7 mejores cuentos de Alfonso Hernández Catá

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Título
El Autor
El crimen de Julián Ensor
El padre Rosell
Diocrates, Santo
La hermana
Otro caso de vampirismo
Una mala mujer
Un drama
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El Autor

Alfonso Hernández Catá (Salamanca, 24 de junio de 1885 - Río de Janeiro, 8 de noviembre de 1940) fue un escritor, periodista y diplomático cubano nacido en España. Uno de los mejores escritores cubanos de la primera generación republicana.
Hijo de un militar español y de una cubana, a los pocos meses su familia se mudó con él desde Salamanca a Santiago de Cuba. A los 16 años ingresó en el Colegio de Huérfanos Militares de Toledo, aunque poco más tarde se trasladó a Madrid, donde comenzó a llevar una vida de bohemia literaria. Fue aprendiz de ebanista mientras estudiaba idiomas, psicología e historia, y traducía libros.
Con solo 20 años de edad, Hernández Catá fue citado en la antología lírica La corte de los poetas (Madrid, 1905). Dos años después se estableció en La Habana y comenzó a trabajar como lector de tabaquería así como a relacionarse con los jóvenes intelectuales cubanos de la primera generación republicana. Entre ellos estaba Jesús Castellanos, con quien estableció una relación estrecha.
Durante la primera década del siglo XX, Hernández Catá comenzó a trabajar como periodista en El Diario de la Marina y en La Discusión. Más tarde fue colaborador en Gráfico, El Fígaro y Social. Dentro de su labor periodística sobresalen textos como la serie de catorce artículos publicados en 1921 bajo el título «Crónicas de Hernández Catá», motivados por la lucha de los marroquíes a favor de su independencia del dominio español. Esta actitud provocó que el gobierno español solicitase su expulsión de Madrid.
En 1909 Hernández Catá ingresó en la carrera diplomática. Fue cónsul en lugares como El Havre 1909, Birmingham 1911, Santander (1913), Alicante (1914) y Madrid (1918-1925). Hasta 1933, Hernández Catá fue encargado de negocios en la Legación de Cuba en Lisboa (Portugal), y luego del derrocamiento de la dictadura machadista fue nombrado embajador de Cuba en Madrid (España).
Autor también de una obra poética, Hernández Catá publicó en 1931 su libro Escala, donde se reúne buena parte de su producción lírica. Además, es autor de poemas de temática insular, como «La negra de siempre», compuesto como una rumba, y «Son», que fue incorporado por Ramón Guirao en su libro Órbita de la poesía afrocubana (de 1938). Escribió, junto a su cuñado habanero Alberto Insúa (1883-1963), algunas obras de teatro como las comedias El amor tardío (1913) y En familia (1914), ambientadas en espacios hispanos.
Fue autor de la zarzuela Martierra (1928), con música de Jacinto Guerrero. Su creación escénica más notable fue Don Luis Mejía, escrita con el poeta catalán Eduardo Marquina, en la que penetran con agudeza en la psicología del antagonista de Don Juan Tenorio.
Hacia los años veinte y treinta, en la obra de Hernández Catá va a advertirse con cada vez mayor fuerza el interés explícito por temas cubanos y por las problemáticas sociopolíticas de la república neocolonial. Ello fue consecuencia no solo de la radicalización tomada por los acontecimientos políticos de esos años, sino de las relaciones que sostuvo con algunos intelectuales del Grupo Minorista ―como Juan Marinello, Emilio Roig de Leuchsenring, Jorge Mañach y Rubén Martínez Villena― así como de la publicación en Cuba, a partir de 1913, de las obras de José Martí (1853-1895).
En relación con esto último, es significativo que ese mismo año, en el periódico El Fígaro, Hernández Catá escribiese un artículo titulado «La sombra de Martí», donde partía de la contraposición entre Ariel y Calibán, según la había concebido José Enrique Rodó, para ofrecer algunas consideraciones sobre la poesía martiana y sobre la trascendencia de su mensaje.
Este sería el germen de algunos de sus libros posteriores, como Mitología de Martí, publicado en Madrid en 1929; así como de otras acciones para difundir la obra martiana, como la gestión para publicar en Brasil un tomo de Páginas escogidas de José Martí, que estuvo acompañado por un prólogo suyo en portugués.
En 1907 Catá había publicado su primera novela corta, El pecado original, en El Cuento Semanal, de Madrid, y luego, en esa misma ciudad, su primer libro, Cuentos pasionales, con mucho éxito de crítica y público. Más allá de la distinción de elementos identitarios sobre lo cubano o lo español, aun cuando las historias se ubiquen en espacios nacionales, en los cuentos de Hernández Catá se evidencia una preocupación por las contradicciones sociales y por los conflictos humanos en todo su dramatismo y universalidad.
En ese sentido, su obra representó una línea más cosmopolita, libre de ataduras nativistas o costumbristas, dentro de la narrativa cubana de esta etapa. La convergencia de rasgos modernistas y naturalistas en la obra de Hernández Catá puede notarse en la prosa preciosista de fuertes atmósferas sensuales y en la tendencia hacia un psicologismo que explora en lo humano universal.
El exlibris de Hernández Catá, que rezaba «apasionadamente hacia la muerte», de cierta manera sintetiza su sentimiento trágico de la vida y el arte: en sus obras, se repiten con frecuencia los desenlaces funestos de personajes angustiados, temperamentales o hipersensibles, los cuales muchas veces derivan en la locura o en la destrucción total.
Algunas de sus narraciones se inspiran en la pobreza ética o en sucesos del espíritu, de manera que se trata, en su mayoría, de casos psicológicos que lindan con lo morboso y lo patológico. Todo esto conllevó a que su obra fuera estudiada en el volumen Literatura y psiquiatría 1950, donde el psiquiatra español Antonio Vallejo Nágera dedica un capítulo para examinar varios de los cuentos de Hernández Catá, calificado en estas páginas como «el literato moderno que más cuidadosamente ha especulado sobre sus casos dentro de la realidad clínica».
Por otra parte, el interés en sondear los comportamientos humanos condujo a Hernández Catá a incursionar en cuentos o historias de animales, a partir de los cuales podían plantearse distintas conductas, y con los que también demostró su buen dominio del diálogo. Esa tendencia aparece desde su primer libro, con un cuento como El milagro, y luego también se advierte en otras expresiones mejor logradas como los libros Zoología pintoresca (1919) o La casa de las fieras (1922), al que pertenecen cuentos como «Nupcial» y «Dos historias de tigres», que han sido comparados con los del indobritánico Rudyard Kipling (1865-1936) y los de el argentino Horacio Quiroga (1878-1937).
Entre los primeros libros de Hernández Catá, sobresalen Cuentos pasionales (1907) ―donde se percibe el influjo de Guy de Maupassant (1850-1893) y de otros narradores franceses―, y Los frutos ácidos (1915) ―que incluye «Los muertos» (una noveleta de atmósfera sombría que expone el tránsito hacia la muerte como liberación de un grupo de leprosos), así como «La piel» (otra noveleta que cuenta la historia del mulato Eulogio Valdés, acechado y golpeado por los prejuicios raciales)―.
Otros de sus mejores volúmenes son Los siete pecados (1920), distinguido por su tono confesional y melodramático, por el regodeo en lo morboso y por la concepción fatalista de la existencia. En El ángel de Sodoma (1928) aborda el tema de la homosexualidad masculina.
Mitología de Martí (1929) y Un cementerio en las Antillas (1933) son volúmenes donde penetra en el destino sociopolítico de Cuba y denuncia el régimen tiránico de Gerardo Machado (1869-1939).
En Manicomio (1931) ofrece una amplia galería de problemas psicopatológicos; es quizás donde están recogidos los mejores cuentos de Hernández Catá dentro del perfil temático de la locura, como «Los ojos» y «Los muebles».
Uno de los cuentos más antologados de Hernández Catá es «Don Cayetano el informal», debido a la temática cubana y martiana que lo caracteriza.
En su obra también sobresalen cuentos como «La quinina», publicado originalmente en 1926 en la revista Social con el título «Mandé quinina», en el que se advierten muchos elementos autobiográficos, sobre todo relacionados con los recuerdos de niñez en torno al comienzo de la guerra de independencia de 1895.
Otro de sus mejores cuentos es “Los chinos”, una narración alucinante basada en el empleo de braseros antillanos, españoles y asiáticos en la expansión de la industria azucarera a raíz de la primera guerra mundial (1914-1918).
A pesar de la versatilidad de su obra, que transitó por géneros como el ensayo, el periodismo, la zarzuela o el teatro, en realidad fue el género narrativo el que le mereció el enorme reconocimiento de su época, así como los elogios de los críticos más destacados de España y de América Latina. En ese sentido, sobresale la conciencia que tuvo sobre el propio género, dentro del cual fue defensor, sobre todo, de la novela corta. Sin embargo, sus mejores obras fueron los cuentos, aunque en algunos de estos se han señalado técnicas más propias de los dramaturgos que de los narradores y en otros un pronunciado carácter ensayístico. Escritor de numerosos relatos y de más de veinte novelas, fue uno de los autores hispanoamericanos más prolíficos a principios del siglo XX.
Fue ministro en países latinoamericanos donde desarrolló una notable labor de divulgación cultural, como por ejemplo en Panamá 1935, en Chile (1937) y en Brasil (1938), donde murió en un accidente de aviación cuando sobrevolaba la bahía de Botafogo, en Río de Janeiro, el 8 de noviembre de 1940, a los 55 años. Tras la desaparición de Hernández Catá, la poetisa chilena Gabriela Mistral y el narrador austríaco Stefan Zweig, hasta entonces su amigo y maestro, pronunciaron sendas oraciones fúnebres durante una sesión solemne dedicada a su memoria, auspiciada por la Comisión Brasileña de Cooperación Intelectual y el Instituto Brasileño-Cubano de Cultura.
En honor de Alfonso Hernández Catá, se instituyó en Cuba un premio nacional de cuento que llevaría su nombre, que obtuvieron a partir de los años cuarenta los más relevantes narradores cubanos. Además, entre 1953 y 1954, se editaron ocho volúmenes de una revista titulada Memoria de Hernández Catá, a cargo de Antonio Barreras.
En esta publicación, que recogía artículos, comentarios, bibliografías, iconografía y reproducciones del trabajo de Hernández Catá, también se dejó constancia del sostenido intercambio epistolar que sostuvo con intelectuales de su tiempo, como Mariano Aramburu, Jesús Castellanos, José Antonio Ramos, Max Henríquez Ureña o José María Chacón y Calvo. Asimismo Barreras reprodujo la conferencia titulada “Cuba después de 1908”, ofrecida por Hernández Catá en la Sociedad Libre de Estudios Americanistas.



El crimen de Julián Ensor

Julián Ensor, lo mismo que el señor Parent y que Epíseopo, era un cobarde incapaz de intentar nada en contra de la mujer que siendo suya por convenio legal y divino, la sabía él ajena por codicia y por liviandades. La conoció en una "brasserie" alejada del centro de la población, a la cual iba para rehuir la tiranía de varios compañeros de oficina, que, no contentos con hacerle pagar todas sus faltan y realizar todos sus trabajos, le buscaban por las noches para reírse de su simplicidad y zaherirle con procaces burlas. En el rincón menos concurrido, mientras la espuma iba deshaciéndose con tenue chispear sobre el oro líquido y transparente de la cerveza, se resarcía de las penalidades sufridas en las ocho horas de trabajo. Solo, libre de sus amigos, sin pensar en nada, Julián Ensor era feliz. Allí nadie le hablaba; nadie, sospechando su carácter débil, le hacía blanco de invectivas. La cervecería llegó a ser para él una necesidad, una voluptuosidad, tal vez la única de su vida de claudicaciones. Por las mañanas, al esmerarse en copiar, con su elegante letra inglesa, oficios y deposiciones ministeriales que habían de valer plácemes a otros, pensaba en la llegada de la noche, en la luz cruda de los focos eléctricos, en los amplios divanes tapizados de verde y en los espejos luminosos y profundos. Ya por las tardes todo su cuerpo enflaquecido tremaba de dolorosa impaciencia, y luego comía aceleradamente, dejando muchas veces el postre, para ir, con las precauciones de un malhechor que se cree perseguido, a sentarse intranquilo y dichoso ante el vaso de cerveza, cuyo amargor penetrante no concluía de ser grato a su paladar.
Conocía de vista a todos los parroquianos asíduos, y siempre que los hallaba en la calle cruzaba con ellos una mirada familiar, casi misteriosa, una de esas miradas que forman el hilo de un secreto. Y allí conoció a su mujer. Era joven, morena; en su rostro, bajo el complicado artificio de su cabellera opulenta y obscura, dos manchas bermejas contrastaban con la tenebrosa profundidad de sus ojos, agrandados por sendos círculos azules, y con la curva constantemente húmeda y roja de su boca, que fingía una herida.
¿Que cómo fué el caso? Concretamente nadie puede decirlo. Tuvo esa encadenación inesperada y fatal que eslabona los hechos, uniendo términos tan distantes, que la perspicacia más aguda no sospechara verlos acercados jamájs. Durante muchas noches él la vió con el mismo manso amor con que veía todas las cosas del establecimiento: los divanes, las mesas, las cafeteras humeantes, las botellas de opaca diafanidad, el rapaz, granuja precoz, que pregonaba con voz insinuante cerillas y periódicos ilustrados. La veía ambular por entre las mesas, inclinarse ante los parroquianos y recorrer, con la diversidad de sus sonrisas, una extensa gama, cada uno de cuyos matices hubiera servido a otro observador más sagaz para clasificar la esplendidez de las propinas. La veía como a una cosa, y nunca pensó en el encanto sensual de aquel cuerpo, que muchas veces, al hurtarse rápido en un esguince a la solicitud de una mano aviesa, chocaba contra los veladores, alzando de ellos un sonoro temblor de cristales. Casi no advertía que eUa era la más joven y la más hermosa de las camareras; casi no advertía que ella era la más agasajada. Para él era uno de los objetos de la cervecería... Y sin embargo... ¿cómo fué aquello? Una noche, ella no le cobró la cerveza; otra, pasadas algunas, le trajo un vaso sin él pedírselo y tampoco se lo quiso cobrar; varias semanas después le dió para que cambiase un billete de veinticinco pesetas y ella no volvió con el cambio, y la noche de un viernes, por fin, le dijo que la esperara y salieron juntos. En la calle se les unió un viejo de cabeza intonsa y brillante mirada suspicaz. Ella le dijo que era su padre.
—Mi Juanita ya nos había hablado de usted. En casa tienen mucha gana de conocerle.
—¿De mí?... ¿Ella le ha hablado de mí?...
—Nosotros no somos de esos padres que se oponen a que sns hijas tengan novio, ¿sabe usted? Siendo, como usted, persona honrada... Desde hoy ya cuenta con nuestro permiso.
Y fue así. Después, una sucesión de hechos absurdamente lógicos: varios paseos, dos giras al campo, algunos viajes a la Vicaría, una ceremonia grotesca: un velo blanco, un ramo (quizás demasiado grande) de azahares, un frac de bazar, algunos latines rituales tartamudeados por un cura obeso. Y después... después la desdicha.
Y la desdicha fue tenazmente cruel. Desde la tarde de la boda, Julián Ensor sabía que era un predestinado, es más, lo sabía desde antes; y cuando el sacerdote le preguntó que si la aceptaba por esposa, él hubiera respondido que no, si aquella irremediable cobardía que pesaba sobre todos los gérmenes de su acción, le hubiera permitido el trascendental acto de hacer por única vez en la vida su voluntad, en vez de someterse a la de los otros.
Sus amigos comenzaron a hacerle visitas injustificadas. Fue mandado por su mujer a recados de premiosa tramitación. Una tarde, yendo de paseo escoltado por algunos jóvenes que sin recatarse de él la miraban con esas miradas que hablan de una historia, de un convenio o de una procaz solicitud, oyó una voz grosera decir: "Mira qué gracioso el marido de la Juanita.." Y algunas veces encontraba sobre su pupitre dibujados por manos rudimentarias y arteras, ciervos, tauros y unicornios, que él rompía en pequeños fragmentos para darlos uno a uno a la purificación del fuego de la estufa, mientras meditaba, fríamente, que sólo una explosión colérica podría redimirle de aquellas torturas.
Y tuvo que aguardar en la escalera a que, después de una mal disimulada inquietud interior, la puerta se abriese para encontrar en la sala a su mujer y a cualquier amigo en actitud harto comedidas. No era promediado el segundo mes de matrimonio cuando tuvo que servirse la cena, porque su esposa había salido sin siquiera advertirle, dejándole dicho que iba al teatro. Y al finalizar el quinto mes, la deformación maternal era en Juanita una acusación y una promesa perentoria de alumbramiento.
Julián Ensor sufría todo pacientemente. Por las mañanas, al entrar en la oficina, sus compañeros le preguntaban uno después de otro, con voces entrecortadas por toses y por risas burlonas:
—¿Cuándo nace tu hijo?
Y aun otro, el más desvergonzado, añadía:
—Es preciso que la buena estirpe de los Ensor se perpetúe.
Y Julián hundía el acerado raspador en la carpeta, y al hacerlo, pensaba en los corazones de aquellos que tan despiadadamente herían el suyo, aterrorizado por la visión sangrienta que en su imaginación, cándida y pacífica, se fijaba con el burocrático aspecto de un frasco de tinta roja derramado.
Fue en abril, una tarde al volver del Ministerio embriagado con la fragancia áspera de un ramo de geranios que le obligara a comprar una florista, cuando el viejo de cabeza intonsa le recibió con acongojado clamor:
—¡Juanita está grave!... Corre, ve a casa de don Luis... ¡La comadrona ya no puede hacer nada!
Casi sin conciencia descendió la escalera, y con pasos inciertos de beodo dirigióse a casa del doctor. Al ir a trasponer la acera, un hombre se le acercó decidido y turbado: era un antiguo parroquiano de la cervecería:
—¿Usted es el marido de Juanita?... ¿Cómo está?... ¿Es cierto que puede morirse?
—Bien... No sé... No, no se muere.
Julián Ensor comprendió; en un instante se hizo cargo de aquella abominable vergüenza. Y en tanto, sin detenerse, tropezando con los transeúntes, seguía su ruta, pensaba que el se debiera volver y matar, con la misma glacial indiferencia bárbara con que pensamos trágicas soluciones a un drama visto en el teatro.
El doctor le recibió con lenta cortesía, haciéndole, a la vez que se ponía parsimonioso el abrigo y el sombrero, preguntas que él contestaba maquinalmente.
—¿Tiene convulsiones?... ¿No la han sometido durante quince días a alimentación láctea?... Tal vez sea la albúmina el motivo... ¿Cuántas meses llevan de matrimonio?
Julián Ensor, afrentado y cobarde, respondió hasta la última pregunta, sin mentir. En el coche, mecido por el blando vaivén, una idea terrible comenzó a rondarle; una idea tan pavorosa que él en vano la trataba de esquivar mirando la calle, en apariencia fugitiva, por el cristal turbio del carruaje. Era una idea tenaz, diabólica, que nacía de algo desconocido en él, de algún centro de recónditas energías. "¡Si ella muriese!" Y la idea se desarrollaba, se precisaba hasta concretar todos sus trámites: un féretro, una noche de vela, un paseo tras un carro fúnebre en una mañana asoleada, y después... después la libertad, la soledad, los ratos felices en otra cervecería donde no hubiera mujeres, viéndose todas las noches en la hondura luminosa de los espejos, y no pensando ni temiendo nada ante el oro trasparente y líquido de la cerveza que se iría deshaciendo con tenue chispear.
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