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Ingeniero vinculado, si bien recuerdo, a un gran establecimiento de la industria azucarera, y sin haberse ocupado nunca de la fotografía, con tales reservas y su buena voluntad como excusa si se equivoca, por si acaso pudiera funcionar, me trae la teoría que le ha pasado por la mente.
—La cuestión —me dice— consiste pues en hacer que una paloma transporte la cantidad más considerable de mensajes, supongo que de todo centro postal de importancia: Lyon, Burdeos, Tours, Orleans, etcétera, o bien, de ser necesario, concentrando todos los servicios en un solo punto, cada uno lleva a la oficina de salidas su correspondencia, escrita en una sola cara, con la dirección del destinatario en primera posición, y caligrafiada de la manera más clara posible.
”Un taller de fotografía especial se instala ahí con un técnico experimentado.
”Se yuxtaponen todas las cartas que se han llevado unas junto a otras sobre un plano móvil, en un número por determinar, cien, doscientas, ciento cincuenta mil. Un cristal sin azogue las mantiene presionándolas.
”Una vez que se completa el conjunto se levanta verticalmente para que se le fotografíe reduciéndolo enseguida todo lo posible; al centésimo, al milésimo, qué sé yo.
”Sólo que en lugar de fotografiar en vidrio o papel como se hace con los clichés ordinarios, debe ejecutarse la operación simplemente sobre colodión cuya sustancia me parece es el prototipo por esencia, debido a su ausencia de grano, transparencia, flexibilidad y, sobre todo, tenuidad.
”El cliché micrográfico de un peso casi nulo se adapta a uno de los plumones o a una de las patas del pájaro, según las condiciones habituales de las misivas enviadas mediante aves.
”Apenas llegan a su destino, se realiza la contraoperación: aumento del cliché micrográfico de cada misiva, ampliado hasta el formato normal, para que se le recorte, se ponga en un sobre y se dirija a cada destinatario. (pp. 226-227)
Seducido por la idea, Nadar consulta a un fotógrafo especializado en micrografía, René Dagron, para sondear las posibilidades de ejecución del plan. Cuando accede, Nadar lo presenta con el jefe de la oficina postal, quien aprueba el proyecto; Dagron emplaza de inmediato su cámara y comienza a fotografiar cientos de cartas con una sola exposición, posteriormente reduce la fotografía a un negativo en miniatura que puedan transportar las palomas. En cuestión de semanas, las aves trasladan miles de cartas en pequeños rollos de película de colodión, burlando el bloqueo prusiano. Todo esto sucede, por supuesto, al tiempo que los contornos y el paisaje parisino se transforman por actos de violencia que impactan la ciudad desde distintos frentes, mientras el bombardeo prusiano coloca la destrucción de la capital bajo los reflectores.
En cierto sentido, Nadar el fotógrafo, a causa de su fidelidad a la finitud y evanescencia de las cosas, ya signa y soporta el duelo por París —una ciudad que, como siempre insinuó, pertenece a la muerte—. Por ello, incluso el duelo por París, el duelo por un París que ha desaparecido y muestra el cuerpo de sus ruinas —pero también el duelo del París que, como sabía el fotógrafo aun mientras lo fotografiaba, mañana habrá desaparecido—, esté él mismo destinado a fenecer, aunque siempre en otro acto de duelo. Benjamin lleva a su tono más alto la comprensión de la caducidad de París cuando —en una sección de la Obra de los pasajes titulada “París antiguo, catacumbas, demoliciones, ocaso de París”— cita los comentarios de Gustave Geffroy sobre los grabados de Charles Meryon, anotaciones que bien podrían describir las fotografías de Nadar:
Su obra de grabador es claramente uno de los poemas más profundos jamás escritos sobre la ciudad, y la originalidad tan singular de sus páginas siempre penetrantes es el que hayan logrado de manera inmediata, por más que se trazaran en su aspecto más vívido, una vida cumplida, una ya muerta o una que por fin ya va a morirse.[48]
Sin embargo, como también comprendió Nadar, la muerte no es sólo cuestión de cosas que desaparecen incluso en relación con el acto fotográfico, que busca preservarlas, porque otra forma de duelo es posible, una en la que las fotografías capturan escenas que aun siendo visibles hoy se habrán esfumado mañana. Nadar sabe que todo es transitorio. Los rostros y las personas de sus fotografías, los lugares, los objetos, todos están destinados a la muerte.
En su libro de 1882, Sous l’incendie, Nadar ratifica su comprensión de la finitud de todas las cosas en lo que tal vez sea uno de los momentos más notables de su ejercicio literario; se trata de una conversación que sostienen el fotógrafo y la muerte. Titulado simplemente “Dueto”, dedicado al poeta y dramaturgo francés Théodore de Banville, el diálogo se divide en dos partes: la primera transcurre en una biblioteca; la segunda, en “el bosque”. Nadar había preparado el camino hacia este diálogo en la primera sección del libro, “París póstuma”, en la que escribe sobre los estragos y la devastación que ha padecido su amada ciudad. Allí, escribe: “en medio de este abandono, este silencio, ante estas ruinas pasadas y estas ruinas del porvenir, llega a mi mente la idea de la Muerte de las Cosas”.[49] En el diálogo, Nadar vuelve a referirse a la naturaleza ubicua de la Muerte cuando dice a su interlocutora: “en la inmensa soledad de las llanuras, en las populosas calles de la ciudad, siempre estás presente para mí y yo te acompaño”.[50] Aunque se siente rodeado por la Muerte, pide que le conceda terminar las páginas que ha comenzado a escribir, incluso bajo su sombra.
¿Por qué has comenzado? [replica la Muerte] ¿Qué sentido tendría terminar? Abandona esos vanos deseos. Sólo posees una verdad que nunca va a engañarte: estar conmigo. —¡Ven! / ¡Ven! Todo aquí te aparta de mí […], te rodean libros de célebres autores cuyos nombres habré borrado mañana […] Contra toda esta resistencia, arrojaré mi gran mortaja de nieve. ¡Y con una capa profunda de algodón cubriré y aniquilaré todo, formas, colores, estruendos y sonidos! […] ¿Quién se atreve a respirar en mi presencia?[51]
En la parte final del diálogo, a pesar de reconocer la insoslayable Muerte, Nadar le responde: “Todo lo que me impulsa, todo lo que me empuja de modo irresistible hacia ti, por una fatal, algebraica progresión, no basta para protegerme del sufrimiento excesivo, de la angustia intolerable, de decir adiós a quienes he amado.” La muerte contesta, implacable: “Vuelves áspero lo que para ti es lo más dulce. Aquellos que dices tuyos, son míos: es por mí, y sólo por mí, que puedes unirte a ellos”.[52] Este diálogo demuestra, entre tantas otras cosas, que fue el profundo sentimiento de mortalidad lo que puntuó el verdadero amor de Nadar por la vida, lo que lo animó a correr grandes riesgos, a permitirse experimentar la maravilla de las relaciones amistosas, las invenciones, el arte y el teatro, y todos los avances científicos y tecnológicos que atestiguó. Su fuerte sentido de muerte y mortalidad le otorga el derecho a vivir, volar y experimentar toda la alegría que podemos leer en sus memorias.
No obstante, esta también es la razón por la cual dentro del mundo de la fotografía, en la fotografópolis de Nadar, no pueden existir fotografías que no estén de antemano asociadas con la muerte, también por su causa las secciones de las memorias que he abordado aquí están marcadas por el sentido de la muerte. Cualquier cosa representada, cualquiera sea su tema o contenido —aun cuando la muerte no se muestra de modo directo—, la cosa representada está poseída por la muerte, por el hecho de su finitud. Incluso el sol —punto de partida de toda fotografía—, se extinguirá algún día, ya no arrojará más su luz sobre la Tierra. En tanto la fotografía pertenece al sol moribundo, para Nadar, también pertenece a París, la moribunda ciudad de la luz. París es la ciudad par excellence de la fotografía; ella misma es una fotografía, y dentro del mundo de Nadar, París y la fotografía articulan una alegoría mutua. Nadar piensa cada día en este París-Fotografía. Sin embargo, ¿qué sucede en su imaginación en relación con París? ¿Qué lo obsesiona? ¿Qué lo alienta a enfocarse, como una especie de cámara, en los vínculos entre fotografía, muerte, el día y la noche que abordó en cada uno de sus temas?
Las fotografías de Nadar constituyen los indicios de su singular visión, los rastros de una declaración de amor y, si escuchamos el silencio de sus fotografías, tal vez podríamos oírlo decir, a través de este silencio, a París y a las personas que amaba, y a quienes amaba fotografiar, aun cuando se desvanecían:
Sólo puedo hallarme en relación con ustedes, aunque sé que por su causa nunca pude ser sencillamente yo mismo. Obsesionado con ustedes, y por ustedes, me extravío en la locura de un solo deseo: alterar el tiempo. No quiero nada más que detener el tiempo, capturarlo, aprehenderlo en la superficie de una fotografía. No deseo otra cosa que archivar y preservar, en una serie fotográfica, en la serie de fotografías escritas que conforman mis memorias, no sólo la velocidad de la luz sino también la noche y el olvido sin los cuales nunca podríamos ver, y sí, también la muerte y el duelo sin los cuales ni ustedes ni yo podríamos decir que estamos vivos. Quiero tocar y preservar este transcurrir, esta itinerancia que pertenece tanto a la vida como a la muerte, la mía y la suya, y que me ofrece una serie de reflexiones cambiantes, como en el agua, donde puedo verme como aquel que ya no es solamente él mismo, como aquel que ya no está aquí.
Balzac y el daguerrotipo
Cuando se esparció la noticia de que dos inventores habían conseguido fijar sobre placas platinadas toda imagen que se les presentaba, hubo una universal estupefacción de la cual no podríamos hacernos una idea, tan acostumbrados estamos desde hace muchos años a la fotografía que nos hemos insensibilizado debido a su vulgarización.[1]
Había quienes protestaban e incluso se negaban a creerlo. Fenómeno habitual, ya que por naturaleza nos ensañamos contra todo aquello que desconcierta nuestros prejuicios e importuna nuestra rutina. La sospecha, la ironía llena de odio, la “impaciencia de matar”, como nos decía nuestra amiga George Sand, se alzan de inmediato. ¿No fue acaso sólo ayer cuando, furibundo, protestó aquel miembro del Instituto invitado a la primera demostración del fonógrafo? Con cuánta indignación el erudito “maestro” rechazó prestarse un segundo más a esa “superchería de ventrílocuo”, y con cuánto estrépito salió, jurando que el impertinente mistificador habría de vérselas con él.
—¡Cómo! —me decía un día, en un mal momento, Gustave Doré, una mente clara y despejada como pocas—, ¡cómo!, ¿no entiendes el placer que se tiene cuando se descubre el defecto en la coraza de una obra maestra?
Lo desconocido nos produce vértigo, y nos impactaría como una insolencia, al igual que lo “sublime nos produce siempre el efecto de un motín”.[2]
La aparición del daguerrotipo —que de manera más legítima debiera llamarse niépcetipo—[3] no podía entonces sino predisponer a una emoción considerable. Al estallar de manera imprevista, en la cumbre de lo imprevisto, lejos de todo lo que podía esperarse, y desestabilizar todo lo que creíamos conocer e incluso podíamos suponer, el nuevo descubrimiento se presentaba como lo que sigue siendo: el más extraordinario en la pléyade de las invenciones que ya han hecho de nuestro inconcluso siglo el más grande de los siglos científicos —a falta de otras virtudes—.
Así aflora en la invención la gloriosa prisa, que incluso hace parecer que la abundancia de eclosiones no precisa de incubación: la hipótesis surge del cerebro humano ya armada, formulada, y la inducción primera se vuelve de inmediato obra constituida. La idea se precipita hacia el hecho. Apenas vemos el vapor reducir el espacio, cuando la electricidad ya está suprimiéndolo. Mientras que Bourseul[4] —un francés, el primero, humilde empleado de correos— anuncia el teléfono y el poeta Charles Cros[5] sueña con el fonógrafo, Lissajous,[6] con sus ondas sonoras, nos hace ver el sonido que Ader nos transmite fuera de los alcances y que Edison graba para siempre jamás; Pasteur, con sólo mirar más de cerca los helmintos que había adivinado Raspail, impone el nuevo diagnóstico que arrojará a la basura nuestros viejos códices; Charcot entreabre la misteriosa puerta del mundo hiperpsíquico que Mesmer presintió, y toda nuestra criminalidad secular se derrumba; Marey, que acaba de robarle al pájaro el secreto de la aeronáutica racional mediante su peso,[7] indica al hombre en las inmensidades del éter el nuevo ámbito que desde mañana será el suyo —y simple hecho de fisiología pura, la anestesia se eleva, por una aspiración casi divina, hasta la misericordia que ampara a la humanidad del dolor físico, que de ahora en adelante ha quedado abolido—. Y todo eso, sí, el buen señor Brunetière[8] lo llama el “fracaso de la ciencia”…
Así aun nos encontramos más allá del admirable balance de Fourcroy,[9] en la hora suprema en la que el genio de la patria en peligro ordenaba que se hicieran descubrimientos, muy lejos de los Laplace y los Montgolfier, los Lavoisier, Chappe, Conté, de todos, tan lejos que, en este conjunto de manifestaciones, explosiones casi simultáneas de la ciencia en nuestro siglo xix, su simbología tendrá también que transformarse: “El Hércules antiguo era un hombre en la fuerza de la edad, de músculos poderosos y gruesos: el Hércules moderno es un niño acodado sobre una palanca”.[10]
Sin embargo, ¿tantos nuevos prodigios no deberían borrarse ante el más sorprendente, el más perturbador de todos: el que por fin parece dar también al hombre el poder de crear a su vez, materializando el espectro impalpable que se desvanece en cuanto se lo percibe sin dejar una sombra en el cristal del espejo, como un temblor en el agua del estanque? ¿Acaso el hombre no pudo pensar que creaba cuando captó, aprehendió, fijó lo intangible, conservando la visión fugaz, el relámpago, que se encuentran grabados hoy en el bronce puro?
En suma, sensatos fueron Niépce y su cómplice al haber esperado para nacer. La Iglesia fue siempre más que fría ante los innovadores —cuando no se mostró un tanto ardiente—, así el descubrimiento de 1842[11] tenía ante todo apariencia sospechosa. Como un demonio, ese misterio desprendía el olor de sortilegio y apestaba a leña: por menos, el asador celeste había ardido.
Nada inquietante le hacía falta: hidroscopia, hechizo, evocación, apariciones. La noche, preciada para los taumaturgos, reinaba del todo en las sombras profundas de la cámara oscura, lugar de elección a la medida para el príncipe de las tinieblas. Casi nada faltaba para que de nuestros filtros surgieran filtros mágicos.
Entonces, no es de sorprender si al inicio la admiración misma pareció incierta y más bien permanecía inquieta, como estupefacta. Se necesitó tiempo para que el Animal universal le sacara partido y se acercara al Monstruo.
Ante el daguerrotipo, fue “de lo pequeño a lo grande”, como lo enuncia el dicho popular, y el ignorante o el iletrado no fueron los únicos en experimentar esa duda desconfiada, casi supersticiosa. Entre las más bellas mentes, más de una se contagió del síndrome del primer rechazo.
Para no citar sino una de las más elevadas mentes, Balzac se sintió incómodo ante el nuevo prodigio: no podía deshacerse de una vaga aprensión respecto a la operación daguerriana.
A toda costa en aquella época, había encontrado una explicación propia, un poco rayando en las hipótesis fantásticas al estilo de Cardan.[12] Creo acordarme bien haberlo visto enunciar con todo detalle su teoría particular en un rincón de la inmensidad de su obra. No dispongo del tiempo para buscarla, pero mi recuerdo se precisa muy nítidamente gracias a la exposición prolija que me hizo en un encuentro y que me reiteró en otra ocasión. En efecto, parecía que era algo que lo obsesionaba, en el pequeño apartamento tapizado de violeta que ocupaba en la esquina de la calle Richelieu y del bulevar: aquel edificio, célebre como casa de juego durante la Restauración, llevaba aún en aquella época el nombre de palacete Frascati.
Así, según Balzac, cada cuerpo de la naturaleza se encuentra compuesto de series de espectros, en capas superpuestas hasta el infinito, semejantes a infinitesimales películas foliáceas, siguiendo todas las perspectivas a partir de las cuales la óptica percibe los cuerpos.
Puesto que el hombre nunca podría crear —es decir, a partir de una aparición, de lo impalpable, constituir una cosa sólida, o de la nada hacer una cosa—, entonces, al aplicársela, cada operación daguerriana tomaba de improviso, desprendía y retenía una de las capas del cuerpo presentado.
De ahí que dicho cuerpo, y con cada operación sucesiva, perdiera de manera evidente uno de sus espectros, es decir, una parte de su esencia constitutiva.
¿Había una pérdida absoluta, definitiva, o se trataba de una pérdida parcial que se reparaba consecutivamente en el misterio de un renacimiento más o menos instantáneo de la materia espectral? Supongo que, una vez que había comenzado, Balzac no era hombre que pudiera detenerse en el camino, y que debía avanzar hasta el final de su hipótesis. Pero este segundo punto no lo abordamos entre nosotros.
¿El terror de Balzac ante el daguerrotipo era sincero o fingido? De haber sido sincero, al perder, Balzac no habría sino ganado, pues sus amplitudes abdominales, entre otras, le hubiesen permitido prodigar sus “espectros” sin contar. En todo caso, eso no le impidió posar al menos una vez para ese daguerrotipo único que tenía yo en mi posesión, después de Gavarni[13] y Silvy,[14] y que hoy se encuentra con M. Spoelberg de Lovenjoul.[15]
Pretender que su terror era simulado sería delicado, aunque no debemos olvidar, empero, que el deseo de sorprender fue durante muy largo tiempo el pecado común de nuestras mentes de élite. Tales originalidades, tan reales y de muy buena ley, parecen gozar tanto con el placer de ataviarse de manera paradójica ante nosotros que debimos encontrar una denominación a tal enfermedad del cerebro, “la pose” que los románticos afectados, tuberculosos, de aire fatal, transmitieron perfectamente intacta, primero bajo la apariencia ingenua y brutal de los realnaturalistas, después hasta la presente rigidez, el porte ajustado y como cerrado a triple vuelta de nuestros decadentes actuales, singularísimos y egocéntricos.
Como fuese, Balzac no tuvo que ir muy lejos para encontrar dos fieles de su nueva doctrina. Entre sus más allegados, Gozlan,[16] desde su prudencia, se apartó enseguida; pero el buen Théophile Gautier y el no menos excelente Gérard de Nerval siguieron de inmediato a los “Espectros”. Toda tesis fuera de las verosimilitudes no podía sino placerle al “impecable” Théo, al poeta delicado y encantador, que se mecía en su vaga somnolencia oriental: la imagen del hombre se proscribe, por cierto, en los países del sol naciente. En cuanto al dulce Gérard, montado para siempre en la Quimera, lo habían atrapado por adelantado: para el iniciado de Isis, el íntimo de la reina de Saba y de la duquesa de Longueville, todo sueño era bienvenido… Pero mientras seguían hablando de espectros, tanto uno como otro muy despreocupadamente figuraron entre los primeros en pasar delante de nuestro objetivo.
No sabría decir cuánto tiempo el trío cabalista resistió ante la explicación completamente física del misterio daguerriano, que pronto pasó al ámbito de lo banal. Parece que con nuestro sanedrín ocurrió como con todas las cosas, y que después de una primera y muy viva agitación, se terminó por dejar atrás bastante rápido. Así como llegaron, así debían partir los Espectros.
Por otra parte, nunca más fue cuestión en ningún otro encuentro ni visita de los dos amigos en mi estudio.
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