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En las placas de larga exposición propias de aquellos viejos aparatos —que eran menos sensibles a la luz— se recogían varias impresiones y en la imagen final se conseguía una expresión más viva y, al mismo tiempo, más universal. […] [En comparación con los nuevos aparatos] Puede que quizá les falte algo que se va a descubrir en el futuro, o bien se puede realizar con ellos otra fotografía que retratos. ¿O podrían hacerse también estos? Ahora no los recogen bien las tomas, pero ¿deben tomarse de ese modo? ¿Hay quizá un modo de fotografiar propio de los nuevos aparatos que suponga el despliegue de los rostros? Lo que es cosa segura en todo caso es que no va a encontrarse dicha forma […] sin la nueva función correspondiente.[21]
Este despliegue de los rostros —de los muchos rostros fotografiados por Nadar— resultaría de la acumulación de diversos estratos de imágenes relativamente instantáneas. En tanto los retratos ofrecen una estratificación temporal de múltiples imágenes, ninguna de ellas única, un rostro nunca es tan sólo un rostro, sino un archivo de la red de relaciones que han contribuido a formar ese rostro y ese cuerpo en particular —la pose, la ropa, la mirada que proyecta y aquello que desea representar—. Nadar mismo sugiere que en el interior del retrato siempre se urde una trama de este tipo, por invisible que sea, incluso cuando sus huellas se cifran en la superficie de la fotografía:
La fotografía es un descubrimiento maravilloso, una ciencia que ocupa las más altas inteligencias, un arte que agudiza las mentes más sagaces —y cuya aplicación está al alcance de cualquier imbécil—. […] Es posible aprender la teoría de la fotografía en una hora y los elementos para practicarla en un día. Lo que no se puede aprender […] es el sentido de la luz, la apreciación artística de los efectos producidos por distintas y combinadas fuentes de luz, el empleo de este o aquel efecto conforme a la fisonomía que, en tanto artista, debo reproducir. Aún menos puede aprenderse la comprensión moral del tema —el tacto instantáneo que te comunica con el modelo, te ayuda a valorarlo, te conduce a sus hábitos, sus ideas, su carácter, y te permite otorgarle, no una reproducción indiferente, banal o accidental, como cualquier asistente de laboratorio lograría, sino el parecido más contundente y empático, una íntima semejanza—.[22]
Sin embargo, esta íntima semejanza reclama al fotógrafo leer lo no visible en la superficie del rostro o del cuerpo de la persona que tiene ante sí, “lo que nunca se ha escrito” en ella, pero ha grabado su rastro. Así como el semblante y el cuerpo, el retrato fotográfico también es un palimpsesto para ser leído, una especie de archivo que conduce varios recuerdos a un tiempo. Decir esto, sin embargo, quizás implique afirmar que cada fotografía es de antemano un elemento de una serie, incluso si esta trama de relaciones permanece innombrable e indeterminada y no se expresa con énfasis, tal como sucede aquí. La comprensión que Nadar tiene de sus fotografías puede incluso revelarnos qué es verdadero en toda fotografía: toda fotografía está ya fisurada por su propia naturaleza serial, pero ésta —como la multiplicidad de capas fantasmales que forman las pieles o películas del cuerpo en Lucrecio (y más tarde en Balzac)— no puede entenderse en términos de sucesión, dado que se están separando constantemente de las cosas, aun cuando condicionan nuestra percepción. Esta multiplicidad y serialidad son legibles en la siguiente viñeta de Nadar, pues ella es también una historia de espectrales repeticiones fotográficas.
iii
La segunda sección de las memorias —“La venganza de Gazebon”— comienza con la reproducción de una carta que habría recibido Nadar veinte años antes, en 1856, escrita por el propietario del café del Gran Teatro de Pau. En ella, este hombre llamado Gazebon afirma que el señor Mauclerc —“artista dramático, de paso por nuestra ciudad”— posee un retrato daguerrotipado de sí mismo que el propio Nadar realizó estando en París, cuando Mauclerc se encontraba en Eaux-Bonnes. Gazebon escribe pues a Nadar para pedirle que le realice una fotografía desde París mientras él se encuentra en Pau, mediante el mismo proceso eléctrico que produjo la imagen de Mauclerc. Solicita asimismo que el retrato sea en color y, de ser posible, cuando esté sentado a la mesa en su gran sala de billares. A cambio, le promete a Nadar exhibir el singular retrato en un lugar prominente de su establecimiento; así, dado que su café recibe diariamente “a la más distinguida sociedad y incluso (sic.) a un gran número de ingleses sobre todo en invierno” (p. 85), esta comisión le dará al fotógrafo una notoriedad aún mayor de la que ya ostenta. Nadar sostiene “reproducir” la carta “original” pero, es evidente, se trata sólo de una reproducción en la memoria. Sin embargo, Nadar recuerda de inmediato que dicho “original” es una reproducción en otro sentido, pues encuentra su propio precedente en una carta anterior de Gazebon, con fecha de dos años atrás, quien motivado de nuevo por Mauclerc —personaje que estaba “ya aquella vez ‘de paso por nuestra ciudad’”— indaga el valor de un reloj grabado en cobre dorado del cual, según Mauclerc, Nadar poseía la única otra copia. Nadar afirma no haber respondido la misiva original ni la última solicitud de Gazebon. Que esta escena de apertura comience con el vaivén entre singularidad y repetición, ver y no ver, recordar y olvidar, y con un sistema de citas que servirá de contrapunto a todo el relato, recuerda las repeticiones y recirculaciones que conforman a su vez el carácter citacional de la propia fotografía: su capacidad para duplicar, repetir, reproducir y multiplicar lo que ya es doble, repetido, reproducido y múltiple; al hacerlo, advierte que lo que está por venir nos dirá algo sobre la naturaleza de la fotografía.[23]
Tras manifestar su decisión de no responder la segunda carta de Gazebon —el duplicado de la primera—, Nadar nos presenta una escena crepuscular que servirá como escenario para el resto de la viñeta. En dicha escena tiene lugar otra serie de efectos fotográficos duplicados. Nadar escribe:
¿Puede usted imaginarse algo mejor que los breves instantes de reposo antes de la cena, después de una larga jornada de trabajo? Desde antes del alba, las preocupaciones empujan fuera de su cama al hombre, que no para de actuar ni de pensar. Ha dado todo lo que de sí podía dar y sin contar, luchando contra una cada vez más abrumadora fatiga:
Caeré esta noche como un buey abatido.
Y no es sino al declinar el día, cuando la hora de la liberación ha sonado, la hora de cese para todos, que —una vez que por fin se ha cerrado la gran puerta de la casa— se absuelve de su pena, concediendo tregua absoluta hasta el día siguiente a su cerebro y a sus miembros extenuados.
Es la dulce hora por excelencia durante la cual, recompensado por su trabajo —que constituye nuestro gran beneficio humano— y por fin entregado de nuevo a sí mismo, se extiende tomándose su tiempo, con delicia, en el asiento de su elección y recapitula el fruto de su día de esfuerzos…
Aunque si cerramos la gran puerta, la pequeña siempre queda entreabierta, y si nuestra suerte debe ser hoy completa llegará —para entablar una charla muy íntima, reconfortante, en la que nunca se asomaría una discusión detestable— uno de los que entre todos los demás queremos y nos quiere —uno de los pocos al que siempre nuestro pensamiento sigue, así como el suyo está siempre con nosotros—: entendimiento perfecto, comuniones cimentadas más allá de la última hora por los largos años de afecto y de estima…
Justamente me tocó aquella tarde uno de los mejores y más queridos, el alma más elevada con la mente más alerta y clara, uno de los más brillantes floretes de la conversación parisina, mi excelente Hérald de Pages —y en qué buen cotilleo tan íntimo estábamos, dejando lejos tras de nosotros fatiga y todo lo demás— cuando nos anuncian un visitante. (pp. 88-89)
Esta notable escena acontece al atardecer, en el intersticio entre el día y la noche, la luz y la oscuridad; por tanto, dentro de una temporalidad y un topos fotográficos. Además, en este momento de transición —y en el contexto de otras figuras liminares, en especial las numerosas puertas que menciona Nadar— el cambio de pronombres —de usted a él, a yo, a nosotros— sugiere un yo que, como Mauclerc, siempre está en tránsito, pasando de un yo a otro, nunca simplemente idéntico a sí mismo; y dado que en la fotografópolis de Nadar todos y todo deviene fotográfico, los personajes de esta viñeta trasmutan en fotografías en movimiento. El fragmento pone en escena, en el sentido más teatral, un yo que, siempre en movimiento, nunca puede ubicarse con precisión; y en el momento en que el yo se relaja, se estira, incluso quizás hacia otros yo, Nadar vuelve imposible determinar si el alegórico “Hérald de Pages” (el anunciador de la escritura) realmente llega “en persona” o es un doble del fotógrafo que entra por la siempre entreabierta puerta trasera de su inconsciente.[24] Ya sea Hérald de Pages un visitante crepuscular o un “doble” interno, Nadar presenta un yo cuya identidad está en esencia vinculada y disuelta en relación con este otro. Escindido de sí mismo —porque otro lo habita, porque acarreando la impronta del otro el yo ya no es simplemente él mismo— la multiplicidad de este yo se confirmará más adelante en la historia y en relación con lo que sucede cuando uno ingresa en un espacio fotográfico. Es más: el hecho de que nos encontramos ya en este espacio fotográfico se refuerza por los detalles que serán revelados en el encuentro posterior con el visitante anunciado.
El visitante es un hombre de veinte años. Solicita hablar con Nadar y afirma que habría tenido la disposición de volver hasta encontrarlo, empero insistió en verlo ese mismo día debido a las conexiones que ya comparten: la madre del joven solía trabajar para la madre de Nadar; además ambos participaron de la amistad de Léopold Leclanché, quien había muerto hace poco. En tanto madre es siempre otra forma para designar la fotografía —por ser un medio de reproducción— y el duelo es la experiencia fotográfica por excelencia, la relación entre Nadar y el joven aparece mediada, incluso antes de su encuentro, por lo fotográfico. El joven nació en el mismo año en que Nadar recibió el pedido de Gazebon de realizarle un retrato a distancia, y esta coincidencia es por completo apropiada pues, pronto se revelará, el joven ha venido para solicitarle a Nadar que patrocine su nuevo descubrimiento: la fotografía de largo alcance. Luego de relatarle su experiencia en las ciencias y con los nuevos avances tecnológicos, incluidos el velocípedo, los cronómetros electrónicos, el teléfono y la fotofonía, el joven le pide a Nadar que preste atención a su historia:
—Señor, ¿sólo por un instante admitiría usted, a modo de hipótesis que si, por imposible que parezca (pero no me toca a mí recordarlo, sobre todo a usted, que fuera de las matemáticas puras, el gran Arago no aceptaría la palabra “imposible”)…, si entonces un modelo, un sujeto cualquiera, que se encontrara en la habitación donde estamos ahora, por ejemplo, y en otra parte estuviera su operador con su objetivo en el laboratorio, ya sea en este piso o en cualquier otro, arriba o abajo, es decir, por completo separado, aislado de este modelo que ignora, que no podría ver, que ni siquiera ha visto y no tiene necesidad alguna de verlo…? ¿Admitiría usted que, si se pudiera obtener aquí ante usted un cliché en condiciones estrictas de segregación, una operación que se ha ejecutado a corta distancia pueda reproducirse con suerte en distancias más considerables?… (p. 94)
Como respuesta al joven, Nadar adopta de inmediato una postura inmóvil —como si hubiera sido tocado por una suerte de efecto fotográfico, afirma “No había rechistado yo en ningún momento”—, pero De Pages interviene y exclama: “¿Así que dice esperar que se ejecuten clichés a distancia y fuera de la vista?”, a lo que el joven replica: “No lo espero, señor, lo hago. […] verán que no soy un inventor, nada he inventado, sólo he encontrado. No tengo en eso más que un pequeño mérito, de haber uno: el de suprimir” (p. 96). El joven les muestra entonces una página arrancada de un comentario a su experimento, donde De Pages y Nadar leen lo siguiente:
Uno de los más curiosos experimentos tuvo lugar el domingo de ayer, a las dos de la tarde, en el ayuntamiento de Montmartre. Un chico muy joven, casi un niño, el señor M…, había obtenido del ayuntamiento la autorización necesaria para sus primeras pruebas públicas de fotografía eléctrica a cualquier distancia, es decir, con el modelo fuera de la vista del ejecutante. El inventor había afirmado que, de Montmartre, realizaría clichés de Deuil, cerca de Montmorency.
El señor alcalde de Montmartre y varios consejeros municipales asistían al experimento, así como otras personas que habitaban en Deuil y que debían indicar los puntos por reproducir.
Obtuvo varios clichés uno tras otro, y cada uno reconocía los sitios reproducidos, que inmediatamente realizaba según se los iban pidiendo. Casas, árboles, personajes sobresalían con una nitidez perfecta.
Felicitaron calurosamente al joven inventor. Fue un verdadero entusiasmo del que trataba de apartarse con una modestia que avivaba aún el interés por este descubrimiento realmente extraordinario, cuyas consecuencias desde ahora aparecían incalculables. (p. 97)
La alegoría sobre la fotografía que Nadar desea poner en marcha en este pasaje deviene progresivamente autorreflexiva: más allá de la afirmación de que el joven puede fotografiar lo que no puede ver —es decir, que la fotografía tiene la potencia de hacer visible lo invisible—, destaca que el joven consigue la instantánea de una región llamada “Deuil”, que significa “duelo”. Al realizar una fotografía del duelo, el fotógrafo no sólo captura una experiencia que se halla en el corazón mismo del acto fotográfico —duelo puede ser otro nombre de la fotografía—, sino produce una fotografía de la fotografía.
En reacción a esta fotografía tanto Nadar como De Pages se encuentran atónitos, estupefactos y de nuevo congelados a modo de una especie de instantánea, como si esta revelación fotográfica los transformara en fotografías. Esta mutación se consolida en el siguiente pasaje, en el cual Nadar expone que al entrar en un espacio fotográfico —y en este punto del relato no existe otro tipo de espacio—, uno siempre avanza como otro; de hecho, como diversos otros:
Sí, iba cediendo y hubiera cedido ya diez veces si… si no me hubiera detenido una alucinación singular…
*
Como en los fenómenos fantasmagóricos y bajo la obsesión de ciertos casos de doble visión, me parecía que los rasgos de mi digno Hérald y el honesto rostro del joven obrero se mezclaban, se fundían en no sé qué máscara mefistofélica en la que me aparecía una figura inquietante que nunca había visto y que reconocía de inmediato: Mauclerc, el capcioso Mauclerc, “de paso por nuestra ciudad” me tendía socarronamente su imagen eléctrica, desde la tierra de Henri IV…
Y me parecía que yo era Gazebon, sí, el mismísimo Gazebon, “el Crédulo” de Gazebon, y me veía esperando en mi café del Gran Teatro de Pau que Nadar estando en París enviara mi retrato “mediante el procedimiento eléctrico” y, para entretanto matar el tiempo, servía tarros de cerveza a “la mejor sociedad, incluso a ingleses, sentado, de ser posible, en mi sala de billares”. (pp. 99-100)
Que cada yo transmute aquí en alguien más, aun en más de uno, insinúa las continuas distorsiones y desplazamientos de los que emerge el sujeto fotográfico, siempre como otro. Al experimentar la alteridad del otro, por ejemplo, Nadar advierte la alteración que, “en él”, desplaza y delimita infinitamente su singularidad. Este movimiento de desfiguración, entreverado al tiempo con la pluralidad quiasmática de las figuras entrelazadas del pasaje, vuelve imposible determinar quién narra el resto de la historia. Donde todos pueden devenir otra persona —por ejemplo, en el espacio aleatorio y fantasmal de la fotografía— nadie es sencillamente él mismo. En tanto en cada imagen habita otra imagen, pues siempre entraña la impronta de otra, siendo ella misma y al mismo tiempo no ella misma, lo que se subraya aquí no sólo es la estructura de la fotografía en general —una estructura que nombra la pérdida de identidad que adviene al entrar en el espacio fotográfico—, sino también un modo de escritura que ejecuta en el nivel morfosintáctico aquello que busca hacernos comprender. Lo anterior se clarifica más tarde cuando, tras la partida del joven, Nadar puede apreciar su actuación: piensa que el joven seguía un guión que le permitía engañarlos a él y a su ocasional portavoz Hérald. Le comenta a De Pages:
Fíjate hasta qué punto nuestro joven artista fue correcto en su modo de proceder: la entrada fue modesta, reservada, y el atuendo conforme: todo fue perfecto; el inicio de los preliminares sentimentaloides, las dos viejas mamás que evocó, algo que nunca falla, el exordio insinuante extraído de la persona del orador; la serie locuaz de hechos y fechas, inverificables al minuto, que dan vueltas hasta deslumbrarte como pelotas de malabarista, los cumplidos, un tanto exagerados, pero siempre funcionan. Y para alcanzar este conjunto de perfección, ¡considera cuántas preparaciones!, ¡cuánto entrenamiento! Y ¡siendo tan joven todavía! (p. 105)
El teatro, nos recuerda Nadar, siempre es también el lugar de la memoria y la anticipación, el sitio en donde lo que se ha ensayado y repetido será presentado como porvenir. La historia termina con un recordatorio de la naturaleza citacional del joven y, por añadidura, de todos nosotros. Vivimos, parece insinuar Nadar, entre comillas, en relación tanto con el duelo como con la fotografía.
iv
Es en la cuarta viñeta —“Fotografía homicida”— donde Nadar expone un vínculo entre la estructura citacional y una mimesis enloquecida. Aun dentro de la extraña colección de historias autorreflexivas que pueblan este libro, “Fotografía homicida” es una alegoría en particular potente sobre la capacidad de la fotografía para abordar y representar la violencia, y para movilizar diferentes fines en distintos contextos. Asimismo, es un relato convincente sobre la manera en que todo puede adoptar un carácter fotográfico, incluso la influencia de una persona sobre otra. En esta entrada Nadar narra la historia de un boticario que, socorrido por su esposa y su hermano menor, asesina al amante de su mujer. Si bien la historia parece alejada de los tópicos de Nadar —es una de las pocas viñetas que no lo presentan como personaje principal y que escamotea la narración en primera persona—, cifra sin embargo varias referencias a su vida personal, en particular a la influencia, a menudo negativa, que ejerce sobre su hermano menor. Por tanto, el relato atañe a la fuerza en ocasiones violenta de la mimesis, y tal vez incluso al carácter homicida del propio fotógrafo.
Aun cuando la historia no refiriera los propios deseos fotográficos de Nadar —ni su relación filial con Adrien—, sería difícil afirmar que se trata de un relato en su totalidad ficticio pues, de hecho, ni los personajes ni la historia fueron inventados por Nadar. Como Jérôme Thélot ha señalado, los lectores de Nadar reconocerían en el relato un crimen sobre el que habrían leído en varios periódicos y libros, pues los singulares detalles y el horror del “Caso Fenayrou” habían circulado ampliamente en la prensa y en varias hojas de escándalo.[25] El asesinato del boticario Louis Aubert, planeado y ejecutado por la pareja Fenayrou con la ayuda del hermano menor de Marin Fenayrou, tuvo lugar el 18 de mayo de 1882. El trío homicida lanzó el cuerpo de Aubert al Sena, el cual fue descubierto unas semanas después, el 7 de junio. Desde entonces hasta el final del juicio —que se prolongó por cuatro días, del 9 al 12 de agosto—, el suceso llenó las páginas de la prensa sensacionalista. Sólo Marin Fenayrou —también boticario y, por tanto, el doble de su víctima— fue condenado a muerte; su esposa, a trabajos forzados de por vida; y el hermano menor, a trabajos forzados durante siete años. Nadar conocía la historia cuando redactó su texto por primera vez en 1892[26] —en especial, porque se difundieron muchas imágenes de los acontecimientos, de todos los involucrados y aun de la escena del crimen—. No obstante, dado que no revela los nombres ni detalles del caso hasta la parte final de su recuento, los personajes aparentan ser ficticios. Que Nadar retrase toda referencia a los acontecimientos reales se debe en parte a que no busca constreñir su relato al asunto histórico; por el contrario, desea provocar una lectura más abierta, en tanto elabora una especie de autorretrato, no tanto del boticario como del criminal —aunque aquí ambos pueden ser la misma persona—, sino del fotógrafo, y tal vez de este fotógrafo en particular. De hecho, debido a que el boticario es una representación del fotógrafo, Nadar puede decirnos que “Nunca está, nunca se aparece por ahí” (p. 122).
Esta identificación entre el boticario y el fotógrafo —y el reconocimiento de que comparten una facultad para la violencia— se revela de manera progresiva. La viñeta comienza a modo de una anécdota con la descripción de una botica en decadencia, sita en el barrio de Madeleine en París; las primeras páginas establecen la atmósfera de la historia, a su vez melancólica, monótona, desesperada, incluso sofocante. Leemos que la familia del boticario deposita en él sus anhelos de tener un médico entre ellos, y que tras fracasar en la escuela de medicina la química fue su recurso; que el boticario seduce a una joven y con la dote del matrimonio establece su negocio; que la escasez trae consigo sólo desoladores horizontes. El boticario contrata a un asistente cuya situación parece reflejar esta ruina, y quien por un corto tiempo se convierte en el amante de la infeliz esposa. Al descubrir la infidelidad, el boticario urde una elaborada trama para asesinar al asistente, con la ayuda de su esposa y de su hermano menor. Gran parte de la historia rastrea las diversas formas mediante las cuales el boticario impone su voluntad a su esposa y a su hermano, así como las diferentes fuerzas que actúan sobre él.[27] En todo momento, una sugerencia se torna mandato, un dicho influye en las acciones y pensamientos de otro, y este otro se amolda en relación con los deseos ajenos.
A pesar de toda la planificación —y tal vez debido a ella— el asunto estalla cuando se localiza el cadáver de Aubert en el Sena. Se fotografía entonces el cuerpo muerto, terriblemente descompuesto, y la difusión de tal imagen en la prensa comienza a mover a las multitudes, y lo que ven se vuelve en contra de los homicidas. Así, el relato elabora también una historia sobre el efecto que puede provocar una fotografía, pero este efecto se ha puesto en marcha a lo largo de toda la narrativa, al consignar las formas en que un personaje imita, copia e incluso deviene —como en una fotografía— la huella duplicada del otro. Lo anterior es cierto aun para la cifrada relación que Nadar mantiene con la historia. Luego de abandonar sus estudios en medicina, Nadar semeja al boticario que, tras inclinarse hacia la medicina —tal vez sin un deseo propio, mas consintiendo a los anhelos de sus padres— y fracasar, devino sencillamente un médico potencial. Además, así como el boticario manipula químicos y drogas en su laboratorio y puede sanar o envenenar a sus clientes, el fotógrafo también emplea químicos y tiene la capacidad de producir una imagen buena, vital, o una imagen mala, mortal. Más allá del hecho de que Nadar se refirió siempre a su estudio fotográfico como un laboratorio, apreciaba la fotografía en sí misma como una especie de farmacia, y a menudo señaló con énfasis el manejo de los productos químicos en su práctica.[28] Si Nadar se siente atraído por la historia del boticario es porque cifra varias referencias a su práctica fotográfica y porque atañe a su historia familiar. En tanto Nadar se enfoca en cómo el boticario en todo momento atendido por su hermano menor —quien, siempre imitándolo, le entrega su identidad y capacidad para la acción— ejerce una influencia dominante sobre él, reconoce el destino de su propio hermano, e inscribe la medida en que su fuerza e influencia habrían impactado en Adrien. En efecto, Nadar comienza la escritura del relato sólo unos meses después de que Adrien ingresara a una institución mental en 1890, y pudo ser que no sólo vislumbrara en la historia del boticario criminal una alegoría del fotógrafo, sino que también percibiera ahí el drama de un hermano menor llevado a la locura por su incapacidad para resistir la fuerza del mayor. Nadar consideró los estratos psicológicos profundos de la historia, y tal dicho puede confirmarse en la referencia a la teoría de la hipnosis y a Hippolyte Bernheim en el Post scriptum. Podemos advertir aquí que el poder sugestivo que tiene Félix sobre Adrien es análogo al que determina la relación entre el boticario y su esposa, el homicida y sus cómplices, y finalmente entre la fotografía del cadáver y la multitud que se moviliza en relación con ella.[29] La metáfora de esta forma casi obligada de mimesis —descrita como poseedora de una fuerza aplastante— condiciona la descripción del cadáver en la imagen fotográfica: