmente, su amplificación al terreno de la cooperación internacional, un área que, en términos generales, también sufrió un duro embate en la campaña política anterior. Al presente, la prédica trumpista abarcó desde una ruptura con diferentes acuerdos internacionales, hasta un duro cuestionamiento al rol de los organismos multilaterales creados en la posguerra. El último, a la Organización Mundial de la Salud. A la luz de la crisis en desarrollo, quedó a la vista que la salud pública corrió muy por detrás de una globalización económica liderada por grupos transnacionales con nombre y apellido.
Reverdecimiento del espíritu de cooperación inmediato posterior a la Segunda Guerra Mundial versus profundización de los rasgos de populismo nacionalista que marcaron el devenir político de la última década. Esta es la difícil encrucijada global presente tras este sismo originado en un área minimizada —y hasta casi olvidada— como la salud pública. En particular, un sector donde la Argentina, con luces y sombras, exhibe una cierta y verificada fortaleza, en comparación con el resto de América Latina. En nuestro país, resulta tan factible encontrar servicios sanitarios que funcionan bien, como otros que lo hacen mal. De ningún modo puede hablarse de un malestar generalizado. La Argentina es más bien una Torre de Babel, con evidente incomunicación entre quienes padecen los problemas y aquellos que administran las soluciones. En particular, hay un gran déficit de coordinación entre los tres principales actores del sistema, los hospitales públicos, las obras sociales y los servicios privados prepagos.
En tal aspecto, esta pandemia que aún está haciendo sentir sus primeras terribles e inéditas consecuencias, nos hará sentir su rigor económico, más que en la salud pública propiamente dicha. ¿Quién podría objetar que funcionamos con menos problemas en este último ámbito que en el plano material, cuando el ingreso per cápita no crece desde hace una década en el marco del flagelo estanflacionario, apenas interrumpido por algunas subidas efímeras en 2011 y 2017? Ni qué hablar del largo plazo, donde la Argentina decae en participación económica desde mediados de los años 70 ante cualquiera de los patrones de comparación razonables, para un país que tuvo y aspiró históricamente a cierta gravitación mundial. A raíz de ello, la “criogenia” obligada por el sars-CoV-2, causante del Covid-19, nos trajo una mezcla de ocasión y exigencia de articular y racionalizar el sistema de salud pero, en simultáneo y de forma urgente, de reorganizar las bases de un sistema económico maltrecho y marcado a fuego por el fracaso recurrente durante casi medio siglo.
Esta es la pregunta del millón. La que abordo en este hermoso recorrido de escritorio y moto. Cambiaron el contexto global y las fuerzas políticas, pero siempre chocamos contra la misma pared. Lo misterioso es que ello ocurrió en entornos opuestos, donde la plasticidad del peronismo para adaptar su guión ideológico a los vientos mundiales no alteró el final, frente a las tozudas caídas de las administraciones de De la Rúa y Macri, que ensayaron políticas sin anclaje de época. “Conmigo, un peso un dólar”, “en diciembre no hay más cepo”. Gloria de Menem 1991-1994, Tequila 1995, rebote 1996-1999, explosión 2001. Esplendor de Kirchner 2003-2007, crisis financiera 2008-2009, recuperación 2010-2011, estanflación 2012 en adelante. Éxtasis, susto, reanimación y caída. “Vos siempre cambiando, ya no cambias más”, El Cuarteto de Nos, dixit. Este es el desafío que me propuse en esta hibernación forzada, exorcizarme del maleficio argentino de seguir cambiando para no cambiar más y, a la par, soñar juntos con un final feliz inédito.
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