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Como mostró Anson Rabinbach, en el imaginario maquínico de las primeras décadas del siglo XX el cuerpo de los trabajadores fue concebido como un “motor humano”, un acumulador de energía que debía ser científicamente gobernado. Tanto el taylorismo, el comunismo y el fascismo confluyeron en esta imagen típica del productivismo moderno, donde el trabajo humano, las máquinas y las fuerzas naturales debían componerse, ya no en base a las leyes de la mecánica, sino a las de la termodinámica. El equivalente de la entropía, en el ámbito del trabajo, resultaba ser la fatiga de los trabajadores.127 Se trataba de aumentar la productividad laboral, cuya ley fundamental, la ley del valor trabajo, obliga al ahorro de tiempo mediante el imperativo a hacer lo máximo en el mínimo de duración. La ley del valor reduce la actividad laboral a un puro gasto de energía simple, cronometrado mediante el reloj, sincronizando y sometiendo el conjunto de los tiempos sociales a los ritmos de la fábrica. El taylorismo y el fordismo relegaban los factores subjetivos del trabajo para hacer predominar los factores objetivos, reduciendo el trabajo a un conjunto de tareas homogéneas y medibles. Solo una muy minoritaria porción de la clase trabajadora, la de los ingenieros que trabajaban en los centros de investigación y desarrollo de la empresa fordista, detentaba el monopolio del trabajo intelectual, orientado a la producción de innovaciones.
En sus Principles of Scientific Management, Frederick Taylor observaba que uno de los mayores problemas que debe enfrentar la dirección de la fábrica es el de las prácticas obreras de ralentización intencional de la producción. Dejados a su suerte, sin supervisión, los obreros trabajan por debajo de sus capacidades y hasta se organizan para evitar que el empresario sepa cuál es el tiempo óptimo para realizar una tarea. Taylor bautizó a estas prácticas, que observó entre los obreros de la siderurgia estadounidense, con el nombre de “soldiering”. Para contrarrestarlas, ideó un sistema donde los managers fabriles debían cronometrar los movimientos de los obreros con el fin de establecer tasas de rendimiento por pieza producida. Una vez estimado el ritmo medio de productividad, los obreros eran conminados a producir esas cantidades, sumando un sistema de primas salariales si las sobrepasaban. Expropiar a los obreros de sus conocimientos para transferirlos a las máquinas permitía a los gerentes evitar toda imprecisión en los ritmos de trabajo y planificar con mayor seguridad la extracción de plusvalía.128 Una vez vaciado de saberes productivos, y por lo tanto de autonomía, el obrero quedaba reducido a un “motor humano”, una fuerza de trabajo, un cuerpo que gasta energía en forma regular y calculable.129
Desde fines del siglo XIX, se acentuó el paso de una concepción moral-religiosa del agotamiento humano a una científico-materialista. La acedia, la melancolía, la pereza, eran todos fenómenos que, en la Edad Media y hasta el siglo XIX, denominaban defectos o vicios morales, estados lindantes con el pecado y la enfermedad. Pero durante el siglo XIX, con la aparición del concepto de energía (kraft), el modo predominante de conceptualizar la resistencia al trabajo pasará a ser la fatiga, un concepto más moderno, menos ligado a un problema de dirección moral que a uno de ajuste energético entre el cuerpo obrero y las máquinas industriales. Gobernar los procesos laborales ahora implicaba conocer y regular las energías del cuerpo para evitar su excesiva disipación e inutilización. Las nacientes ciencias laborales de fines del siglo XIX postulaban que trabajar con fatiga, a la postre, resultaba dañoso tanto para el proceso de trabajo como para la reproducción sana de la sociedad. Hombres y mujeres crónicamente fatigados engendrarían una descendencia debilitada y mermada. En 1891, el fisiólogo italiano Angelo Mosso publicó su influyente libro La fatiga, donde alertaba sobre los efectos negativos de la fatiga laboral: degeneración, aumento de la mortalidad infantil, acortamiento de la vida, aparecían como indicadores biológicos del empobrecimiento de las poblaciones por la sobreexplotación del trabajo.130
Dado que la legislación social conquistada por las luchas obreras tendía a limitar la duración de la jornada laboral, el capital, a través de los fisiólogos del trabajo, buscaba dar con la clave para una imposible alquimia de la productividad, consistente en aumentar la intensidad del trabajo sin estropear los cuerpos de los trabajadores. El psiquiatra francés Phillipe Tissié, autor del libro La fatiga y el adiestramiento físico, definía al adiestramiento como el conjunto de técnicas para producir mucho trabajo sin demasiada fatiga. El entrenamiento metódico de los sujetos debía servir para elevar los niveles de tolerancia al trabajo arduo, mediante la posposición del placer y el retraso de la aparición de la fatiga, con sus terribles efectos en el sistema nervioso: neurastenia, fastidio, obsesión, impulsos ciegos, automatismo, sueño hipertrófico, alucinaciones, desdoblamiento de la personalidad, ecolalia, paramnesia, etc.131 La ociosidad ya no resultaba un mero defecto moral, sino un peligro para la salud del propio trabajador, que, al no trabajar, se intoxicaba por acopio de toxinas y de lípidos. Pero los cuerpos de la burguesía también debían ser adecuadamente vigorizados por medio de un nuevo culto al ejercicio físico, la buena nutrición, las competencias deportivas, las buenas posturas corporales, el buen dormir y la inhibición de vicios de juventud como el onanismo y las actividades sexuales disolutas.132 Proletarios y burgueses debían cuidar en extremo de sus cuerpos para asegurar la grandeza energética de la nación.
Múltiples máquinas fueron entonces creadas para medir las fuerzas del cuerpo en movimiento. Por ejemplo, el ergógrafo de Angelo Mosso, un aparato destinado a calcular el tiempo que tardan los músculos en fatigarse, poniendo a la fatiga muscular en relación a actividades cognitivas como la atención, la memoria y las emociones. El aparato permitía cuantificar el menguar de la fuerza para así elaborar estadísticas y ecuaciones del cansancio, como la “curva de fatiga” o la “ley del agotamiento”. Consistía en una mesa de experiencias en donde el sujeto colocaba su mano derecha en un apoyabrazos, que luego se inmovilizaba. A continuación, se introducía un dedal en la segunda falange del dedo medio, el cual sostenía una pesa de 3 kg. El dedo debía seguir el compás de un metrónomo. Un polígrafo mecánico registraba el movimiento de retracción y contracción del dedo, dibujando un gráfico de la fatiga muscular. Así como en el lenguaje industrial de los siglos XVIII y XIX se hablaba de “brazos” para referirse a los trabajadores en forma metonímica, el ergógrafo estudiaba con minuciosidad a los brazos como organum organorum de los procesos laborales e índice de la riqueza última de una nación.
Para Tissié, el adiestramiento de los sujetos consistía en hacerlos interiorizar la dirección externa, ejercida primero por un severo entrenador, pero luego vuelta autodisciplina. A medida que los músculos se tonifican, los nervios se estabilizan y la voluntad se templa, se va dejando grabado o archivado en la memoria del cuerpo lo que primero había sido una coacción externa. De este modo, se forjaría el carácter y se provocaría un mejoramiento físico, retroalimentando cuerpo y mente mediante la producción de automatismos nerviosos capaces de resistir el cansancio y ajustarse a las exigencias de la sociedad maquínica (siendo las máquinas, por definición, aquello que no sufre fatiga).
En la Argentina de principios del siglo XX, todas estas ideas en torno a la fatiga y las tecnologías del adiestramiento tuvieron una gran repercusión. Sus primeras influencias pueden rastrearse en la obra del médico Enrique Romero Brest, promotor de la educación física como medio para el encauzamiento de la juventud y el mejoramiento de la “raza argentina”. Si en el país ganadero se habían producido exitosas mezclas de razas bovinas y caballares mediante una avanzada red de estancias modelo, ¿qué impediría aplicar técnicas similares al mejoramiento del pedigree humano? Según Romero Brest, la educación física representaba una técnica preciosa para el control de la energía, el incremento de la resistencia y la lucha contra vicios como el onanismo, el alcoholismo y el tabaquismo, produciendo cuerpos bellos y diestros en la lucha por la vida.133 El ejercicio físico posibilitaría la catarsis energética del motor humano, liberando energías excedentes para recuperar el control sobre los mecanismos corporales.
También Juan Bialet Massé, el médico y abogado catalán que en 1904 realizó el primer informe sobre el estado de la clase obrera en la Argentina, acudía a la metáfora del motor humano y a la concepción de la energía física del trabajador como un capital o un stock que debe ser adecuadamente administrado. Su informe debía servir de base a la legislación laboral proyectada por Joaquín V. González, ministro del Interior durante la segunda presidencia de Roca, período durante el cual la elite llegará a considerar que regular las condiciones de trabajo lograría contener el aumento de las huelgas obreras. Sin embargo, la reforma fue truncada por presión de las asociaciones patronales y buena parte de esas leyes laborales recién serán sancionadas durante el gobierno de Perón.
A lo largo de cuatro meses, Bialet Massé recorrió talleres, estaciones de tren, fondas, y puestos de estancia alrededor de todo el país, observando los cuerpos de los trabajadores tanto como sus medioambientes. Combinaba observaciones fisiológicas, cálculos estadísticos y mediciones del esfuerzo laboral, refutando el mito moralizador de la pereza inherente a indios y criollos.134 Por el contrario, y en no pocos fragmentos de su informe, observaba que los verdaderos fatigados e indolentes eran “los de arriba”, que vivían explotando la fatiga de “los de abajo”. Según Bialet Massé, era necesario legislar el trabajo para evitar los males de unos cuerpos envenenados, mal nutridos y sobrecargados de esfuerzo. La ciencia laboral ya no debía concebir al cuerpo del trabajador a la manera de un simple autómata mecánico e infatigable, sino como un “motor delicado que se debe conservar cuidadosamente”.135 La jornada laboral de ocho horas representaba la medida justa de trabajo para evitar la sobrevenida de la fatiga, verdadera causa de todos los vicios, especialmente del alcoholismo. También reclamaba la legislación de un día a la semana de descanso así como vacaciones pagas, de quince a treinta días al año, para purificar la sangre, los nervios y los músculos de los trabajadores. Según el médico informante, la nación y el pueblo se verían fortalecidos por estas regulaciones laborales.
El 1905, Alfredo Palacios logró hacer aprobar la ley de descanso dominical, la única que logró hacer avanzar de entre las leyes incluidas en el proyecto de Joaquín V. González. Para probar la necesidad del descanso semanal, Palacios también apeló a la fisiología de la fatiga. Años después, en la década del veinte, llegó a promover la creación del Laboratorio de Fisiología del Trabajo de la Universidad de La Plata, laboratorio que contaba con equipos tales como un ergógrafo, un cardiógrafo y un dinamómetro,136 de los que Palacios se sirvió para realizar sus propias mediciones. Fruto de sus investigaciones será el libro de 1922, La fatiga y sus proyecciones sociales, destinado a alertar a la sociedad sobre la necesidad de hacer avanzar, rápidamente, un saludable sistema de legislación laboral.
Palacios discutía, enérgicamente, contra la gestión científica del trabajo diseñada por Frederick Taylor. Las primas salariales serían como un “estimulante energético” que actuaba en detrimento de los trabajadores sindicalizados y de la solidaridad que debería prevalecer entre ellos. El deseo incentivado de obtener más dinero aceleraba los movimientos del trabajador, pero la fatiga se iría acumulando y el trabajador se daría cuenta de su ruina fisiológica cuando ya no tenga más remedio. Entonces, será reemplazado por un obrero sano. Según Palacios, Taylor desconocía por completo las leyes del motor humano y las leyes de la fatiga, en especial sus efectos degenerativos sobre la descendencia de los trabajadores fatigados.
Científicos laborales, entrenadores fisiológicos y reformadores sociales compartían la concepción del cuerpo obrero como una máquina de la que dependía tanto la producción mercantil como la reproducción sana de la población. Maquinismo fisiológico y eugenesia confluían en la preocupación por la fatiga y la legislación laboral. Los cuerpos de los jóvenes, de los obreros, de los soldados, de las madres, debían ser ellos mismos fabricados por el Estado para volverse capaces de tolerar la fatiga y producir hijos sanos. La fatiga, el surmenage, el estrés, el soldiering o la flânerie debían evitarse, pero no por resultar enfermedades morales como la pereza, sino por equivaler a indicadores del límite a la actividad psicofisiológica del trabajador.
Toda esta serie de preocupaciones, que hasta 1930 habían tenido expresiones relativamente dispersas, confluyeron en el discurso emanado desde la Asociación Argentina de Biotipología, Eugenesia y Medicina Social. Eminencias de la medicina argentina que hoy distinguen los nombres de hospitales de todo el país fueron miembros de la asociación: Juan Pedro Garrahan, Gonzalo Bosch, Gregorio Aráoz Alfaro, Mariano Castex se mostraron profundamente interesados por las enseñanzas de Nicola Pende.137 De hecho, en el Primer Congreso de Sociología y Medicina del Trabajo de 1939 se llegó a presentar un proyecto arquitectónico para albergar, en un gran complejo de dos manzanas, al Instituto Nacional de Biotipología y Medicina del Trabajo.138 Pero el proyecto arquitectónico no llegó a construirse. Más allá de las pruebas piloto llevadas a cabo en pocas escuelas, la implementación de algunas fichas biotipológicas en instituciones públicas y la intensa actividad propagandística de sus miembros, la asociación frustró sus propósitos, sin lograr implementar ninguno de sus grandes programas eugenésicos, quizás debido al caótico escenario político de la década del treinta.139
La fallida asociación siguió existiendo con apoyo financiero del Estado hasta 1943, cuando fue absorbida por la Dirección Nacional de Salud Pública y Asistencia Social, sucesora del Departamento Nacional de Higiene. A pesar de su poca capacidad para instrumentar tecnologías eugenésicas sobre el conjunto de la población, las ideas biotipológicas continuaron ejerciendo una gran influencia en quien sería, desde la década siguiente, la figura más destacada del sanitarismo argentino.
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