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Durante la experiencia rivadaviana, la compleja economía de los socorros heredada de la Colonia fue estatizada y secularizada (secularización que, de hecho, significa expropiación de los bienes de la Iglesia). Ya no se trataba de la sacralización eclesiástica de los pobres, sino de la puesta en marcha de estrategias activas orientadas a ponerlos a trabajar, volviendo, a la población sana, mano de obra útil, adaptada a los imperativos de la productividad económica. Toda una política de la salud, que en tiempos de la Colonia había ocupado un lugar secundario, comenzaba a despuntar en los planes de reforma integral de los rivadavianos. En reemplazo de La Hermandad de la Santa Caridad, la primera institución de asistencia social que tuvo el Río de la Plata, Rivadavia creó la Sociedad de Beneficencia. Su administración quedó en manos de las mujeres de la alta sociedad porteña, a cuyo cargo también quedaron los otros establecimientos caritativos creados durante la Colonia: la Casa de Niños Expósitos, la Casa de Huérfanas y el Hospital de Mujeres.
En abril de 1822 se promulgó el Arreglo en la Medicina, una reforma integral del sistema médico que terminaba con el Protomedicato. A diferencia de esta institución colonial, la regulación y la enseñanza de las prácticas médicas se separaban, siendo la Universidad y la Academia de Medicina los lugares reservados al estudio y la experimentación, y el Tribunal de Medicina el encargado de la salud pública y del control del ejercicio profesional. El Tribunal creaba nuevos médicos-funcionarios, cada cual especializado en áreas diferenciadas: el Médico de Policía, encargado de supervisar las boticas, reconocer cadáveres y visitar las cárceles; el Médico de Campaña, con funciones similares a las de los Médicos de Policía, pero en zonas rurales; y el Médico de Puerto, encargado de supervisar las embarcaciones llegadas a la ciudad, atender los casos de insalubridad e informar sobre posibles epidemias.
Para el utilitarismo rivadaviano, la medicina era, sobre todo, un saber útil que comenzaba a ser valorado ya no solo por su capacidad de prevenir pestes o curar a los soldados, sino por su aptitud para producir “civilidad”. Además de contribuir a la curación de los cuerpos enfermos, la medicina contribuiría al mejoramiento de las relaciones sociales y a la higienización del espacio urbano, por ejemplo, con la creación de nuevos cementerios alejados de la ciudad, como el cementerio de la Recoleta. Los diarios rivadavianos comenzaban a llenarse con artículos de divulgación sobre medicina y administración sanitaria, utilizando el vocabulario médico para convencer a sus lectores sobre asuntos públicos, buscando desterrar, entre el pueblo, el enorme influjo de los curanderos. Medicina y política comenzaban a confundirse y a retroalimentarse, aliándose en la acreditación y popularización de los saberes médicos.49 A su vez, la política, como en la Idéologie del marqués de Tracy, comenzaba a concebirse a la manera de un asunto nervioso, una “fisiología aplicada”.50
Rivadavia también reforzó las medidas que se habían tomado desde la Colonia contra “vagos y malentretenidos”. En 1822, revalidó un decreto de 1815, emitido durante las guerras de independencia, por el que se consideraba que todo hombre de la campaña que no tuviera propiedad era considerado un sirviente o un peón. Si como peón se sustraía al trabajo, se lo castigaba forzándolo a volverse soldado. Si por razones de salud no podía servir al ejército, se lo obligaba a realizar trabajos públicos. Siguiendo una norma dictada en 1804 por el virrey Sobremonte, los gauchos eran forzados a llevar consigo la “papeleta de conchabo”, una suerte de documento de identidad obligatorio para todos los no propietarios y emitido por el estanciero, quien así acreditaba que el peón estaba, durante determinado período de tiempo, empleado en sus dominios. Si en el esquema de Bentham todo miembro de la sociedad debía ser estimado, ante todo, por su utilidad, la vagancia debía ser duramente castigada, precisamente, por su carácter inútil. La fuerza laboral del gaucho era así apropiada mediante la fuerza de la policía de campaña, obligándolo a volverse libre de toda propiedad sobre sus medios de vida. Imposible, al respecto, no recordar la ironía de Marx cuando afirmaba que los ideales de la sociedad burguesa son: “la libertad, la igualdad, la propiedad y Bentham”.51
En esta vorágine benthamiana no podía faltar la intención de edificar un verdadero panóptico, de acuerdo al diseño carcelario “todo a la vista” de Bentham. De hecho, la biblioteca de Rivadavia contaba con un ejemplar de Panopticon or the Inspection House.52 A comienzos de la década del veinte, la ciudad disponía de cinco cárceles, una de ellas en el Cabildo. Todas se encontraban en mal estado. Entre los rivadavianos crecía la opinión, muy difundida en Inglaterra por la Sociedad para la Reforma de las Cárceles, según la cual las prisiones no debían ser solo depósitos de personas, sino aparatos de corrección y mejoramiento moral donde los médicos de policía ocupasen un lugar de primer orden, recomendando, según las directrices de Bentham, ejercicios y labores para evitar la ociosidad y el desmoronamiento moral de los presos.53
En 1825 fue publicado en los periódicos rivadavianos un llamado a licitación para el establecimiento de un panóptico o “casa de corrección”, llamado que fue el primer concurso de arquitectura pública en el país.54 Buena parte de los pocos arquitectos activos en Buenos Aires respondieron a la convocatoria. Sin embargo, por falta de fondos debido al déficit insumido por la Guerra del Brasil, la prisión, para la que el gobierno llegó a comprar unos terrenos en lo que hoy es la Plaza Lavalle, no pudo ser levantada. Aunque el panóptico, pieza maestra del programa benthamiano, no llegase a construirse, en todos los ámbitos donde el gobierno de Rivadavia intervenía, asomaba, como por mímesis, la sombra de Jeremy Bentham. Así lo dejaba ver Rivadavia en otra carta a su maestro:
“Así pues usted sabrá que me he dedicado a reformar los viejos abusos de toda especie que podían encontrarse en la administración de la Junta de Representantes y la dignidad que le corresponde; a favorecer el establecimiento de un banco nacional sobre sólidas bases; a reformar, después de haberles asegurado una indemnidad justa, a los empleados civiles y militares que recargaban inútilmente al Estado; a proteger por leyes represivas la seguridad individual, a ordenar y hacer ejecutar trabajos públicos de una utilidad reconocida; a proteger el comercio, las ciencias y las artes; a provocar una ley sancionada por la Legislatura que reduce en mucho los derechos de la aduana; a provocar igualmente una reforma eclesiástica muy necesaria y que tengo la esperanza de obtener: en una palabra, de hacer todos los cambios ventajosos, que la esperanza de su honorable aceptación me ha dado la fuerza de promover y me suministrará la necesaria para ejecutarla”.55
Sin embargo, nada de esto alcanzaría. Durante la Guerra del Brasil por la Banda Oriental, Rivadavia asumiría como el primer presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata, pero para ser renunciado poco tiempo después, cuando su ministro de Relaciones Exteriores llegue a un acuerdo con el imperio del Brasil que la misma opinión pública burguesa que Rivadavia había promovido encontró inaceptable.
Sarmiento, que veía en Rivadavia a un precursor suyo, lo definió como “el fracasado legislador de una república utópica”.56 A diferencia del exitoso utopismo de Bentham, a quien Foucault llamó el “Fourier de una sociedad policial”,57 los saberes que Rivadavia había importado de Europa no habían arraigado, no habían llegado a convertirse en dispositivos de poder. El principio utilitarista de Bentham, el de la mayor cantidad de felicidad para la mayor cantidad de personas, se veía contradicho, brutalmente, por los enfrentamientos que atravesaban, como puñales, la estructura social de la nueva república. Cuanto más Rivadavia intentaba modernizar a la nación, más dependiente la volvía del capital inglés y de los saberes provenientes de la Europa industrial, al punto de iniciar el largo ciclo del endeudamiento externo a través del empréstito con la Baring Brothers.
El nombre por el que más tarde llegó a ser conocido el paso de Rivadavia por el gobierno de Buenos Aires, el de la feliz experiencia, era una felicidad contraria a la de Bentham, la cual aspiraba a perdurar, haciéndose carne. En su inexacto felicific calculus, Rivadavia no había podido calcular que la felicidad que diseñaba sería de muy corta duración, apenas una breve primavera liberal donde floreció, sin echar raíces, la experimentación con nuevas estructuras institucionales.
Como tantos otros gobernantes después de él, una vez caído atravesará la amarga experiencia del exilio y el destierro. Murió empobrecido en Cádiz, España, en 1845. Desdichado e irreconciliado, pidió en su testamento que sus restos no fueran enterrados en Buenos Aires. Sin embargo, en 1857, cuando una nueva generación de unitarios ascienda al poder, sus restos serán repatriados, contrariando su última voluntad.

Juan Manuel de Rosas disolvió muchas de las instituciones seculares creadas por el círculo rivadaviano. A Rosas, la importación de saberes europeos lo tenía sin cuidado, por lo que dejó casi sin fondos a la Universidad de Buenos Aires. En las escuelas privadas dictaminó la obligación de la educación moral y religiosa. También intervino las asociaciones literarias y las publicaciones de prensa creadas en tiempos de la “feliz experiencia”. Rosas destruía la incipiente esfera de la opinión pública burguesa mientras conquistaba la buena opinión de peones, gauchos, pequeños comerciantes, e incluso de muchos terratenientes. Apoyaban a Rosas no solo por terror, sino porque los beneficiaba, dándoles a unos trabajo en sus estancias y a otros tierras que seguir acaparando. En cualquier caso, se empezaba a vislumbrar que el ideal ilustrado y benthamiano de la libre opinión no era algo tan prístino. Se empezaba a hacer más patente que el libre juego de las opiniones no llevaba a una armonía providencial, gracias a la cual la opinión de los otros impediría obrar mal por sus efectos de visibilidad. La imprenta, la publicación de opiniones, ya no representaba, como en tiempos de Rivadavia, el ideal de la buena sociabilidad burguesa. En cambio, la censura, las operaciones de prensa, la monopolización de medios de producción de opiniones, comenzaban a formar parte fundamental de los enfrentamientos políticos. No casualmente, Sarmiento y Mitre, dos de los más importantes representantes del unitarismo posrivadaviano, se ocuparán, encarnizada y apasionadamente, de hacer periodismo.
Las diferencias entre las dos artes de gobierno no podían ser mayores. En el caso de Rivadavia, inspirado por Bentham, se apuntaba a la creación de una vasta red de diseños institucionales y arquitectónicos impersonales, capaces de producir toda clase de efectos de transparencia para así maximizar el registro del saber y la promoción de la utilidad. En el caso de Rosas, todo lo contrario: el ojo del caudillo, ayudado de una red de informantes, debía alcanzar cada rincón de la ciudad y de la campaña, haciéndose presente tanto para ejecutar el castigo como para entregar el premio. El lugar en el que moraba el caudillo era un lugar de sombra, opaco, no sujeto a discusión pública, más semejante al antiguo poder soberano del monarca que a un funcionario moderno.58
En tanto brillante estanciero, Rosas hizo aumentar las exportaciones de cuero, lana y tasajo, acrecentando las rentas de la aduana. Como analizó Milcíades Peña, todo el proyecto dictatorial de Rosas tenía como propósito poner al país ya no al servicio de las luces y del libre comercio, sino de la acumulación estanciero-saladeril, la rama más importante de la producción nacional.59 Aun Sarmiento y Alberdi, los principales denostadores de Rosas, llegaron a reconocer que, durante su tiranía, la riqueza, la población y la edificación aumentaron enormemente. En el Facundo, se lee: “no se vaya a creer que Rosas no ha conseguido hacer progresar la República que despedaza”.60 ¿La hacía progresar a pesar de despedazarla o gracias a su despedazamiento? Según Sarmiento, al haber dispersado a los unitarios hacia las provincias, expulsándolos de Buenos Aires, Rosas, sin saberlo ni planearlo, como si fuese un instrumento de la providencia, había promovido el encuentro entre las facciones:
“La guerra civil ha llevado a los porteños al interior, y a los provincianos de unas provincias a otras. Los pueblos se han conocido, se han estudiado y se han acercado más de lo que el tirano quería, de ahí viene su cuidado de quitarles los correos, de violar la correspondencia y vigilarlos a todos. La UNIÓN es íntima”.61
No se gobierna del mismo modo en el campo que en la ciudad. No se aplican las mismas técnicas en uno y otro lugar. Rosas gobernaba mediante una combinación de caudillismo paternalista entre los campesinos y terror entre los ciudadanos. Si en las estancias se hacía estaquear por los peones cuando trasgredía sus propias normas, en la ciudad había tendido una compleja red de informantes, compuesta de partidarios que lo mantenían al tanto de todo lo que ocurría. La mujer de Rosas, doña Encarnación Ezcurra, había contribuido mucho al armado de esta red de información. En 1838, cuando Ezcurra muere, los habitantes de la ciudad marcharon en una gigantesca procesión fúnebre, obligados a usar una divisa como señal de luto. Esa divisa punzó era el distintivo oficial del rosismo. Teñida de colorado con la sangre del ganado sacrificado en los mataderos, la divisa funcionaba como una tecnología de fichaje de la población.

Se cree que la viruela fue originada en Egipto o en la India, hace 4000 años, pero era desconocida en América hasta el arribo de los conquistadores españoles. Azarosamente, la viruela llegó a convertirse en un “arma bacteriológica” para la conquista de América, diezmando a los ejércitos incas y aztecas en mayor medida que los enfrentamientos armados. Los mapuches, de hecho, llamaban a la viruela “huinca-cutrán”, enfermedad del blanco. Los europeos la habían traído de Europa pero habían desarrollado en sus organismos una serie de mecanismos inmunitarios producto de las pestes que habían padecido sus antepasados. Los indios, en cambio, se encontraban sin defensas.
A fines del siglo XVIII, en Inglaterra, un médico rural llamado Edward Jenner se dedicó a investigar la viruela de las vacas, llamada vaccina o cowpox, la cual producía erupciones en las ubres, semejantes a las erupciones que producía la viruela en el rostro humano. Jenner observó que las lecheras contagiadas de viruela bovina se hacían inmunes a la viruela humana. Entonces, extrajo pus de la pústula de una lechera y se lo inoculó a un niño de 8 años llamado James Phipps, que padeció fiebre por dos días. El pequeño James se recuperó rápidamente y Jenner le inoculó la viruela humana. Esta vez, el niño no enfermó. Se había vuelto inmune. Jenner repitió el experimento con otras 23 personas, con igual éxito, probando un hecho aparentemente aporético: la inoculación atenuada de una enfermedad puede proteger de una versión más virulenta del mismo mal. Un mal menor, adecuadamente dosificado, puede ser utilizado para combatir un mal mayor. Jenner publicó un tratado llamado An Inquiry into the Causes and Effects of the Variolae Vaccinae y presentó sus descubrimientos ante la Royal Society de Londres, desatando grandes discusiones científicas y religiosas, que culminaron con la aprobación oficial del revolucionario método de prevención sanitaria.
En verdad, la práctica de la inoculación tiene muchos antecedentes. Edward Jenner fue el primero que sistematizó el método, utilizando virus vacunos en lugar de humanos, sometiéndolo a varios procesos de verificación y falsación. Los chinos, ocho siglos antes, ya practicaban la inoculación para protegerse de la viruela, aunque no utilizaban el virus vacuno. La variolización también era conocida entre los chamanes de muchos pueblos africanos, que inoculaban los fluidos de muertos por la viruela para curar a los miembros de sus tribus, pero también para enfermar a sus enemigos al enfrentarse en luchas chamánicas. Paradójicamente, los africanos, al ser esclavizados y trasladados a América, serán culpabilizados de ser los principales agentes de contagio de la viruela, cuando conocían la eficacia de la inoculación desde mucho antes que los europeos, que la habían rechazado por considerarla un método salvaje.
Según Carlo Ginzburg, la forma más arraigada de conocimiento no es la científico-cartesiana o cuantificante, sino la que lee signos, huellas e indicios en las cosas.62 No depende de la aplicación de reglas preexistentes, sino del olfato, el golpe de vista, la intuición y la sagacidad, formas de conocimiento que no hacen brotar certezas matemáticas, sino conjeturas cualitativas. El método conjetural es el método de conocimiento utilizado por los navegantes de todos los tiempos para orientarse observando los astros. También es el método utilizado por los antiguos cazadores de animales para desentrañar las huellas de sus presas. Muchos saberes científicos modernos son en realidad apropiaciones de métodos conjeturales surgidos primero en culturas populares. Carlo Ginzburg menciona la práctica de la toma de huellas digitales, método que fue apropiado por el imperio inglés cuando ejercía el poder colonial sobre la región de Bengala, donde los bengalíes practicaban una antigua técnica quiromántica, por medio de la cual imprimían sus huellas digitales sobre cartas y documentos, a la manera de firmas personales. Algo muy similar habría sucedido con la inoculación: lo que había nacido como un saber popular, utilizado desde tiempos inmemoriales con fines mágico-curativos y adivinatorios fue apropiado por los saberes científicos europeos con miras al gobierno inmunitario de la población.63
A principios del siglo XIX, en el contexto de las guerras napoleónicas, la vacunación se convirtió en un equipamiento vital para optimizar la fuerza de los ejércitos. Si la viruela era considerada una “enfermedad democrática” que atacaba tanto a los pobres como a los ricos, también la vacuna debía aplicarse democráticamente, sobre toda la población. Napoleón promovió la vacunación de sus soldados y creó el Comité national de la vaccine, dependiente del Ministerio del Interior. Inglaterra y Prusia lo imitaron. La vacunación permitiría regenerar y aumentar la población allí donde la guerra provocaba miles de muertes.
En 1803, la corona española organizó La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, también conocida como Expedición Balmis, primera campaña sanitaria internacional de la historia, financiada por Carlos IV. La campaña, liderada por el médico Francisco Javier Balmis, tenía el propósito de vacunar a todos los súbditos del imperio español, desde América hasta Filipinas. Esta fabulosa expedición utilizó a 22 niños huérfanos como vehículos o portadores vivos de la vacuna, a través de pústulas producidas en sus brazos con la viruela bovina. Los intentos de guardar la sustancia ex vivo, como en platos de vidrio o tubos al vacío, aún no habían dado resultado. El fluido podía sobrevivir al largo viaje en barco, desde España a las colonias, manteniendo a los niños cautelosamente enfermos, cuidados por una mujer a cargo de ellos. A lo largo de buena parte del siglo XIX, los cuerpos de los niños huérfanos se constituirán en los principales transportadores vivos del pus vacuno, volviéndose nodos fundamentales en las cadenas de transmisión y objeto privilegiado de numerosos experimentos científicos.64
Con el fin de formar comisiones de vacunación en cada virreinato y enseñar a aplicar la vacuna, la expedición fue bajando desde el Virreinato de Nueva España hasta Bolivia y Perú, pero no pudo llegar hasta Buenos Aires. No obstante, en 1805, la vacuna llegó a Montevideo embarcada en un barco negrero.65 Los esclavistas se habían convertido en ardorosos promotores de la vacunación, ya que aumentaba el precio de los esclavos inmunizados. Pocos días después, el barco se dirigió a Buenos Aires con dos niños esclavos que llevaban en sus brazos las pústulas de la viruela bovina. El Virrey Sobremonte recibió la embarcación y citó en el fuerte a todos los médicos de la ciudad para dar comienzo al gran plan de vacunación. Como habían hecho los reyes europeos, la hija de Sobremonte se convirtió en la primera en ser inmunizada. Muy pronto, el Protomedicato se encargaría de administrar la vacuna entre la población. La variolización, a diferencia de los métodos anteriores para combatir la viruela, resultaba una solución integral que convenía a todas las partes: los esclavistas se beneficiaban porque no perdían dinero durante los tiempos de cuarentena; para las autoridades sanitarias representaba un recurso preventivo eficaz y relativamente económico; para los líderes militares comportaba un escudo destinado al salvataje de soldados; para los estancieros era un medio de evitar el desgaste y la muerte prematura de la mano de obra esclava.66
Durante el gobierno de Martín Rodríguez, y por influencia de Rivadavia, se creó una Comisión de la Vacuna, dependiente del Tribunal de Medicina, que reglamentó su distribución en la campaña bonaerense y también invitó a las provincias a establecer oficinas de vacunación en sus jurisdicciones, invitación que en muchos caso fue rechazada por considerarla una injerencia de Buenos Aires en las instituciones sanitarias provinciales. De hecho, Buenos Aires, que racionaba la vacuna, le exigía a las provincias una estadística de los recién nacidos para administrar su aplicación, exigencia contable o estadística que las provincias rechazaban.67
Durante la época de Rosas aumentaron las campañas de inmunización tanto en la ciudad como en los pueblos y fuertes del interior. Para Rosas, era tan decisivo inocular a los indios amigos como negarle la vacuna a los indios enemigos, dejando que la enfermedad se ocupe de ajusticiarlos, a la manera de un arma viral. Rosas organizaba “parlamentos” citando a caciques amigos junto a sus tribus, en donde él mismo, aprovechando su prestigio, se hacía vacunar ante la mirada de los indios. Éstos, que desconfiaban del pinchazo temiendo que se tratase de un gualicho, perdían su miedo al presenciar la demostración pública de Rosas, confiando así en la benignidad del tratamiento. Al mismo tiempo, el caudillo los chantajeaba amenazándolos con retirarles las raciones, regalos y suministros en especies si no se sometían a la vacunación. Gracias a sus campañas sanitarias, Rosas, en 1832 y por presión publicitaria del médico Manuel Moreno, hermano de Mariano Moreno y embajador en Inglaterra, fue declarado miembro honorario de la Sociedad Jenneriana de Londres.
Desde la llegada de la vacuna antivariólica a América, el método predominante de difusión había sido de brazo a brazo. El problema con este método era que si la población no se vacunaba regularmente, el fluido antivariólico empezaba a escasear, lo que ocurrió a mediados de la década del cuarenta, cuando, durante el bloqueo anglo-francés, Rosas decidió cerrar la Facultad de Medicina, destinando todo el presupuesto disponible a resistir los embates imperialistas. En estas circunstancias, el médico Francisco Muñiz re-descubrió el método de producción de la vacuna, obteniendo la linfa a partir de las pústula de las vacas nativas. Por la imposibilidad de importar vacunas antivariólicas de Gran Bretaña, Muñiz desarrolló una vacuna nacional y utilizó a su propia hija pequeña como transmisora. De este modo, ante un nuevo brote bonaerense de viruela, logró vacunar a veinte personas, lo que permitió reiniciar la cadena de vacunación.68
Mientras la Argentina se perfilaba cada vez más como un país eminentemente ganadero, conflagrándose en una verdadera guerra de las vacas, Muñiz redescubría la íntima relación entre las vacas y la inmunología: la palabra vacunación procede de la raíz latina vacca, así como de vaccina: la viruela de las vacas, de donde Edward Jenner extrajo el antídoto contra la viruela humana. Muñiz, pionero en Argentina de la paleontología y de la historia natural, en contacto epistolar con Darwin, fue el emblema del médico neutral que se situaba más allá de la guerra facciosa entre unitarios y federales, aunque, como cirujano militar, se desempeñó en mil batallas. Será elogiado tanto por Rosas como por Sarmiento, que escribió su biografía, y morirá durante la epidemia de fiebre amarilla de 1871 mientras asistía, con 75 años de edad, a los infectados.