7 mejores cuentos de Teodoro Baró

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Título
El Autor
Antonieta
Don Narices
El gorrión
El viento
El zapatero remendón
La muñeca
Los Rosales
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El Autor

Teodoro Baró era hijo de Inés Sureda y Maimí, de Llagostera, y Manuel Baró y Secret, maestro natural de Figueras, localidad en la que nació. Allí cursó también el bachillerato, en el instituto de segunda enseñanza, y en Barcelona siguió la carrera de Derecho y tomó el título de licenciado en Filosofía y Letras. Para atender a sus estudios, desempeñó una plaza de corrector de pruebas en el diario político La Corona de Aragón. Mientras tanto, se encargó también de hacer alguna traducción y de producir sus primeros escritos. En 1867 se casó con Antonia Romañach.
Algún tiempo después entró a formar parte de la redacción de Crónica de Cataluña, de la que llegó a ser director. Se dedicó al profesorado tras rechazar los nombramientos de juez y de jefe de negociado del Ministerio de Ultramar. Siendo concejal del Ayuntamiento de Barcelona, propuso y fue aceptada la creación de una pensión en Roma, bajo el nombre de Fortuny.
Fue, asimismo, diputado a Cortes, así como gobernador civil de Málaga, Sevilla y La Coruña. Desempeñó también la dirección general de Beneficencia y Sanidad y, entre los trabajos hechos por su iniciativa en el cargo, se cuentan la organización del Cuerpo de Sanidad Marítima, la creación de un colegio para huérfanos y un asilo para inválidos del trabajo, que fue el primero y, durante un tiempo, el único existente en España.
Resultó elegido diputado a las Cortes de la Restauración en diversas ocasiones: por Barcelona (1881-1883 y 1884-1886), por Ginzo de Limia (1887-1890) y por Figueras (1893-1895).
Colaboró con Juan Mañé y Flaquer en el Diario de Barcelona, del que llegó a ser director tras su fallecimiento. Asimismo, fue miembro de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona y correspondiente por Barcelona de la Real Academia Española.
Falleció en Malgrat de Mar el 22 de septiembre de 1916, a los 74 años de edad.



Antonieta

Cuando nuestros primeros padres fueron expulsados del Paraíso después de haber cometido el primer pecado, el diablo, a quien el Arcángel había hecho huir a los infiernos, con sus uñas se abrió una salida por el corazón de las rocas, apareció en lo más alto de una elevadísima montaña, que a su contacto se convirtió en volcán; sentose en su boca que vomitaba lava ardiendo, que, a pesar de ser muy roja, no lo era tanto como las carnes del demonio, que estaban encendidas por la ira, que es el fuego que más quema; batió sus alas que despidieron chorros de chispas, y poniendo una pierna sobre otra, paseó sus miradas por el mundo y vio a Adán y Eva ocupados en el trabajo, al que pedían el pan que habían de ganar con el sudor de su frente.
El diablo sonrió, y del hálito que entonces se desprendió de su boca, se formaron nuevos nubarrones, tan espesos que parecían piedras suspendidas en el espacio; y sus labios pronunciaron estas palabras, mientras sus infernales ojos estaban clavados en nuestros primeros padres:
-Estáis condenados a comer el pan con el sudor de vuestra frente y a atender a todas vuestras necesidades. La satisfacción de ellas y el instinto de la propia conservación harán que el hombre olvide a sus hermanos por no pensar más que en sí mismo. Ha nacido un nuevo pecado: el egoísmo. Con él, mío es el mundo.
A medida que el diablo hablaba, los nubarrones eran más densos y rugía con más fuerza el volcán, despidiendo torrentes de lava que formaban un lago a su alrededor. Arrojose en él y se zambulló repetidas veces agitando los brazos, las piernas y moviendo las alas. Rocas como montañas eran despedidas a grande altura y se derretían convertidas en lluvia de fuego. Luego volvió de un salto a la boca del volcán y repitió extendiendo sus garras:
-¡El egoísmo me hará rey del mundo!
Sonó una voz dulcísima en las alturas, y despejose el firmamento y apagose el volcán, y el lago que formaba la lava se convirtió en una hermosa pradera. El diablo rugió al oír aquella voz, que dijo:
-¡Réprobo! Nunca lograrás que el egoísmo te haga rey del mundo, porque siempre quedará el amor, reflejo del amor divino, en el corazón de la madre.
El diablo volvió a rugir, y el Arcángel exclamó:
-¡Ve, maldito de Dios, a los infiernos!
La tierra se abrió y hundiose el demonio.
Y pasaron muchos años, muchos años; tantos, que forman siglos, muchos siglos.
Y dentro de una habitación había una cama, y en ella una niña hermosa como el sol, con los ojos cerrados, la boca amoratada y su bello rostro encendido por la calentura.
Al lado de la cama estaba sentada una mujer tan hermosa como la niña, que no apartaba la mirada de la enferma, que era vida de su vida, sangre de su sangre y alma de su alma; y los labios de la madre murmuraban:
-¡Virgen Santa! ¡ampara a mi hija, ampara a mi Conchita!
Y sus párpados se cerraron porque hacía muchísimos días y muchísimas noches, no se sabe cuántas, que su hija estaba enferma, estaba muriéndose; pero ella imponía la fuerza del amor de madre al cansancio de la materia.
La enfermedad progresaba, progresaba, y ella tenía puesta su confianza en Dios y en la Virgen.
Un día sus párpados llegaron a cerrarse y pareciole oír una voz extraña que le decía:
-Piensa en ti.
Ella se levantó asustada, porque aquella voz le había espantado, y contestó:
-Pienso en mi hija.
Y cuando algunas horas después el sueño comenzó de nuevo a vencerla, la misma voz le dijo:
-Descansa.
-No, contestó la madre: mi hija me necesita, porque sufre.
-La fatiga te abate. Tu hija morirá; no puedes salvarla.
-¡Dios lo puede todo!
La madre rezó, rezó mucho. Al día siguiente oyó la misma voz que le decía:
-Si te concediera una cosa, a tu elección, ¿pedirías ser reina?
-No.
-¿Todo el oro que contiene el mundo en sus entrañas?
-No.
-¿Tu dicha?
-Sí.
-Te concederé la dicha si te duermes, porque sólo tus cuidados sostienen la vida de tu hija y son bastante poderosos para luchar con la muerte.
-¡Es que mi dicha consiste en la salud de mi hija! exclamó la madre.
La voz calló, pero volvió a resonar a las pocas horas y le dijo:
-¿Y si tu hija tuviese otras enfermedades que la dejasen fea, horrorosa?
-Siempre sería hermosa para mí.
-¿Y si fuese ingrata?
-No lo sería, pero aunque lo fuese, yo sería dichosa si ella fuese feliz.
-¡Amor sin recompensa!
-¡Amor de madre! ¡amor divino!
Oyose algo parecido a un rugido. La voz continuó:
-¿Por qué amas tanto a esta niña?
-Porque es mi hija.
-¿Qué recompensa esperas?
-Su amor.
-¿Y si llegara a odiarte?
-¡No será!
-¿Y si fuera?
-¡La amaría yo!
Pasó aquella noche y aumentó la calentura y aumentó el letargo; y Antonieta, que así se llamaba la madre, no se movió del lado de la cama ni dejó de rezar.
Poco antes de amanecer, la misma voz volvió a resonar en los oídos de la madre y la dijo:
-Otra noche perdida.
Antonieta no contestó: siguió rezando.
-Oye, prosiguió la voz: yo puedo revelarte secretos que no ha penetrado la ciencia y sabrás en qué consiste la enfermedad que mata a tu hija.
-Hazlo, contestó la madre con vehemencia.
-Mira, dijo la voz.
La madre miró, y vio un ser invisible llamado miasma, horroroso, que corrompía la sangre de Conchita.
Antonieta lanzó un grito de espanto.
El demonio se dijo:
-Comienza el miedo y con él el egoísmo.
Luego añadió de modo que la madre le oyese:
-Continuaré revelándote secretos que aún no ha penetrado la ciencia: puedes curar a tu hija.
-¿Cómo?
-Besándola en la boca: al besarla el miasma pasará de su cuerpo al tuyo. Ella sanará y tú morirás.
Oyose un fuerte beso seguido de un rugido. El beso lo daba Antonieta en los labios de su hija Conchita; el rugido el diablo.
La niña comenzó a curar. La madre a enfermar. Al sentirse postrada por la calentura, Antonieta murmuró:
-¡Dios mío, Virgen Santa! ¡permitidme que muera pronunciando vuestros santos nombres y el de mi hija!
Y murió pronunciando los santos nombres de Dios y de la Virgen y el de su hija Conchita, al amanecer de un día de noviembre, cuando el sol esparcía carbunclos en las aguas del mar, doraba los picos de las montañas y encendía las nubes.
Los ángeles recogieron el alma de la madre en sus brazos y la llevaron al cielo; mientras Conchita, ya recobrada la salud, dormía y sonreía porque sin duda veía a su madre en compañía de los ángeles.
Y al llegar a la presencia de Dios, Antonieta se arrodilló ante su trono y le dijo:
-Señor, Dios de las alturas; permíteme que mientras mi hija viva te ruegue por ella al cantar tus alabanzas.
Al mismo tiempo que tal súplica dirigía Antonieta al Eterno en el cielo, el demonio bramaba en el infierno, y el acento del Ángel resonaba en el espacio y decía:
-¡Réprobo! Nunca lograrás que el egoísmo te haga rey del mundo, porque siempre quedará el amor, reflejo del amor divino, en el corazón de la madre.



Don Narices

Don Narices era un perro honrado. Lo que no se ha podido averiguar es por qué le llamaban don Narices, pues las que tenía eran como las de los otros perros de su casta, sin cosa alguna que las hiciese notables o siquiera diferenciarse en algo de las de los demás canes. Verdad es que al que no tiene pelo le llaman pelón, y rabón al que no tiene rabo, pero esto nada tiene que ver con D. Narices, cuyo pelo era muy lustroso; y como a su dueño no se le había ocurrido la tonta idea de cortarle el rabo y las orejas cuando nació, conservaba aquél y éstas.
Hemos dicho que D. Narices tenía el pelo lustroso, lo que equivale a confesar que le lucía el pelo, que a su vez vale tanto como declarar que comía bien. Si alguien lo dudase bastaría una mirada al cuerpo redondeado y a los muslos rollizos del perro para desvanecer la duda. Comía bien el can, y, además de buena, la comida era abundante. Aseguro que D. Narices era un perro privilegiado. ¡Vaya si lo era! Sépase que aún no se sabe todo; y no se sabe todo porque no se ha dicho. Este perro tenía por morada la mejor de las moradas que a un can puede darse: una cocina. ¿Se concibe dicha superior a la de D. Narices? ¡Cuántos perros vagabundos se quedaban como clavados en el suelo, el cuello a medio torcer y las fosas nasales abiertas aspirando el tufo que de la cocina se desprendía! Y D. Narices comía lo que sus errantes compañeros sólo podían oler. En invierno tenía buena lumbre; y al llegar la noche siempre encontraba una silla, una estera o un trapo que le sirviera de cama. Confesemos que no podía desear mayor felicidad perruna.
Pues bien: D. Narices no estaba contento. ¿Por qué? No se lo hubiera podido explicar. Ganaba el pan que comía, mejor dicho, las tajadas y los huesos que en abundancia se le daban, pues hay que añadir que la cocina donde estaba empadronado era la de una fonda. En cambio del buen trato que recibía, debía dar vueltas al asador cuando le tocaba, y aún entonces trabajaba por cuenta propia, pues sabía que algo había de corresponderle de aquellos pollos, capones y pavos que se estaban dorando al amor de la lumbre.
Un día D. Narices dejó el asador, que se quedó sin movimiento; y los pollos, más bien que a asarse, comenzaron a tostarse de sólo un lado, con gran desesperación del jefe de la cocina cuando lo notó. Si el perro hubiese estado al alcance de su mano, le hubiera arrimado un palo, pero D. Narices había echado a correr y estaba ya en la calle. Una vez en ella se miró de soslayo y comenzó a dar saltos y a describir círculos con el propósito de cogerse la cola. Cuando estuvo cansado, se quedó parado; aspiró el aire tibio de un hermoso día de primavera; y como su satisfacción fuese grande porque no trabajaba y era completamente dueño de sus acciones, pues podía ir, venir, correr, saltar, tenderse al sol; en una palabra, hacer lo que mejor le acomodara, expresó su satisfacción dando desaforados ladridos.
En mala ocasión lo hizo, pues a su lado estaban hablando dos caballeros; y como el que más cerca de D. Narices estaba se asustara a los ladridos, creyendo que iba a morderle, con su bastón arrimole un fuerte golpe en los lomos; con lo cual el perro salió escapado y lanzando lastimeros quejidos, que hubieran partido el corazón de Rosita si los hubiese oído.
¿Quién era Rosita? Una niña muy remonona a quien una amiga había regalado el perrito cuando sólo tenía un mes. Pero como Rosita se pasase el día jugando con el perrito y a veces se entretuviera en enfadarle, su mamá, que sabía que los perros rabian y que cuando están hidrófobos y muerden a una persona ésta suele morirse, no quiso exponer la vida de su hija al capricho de tener perro; y como se dijera que más segura está la que no los tiene en su casa que la que en ellas los guarda, lo dio al fondista, en cuya cocina vivió tranquilamente D. Narices hasta recibir el palo que le propinó aquel caballero.
Parose el perro cuando estuvo muy lejos; y entonces, sin miedo al bastón, que ya no podía alcanzarle, ladró al que le había pegado; y luego, muy satisfecho, como si hubiese obtenido una gran victoria, continuó su camino. Vio un compañero que estaba sentado delante de un pobre ciego que pedía limosna. D. Narices se acercó al perro; se saludaron encogiendo los hocicos y enseñando los dientes, y el de la fonda preguntó al del ciego:
-¿Qué haces aquí?
-Trabajo.
-¡Vaya una manera de trabajar, sentado!
-Cada cual trabaja a su manera en este mundo. Yo guío a mi amo, que pide limosna, y con lo que le dan, come él y como yo.
-¿Por qué no le abandonas?
-Porque sería una mala acción, pues como no ve no podría volver su casa y no tendría quién le guiara.
Fuese D. Narices y llegó a una plaza donde tropezó con un perro perdiguero. Acercose a él y le saludó exclamando:
-Tú lo entiendes.
Mirole con sorpresa el perdiguero, como diciéndose: -¿Qué quiere ése? -y le preguntó:
-¿Qué es lo que entiendo yo?
-La manera de vivir, pues no eres tan tonto como un amigo que he encontrado, que pasa la existencia trabajando.
-¿Acaso crees que yo no trabajo? Mi amo me saca al monte cuando va de caza y me paso todo el día corriendo detrás de las perdices.
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