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Algo dentro de mí empezó a empujarme para que buscara otras posibilidades profesionales, pues no estaba dispuesta a pasar mi vida de esa forma, necesitaba formarme, estudiar para tener otras opciones. Hablé con mi padre para contarle cómo me sentía y qué era lo que yo quería; a pesar de que el dinero era necesario en casa me apoyó en mi decisión, así que me marché de esa empresa. Lo primero que hice fue apuntarme a una academia nocturna para estudiar secretariado, ¡como la mayor parte de las chicas que decidían estudiar! Luego, para poder pagarme los estudios busqué un trabajo en otra confección, en esta ocasión clandestina, como muchas otras de la ciudad. La jornada laboral era de once horas diarias también, aunque nos pagaban a destajo, lo que quería decir que aunque hiciésemos la jornada completa, si la producción había sido menor por circunstancias ajenas a nosotras, tampoco cobraríamos. Afortunadamente, un año después y tras haber obtenido mi título de secretariado, fui entrevistada en una asesoría para cubrir el puesto de auxiliar administrativa, y aunque finalmente no fui seleccionada para este empleo, me consiguieron uno similar en otra empresa afín a ellos. Este fue mi primer trabajo como secretaria, tenía veinte años y me sentía muy feliz por haberlo conseguido. Ahora trabajaría en una «oficina», tendría un buen «horario», ¡además de una buena imagen!
Esta parte de mi vida no ha sido ni mejor ni peor que cualquier otra, sencillamente forma parte del trayecto gracias al cual crezco cada día. Cada individuo evoluciona de manera distinta, la vida nos ofrecerá las armas para hacerlo y la elección final dependerá de cada uno de nosotros, solo hay que estar dispuesto a ello abriendo los brazos a lo que es.
CAPÍTULO DOS
LA OSCURIDAD
Había transcurrido más de un año desde mi separación, y en ese momento mi dedicación a la preparación de las oposiciones era total. El tener la custodia compartida de mis hijos, aunque fue muy dolorosa en un primer momento, tenía su parte positiva porque podría dedicar más tiempo a formarme, de este modo, tendría más oportunidades de trabajo, o eso pensaba en un principio. En aquel momento mi madre ya estaba bastante despistada debido a la enfermedad que padecía. Habían pasado cinco años desde que mi padre nos había dejado debido a un cáncer, él era quien se encargaba de gestionar todo en su casa, por lo que a su muerte fui yo quien se hizo cargo del control de todo lo concerniente a mi madre, documentación, temas económicos y cuidados. Al principio solo necesitaba ser vigilada sutilmente desde la distancia, puesto que todavía era bastante autónoma y se las arreglaba bastante bien para vivir sola. Siempre había sido una mujer muy activa y trabajadora, por lo que en los años en los que el alzhéimer todavía no era demasiado evidente vendría a ayudarme con los niños y con las tareas de casa, aunque poco a poco empezaría a perder facultades que jamás volvería a recuperar. Después, y debido a ello, sería yo quien le diría que me ayudara con la intención de mantenerla lo más activa posible, al menos en lo que ella mejor sabía hacer, es decir, las tareas domésticas. Por lo que todas las mañanas le pedía que viniera a casa, si bien esta ayuda ya no era tal, ya que muchas cosas las hacía al revés o simplemente no sabía, pero lo elemental sería mantener su autoestima y frenar su dolencia en la medida de lo posible. Pero desgraciadamente la enfermedad avanzaba y la vigilancia que yo tenía que ejercer sobre ella era cada vez mayor, condicionando mi vida como cuidadora. Sin duda, se trata de una situación difícil de manejar, ya que el desgaste psicológico es importante además del sentimiento de culpabilidad que siempre existe entorno a ello. Conforme se acercaba la fecha del examen, el tiempo que debía dedicar a su preparación era cada vez mayor, pero había responsabilidades que no podía eludir, como la de mis hijos y todo lo relacionado con mi madre. Para entonces se había convertido en una mujer totalmente indefensa frente al mundo, una niña mayor que no podía afrontar la vida diaria, viéndose el miedo y la inseguridad que ello le producía reflejado en su mirada y, aunque a veces descargaba en mí toda la impotencia que esto le generaba, me necesitaba tanto como mis hijos.
La dificultad para dedicarme por completo a los estudios debido a estas circunstancias me iba consumiendo poco a poco, al igual que la obligación de atender todo lo que a mi cargo se encontraba, por consiguiente, mi cuerpo empezó a experimentar la presión a la que estaba sometida y que yo misma me exigía diariamente. Fue entonces que la ansiedad apareció de nuevo en mi vida, pues la había sufrido hacía algunos años en un momento difícil de mi matrimonio. La debilidad y el sufrimiento se apoderaron de mí, la sensación de no poder respirar empezó a acompañarme diariamente, seguida de mareos que amenazaban con un desvanecimiento en medio de la calle, sudores fríos y temblores que me dejaban todos los músculos del cuerpo doloridos y un rostro que manifestaba la amargura que existía en mi interior claramente. Únicamente conseguía tranquilizarme cuando mi mente estaba ocupada con los estudios, el resto del tiempo sería una lucha continua para no ser abatida por todos estos síntomas, una batalla contra mis propios pensamientos. Como era natural, el médico dedujo que se trataba de los nervios del examen, así que me recetó un ansiolítico suave que me tranquilizara hasta que pasara este, sin embargo, lo que verdaderamente necesitaba en ese instante era cambiar algunos hábitos y delegar responsabilidades para poder dedicar más tiempo a estudiar, debía aceptar que yo no podía hacerme cargo de todo, por mucho que le doliera al ego. Lo primero que hice fue solicitar una plaza en el centro de día de alzhéimer de la ciudad, allí estaría mejor atendida con personal especializado. Seguidamente hablé con mis hermanos sobre cómo me sentía y del claro empeoramiento de nuestra madre, por lo que finalmente uno de ellos se encargó de ella todo el mes de agosto para que yo pudiera recuperarme.
Con respecto al centro de día donde acudiría mi madre, la trabajadora social me informó de que el tiempo de adaptación vendría a ser de unos meses y que habría que tener paciencia, aunque nunca se está preparado para este tipo de experiencias. Es difícil olvidar el primer día que vinieron a recogerla, mi madre y yo esperábamos en la calle, junto a su casa, lugar al que acudiría la Cruz Roja. Cuando llegó aparcó enfrente de donde nos encontrábamos y el conductor bajó de la ambulancia para presentarse, de repente el rostro de mi madre empezó a cambiar al tiempo que este se acercaba a nosotras, no sé exactamente qué pasaría por su mente, pero se sintió amenazada y huyó corriendo. Fuimos tras ella hasta alcanzarla y con mucha paciencia conseguimos traerla de vuelta, convenciéndola finalmente para que subiera al autobús, no sin que descargara en mí toda su rabia al pasar por mi lado , dándome un fuerte golpe con el codo en el estómago. En ese momento me sentí morir, el sentimiento de culpabilidad que tenía por haber decidido llevarla a un centro de día me mataba, sentía como si la estuviera abandonando, así pues pasaría mucho tiempo antes de dejar de preguntarme si había hecho lo correcto. En un principio era yo quien la acompañaba todas las mañanas hasta la parada de autobús donde la recogía la ambulancia, e iba a buscarla todas las tardes al mismo lugar a las seis, después paseábamos un rato si el tiempo lo permitía y en caso contrario la acompañaba a su casa. En algunas ocasiones la dejaba ir sola vigilándola desde la distancia hasta entrar en su domicilio, luego, más tarde, la llamaba por teléfono para comprobar que estaba en casa, pues tenía la costumbre de pasear sola por el barrio, como siempre había hecho con sus vecinas en el pasado. Continuamos con esta rutina hasta que fue publicada la fecha del examen, fue entonces que definitivamente contratamos a una cuidadora para que se encargara de acompañarla antes y después del centro de día, además de para controlar todas las necesidades personales en casa. Por supuesto, yo era su punto de referencia, su cuidadora principal, su hija y su madre a la vez, y por lo tanto cualquier persona externa que entrara en su casa para ayudarla sería una intrusa, una amenaza además de un abandono por mi parte, así que como era de esperar, la adaptación a tanto cambio no fue sencilla e intentó defenderse de la persona que había invadido su espacio sin ella haber dado su consentimiento con uñas y dientes. La cuidadora disponía de llaves de su domicilio para entrar en caso de que no le abriese la puerta, como ocurría casi todos los días, pero cuando mi madre se percató de que las tenía, se las ingenió para bloquear la puerta con una silla, de esta forma evitaba su entrada. Cuando todo esto ocurría, la señora me llamaba por teléfono pidiéndome que acudiera lo antes posible y una vez allí abría la puerta como podía empujando la silla lo suficiente para poder meter el brazo y apartarla. Mi madre, al verme, se sentía más amenazada todavía, así que reaccionaba con agresividad, llegando a utilizar la silla de parapeto para que no pudiera acercarme a ella. Luchaba con todas sus fuerzas por defenderse de lo que ella consideraba un peligro en su propia confusión. A veces conseguía que se vistiera para llegar a tiempo al lugar de recogida, otras simplemente la dejaría tranquila en casa. La angustiosa situación me estaba matando, era tremendamente doloroso verla en ese estado y yo no disponía de fuerzas suficientes para afrontarlo. La mayoría de los días volvía a mi casa llorando, después me perdía en un temario aburrido y sin sentido, intentando con todas mis fuerzas memorizar artículos, leyes y fechas que no me decían nada en absoluto mientras mi mente se alejaba de todo lo ocurrido, pero a intervalos sin duda reaparecían las imágenes de la desagradable experiencia vivida. Finalmente, la cuidadora se haría cargo de ella de lunes a sábado y los domingos los pasaría conmigo, de esta forma recuperaría parte de mi independencia, aunque tristemente no de mi bienestar. Algo dentro de mí no funcionaba y se expresaba tanto en mi estado de ánimo como en mi salud física, y aunque luchaba todos los días contra ello y me autoconvencía una y otra vez de que todo iba bien y de que mi meta era la oposición, no había nada de cierto en aquello, algo extraño estaba ocurriendo en mi interior, aunque no podía comprender de qué se trataba.
Llegó la fecha del primer examen, había pasado las últimas semanas totalmente concentrada, incluso los niños pasaron más tiempo con su padre para que yo pudiera estudiar. La oposición constaría de cuatro exámenes; mecanografía, informática, temario y supuestos prácticos. Se trataba de pruebas eliminatorias, por lo tanto, suspender alguna de ellas supondría la eliminación directa de la convocatoria.
El día de la prueba me levanté bastante tranquila, o eso pensaba yo, desayuné, sin tomar café que me alterara, y me marché casi con el tiempo justo para no tener que esperar demasiado rato junto al resto de opositores en el lugar convocado, no quería ponerme nerviosa. Éramos muchos los que nos examinábamos y todos esperábamos impacientes para entrar en la sala donde se efectuaría el examen. Cuando llegó el momento empezaron a llamar uno a uno a los candidatos, teniendo que identificarnos con el DNI antes de entrar al salón donde se encontraban todos los ordenadores para realizar la prueba. A medida que entrábamos, nos sentábamos delante de alguno de los ordenadores de los muchos que había a disposición de los opositores en la sala, llevando algunos su propio teclado, algo que yo debería haber hecho, pero que no hice por un exceso de confianza. Una vez sentados nos entregaron las instrucciones de la prueba y el texto a escribir, tan solo cabía esperar a que se iniciara el tiempo para realizarlo, entonces coloqué mis dedos encima del teclado, respiré profundamente intentando tranquilizarme y unos segundos después alguien dio la orden de comenzar. Cuando me dispuse a copiar el texto, mis dedos decidieron tener vida propia haciendo caso omiso a lo que mi mente les dictaba, funcionaban de forma independiente como si pertenecieran a la persona que estaba sentada a mi lado, era imposible hacerme con ellos, habían perdido la fuerza y golpeaban las teclas equivocadas. Nada de lo que escribía tenía sentido, ni una sola palabra era correcta, los miraba e intentaba hacerme con su control, pero fue imposible, entonces empecé a ser consciente de lo que estaba ocurriendo, un sudor frío se propagaba por toda la cabeza, la boca la tenía seca, me temblaban todos los músculos del cuerpo y no podía respirar. Miraba al resto de opositores cómo escribían el texto sin problema con absoluta concentración y rapidez, esto me recordaba a un sueño angustiante que tenía cuando era una niña, en las ocasiones en las que tenía fiebre, en el que yo y una señora sentada junto a mí liábamos cada una un ovillo de lana distinto, aunque ella siempre lo haría lentamente, pero con más efectividad, pues por mucho que yo corriera mi ovillo siempre sería más pequeño. Me sentía idiota, pasaban los minutos e intentaba tranquilizarme pensando que todavía tendría tiempo para remontar el texto, pero mis dedos continuaban sin pertenecerme. Un minuto más tarde dieron por finalizado el examen, lo siguiente que debíamos hacer era guardar el texto copiado en la carpeta que nos habían indicado, después uno a uno y en silencio abandonaríamos la sala. Al salir del edificio respiré profundamente, estaba confundida, en shock, no lograba entender lo que había sucedido, me acababa de invadir una sensación desagradable, oscura y espesa. Entonces, de forma automática, las herramientas necesarias para evadir lo que en aquel momento no podía asimilar se pusieron en funcionamiento, con pensamientos de autoconvencimiento como que quizás habría salvado el examen puesto que dominaba la mecanografía a la perfección, que a lo mejor inconscientemente mis dedos habían tocado las teclas correctas, bla, bla, bla... No podía hacer nada al respecto excepto esperar los resultados, así que cuando estos fueron publicados, como era de esperar, no hubo ninguna sorpresa al comprobar que efectivamente estaba suspendida. La «oportunidad de mi vida», según mis pensamientos del momento, se había esfumado. Me había aferrado a la idea de que solo este tipo de trabajo me podría proporcionar estabilidad y, por lo tanto, sin él estaría perdida en un mundo laboral con amplios horarios, jornales irrisorios y quién sabe si condiciones precarias. Absolutamente ofuscada por el temor de la nada, caminaba entre la oscuridad sin saber muy bien hacia dónde debía dirigirme, pero todavía disponía de un año para poder encontrar un buen trabajo, antes de que espirara el plazo de la manutención que cobraba. Los exámenes habían terminado para mí y, por lo tanto, mi malestar interno debería de haber cesado, sin embargo, cada vez se acrecentaba más y me sentía muy débil, perdí bastante peso y la expresión de mi cara exteriorizaba angustia y tensión.
Tras este último fracaso decidí resolver algunos asuntos pendientes, los cuales me había sido imposible solucionar antes, mientras tanto, llegarían las Navidades, y a pesar de que no estaba en mi mejor momento, las pasé lo mejor que pude, sobre todo por mis hijos, por los que tuve que hacer un gran esfuerzo. Intentaba hacer vida normal en el día a día con ellos, además de llevar la supervisión de mi madre, aunque mantenerme de pie sin caer al precipicio de la desesperación ya sería suficiente en ese momento. Las ideas a las que estaba sujeta por aquel entonces, creyendo que solo un trabajo seguro me salvaría de la desgracia, se convertirían en el mayor obstáculo para poder avanzar, impidiendo estar abierta a posibilidades infinitas. Esto hacía de mí una persona triste, angustiada y limitada, definitivamente había caído en el vacío personal y el desasosiego se había apoderado de mí. Mi cuerpo entonces empezó a comunicarse conmigo a la vez que mi corazón, pero mi mente hacía tanto ruido con juicios y comentarios que era prácticamente imposible poder escucharlos, de haberlo hecho habría podido percibir cómo mi verdadera yo me indicaba que todo iba a salir bien y que esa idea tan solo se trataba de una vía elegida por el miedo, el cual me incitaba a buscar seguridad en el lugar equivocado. Nada externo podría darme la certidumbre que tanto anhelaba, pues la carencia de esta se encontraba únicamente en mí, en la desconexión con mi verdadera naturaleza, espacio desde el cual todo tomaría sentido una vez encontrado, desvaneciéndose así los desequilibrios que tanto dolor me producían. Allí encontraría la energía suficiente para actuar de la forma más adecuada sin ser arrastrada por las opiniones o emociones negativas que me paralizaban, pero para poder llegar hasta él haría falta serenar mi mente, pues sería solo desde el silencio interior que podría ver la autenticidad que en mí se hallaba.
Unos meses después, algunos conocidos me preguntaron cuál sería la próxima oposición a la que me presentaría y por un instante, quizás, volvía a tener la tentación de actuar con el temor y la ofuscación que me producía un futuro incierto, sin embargo, el recuerdo de lo experimentado en el último examen y la sensación de que esta vía nada tenía que ver conmigo, aclaraba muchas razones por las cuales no tomaría esa salida, por lo menos no en ese momento. Ya no tenía sentido para mí la idea de obsesionarme con una oposición tras otra durante años para conseguir una plaza pública. La imagen de la «estabilidad» asociada a un trabajo de estas características había dejado de existir en mi entendimiento, ya no tenía sentido entrar en una dura competición, encerrándome en una habitación con la única compañía de un temario aburrido y espantando a todo el mundo que me pudiera molestar, para llegar a un lugar que no era el deseado, con la única intención de cubrir la inseguridad que únicamente se encontraba en mis pensamientos. Por lo que al final desapareció cualquier explicación medianamente razonable que pudiera llevarme a invertir mi tiempo en este tipo de exámenes, quedando simplemente el hecho de que al final se trataría sencillamente de una obsesión por ganar una competición dirigida por el ego. En los meses sucesivos hubo gente que muy amablemente me informó de las próximas convocatorias que se sucederían, a veces respondía que no me presentaría y otras simplemente les daba las gracias para evitar explicaciones. Una de estas oposiciones serían autonómicas, concurso-oposición, es decir, los años trabajados de los interinos más los cursos que hayan realizados sumarían puntos a la nota del examen, siendo prácticamente imposible conseguir una plaza, aun aprobando con el máximo de puntuación, pues yo no tenía ni cursos ni años trabajados, por lo tanto no tenía sentido alguno presentarse a unas pruebas de estas características. El otro examen público que me aconsejaron era para ocupar el puesto de celador en el hospital, y curiosamente fue mucha gente la que me animó a ello, imagino que condicionados por una crisis económica que estaba haciendo estragos, junto con el miedo que un alto por ciento de paro producía en la sociedad, pero en estas pruebas, más que en ninguna otra, tenía claro que no perdería ni un solo minuto de mi tiempo en estudiar para un trabajo que no me gustaba en absoluto. Aunque me hablasen de seguridad y buen sueldo, no encontraba razón alguna para realizar tal esfuerzo por una actividad que nada tenía que ver conmigo. Cierto es que en el supuesto caso de conseguir un puesto de trabajo, superando las pruebas selectivas del tipo que fuere entre otros muchos candidatos, siempre que no sea una elección por auténtica vocación venida desde nuestro verdadero ser, la alegría ficticia por haber conseguido ganar o por haber conseguido un empleo estable, promovido por el temor al futuro, durará poco tiempo, exactamente hasta que las quejas mentales se vuelvan a poner otra vez en funcionamiento, puesto que las razones de dicha decisión estarán exentas de la realidad de lo que uno es, apareciendo de este modo la disconformidad y el desagrado por aquello que realizamos, pero con lo que no nos sentimos plenos. En este momento no puedo más que dar gracias por haber suspendido aquel examen que tanto pensé que significaría en mi vida, pues no era un trabajo que pudiera sentir como mío, es más, una sensación oscura es lo que me acompañaba en todo momento, mientras me decía a mí misma que esa era la única salida a mi infortunio.
Aunque me encontraba bastante mal anímicamente y el sufrimiento era abrumador, había algo verdadero que por primera vez empezaba a tomar forma en mí. Pequeñas voces comenzaban a alzarse en mi interior susurrándome sutilmente desde lo más profundo de mi corazón y guiándome a través del túnel en el que me encontraba hacia la luz. No tenía ninguna respuesta ni solución inmediata a mi pesadumbre, pero quedarme en silencio para poder escuchar la verdad, observar y confiar en la vida y en mí misma sería un buen comienzo.
CAPÍTULO TRES
GANARSE LA VIDA
Nunca había recapacitado sobre la ocupación en la que deberemos pasar la mayor parte de nuestra vida, «el trabajo». Siempre he seguido el patrón predeterminado de forma ilusoria, realizando una actividad obligatoria enfocada básicamente a ganar dinero para subsistir, en una sociedad materialista establecida en la inseguridad del futuro incierto y en el miedo a perder lo que tenemos, y cuya realidad tan solo se encuentra en nuestros pensamientos. Mis trabajos siempre habían sido elegidos dependiendo de las circunstancias que me rodeaban en el momento, junto con las opiniones externas a las que en ocasiones tanto escuchaba, sin saber que dentro de mí existía todo el conocimiento necesario para llegar a una vida profesional y personal plena. Recuerdo cómo hace veintiocho años, antes de decidir estudiar secretariado, me incliné por intentar opositar para el Cuerpo de Policía Local, algo que decidí sin ninguna razón especialmente importante. Todo lo que yo sabía en aquel momento es que quería alejarme de la ya mencionada confección precaria en la que trabajaba, así que no recapacité mucho sobre cuál sería el camino que debía coger, sencillamente un día cualquiera un amigo me aconsejó que me presentara a las pruebas selectivas para policía local, y así lo hice guiada por pensamientos como la estabilidad, el sueldo y la imagen que me podría proporcionar el vestir un uniforme, aunque sin vocación verdadera. Poco tiempo después inicié la preparación de las pruebas físicas requeridas en el examen con la ayuda de un amigo, con el que quedaba todos los sábados muy temprano en las pistas de atletismo del polideportivo de mi ciudad, al mismo tiempo comencé a leer una pequeña parte del temario requerido en mis ratos libres, cuyos artículos se me hacían difíciles de digerir por ser poco interesantes y por el cansancio que padecía después de haber terminado una jornada laboral larga y poco complaciente, aunque ahí estaba yo convenciéndome de que lo que estaba haciendo era perfecto. Tras unos meses de esfuerzo y dedicación sin demasiado entusiasmo, de repente un día surgió una voz interna preguntándome si ser policía era lo que yo quería verdaderamente para mi vida, y sorprendentemente la respuesta salió con la rapidez de un rayo, claramente mi corazón gritó un ¡no! rotundo y tranquilizador, para no dejar duda alguna ante la decisión que debía tomar, así que inmediatamente abandoné la preparación, por supuesto.
En aquel momento no era consciente de mis facultades, ni a nivel personal ni profesional, no sabía qué quería de la vida, aunque afortunadamente una leve intuición me salvaba de vez en cuando de situaciones erróneas, como había sido el caso de esta última. Una gran parte de mi existencia dependía del mundo exterior, originando que navegara sin rumbo y sintiéndome en muchas ocasiones perdida. Las razones por las cuales solía elegir un empleo podían ser muy variadas, pero casi siempre iban influenciadas por la necesidad de recibir el visto bueno de la sociedad y por el pensamiento de obtener un sueldo fijo que me salvara de la inestabilidad, es decir, de mi propio miedo. En algunas ocasiones, a la hora de elegir un trabajo nos acompañará el ego al que le gusta tanto representar un papel. A veces, la representación de una imagen de poder, autoridad y seguridad, quizás inexistentes en el interior. Pero el verdadero poder tan solo podrá presentarse ejecutando los oficios elegidos con integridad, respeto y humildad.
Después de esto me incliné por estudiar secretariado, como ya he mencionado anteriormente, no porque sintiera que era mi vocación, sino porque sería lo típico para muchas mujeres de la época. Por otra parte, trabajar en un despacho proyectaba una buena imagen, además de ser una tarea cómoda con un buen horario, sobre todo después de mi experiencia en la fábrica, por lo que un empleo de estas características sería toda una bendición. Inicié los estudios con ilusión y fuerza sin preguntar a mi corazón si este camino tenía algo que ver conmigo, ya que de haberlo hecho no habría obtenido respuesta alguna por la ignorancia existente en aquel momento sobre mí misma, y si alguien me hubiera aconsejado que buscara dentro de mí mis verdaderas capacidades y deseos afirmándome que me estaba equivocando, yo le habría tratado de loco por dicha afirmación, no obstante, se trataría de una experiencia con la que debería crecer. No puedo sin más obviar un comentario que me hizo no hace mucho tiempo el que fue mi jefe hace algunos años, al entregarle un currículum para que considerara mi candidatura para un posible puesto en la empresa él señaló, sabiamente he de decir, que sinceramente él no me veía trabajando en una oficina.