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–Fue hace unos días, ¿sabes? –Gus había encontrado el hilo–. Dicen que unos somos autillos y otros somos gallos. A mí se me ve la cresta. Me gustan las mañanas. Me regalan la sensación de una página en blanco, de una oportunidad adicional, de una pequeña victoria sobre una rutina limitante, de novedad ante lo repetitivo. Disfruto del tránsito de lo onírico a lo real.
–Sí, a mí me pasa algo similar –convine.
–Hace unos días –dijo, tras bajarse un poco la mascarilla y esbozar una sonrisa– oficiaba mi liturgia matutina y posé mis ojos en el calendario del Sagrado Corazón.
–Mi abuela tenía uno. Lo recuerdo.
–Cada hoja de ese calendario es una maravilla, con su santoral, sus datos astronómicos y el variado catálogo de temas en su reverso: chistes, notas históricas, estadísticas, reseñas de libros…
–El de mi abuela no lo recuerdo así –le dije.
–Y también citas de celebridades. Olvido con frecuencia leer la frase diaria; mis ojos no siempre están fijos en el «hoy y ahora». Pero aquel día sí la leí: «Cuando nada es seguro, todo es posible», de una tal Margaret Drabble.
–No me suena.
–No me extraña. A mí me resultan desconocidos muchos de los protagonistas de esas frases.
Los compases de «Night in white satin» inundaron de dulzura y armonía el viejo local. La melodía produjo un efecto de frenado en los movimientos de todos los que compartían –alejados entre sí– ese espacio social. Gus se dejó invadir por un momento de ese bálsamo y continuó su relato.
–Casi nada ha sido seguro para mí en los últimos cuatro años. Yo pensaba que sí: tenía trabajo, una familia, una magnífica casa, mi fe asentada, mi dulce rutina, un cierto prestigio… una edad.
–Sí, bueno, ahora hay muchos sin todo eso –apunté–. Aunque la edad no perdona.
–¿Sabes? Tengo que pedirte un favor.
Como si estuviera plasmado en un guion, Gus interrumpió su anuncio y apuró de dos sorbos el resto del café. Recogió con su cucharilla la espuma de café que se refugiaba en el fondo de la taza. Yo no sabía qué decir y, mientras le observaba, capté la escena del otro lado del ventanal frente a mí. Nada grave: una mujer de edad tropezó y, tras ser ayudada por unos viandantes, se ajustó la mascarilla azorada y con sonrisa de circunstancias mostró su agradecimiento a quienes la habían ayudado. «La gente es buena por naturaleza», pensé.
–Sí, claro Gus. Si está en mi mano…
–Ahí es justo donde está. En tus manos.
–Tú dirás.
–¿Conoces a Irene Díaz de Otazu? –me preguntó.
Irene Díaz de Otazu. ¿Quién no había oído hablar de su salvaje atropello? Una historia negra que sorprendió mucho a los que la conocíamos de Green Technology.
Irene había contribuido desde joven al desarrollo admirable de una de las empresas más innovadoras en el campo de los videojuegos y la realidad virtual en España. Luego vino el boom de las plataformas alternativas y los lenguajes de programación abiertos, y Green Technology se vio obligada a reinventarse y adelgazar. Pero lo más tenebroso fue el desenlace de un oscuro juego de intereses torcidos y miserables afanes de poder: una salvaje agresión, tras la cual Irene tuvo que soportar una penosa y larga rehabilitación, de cuerpo y de alma. Tuvo un buen final, pero el trayecto fue arduo.
–Sí, claro que la conozco. Somos colegas de la misma asociación profesional.
–Ya lo sabía; era una pregunta retórica. Irene me ha hablado muy bien de ti, aunque llovía sobre mojado; sabes que te aprecio mucho –dijo Gus.
–Bueno, es mutuo. Irene me apoyó en algunas cuestiones técnicas, pero sobre todo me ayudó con su capacidad de escucha en un momento difícil.
–Sí, sé de lo que hablas. Nos vimos en uno de esos eventos a los que asistía antes, más arrastrado por el sentido del deber que por convicción, como el último en el que tú y yo coincidimos y en el que batí el récord de velocidad en huida. –Se rio cuando recordó aquella anécdota–. Irene se detuvo a hablar conmigo, me hizo dos preguntas y la sola escucha de sus ojos provocó un inicio de cambio en mí.
Gus volvía a hablar con un tono vivo, como si hubiera recibido una inyección de energía. El local se unió a esa dosis de vitalidad: los apliques de estilo retro se encendieron y sus bombillas led difundieron su luz sostenible al entorno. Pude ver con más claridad su rostro cuando me habló.
–Irene ha sido un buen regalo en el que es probable que haya sido mi mejor año.
–¿Tu qué? –me pilló por sorpresa–. ¿Sabes que te pueden apedrear por decir eso?
–¿Sí, verdad? Todo el mundo enterrando 2020 sin funeral y yo a lo mío. Memes, parodias, artículos de demonización y yo aupando ese año maldito a un pedestal con focos. Un gran año.
–¿Y se puede saber por qué? Además, ¿qué pinta Irene en todo esto? Y ya puestos, ¿qué pinto yo, Gus?
Tres en una. Gus no se inmutó. Parecía esperar tres y más preguntas siguiendo un guion. Con renovado brío comenzó una descripción cronológica y emocional que parecía ser fruto de repetidos ensayos ante un espejo.
Habló de deterioro físico, de vértigo creciente, de somatizar y trasladar a su cuerpo las decepciones externas y los acusadores juicios internos que brotaban con fuerza en su cabeza. La pérdida del trabajo dio paso vertiginoso a la de confianza, a la percepción de inutilidad, a la ausencia de valor…
–Podías haberme llamado, Gus.
Pero Gus no estaba conmigo. Revivía su historia.
–Estaba hundido en un pozo. Sentía frío a todas horas. A la sensación de frío contribuían mi pérdida de peso y mi mala condición física. Me abandoné por completo sin darme cuenta. El proceso se aceleró cuando en casa empecé a verme privado de ayuda. Me puse a la defensiva con mi mujer y con mi tribu de adolescentes.
Y adoptando una postura diferente, con un casi imperceptible ladeo del rostro, pareció dar entrada a un tercer e imaginario individuo, aunque conocido, alrededor de la mesa.
–«No te lo tomes así», me decía Irene; «no te lo dicen a ti, sino a ellos mismos. Necesitan remediar su inseguridad y acallar sus temores».
–«Ya, Irene, pero golpean fuerte», le decía yo, porque sus comentarios entraban como cuchillos en mi alma de mantequilla.
–«Esto pasará, ya lo verás; es cuestión de tiempo» sentenció Irene.
Gus abordó la cuestión del tiempo. No el cronológico, sino uno percibido por él, con voluntad propia e intención dañina. Irreal. Los días laborables se le pasaban raudos, neutros y sin metas, con un silencio atronador. Los fines de semana, por el contrario, ralentizaban su paso con desgana y prorrogaban arteramente un tiempo de convivencia familiar que la falta de perspectiva convertía en una «escape room» de comentarios, actitudes, silencios y conductas que emponzoñaban sus imaginarios agravios y sus más que reales pesares.
–Gus, ¿te apetece otro café?, ¿una copa? –le ofrecí para sobrellevar lo que me parecía una espiral peligrosa.
–¿Eh?, ¿otro café?... Sí, sí, lo que quieras.
–Dos gin-tonics, por favor –pedí al camarero que se había incorporado al turno de nuestra mesa–. ¿Tiene Nordés? ¡Perfecto!
El camarero asintió con una cálida sonrisa que se le intuía tras la mascarilla con el logo del local, mientras sus manos de profesional eran capaces de amontonar tazas y platos, limpiar migas, recoger sobrecitos arrugados y levantar el soporte del código QR con la carta del local. Me fascinan esos códigos: todo un mundo de información detrás de unos horripilantes trazos.
Gus seguía a lo suyo.
–El diálogo interior resultaba incontrolable, erosivo, inútil… y reconfortante a la vez, porque retardaba una acción que se me presentaba imposible, de proporciones ciclópeas. Era la chispa que provocó un incendio devastador en mi esfera personal: empezó con el trabajo, saltó a las raíces de la salud, ganó cuerpo en las praderas familiares, no encontró el cortafuegos de la amistad y debilitó las más firmes convicciones que creía sólidas e inamovibles. Una hoguera vital que solo producía frío en mi alma y mi cuerpo.
Gus estaba metido de lleno en una montaña rusa emocional. Su lenguaje corporal expresaba sus recuerdos de aquella época.
–Recuerdo que me decían: «Tú vales mucho. Has sido capaz de realizar grandes proyectos y mantener a tu familia. No puedes admitir pensar que toda esa capacidad ha desaparecido sin más».
–Es verdad, Gus –me atreví a apuntar.
–Ya, pero su buena voluntad caía en saco roto. Estaba convencido de mi derrota; en el trabajo, como padre, como esposo, como persona… No veía la solución. Y la que entreveía me superaba con creces. No tenía fuerzas.
Gus me contó que Irene comenzó a hablarle del «aquí y ahora», pero que él solo veía, con gafas de mármol negro, el «ayer y el mañana». Se aferraba a ellos como un adicto a un placer destructivo. Y cuando el «aquí y ahora» se presentaba sin anuncio previo cargado de realidad, el «ayer y el mañana» se desataba en forma de recuerdos de culpa y visiones de fracaso y falta de esperanza.
Gus abrazó con sus dedos la copa, en la que se dibujaban las estelas de vapor helado que se desprendían de la mezcla de ginebra, tónica y los dos espectaculares cubitos de hielo circulares que flotaban a la deriva en el combinado. Tocar la copa pareció sosegar el ritmo de su relato.
–Y entonces me rompí –pareció sentenciar.
–Bueno, hombre; era lógico. Nadie aguanta así mucho tiempo –pretendí contemporizar.
–Ya, pero yo me quebré y me ingresaron en agudos. Dos veces.
–¡Joder! –no quise indagar más. Me quedé de piedra.
–«Pasas que cosan», como dice mi hijo pequeño –sentenció Gus.
La situación era una mezcla de consulta médica, charla amistosa, confesión general y desahogo sentimental en la que no tenía muy claro cuál era mi papel. Se lo hice saber.
–Tienes razón. Llevamos ya un par de horas aquí y a este paso nos va a caer la nevada del siglo que anuncian sin que sepas por qué te he pedido venir.
–No estoy mal, entiéndeme. Quiero ayudarte en lo que necesites. Pero cada vez lo tengo menos claro.
–Fijar mi memoria.
–¿El qué?
–Fijar mi memoria. Quiero que me ayudes a recordar.
–Gus, tío, otra cosa no, pero recordar… Créeme, se te da de fábula.
–No, pero a hacerlo bien, a recordar lo que pasó y lo que hice o no hice y no una versión cualquiera.
–Pero yo no estaba ahí, Gus; no te puedo enseñar la repetición de la jugada –dije desconcertado para ganar algo de tiempo.
Este era el momento. Mi vejiga se había sincronizado con mi cerebro y una razonable excusa y pico después me encaminaba hacia el aseo. Me encantó el contraste del monigote que anunciaba en una sola figura el uso permitido para hombres y mujeres, con el estilo clásico del establecimiento.
Esta parada era fisiológica por más de una razón: además de la obvia, mi lado racional no llegaba a entender muy bien el interés de Gus por mí y la profundidad de su desnudo interior con una «amistad de eventos» como yo.
Decidido a resolver la incógnita, volví a la mesa. En la televisión del local una atractiva mujer del tiempo con atuendo veraniego compartía pantalla con un rótulo que anunciaba el carácter histórico de «Filomena». No tenía mucho sentido, pero poco de lo que aparecía en televisión en tiempos recientes lo tenía. En la mesa, mi gin-tonic aún mostraba un puntito de dignidad.
–¿Qué me dices? –me espetó.
–Déjame apurar el gin-tonic de un trago y te lo cuento –contesté malhumorado.
–¡Uo, uo, uo…! Tranqui, tranqui; déjame que te explique.
Y se intentó explicar. Algunas de las personas a las que había acudido en busca de ayuda le aconsejaron ciertas líneas de acción. Una de ellas fue la que ya me había anunciado en titulares antes de mi escapada escatológica.
–…entonces me quedó muy claro que la memoria no es solo selectiva, sino también maleable. Mis sentimientos, tanto los positivos como los negativos, podían acallar, distorsionar, engrandecer o incluso engendrar nuevos recuerdos sin fundamento real.
–Sí, lo suelen llamar «memoria imaginativa». La de los falsos recuerdos –dije siguiéndole el hilo.
–¡Eso es! Me aconsejaron redactar esos recuerdos, con la ayuda de alguien que supiera hacerlo, para recrear con precisión el contexto, los hechos, las emociones, los sentimientos… Quiero que me ayudes tú –concluyó Gus.
–¿Yo?, yo no escribo diarios –dije a la defensiva.
–Me encantaría que lo hicieras conmigo. Me han hablado maravillas del grupo de escritores al que perteneces y de cómo en vuestros relatos habéis logrado describir emociones reales en contextos cotidianos, proyectando con fidelidad vuestras experiencias personales y profesionales.
–¡Ya, bueno…! –exclamé con un esbozo de sonrisa.
–He leído vuestros libros.
Tocado. Me acababa de mandar un misil directo a la línea de flotación. ¿No era este uno de los fundamentos de nuestro grupo de «autores con alma»? Sospeché de inmediato que la última frase de Gus tenía muy poco de cosecha propia. Era un guion preparado.
–Si accedo, ¿qué quieres hacer con el resultado? –le dije entregado a la causa.
Aquí empezó un segundo bloque de confidencias de sus conversaciones con conocidos comunes. Muchos elogiaban el acierto que mi grupo de escritores había tenido al describir experiencias personales y profesionales. Se sentían retratados en sus páginas.
Fue definitivo el que el psicólogo de confianza de Gus lo convenciera de que el trayecto vital que había conducido a mi interlocutor a considerar el 2020 como su «mejor año» podía ser de utilidad para alguien, siempre y cuando fuera fidedigno y sincero.
–He reflexionado mucho gracias al bendito parón del confinamiento y creo que si llamo al 2020 «mi mejor año» –reforzó esta referencia con un movimiento de «comillas» con los dos pulgares y dedos corazón– lo hago por pequeñas grandes victorias conseguidas, junto a generosos aliados, y por haber logrado un cierto control de mis sentimientos.
–¿Y crees que tu vida le interesará a alguien? –pregunté, lo confieso, con un cierto desdén.
–No, dicho así, no, desde luego. Pero que un tipo al que le han sacudido varios terremotos en casi todas las esferas de su vida considere un año maldito como uno de bendiciones podría dar una pista a algún desnortado. No aspiro a nada más. Decidí convertir deseos en hábitos de vida y establecerlos como objetivos de mejora personal. Ya sabes; no basta con tomar una decisión: hay que ponerle patas.
Gus había sufrido una ligera metamorfosis. El dicharachero entusiasta parecía haber encogido de tamaño y ralentizado su ritmo vital. Su mirada se posaba en algún punto de una vía pública bulliciosa, según los estándares sociales de la pandemia. La noche empezaba a hacer acto de presencia. La luz de la cafetería se intensificaba para competir con la penumbra exterior.
–Tendremos que hablar más, Gus. Un relato así solo se cocina a fuego lento y tras muchas pruebas de sabor y consistencia. ¿Estás dispuesto a dedicarle tiempo?
–Si tú lo estás, yo lo estoy –contestó con resolución.
–Bien. Entendido. Una pregunta: ¿qué hace de 2020 tu «mejor año»?
La pregunta pareció empujarlo hacia atrás. Su cabeza se irguió y su mirada recorrió por unos instantes el techo del local, con elaboradas representaciones de materias primas y productos de la gastronomía española y madrileña. Juntando las manos y con la barbilla posada sobre ellas, dirigió su mirada hacia mí.
–2020 me ha regalado un frenazo vital, ha ralentizado mi ansiedad por encontrar soluciones y me ha obligado a bucear en mis convicciones. 2020 ha acallado el ruido de los acontecimientos diarios y me ha obligado a lidiar con el silencio incómodo de una vida conmigo mismo. 2020 ha sido un año lleno de acechos a nuestra salud y a nuestras vidas y a mí me ha ayudado a ser más agradecido y más consciente tanto de mi valor como de lo prescindible que soy.
–¿Y todo lo que hemos perdido, Gus?, ¿todo el daño vivido a nuestro alrededor?
–Tremendo. Un tsunami emocional, desde luego. Pero también muy humano.
–¿Muy humano? –pregunté sorprendido.
–Así lo pienso. Vivíamos sin perspectiva, ensimismados en nuestros logros, preocupaciones y pequeñas tragedias diarias. El coronavirus nos ha devuelto a lo que ha sido la experiencia de la humanidad desde que hay registros. Las pandemias, la invasión de los microorganismos, es algo que nuestra presunción había relegado al olvido. Pero hasta hace cien años no había sociedad sin memoria de que, tarde o temprano, una plaga se llevaría por delante a un tercio de sus habitantes.
–Ya, hombre, visto así…
–Escucha, no quiero quitarle hierro al asunto, pero la diferencia de esta pandemia es que ahora en la escala del drama parecen igualarse la pérdida de vidas, la imposibilidad de hacer fiestas, la disminución del nivel de vida o la limitación para el ejercicio físico. Los sentimientos están desbocados y no siempre ayudan.
–Es que sentimos todos a la vez, los nuestros y los de los demás, renovados a diario y mezclados con toneladas de información indigerible.
El camarero, que mostraba en su chaqueta señales de su combate profesional con mil deliciosas sustancias y sus restos, recogió con discreción nuestras copas vacías y secó sus huellas sobre la madera. Con su voz amable, algo distorsionada por la mascarilla, nos avisó de que teníamos tiempo para una consumición más antes de que el local cerrara, en cumplimiento de las ordenanzas municipales. Pedimos un par de botellas de agua mineral: normal para Gus y con gas para mí. Necesitábamos fluidos.
–Tendremos que vernos más. Hay que explorar mucho en tu cabeza y en tu corazón. Verbalizar los sentimientos, reconocerlos con precisión… No es una tarea de primeros intentos.
–Como digas. No sabes cómo te lo agradezco.
–Bueno, no vendamos la piel del oso… Oye, me interesa saber algo más de esas victorias que comentas.
Gus comenzó a hablar al tiempo que se quitaba las gafas, unas lentes con una finísima estructura que sostenía ambas por dos puntos de apoyo. La apariencia de fragilidad encubría una consistencia de materiales a prueba de casi todo. Sacó un pañuelo de su monedero, y tras mojarlo en una solitaria muesca de agua que había escapado del eficaz secado del camarero, procedió a frotar con mimo los dos cristales. Segundos después, una mirada algo más limpia acompañaba sus palabras.
–Esta fue la primera: no pretendas alcanzar nada relevante en tu vida si no cuidas con dedicación y responsabilidad tu cuerpo, tu organismo; en mi caso, y entre muchas otras cosas, tratar mi cerebro y mi alma con cuidado. Aunque suene brutal, en muchas ocasiones he tenido que doblegar las ganas de herirme. Ha supuesto aceptar que mi mente tiene tanto derecho a sufrir una enfermedad como el tobillo lo tiene a un esguince, o los pulmones a ser víctimas de un puñetero virus. Parece simple, pero esta pandemia nos avisa con tozudez de que preparar nuestro sistema inmune para las condiciones de la batalla es la mejor estrategia de combate; algo no está bien hecho por nuestra parte.
–Desde luego; la gente está cuidándose como nunca.
–¿Tú crees? Ojalá sea así, pero mi propia experiencia me dice que oponemos resistencia cuando alguien cuestiona cualquiera de nuestras prácticas «saludables». Y en especial las que tienen que ver con nuestra mente. Alimentar bien nuestros pensamientos es la primera obligación de la conservación personal saludable.
Asentí. Tenía sentido.
–La segunda victoria me costó mucho más: es la de la aceptación personal. Somos lo que somos y somos como somos, pero no todos sabemos o aceptamos lo que eso significa.
Gus describió su lucha personal por conocerse a fondo en lo bueno y en lo mejorable, sin permitir que la culpa, el remordimiento o los sentimientos negativos descontrolados quebraran la opinión que se hacía de sí mismo.
–He redescubierto un campo de batalla fascinante. Cada día puedo decidir en qué puedo quererme más y aprender mejor que no debo exigirle a nadie su aprecio, y mucho menos su amor. Si ofendo no puedo pretender que actúo bien, pero tampoco me hundiré, porque no debo caer en la trampa de asumir que lo que hago es lo que soy; y al revés: si amo, si hago el bien, no puedo exigir ser amado, querido o perdonado. Lo que importa es ponerme metas para llegar a ser quien quiero ser. ¿Tiene sentido?
–Hombre, Gus, condensas varios años en unas pocas palabras. Antes ya te avisaba de la necesidad de cocinar a fuego lento el relato: hay que revisar bien los ingredientes y estudiar la receta. Me has lanzado un buen órdago y estoy seguro de que hay mucha miga detrás. Déjame procesarlo. ¿Cuál es la tercera victoria?
Ambos parecimos necesitar una parada técnica tras una etapa agotadora en nuestro viaje de prospección. No quedaba mucho tiempo para que este primer encuentro finalizara y sabíamos que el futuro exigiría más de los dos. Un relato así no podía ser ni condescendiente ni riguroso, ni vida ejemplar ni caso perdido, ni recetario ni disertación existencial. ¿Qué les parecería a mis compañeros escritores? Una idea empezó a darme vueltas en la cabeza: ¿podríamos iniciar un nuevo proyecto con las ideas de Gus? ¿Encajaría el relato como una de nuestras experiencias en tiempos de pandemia?
Con un par de tragos, tanto Gus como yo apuramos nuestras botellas de agua mineral. Al ser la mía con gas, la bebí con algo más de parsimonia para evitar efectos secundarios incómodos; un intervalo que él aprovechó para jugar con la etiqueta de la botella y arrancarla de su base de vidrio. Un vidrio que, cortado con pericia, podría transformarse en un bonito vaso de colección; eso me dio por pensar. ¿Y si invito a Gus a sumarse a nuestro proyecto? ¡Qué cosas pienso!
–La tercera victoria no es mía –prosiguió.
–Esta es buena, caballero. Mía no es, desde luego.
–Es que es así.
–Pues ya lo estás explicando.
Gus me contó que su fe se había venido abajo. No entendía la aridez y la falta de respuestas por parte de un Dios que sí le había acompañado en otros momentos duros de su vida. La pérdida de un hijo, años atrás, fue demoledora; pero incluso tras ese brutal momento, el dolor y la ausencia encontraron sentido –sin desaparecer jamás– gracias a una convicción no basada en la razón, la emoción o la adicción, sino en la confianza. «Hágase tu Voluntad» era su marca. Pero este convencimiento no estaba presente, ni de lejos, en el estado anímico del que Gus me hablaba.
–Para mí, Dios había dejado de ser Padre. Como mucho, era un vecino con el que me unían relaciones de vecindad educadas. No nos veíamos mucho, ni tampoco nos relacionábamos más allá de un breve y cortés saludo si coincidíamos.
–No puedo decirte mucho, Gus. Para serte franco, Dios está en mi lista de asuntos pendientes y no en las primeras posiciones, –apunté con cierto desdén e incomodidad.
–Lo mismo me dicen muchos amigos. No te preocupes.
–Puede sonarte materialista, Gus, pero no entiendo por qué en esta sociedad de la imagen Dios no juega con nuestras cartas y se muestra visible. En la Biblia aparece página sí y página también, por lo que recuerdo, lanzando fuego, hablando con voz de trueno, derrotando enemigos o curando enfermos.
–Escucha, no pretendo sermonear. Nada más lejos de mi intención. Ya te contaré más detalles si después de esta tarde decides ayudarme. Tan solo quiero compartir contigo una experiencia personal.
–Adelante, te escucho –respondí resignado.
–Me costó meses darme cuenta. En medio del confinamiento me vino a la cabeza la escena de la tempestad en el lago, cuando los discípulos acuden aterrorizados a la popa de la pequeña barca zarandeada por el tremendo oleaje y golpeada por los vientos furiosos que se describen en el Evangelio, y encuentran a Jesús dormido, echando una siestecilla, fíjate. Logran despertarlo y, cuando abre los ojos y ve ese horror de escena, echa mano de su lógica especial y les suelta: «¿Por qué tenéis miedo?».
La nieve caía abundante y las papeleras fijadas a las farolas que quedaban a la vista comenzaban a convertirse en granos gigantes del mobiliario urbano. Un peatón hizo ademán de resbalarse, mientras que otro abría la mano para recoger una cosecha de nieve. La nevada era una oportunidad de oro para acortar esta conversación, que tomaba un cariz inesperado.