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—¿Nuevo en la ciudad? —me preguntó con dulzura.
—¿Parezco nuevo? —respondí de inmediato y, prácticamente de inmediato, me arrepentí de haber contestado semejante estupidez. Debía de tener una flecha luminosa gigante encima, apuntando hacia mi cabeza, con el letrero «recién llegado» brillando con fuerza. Y luego estaba la mochila que llevaba a mis espaldas.
—Pareces… desorientado. ¿Acaso te has perdido?
La mujer abrió el bolso y sacó una cajetilla de Virginia Slims y un mechero —tampoco había espacio para mucho más allí
dentro— antes de que tuviera tiempo a contestarle. Se llevó uno de los cigarros a la boca y se lo encendió; luego, me dejó uno en los labios —supuse que rechazarlo sería de mala educación, aunque Brian me había advertido más de una vez que los Virginia Slims eran cigarrillos para mujeres y que los hombres de verdad fumaban Tareyton, como los que él solía robarle a su padre de la guantera del coche— y lo encendió también.
—Mi nombre es Daphne, pero puedes llamarme como tú quieras.
—Daphne está bien —le dije.
—¿Sabes? Yo no soy nueva en la ciudad —dijo ella mientras le pegaba una calada a su cigarrillo y dejaba que el humo escapara lentamente entre la comisura de sus labios—. De hecho, soy una excelente guía turística. ¿Quieres ver mi licencia? —Sonrió pícaramente.
—Te creo —respondí yo.
—Conozco esta ciudad a la perfección. El Empire State, el Chrysler Building, Miss Liberty, Grand Central Station, Rockefeller Center… Puedo incluso conseguirte las mejores butacas para cualquier representación de las que se encuentran en cartel ahora mismo en Broadway. Aunque también puedo enseñarte otros lugares mucho más calientes e interesantes si así lo deseas.
Daphne le pegó una última calada a su cigarrillo, lanzó la colilla al suelo y la apagó con la punta del tacón; luego, rodeó mi cuello con sus brazos y deslizó su mano derecha por mi camisa lentamente hasta que llegó a mi entrepierna.
—Vaya, vaya… Así que ya estás preparado para jugar. ¿Qué me dices? ¿Quieres que te descubra todos los secretos de mi bajo Manhattan esta noche?
—Quizá en otra ocasión —respondí tomándole la mano y apartándola de mí.
—¡Espera! Espera… ¿No quieres pasártelo bien con Daphne esta noche?
—Quizá en otro momento —dije antes de deshacerme de mi cigarrillo.
Daphne, visiblemente enfadada, no dudó en propinarme un empujón e intentó culminarlo con una bofetada que logré esquivar por centímetros.
—¡Vuélvete con tu mamá! —me gritó.
En ese preciso instante, un taxi pasó por delante de donde nos encontrábamos y se detuvo un par de metros más allá. Daphne, intuyendo que dentro de aquel vehículo se hallaba el negocio, se pegó un ligero estirón a su falda negra, se aseguró de que los tres primeros botones de su blusa blanca holgada seguían desabrochados y se dirigió, tan rápido como los zapatos de tacón le permitían, hacia aquel taxi. Un hombre abrió la puerta y desde dentro otro le silbó cuando la vio aparecer. Al cabo de unos segundos, ambos hombres le hicieron sitio en la parte trasera de aquel taxi y Daphne subió. Y mientras ellos se alejaban, yo decidí continuar mi camino por la calle Cuarenta y Dos.
12
Stewart, el Enano, se había adueñado de la esquina de la Cuarenta y Dos con la Quinta Avenida, bajo la imponente silueta de la Biblioteca Pública de Nueva York, y allí realizaba cada noche su dantesco espectáculo circense —siempre y cuando no pasara alguna patrulla de policía por delante y los agentes acabaran llevándoselo preso a comisaría, aunque a menudo lo dejaban libre en unas horas y Stewart volvía entonces a las andadas—. Aquella noche de octubre de 1978, la primera vez que vi a Stewart, un grupo de cinco hombres trajeados, empresarios supuse, le rodeaban formando un círculo y riendo a carcajadas.
—¡Hazlo otra vez, Stewart! —gritó uno de ellos.
—¡Lánzalos arriba! ¡Más arriba! —le pidió otro con entusiasmo.
Stewart era un malabarista excepcional, aunque de una forma grotesca y ordinaria —y por ello, atractiva—. A sus diminutos pies, encima de unos cartones usados y casi deshechos por la lluvia, descansaba todo un arsenal de objetos y juguetes eróticos que Stewart utilizaba en sus números para el deleite de sus fieles espectadores. Había de todo: consoladores de diferentes tamaños y colores, varias cadenas metálicas, un par de látigos de cuero, cremas lubricantes de sabor afrutado y preservativos inflados con forma de animal, que vendía al público a diez centavos la unidad como souvenir.
—¿Cuáles queréis? —preguntó Stewart.
—¡Los negros! ¡Lanza los negros! —le pidieron.
El enano se agachó, cogió tres consoladores negros y los lanzó por el aire. Aquellos hombres trajeados empezaron a abuchearle, exigiéndole una mayor proeza. Stewart soltó una carcajada aguda y estrambótica que acabó por contagiar a sus espectadores, que rieron también. Poco a poco, empezó a incorporar nuevos consoladores hasta que, para sorpresa de todos los que estábamos allí, Stewart consiguió mantener una docena de consoladores negros en el aire al mismo tiempo.
—¿Sabéis lo que quieren las mujeres de esta ciudad? ¡Lluvia de vergas!
Stewart se detuvo en seco y los consoladores empezaron a caer por todas partes. Uno de ellos golpeó en la frente a uno de los hombres, lo que provocó la carcajada en el resto de sus compañeros. El enano, continuando con el espectáculo —el espectáculo debe continuar… de lo contrario tendremos que devolverles el dinero—, cogió de encima de los cartones uno de los botes de crema lubricante y nos lo mostró de la misma forma que los magos enseñan la baraja de cartas antes de empezar con el truco de magia. Stewart abrió la tapa del envase y empezó a embadurnarse los brazos con la crema. Acto seguido, cogió una de las cadenas metálicas, la enroscó en su brazo izquierdo y la hizo pasar al derecho, y de vuelta al izquierdo, consiguiendo así unos enfurecidos aplausos.
Decidí que ya había visto suficiente, aunque sería quizá más certero afirmar que mi estómago decidió por mí, ya que cada vez tenía más hambre —y no había pegado bocado desde el almuerzo—, así que eché a andar; sin embargo, apenas me había alejado medio metro de allí cuando la cadena que Stewart estaba utilizando en ese preciso instante pasó volando por encima de mi cabeza y cayó delante de mis pies. Me quedé inmóvil durante unos segundos antes de girarme y comprobar que todos se habían vuelto en mi dirección: el enano estaba con los brazos cruzados y con gesto de pocos amigos, mientras que aquellos hombres, cinco trajeados, comentaban entre ellos en susurros y me dirigían miradas recelosas.
—¡Nadie se marcha de aquí sin ayudar a Stewart! —gritó el enano enfadado.
Saqué de inmediato la cartera del bolsillo, busqué un dime y se lo lancé a una pequeña caja de habanos apoyada contra la pared que contenía algunas monedas en su interior. Stewart, conseguido su propósito, se acercó a recoger la cadena y me dio las buenas noches cuando, de repente, agarró la pernera de mis pantalones y de un brusco tirón —jamás hubiera dicho que alguien tan pequeño pudiera tener tanta fuerza— consiguió dejarme en ropa interior allí, en medio de la calle. Me los subí de inmediato entre las carcajadas de aquellos hombres trajeados que vitoreaban al enano por «haberme dado mi merecido» y, sin pensarlo dos veces, me fui. Debo confesar que algunos segundos más tarde yo también me reí de lo ocurrido. Y es que el maldito enano, al fin y al cabo, tenía su gracia.
13
Aquel miércoles por la noche el Sam’s Diner estaba completamente vacío. Entré y me dirigí de inmediato a una de las mesas cercanas a la ventana, descargué la mochila dejándola en el suelo y me senté a esperar a que me atendieran. La única camarera del lugar, una preciosa chica afroamericana de cabellos castaños y mejillas canela, pareció no percatarse de mi presencia. Alargó la mano hacia una pequeña balda sujeta a la pared sobre la que descansaban algunas botellas medio vacías, tomó el whisky y se dirigió hacia uno de los rincones del diner; allí, medio escondido, la esperaba un viejo de mirada perdida y ropa cansada, que sostenía un vaso de cristal en las manos. La camarera le rellenó el vaso, le dijo algo que no alcancé a escuchar, y luego regresó a la barra y depositó la botella en su lugar.
—¡Estamos cerrando! —me gritó al tiempo que sacó un paño andrajoso y empezó a limpiar con él la barra. Yo me quedé donde estaba y fingí no haberla escuchado, quizá así se acercaría a mí y podría convencerla de que me sirviera algo de cenar; pero me equivoqué—. ¿No me has oído? ¡He dicho que estamos cerrando! —repitió.
Parecía enfadada, o quería parecer enfadada, pero su mirada —que apenas se cruzó en un instante con la mía— era dulce y serena. Esperé un par de segundos y luego me puse de pie, cogí la mochila, la cargué de nuevo en mi espalda y me dirigí hacia la puerta pensando que quizá tendría más suerte en otra parte. No era tan tarde, supuse, aunque no podía saberlo, ya que no llevaba reloj. Nunca me había gustado la sensación de andar atado al tiempo. De pronto, cuando ya había abierto la puerta y me disponía a salir a la calle, ella me llamó.
—¡Eh! ¡Espera! —me dijo—. Siéntate y te prepararé algo, pero no se lo digas al tío Sam.
Yo le sonreí a modo de agradecimiento y regresé de inmediato a la mesa junto a la ventana, en la que había estado sentado antes. Mientras dejaba de nuevo la mochila en el suelo, entre mis pies, me pregunté quién demonios sería el tío Sam; pero lo cierto es que poco me importaba: en aquel momento mi mayor preocupación era poder comer cualquier cosa. La camarera, que vista de cerca no me pareció que contara con muchos más años de los que tenía yo por entonces, apareció al cabo de diez minutos con un plato repleto de patatas fritas doradas, una hamburguesa con queso fundido y un refresco de cola servido en un vaso alto. Lo dejó todo encima de la mesa, se sentó enfrente de mí y esbozó una tímida sonrisa, que yo interpreté como el permiso para poder empezar a cenar.
—Come más despacio, no querrás atragantarte —me aconsejó. Luego cogió un par de servilletas de papel y me las dejó al lado del plato. Yo me llevé una a la boca y me limpié los labios—. ¿Cómo te llamas?
—Robert. Robert Easly —respondí.
—Encantada, Robert Easly. Yo soy Clarisse Johnson.
Clarisse le echó un rápido vistazo a mi mochila de lona y cuero marrón.
—Diría que no eres de por aquí. ¿Me equivoco?
—Lanesborough —contesté.
—¿Cómo dices? —se extrañó ella.
—Lanesborough. Soy de Lanesborough.
—¿Y se puede saber dónde está Lanesborough?
—En Massachusetts.
—¡Vaya! ¡Un Bay Stater! ¿Y qué has venido a hacer a la Gran Manzana? ¿Te has escapado de casa, quizá?
—No, nada de eso. —Le pegué un trago al refresco antes de continuar hablando—. He venido porque quiero ser escritor.
—¿Escritor? ¡Vaya tontería! La gente ya no lee…
Nos quedamos en silencio durante un par de minutos, lo que tardé en acabarme el plato de patatas fritas. Clarisse me miraba con atención, sin apartar la vista de mí en ningún momento, y eso empezó a ponerme nervioso.
—¿Y tú? —pregunté limpiándome de nuevo los labios con la servilleta de papel—. ¿Eres de por aquí? ¿Eres neoyorquina?
—Dímelo tú. ¿Tengo pinta de neoyorquina?
—No lo sé —respondí.
—No, no… Soy de Filadelfia.
—De Filadelfia —repetí—. ¿Y llevas mucho aquí?
—Un año, más o menos.
—¿Y qué viniste a hacer a la Gran Manzana? ¿Te escapaste de casa quizá? —le pregunté burlonamente.
—No, nada de eso… Vine porque soy estudiante de la Columbia: Literatura. Me concedieron una beca el año pasado.
Clarisse soltó una sonora carcajada. Supongo que la expresión de sorpresa que me invadió en aquel momento al escuchar aquello, expresión que se reflejó visiblemente en mi cara —boquiabierto y realmente confundido—, le debió de parecer sumamente graciosa. Lo cierto es que yo no me esperaba encontrar a una estudiante de una de las más prestigiosas universidades de la Ivy League en mi primera noche en Nueva York, y que además fuera camarera, y que además me sirviera la cena —y que además resultara ser ciertamente una auténtica belleza—. Yo le sonreí, en un absurdo intento de mostrarme menos fascinado de lo que en realidad estaba, y ella me indicó con el índice que tenía restos de queso fundido en el mentón.
—¿A quién has matado, Robert? —me preguntó de repente. Su semblante se tornó serio de pronto.
—¿Cómo dices? —respondí de inmediato, sin saber a qué venía aquella pregunta.
—Estás huyendo, de eso no hay duda. Por eso has venido a Nueva York. Todos los fugitivos se refugian en Nueva York, ¿dónde van a encontrar un lugar mejor? Aquí pueden desaparecer sin dejar rastro, convertirse en el vecino anónimo que no levanta sospechas, que se pasea por el mercado de la Sesenta y Siete Este, que saca a su perro a pasear por Central Park los sábados por la tarde. Empiezan una nueva vida, pero nunca se puede empezar de cero, ¿no es cierto, Robert? No se puede, no, porque no se puede repetir el pasado — No se puede repetir el pasado. ¿Dónde había escuchado eso antes?—. ¡Venga! ¡Confía en mí! Dime la verdad… ¿A quién has matado, Robert?
—¿Crees que soy un asesino?
—Creo que eres un pobre chico con muy mala suerte. La suerte, ya sabes, tan esquiva y difícil de contentar: a veces de nuestra parte, mejor no tenerla de enemiga… Y tú no te has llevado muy bien con ella últimamente, ¿verdad? En el momento inoportuno, en el lugar en el que nunca debiste estar. Tú ya me entiendes.
—Si te soy sincero, no sé de qué diantres estás hablando.
—¿Estás seguro? —preguntó mirándome fijamente a los ojos—. Alemania.
—¿Alemania?
—¡Alemania! —exclamó con total convencimiento— ¡Eso eres! ¡Un espía alemán!
La situación parecía volverse cada vez más absurda hasta que logré recordar dónde había escuchado lo que Clarisse acababa de decir. No se puede repetir el pasado. Y no lo había escuchado en ninguna parte, sino que lo había leído. Entonces todas las piezas del puzzle empezaron a encajar. Clarisse me estaba intentando tomar el pelo, así que respiré profundamente, me relajé —por un momento había llegado a pensar que estaba loca de remate y que no saldría vivo de aquel diner— y decidí seguirle el juego.
—Eres un espía alemán —repitió ella—. Seguro que te han enviado a nuestro país con la misión de recabar información confidencial para los servicios secretos alemanes. ¡Pero te has equivocado de lugar, chico! Nueva York mueve el dinero, pero es en Washington D.C. donde se mueven los documentos y los maletines. Dime una cosa… ¿Cuánto años tienes?
—Veintidós —respondí.
—¿Tienes veintidós años y ya trabajas para los servicios secretos alemanes? ¡Vaya! Sabes que podría acabar contigo en este mismo instante. Lo sabes, ¿no? Una llamada y estarías muerto. ¿Cuánto tiempo crees que tardarían los federales en echar la puerta abajo y rodear el restaurante? Apuesto que menos de cinco minutos. Pero en ese tiempo tú ya te habrías escapado, ¿no es cierto? Eres un experto en salir corriendo… ¿Por qué no me cuentas la verdad, Robert Easly? Si es que verdaderamente te llamas así.
—¿La verdad? —Intenté que la pregunta sonara interesante.
—Sí, la verdad —respondió Clarisse.
—La verdad es que tiene razón, señorita Johnson. —Adopté un papel más formal—. Mi nombre, como bien indica, no es
Robert Easly, y evidentemente no he venido a Nueva York para ser escritor.
Ahora era Clarisse quien se mostraba ligeramente desconcertada, puesto que no se esperaba mi reacción en absoluto. Miré a ambos lados de la mesa, fingiendo asegurarme de que nadie nos podía oír —de todos modos, ¿quién nos iba a oír, si el lugar estaba completamente vacío?—, me levanté de la silla esforzándome por contenerme la risa y me acerqué a ella, inclinándome sobre su cuello. Luego le susurré:
—Le prometo, señorita Johnson, que nada me gustaría más en este mundo que contarle qué está sucediendo, pero no creo que pueda…
—¿Por qué no? —preguntó ella algo nerviosa.
—Lo sabe muy bien, querida. Wolfsheim me mataría si lo hiciera.
Esta vez fui yo quien dejó escapar una carcajada al ver la cara de Clarisse.
—¡Será posible! —Se indignó ella—. ¿Desde cuándo los niñatos de Lanesborough leen al gran Scott Fitzgerald?
—¿Desde cuándo las atractivas camareras son estudiantes de la Columbia? —le respondí yo.
Ella se ruborizó ligeramente al escuchar mi contra-pregunta que, debo admitir, no fue más que un descarado intento de coqueteo con aquella preciosa camarera de mejillas canela. Le pregunté dónde se encontraba el aseo de caballeros y ella me indicó una puerta negra de madera, a la derecha de la barra. Mientras yo me dirigía hacia allí, Clarisse —algo herida en su orgullo, pude percibir, aunque con una sonrisa— se dispuso a recoger los platos de la mesa.
14
Cuando regresé del aseo de caballeros, Clarisse me estaba esperando en la mesa con un plato de tortitas con sirope de arce y dos pequeños tenedores, uno para cada uno. Ella ya había empezado a comer. Estuvimos hablando de literatura durante casi una hora, quizá incluso más. Ella intentaba convencerme de que la narrativa fitzgeraldiana comprendía algo más que una ostentosa obsesión por las flappers rubias, el dinero, los litros de alcohol y el jazz; no obstante, sus argumentos no lograron convencerme en absoluto. Al parecer, El Gran Gatsby era su libro favorito y Fitzgerald suponía para ella lo que Kerouac o Ginsberg suponían para mí. Sin embargo, como le dije, lo único que demostraba Fitzgerald con sus letras, especialmente en El Gran Gatsby, era una enfermiza preocupación por la distinción entre clases sociales y por las relaciones de poder que se establecían entre ricos y pobres en una América sintética y artificial.
—Al fin y al cabo— comenté— Fitzgerald es lo que es: un extraño en la alta sociedad, un invitado tal vez, pero un mero observador en todo caso. Tal vez no vestía un espantoso traje rosa para las grandes ocasiones, pero sí escribía en páginas de color crema amarillenta. Además, está esa especie de justificación por boca de Carraway cuando le grita a Gatsby eso de «usted vale tanto como todos ellos juntos». ¿En serio lo creía? Tanto Carraway como Gatsby sabían que, en realidad, seguía existiendo una delicada y casi imperceptible línea divisoria que los separaba de los Buchanan, y era esa misma línea la que tanto atormentaba al propio Fitzgerald. Él nunca se creyó su condición de rico, por muchos billetes que sirviera en bandejas de plata durante sus alocadas fiestas, y tampoco encontró la manera de mantener su opulento estilo de vida. Fitzgerald descubrió que él no era tan distinto de Gatsby y encontró la manera de justificarse a través de los actos y palabras del que, quizá, fue su personaje más querido; el más icónico, por descontado.
—¡No me puedo creer lo que estoy oyendo! ¡No me puedes decir que la obra de uno de los mejores escritores de este país es un simple ejercicio de purga de demonios interiores cuando en sus páginas está descrita toda una generación! —me replicó.
—Este lado del paraíso es un refrito de años universitarios e intento desesperado por recuperar a Zelda. El Gran Gatsby es un simple escenario. Suave es la noche es un intento de canalizar el dolor y la frustración que le provocaba la esquizofrenia que padecía su mujer. En cuanto a esa generación que nombras... Una generación perdida, como bien dijo Gertrude Stein. Una generación de niños ricos que se entregaban al exceso sin pensar en las consecuencias, ya que no podían concebir que hubiera mundo más allá de sus ojos.
Clarisse alzó los brazos en un gesto de teatralizada desesperación ante el cual no pude sino sonreír.
—Entonces, señor quiero-ser-escritor, ¿quién merece la pena ser leído?
En cierto modo, esperaba —podría decirse que incluso deseaba— que Clarisse me hiciera esa pregunta. Cogí la mochila y la dejé sobre mis rodillas. Rebusqué en su interior, entre la poca ropa que llevaba, mis dos libros, aquellos dos libros que se habían convertido en compañeros inseparables desde aquella tarde en que los rescaté de la jaula de cristal en que se había convertido aquella grandiosa estantería número quince de la biblioteca de Pittsfield. Cuando los encontré, volví a depositar la mochila en el suelo y se los entregué a Clarisse. Tenían las cubiertas gastadas y el lomo mostraba algún evidente signo de deterioro. Muchas de las páginas presentaban una pequeña doblez en la esquina superior derecha: me gustaba marcarme los pasajes que más me llamaban la atención.
—En la carretera de Kerouac y Aullido y otros poemas, de Ginsberg —leyó ella—. Interesante elección. Así que nuestro joven quiero-ser-escritor es un fiel seguidor de esos locos y zarrapastrosos beatniks que no hacían nada más que colgarse a base de benzedrina, irse a la cama con cualquiera que pasara por delante en ese momento y practicar una estúpida forma de espiritualidad oriental que carecía de todo significado o utilidad.
—Esos locos beatniks hablaron de libertad, de independencia, de identidad, de perseguir tus sueños… y eso es mucho más de lo que puedes encontrar en las páginas de tu apreciado Scott Fitzgerald, que lo único que hace es describir la falsedad, recreándose en el color del papel pintado de las paredes y el placer de tener el bolsillo repleto de posibilidades.
—¿A qué esperamos, pues, para asaltar las carreteras y tomar el país? —preguntó Clarisse en tono burlón mientras me devolvía los libros y yo los metía de nuevo en la mochila.
—Sabes que tengo razón —concluí con una sonrisa.
—¿La tienes? —se mostró escéptica.
—Lo sabes. La gran diferencia estriba en que ni Kerouac, ni Ginsberg escribieron para poder costearse un pasaje en primera clase de un tren que iba directo hacia el precipicio, ni tampoco para mantener contenta a ninguna Zelda caprichosa.
—Creo que nunca vamos a estar de acuerdo en nada, Robert Easly. —Sonrió ella.
De repente me fijé que de la pared colgaba un reloj maltratado por las horas, a escasos centímetros de la balda que sostenía las diversas botellas con bebidas alcohólicas, y me di cuenta de que ya era medianoche. Nos habíamos dejado llevar por las palabras.
—¡Vaya! ¡Qué tarde es! —exclamé sorprendido—. Tendré que marcharme ya. ¿Por casualidad no sabrás de algún lugar barato en el que pueda pasar la noche?
—Nada que esté cerca —respondió ella.
—No me importa caminar.
—En ese caso… Si bajas por la Quinta y te acercas a la zona del Village encontrarás algunas pensiones en las que por un par de dólares te prestan un colchón sobre el que dormir. No esperes nada lujoso, ni limpio. No son Park Avenue, pero quizá te sirvan hasta que encuentres algo mejor.
Le agradecí las indicaciones al mismo tiempo que cargaba de nuevo la mochila sobre mi espalda. Clarisse se acabó el último trozo de tortita.
—¿Qué te debo? —le pregunté sacando la cartera del bolsillo del pantalón.
—Otra visita. —Sonrió negándose a cobrarme la cena—. He pasado una noche bastante entretenida, Robert Easly. ¡Y pensar que estuve a punto de echarte hace un par de horas! Los clientes que suelen venir por aquí no me dejan que les hable de literatura.
—No me extraña, con el mal gusto que tienes —bromeé. Ella hizo ademán de propinarme un puñetazo en el brazo a modo de réplica.
—Si me permites el consejo, mantén siempre los ojos bien abiertos: esta ciudad puede ser deslumbrante, pero también muy peligrosa.
—Nueva York, nido de ratas —una voz ronca interrumpió nuestra conversación. El hombre a quien Clarisse había servido el whisky, y de quien yo me había olvidado por completo, seguía oculto en aquel rincón y mantenía la mirada agachada hacia el suelo y las manos alrededor de su vaso de cristal, que ahora estaba ya vacío.
—Lo tendré en cuenta, gracias —le respondí a Clarisse.
—¡Y otra cosa más! —añadió—. La próxima vez que te dejes caer por aquí, trae contigo algo de lo que escribas. Me gustaría leerte.
—¡Eso está hecho!
Sonreí por última vez esa noche, me di media vuelta y me encaminé hacia la salida. Una vez en la calle, por la ventana pude ver cómo Clarisse recogía el plato vacío con los restos de sirope de arce y lo dejaba encima de la barra; luego se dirigió hacia el hombre de la esquina. Me quedé unos minutos allí viendo cómo intentaba levantarlo y cómo lo acompañaba hacia la puerta que, supuse, conectaría con la cocina del lugar. Las luces del diner se apagaron y entonces supe que debía seguir con mi camino.