7 mejores cuentos de Machado de Assis

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Una vez en ella, respiró. La casa era vieja, vieja la escalera y viejo el negro que lo servía, y que se aproximó para ver si deseaba comer algo.
-No quiero nada -vociferó Pestana-; prepárame café y vete a dormir.
Se desnudó, vistió un camisón y fue hacia la habitación del fondo. Cuando el negro prendió la lámpara de gas del comedor, Pestana sonrió y, desde el fondo de su alma, saludó unos diez retratos que pendían de la pared. Uno solo era al óleo, el de un cura que lo había educado, que le había enseñado latín y música, y que según los malhablados, era el propio padre de Pestana. Lo cierto es que le dejó en herencia aquella casa vieja, y los viejos trastos, que eran de la época de Pedro I. El cura había compuesto algunos motetes, le encantaba la música, sacra o profana, y esa pasión se la inculcó al muchacho, o se la transmitió a través de la sangre, si es que tenían razón los charlatanes, cosa por la que no se interesa mi historia, como podrán comprobar.
Los demás retratos eran de compositores clásicos: Cimarosa, Mozart, Beethoven, Gluk, Bach, Schumann; y unos tres más, algunos grabados, otros litografiados, todos enmarcados torpemente y de diferentes tamaños, mal ubicados allí, como santos de una iglesia. El piano era el altar; el evangelio de la noche allí estaba abierto: era una sonata de Beethoven.
Llegó el café; Pestana bebió la primera taza y se sentó al piano. Contempló el retrato de Beethoven, y empezó a ejecutar la sonata, totalmente compenetrado, ausente o absorto, pero con gran perfección. Repitió la pieza; luego se detuvo unos instantes, se levantó y se acercó a una de las ventanas. Volvió al piano; era el turno de Mozart, recordó un fragmento y lo ejecutó del mismo modo, con el alma perdida en la lejanía. Haydn lo llevó a la medianoche y a la segunda taza de café.
Entre la medianoche y la una de la mañana, Pestana prácticamente no hizo otra cosa que dejarse estar acodado en la ventana mirando las estrellas para luego entrar y contemplar los retratos. De a ratos se acercaba al piano y, de pie, hacía sonar una que otra nota suelta en el teclado, como si buscase algún pensamiento; pero el pensamiento no aparecía y él volvía a apoyarse en la ventana. Las estrellas le parecían otras tantas notas musicales fijadas en el cielo a la espera de alguien que las fuese a despegar; ya llegaría el día en que el cielo habría de quedar vacío, pero entonces la tierra sería una constelación de partituras. Ninguna imagen, fantasía o reflexión le traía el menor recuerdo de la señorita Mota que, mientras tanto, en ese mismo momento se dormía, pensando en él, autor de tantas polcas amadas. Tal vez la idea de casarse sustrajo, por unos segundos, a la muchacha del sueño. ¿Por qué no? Ella iba por los veinte, él andaba por los treinta, era una diferencia adecuada. La muchacha dormía al son de la polca, oía en la memoria, mientras el autor de la misma no se interesaba ni por la polca ni por la muchacha, sino por las viejas obras clásicas, interrogando al cielo y a la noche, implorando a los ángeles y en última instancia al diablo. ¿Por qué no podría él componer aunque no fuera más que una sola de aquellas páginas inmortales?
A veces era como si estuviera por surgir de las profundidades del inconsciente una aurora de idea; él corría al piano, para desplegarla enteramente, traduciéndola en sonidos, pero era en vano, la idea se evaporaba. Otras veces, sentado al piano, dejaba correr sus dedos al acaso, queriendo ver si las fantasías brotaban de ellos, como de los de Mozart; pero nada, nada, la inspiración no llegaba, la imaginación se dejaba estar, aletargada. Y si por casualidad alguna idea irrumpía, definida y bella, era apenas el eco de alguna pieza ajena, que la memoria repetía, y que él presumía estar creando. Entonces, irritado, se incorporaba, juraba abandonar el arte, ir a plantar café o meterse a carruajero; pero diez minutos después, ahí estaba otra vez, con los ojos fijos en Mozart, emulándolo al piano.
Dos, tres, cuatro de la mañana. Después de las cuatro se fue a dormir; estaba cansado, desanimado, muerto; tenía que dar clase al día siguiente. Durmió poco; se despertó a las siete. Se vistió y desayunó.
-¿Mi señor quiere el bastón o el paraguas? -preguntó el negro, siguiendo las órdenes que había recibido, porque las distracciones de su amo eran frecuentes.
-El bastón.
-Me parece que hoy llueve...
-Llueve -repitió Pestana maquinalmente.
-Parece que sí, señor, el cielo se ha oscurecido.
Pestana miraba al negro, vagamente, perdido, preocupado. De pronto le dijo:
-Aguarda un momento.
Corrió al salón de los retratos, abrió el piano, se sentó y dejó correr las manos por el teclado. Empezó a tocar algo propio, algo que respondía a una oleada de inspiración real y súbita, una polca, una polca bulliciosa, como dicen los anuncios. Ninguna repulsión por parte del compositor; los dedos iban arrancando las notas, uniéndolas, barajándolas con habilidad; se diría que la musa componía y bailaba al mismo tiempo. Pestana había olvidado a sus alumnos, al negro que lo esperaba con el bastón y el paraguas, e incluso a los retratos que pendían gravemente de la pared.
Todo él estaba abocado a la composición, tecleando o escribiendo, sin los vanos esfuerzos de la víspera, sin exasperación, sin pedir nada al cielo, sin interrogar los ojos de Mozart. Nada de tedio. Vida, gracia, novedad, brotaban del alma como de una fuente perenne.
Poco tiempo fue preciso para que la polca estuviese hecha. Corrigió, después, algunos detalles, cuando regresó al atardecer: pero ya la tarareaba caminando por la calle. Le gustó la polca; en la composición reciente e inédita circulaba la sangre de la paternidad y de la vocación. Dos días después fue a llevársela al editor de las otras polcas suyas, que sumarían ya unas treinta. Al editor le pareció encantadora.
-Va a ser un gran éxito.
Se planteó entonces la cuestión del título. Pestana, cuando compuso su primera polca, en 1871, quiso darle un título poético, eligió éste: Gotas de Sol. El editor meneó la cabeza y le dijo que los títulos debían contribuir a facilitar la popularidad de la obra, ya sea mediante alguna alusión a una fecha festiva o a través de palabras pegadizas o graciosas, y le dio dos ejemplos: La ley del 28 de septiembre, o Candongas no hacen fiestas.
-Pero ¿qué quiere decir Candongas no hacen fiestas? -preguntó el autor.
-No quiere decir nada, pero se populariza en seguida.
Pestana, principiante inédito todavía, rechazó las dos sugerencias y se guardó la polca; pero no pasó mucho tiempo sin que compusiese otra, y la comezón de la popularidad lo indujo a editar las dos con los títulos que al editor le pareciesen más atrayentes o apropiados. Ese fue el criterio que adoptó de allí en adelante.
Esta vez, cuando Pestana le entregó la nueva polca, y pasaron a la cuestión del título, el editor dijo que tenía uno entre manos, desde hacía varios días, para la primera obra que le presentase, título pomposo, largo y sinuoso. Era éste: Respetable señora, guarde su canasto.
-Y para la próxima polca, tengo uno especialmente reservado -agregó.
Pestana, todavía principiante inédito, rechazó cualquiera de las sugerencias que se le formularon; el compositor puede bastarse para encontrar un título razonable. La obra, enteramente representativa en su género, original y cautivante, invitaba a bailarla y era fácil de memorizar. Ocho días bastaron para convertirlo en una celebridad. Pestana, durante los primeros, anduvo de veras enamorado de la composición, le encantaba tararearla bajito, se detenía en la calle para oír cómo la ejecutaban en alguna casa, y se enojaba cuando no la tocaban bien. De inmediato, las orquestas de teatro la ejecutaron y allá fue él a uno de ellos. Tampoco le disgustó oírla silbada, una noche, en boca de una sombra que bajaba la Rua do Aterrado.
Esa luna de miel duró apenas un cuarto menguante. Como ocurrió anteriormente, y más rápido aún, los viejos maestros retratados lo hicieron sangrar de remordimiento. Humillado y harto, Pestana arremetió contra aquella que viniera a consolarlo tantas veces, musa de ojos pícaros y gestos sensuales, fácil y graciosa. Y fue entonces cuando volvió el asco de sí mismo, el odio a quienes le pedían la nueva polca de moda, y al mismo tiempo el empeño en componer algo que tuviera sabor clásico, al menos una página, una sola, pero que pudiese ser encuadernada entre las de Bach y Schumann. Vano estudio, inútil esfuerzo. Se zambullía en aquel Jordán sin salir bautizado. Noches y noches las pasó así, confiante y empecinado, seguro de que la voluntad era todo, y que, una vez que lograse desembarazarse de la música fácil...
-Que se vayan al infierno las polcas y que hagan bailar al diablo -dijo él un día, de madrugada, al acostarse.
Pero las polcas no quisieron llegar tan hondo. Entraban a casa de Pestana, al salón de los retratos, irrumpían tan acabadas, que él no tenía más tiempo que el necesario para componerlas, imprimirlas después, disfrutarlas algunos días, odiarlas, y volver a las viejas fuentes, de donde nada le brotaba. En ese vaivén vivió hasta casarse, y después de casarse.
-¿Con quién se casará? -preguntó la señorita Mota al tío escribano que le dio aquella noticia.
-Se casará con una viuda.
-¿Vieja?
-Veintisiete años.
-¿Linda?
-No, pero tampoco fea. Oí decir que él se enamoró de ella porque la escuchó cantar en la última fiesta de San Francisco de Paula. Pero además me dijeron que ella posee otro atributo, que no es infrecuente, y que no vale menos: es tísica.
Los escribanos no debían tener sentido del humor; buen sentido del humor, quiero decir. Su sobrina sintió por fin que una gota de bálsamo le aplacaba la pizca de envidia. Todo era cierto. Pestana se casó pocos días después con una viuda de veintisiete años, buena cantante y tísica. La recibió como esposa espiritual de su genio. El celibato era, sin duda, la causa de la esterilidad y la desviación que padecía, se decía él mismo; artísticamente hablando se veía como un improvisador de horas muertas; consideraba a las polcas aventuras de petimetres. Ahora sí iba a engendrar una familia de obras serias, profundas, inspiradas y trabajadas.
Esa esperanza preñó su alma desde las primeras horas de enamoramiento, y ganó cuerpo con la primera aurora del casamiento. María, balbuceó su alma, dame lo que no encontré en la soledad de las noches ni en el tumulto de los días.
De inmediato, para conmemorar la unión, se le ocurrió componer un nocturno. Lo llamaría Ave María. Diríase que la felicidad le trajo un principio de inspiración; no queriendo comunicarle nada a su mujer antes de que estuviera listo, trabajaba a escondidas; cosa difícil, porque María, que amaba igualmente el arte, venía a tocar con él, o solamente a oírlo, horas y horas, en el salón de los retratos. Llegaron a realizar algunos conciertos semanales, con tres artistas amigos de Pestana. Un domingo, empero, no pudo contenerse el marido, y llamó a la mujer para hacerle oír un fragmento del nocturno; no le dijo qué era ni de quién era. De pronto, interrumpiendo la ejecución, la interrogó con los ojos.
-Termínalo -dijo María-; ¿no es Chopin?
Pestana empalideció, su mirada se perdió en el aire, repitió uno o dos pasajes y se incorporó. María se sentó al piano y, tras algunos esfuerzos de memoria, ejecutó la pieza de Chopin. La idea, los temas, eran los mismos; Pestana los había encontrado en alguno de esos callejones oscuros de la memoria, vieja ciudad de tradiciones. Triste, desesperado, salió de su casa y se dirigió hacia el lado del puente, camino a San Cristóbal.
“¿Para qué luchar?”, se decía. “Sólo se me ocurren polcas... ¡Viva la polca!”
La gente que pasaba a su lado, y lo oía refunfuñar, se detenía a mirarlo como se mira a un loco. Y él iba yendo, alucinado, mortificado, marioneta eterna oscilando entre la ambición y las dotes reales... Dejó atrás el viejo matadero; cuando llegó al portón de entrada de la estación de ferrocarril, se le ocurrió largarse a caminar por las vías y esperar el primer tren que apareciese y lo aplastase. El guarda lo hizo retroceder. Volvió en sí y retornó a su casa.
Pocos días después -una clara y fresca mañana de mayo de 1876-, a eso de las seis, Pestana sintió en los dedos un cosquilleo especial y conocido. Se incorporó despacito, para no despertar a María, que había tosido toda la noche y ahora dormía profundamente. Fue al salón de los retratos, abrió el piano y, lo más sordamente que pudo, extrajo una polca. La hizo publicar con un seudónimo; en los dos meses siguientes compuso y publicó dos más. María no supo nada; iba tosiendo y muriendo, hasta que expiró, una noche, en los brazos del marido, horrorizado y desesperado.
Era la noche de Navidad. El dolor de Pestana se vio acrecentado, porque en el vecindario había un baile, en el que tocaron varias de sus mejores polcas. Ya era duro tener que soportar el baile; pero sus composiciones le agregaban a todo un aire de ironía y de perversidad. Él sentía la cadencia de los pasos, adivinaba los movimientos, por momentos sensuales, a que obligaba alguna de aquellas composiciones, todo eso junto al cadáver pálido, un manojo de huesos, extendido en la cama... Todas las horas de la noche pasaron así, lentas o rápidas, húmedas de lágrimas y de sudor, de agua de colonia y de Labarraque, fluyendo sin parar, como al son de la polca de un gran Pestana invisible.
Enterrada la mujer, el viudo tuvo una única preocupación: dejar la música después de componer un Réquiem, que haría ejecutar en el primer aniversario de la muerte de María. Optaría por otro trabajo, se emplearía como secretario, cartero, vendedor de baratijas, cualquier cosa con tal que le hiciera olvidar el arte asesino y sordo.
Comenzó la obra; empeñó todo: arrojo, paciencia, meditación y hasta los caprichos de la casualidad, como había hecho otrora, imitando a Mozart. Releyó y estudió el Réquiem de este autor. Transcurrieron semanas y meses. La obra, célebre al principio, fue aflojando su paso. Pestana tenía altos y bajos. De pronto la encontraba incompleta, no alcanzaba a palparle la médula sacra, ni idea, ni inspiración, ni método; de pronto se enardecía su corazón y trabajaba con vigor. Ocho meses, nueve, diez, once, y el Réquiem no estaba concluido. Redobló los esfuerzos; olvidó clases y amigos. Había rehecho muchas veces la obra; pero ahora quería concluirla, fuese como fuese. Quince días, ocho, cinco... La aurora del aniversario vino a encontrarlo trabajando.
Se contentó con la misa rezada y simple, para él solo. No se puede especificar si todas las lágrimas que inundaron solapadamente sus ojos fueron las del marido, o si algunas eran del compositor. Lo cierto es que nunca más volvió al Réquiem.
“¿Para qué?”, se decía a sí mismo.
Transcurrió un año. A principio de 1878 el editor apareció en su casa.
-Ya va para dos años que no nos da ni siquiera una muestra de sus condiciones. Todo el mundo se pregunta si usted perdió el talento. ¿Qué ha hecho todo este tiempo?
-Nada.
-Comprendo perfectamente qué terrible ha sido el golpe que lo hirió; pero de eso hace ya dos años. Vengo a proponerle un contrato: veinte polcas durante doce meses; el precio sería el mismo que hasta ahora, pero le daría un porcentaje mayor sobre la venta. Al cabo del año podemos renovar.
Pestana asintió con un gesto. Sus alumnos particulares eran escasos, había vendido la casa para saldar las deudas, y las necesidades se iban comiendo el resto, que por lo demás era escaso. Aceptó el contrato.
-Pero la primera polca la quiero en seguida -explicó el editor-. Es urgente. ¿Leyó usted la carta del Emperador a Caxias? Los liberales fueron llamados al poder; van a realizar la reforma electoral. La polca habrá de llamarse: ¡Hurras a la elección directa! No es propaganda política, sino un buen título de ocasión.
Pestana compuso la primera obra del contrato. Pese al largo tiempo de silencio no había perdido la originalidad ni la inspiración. Traía la nueva obra la misma impronta genial de sus predecesoras. Las siguientes polcas fueron viniendo, regularmente. Había conservado los retratos y los repertorios; pero trataba de eludir las noches sentado al piano, para no caer en nuevas y frustrantes tentativas. Ahora, siempre que había alguna buena ópera o algún concierto de calidad, pedía una entrada gratis y se acomodaba en un rincón, gozando esa serie de maravillas que nunca habrían de brotar de su cerebro. Una que otra vez, al regresar a su casa, lleno de música, despertaba en él el maestro inédito; entonces se sentaba al piano y, sin ningún propósito preciso, arrancaba algunas notas, hasta que se iba a dormir, veinte o treinta minutos después.
Así pasaron los años, hasta 1885. La fama de Pestana le había dado definitivamente el primer lugar entre los compositores de polcas; pero el primer lugar de la aldea no contentaba a este César, que seguía prefiriendo, no el segundo, sino el centésimo en Roma. Seguía, como en otros tiempos, a merced de los vaivenes con respecto a sus composiciones; la diferencia estribaba en que ahora eran menos violentas. Ni entusiasmo en las primeras horas ni repugnancia después de la primera semana; algún placer, en cambio, y cierto hastío.
Aquel año cayó en cama a raíz de una fiebre sin importancia, que en pocos días creció, hasta hacerse perniciosa. Ya estaba en peligro cuando apareció el editor, que nada sabía de la enfermedad, para darle la noticia del ascenso al poder de los conservadores, y pedirle una polca para la ocasión. El enfermero, un mísero apuntador de teatro, le informó del estado en que se encontraba Pestana, de modo que al editor le pareció más atinado callarse. El enfermo, sin embargo, lo instó para que le informara sobre lo que ocurría; el editor obedeció.
-Pero ha de ser cuando usted esté completamente repuesto -concluyó.
-Apenas me baje un poco la fiebre -dijo Pestana.
Hubo una pausa de algunos segundos. El apuntador fue en puntas de pie a preparar la medicación; el editor se levantó y se despidió.
-Adiós.
-Oiga, como es probable que yo muera uno de estos días, voy a hacerle dos polcas; la otra servirá para cuando suban los liberales.
Fue la única broma que dijo en toda su vida, y fue a tiempo, porque expiró a la mañana siguiente, a las cuatro y cinco, en paz con los hombres y mal consigo mismo.



Cántiga de los esponsales

Imagine la lectora que está en 1813, en la iglesia de Carmo, oyendo una de aquellas buenas fiestas antiguas, que eran la mayor diversión pública y lo mejor del arte musical. Sabe cómo es una misa cantada; puede imaginar lo que sería una misa cantada en aquellos años remotos. No llamo su atención hacia los curas y sacristanes, ni hacia el sermón, ni hacia los ojos de las jóvenes cariocas, que ya eran bonitas en aquel tiempo, ni hacia las mantillas de las señoras graves, las casacas, las cabelleras, las cortinas, las luces, los inciensos, nada. Ni siquiera hablo de la orquesta, que es excelente; me limito a mostrarle una cabeza blanca, la cabeza de ese viejo que dirige la orquesta con alma y devoción.
Se llama Román Pires. Tendrá sesenta años, no menos en todo caso, nació en el Valongo, o por esos lados. Es un buen músico y un buen hombre; todos los colegas lo quieren.
El maestro Román es su nombre familiar; y decir familiar o público era la misma cosa en tal materia y en aquellos tiempos. “La misa será dirigida por el maestro Román”, equivalía a esta forma de anuncio, años después: “Entra en escena el actor João Caetano”. O a esta: “El actor Martinho cantará una de sus mejores arias”. Era la sazón adecuada, el aliciente delicado y popular. ¡El maestro Román dirige la fiesta! ¿Quién no conocía al maestro Román, con su aire circunspecto, recatado el mirar, sonrisa triste y paso lento? Todo esto desaparecía al frente de la orquesta; y entonces la vida se derramaba por todo el cuerpo y todos los gestos del maestro; la mirada se encendía, la sonrisa se iluminaba: era otro. No significaba esto que él fuera el autor de las misas; esta, por ejemplo, que ahora dirige en el Carmo es de João Mauricio; pero él se aplica a su trabajo poniendo en ello el mismo amor que pondría si fuera suya.
La fiesta terminó; y fue como si se apagara un resplandor intenso, dejándole el rostro iluminado apenas por la luz ordinaria; helo aquí descendiendo del coro, apoyado en el bastón; va a la sacristía a besar la mano a los padres y acepta un sitio en su mesa. Permanece todo el tiempo indiferente y callado. Termina la cena, sale, camina en dirección a la Calle de la Madre de los Hombres, en donde vive, en compañía de un negro viejo, papá José, que es como si fuera su verdadera madre, y que en este momento conversa con una vecina.
–Ahí viene el maestro Román, papá José –dijo la vecina.
–¡Eh!, ¡eh!, adiós vecina, hasta luego.
Papá José dio un salto, entró en la casa, y esperó a su amo, que entró poco después con el mismo aire de siempre. La casa no era rica, por supuesto; ni alegre. No había en ella el menor vestigio de mujer, vieja o joven, ni pajaritos que cantasen, ni flores, ni colores vivos o cálidos. Casa sombría y desnuda. Lo más alegre que allí había era un clavicordio, donde el maestro Román tocaba algunas veces, estudiando. Sobre una silla, al lado, algunos papeles con partituras; ninguna suya...
¡Ah!, si el maestro Román pudiera, sería un gran compositor. Tal parece que hay dos clases de vocación, las que tienen lengua y las que no la tienen. Las primeras se realizan; las últimas representan una lucha constante y estéril entre el impulso interior y la ausencia de un modo de comunicación con los hombres. La de Román era de estas. Tenía la vocación íntima de la música; llevaba dentro de sí muchas óperas y misas, un mundo de armonías nuevas y originales que no alcanzaba a expresar y poner en el papel. Esta era la causa única de la tristeza del maestro Román. Naturalmente, el vulgo no se daba cuenta; unos decían esto, otros aquello: enfermedad, falta de dinero, algún disgusto antiguo; pero la verdad es esta: la causa de la melancolía del maestro Román era no poder componer, no poseer el medio de traducir lo que sentía. Y no porque escatimara el gasto de papel o el paciente trabajo, durante muchas horas, al frente del clavicordio; pero todo le salía informe, sin idea ni armonía. En los últimos tiempos hasta sentía vergüenza de los vecinos, y ya ni siquiera intentaba nada.
Y, no obstante, si pudiera, terminaría al menos cierta pieza, un canto de esponsales, comenzado tres días después de su casamiento, en 1799. La mujer, que tenía entonces veintiún años, y murió de veintitrés, no era bonita, ni mucho ni poco, pero sí muy simpática, y lo amaba tanto como él a ella. Tres días después de su boda, el maestro Román sintió en su interior algo parecido a la inspiración. Imaginó entonces el canto esponsalicio, y quiso componerlo; pero la inspiración no logró salir. Como un pájaro que acaba de ser aprisionado, y forcejea por atravesar las paredes de la jaula, abajo, encima, impaciente, aterrorizado, así batía la inspiración de nuestro músico, encerrada dentro de él sin poder salir, sin encontrar una puerta, nada.
Algunas notas llegaron a reunirse; él las escribió; asunto para una hoja de papel, apenas. Insistió al día siguiente, diez días después, veinte veces durante sus años de casado. Cuando murió su mujer releyó aquellas primeras notas conyugales, y se sintió más triste aún, por no haber podido dejar en el papel la sensación de esa felicidad ya extinta...