7 mejores cuentos de Víctor Pérez Petit

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El Autor
Horas tristes
Mártir del amor
Las botinas acusadoras
Heroísmo
Justo castigo
La liga
¡Inocente!
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El Autor

Víctor Pérez Petit (Montevideo, 27 de septiembre de 1871 - Montevideo, 19 de febrero de 1947) fue un abogado, escritor, poeta y dramaturgo uruguayo.
Hijo de Juan Francisco Pérez y Elena Petit.1 En 1892 se recibió de Bachiller en Ciencias y Letras; y en 1895, de Abogado y Doctor en Jurisprudencia con una tesis titulada La libertad de testar y la legítima.
Fue también fundador de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales en 1895, con José Enrique Rodo, y los hermanos Daniel Martínez Vigil y Carlos Martínez Vigil. Además fue editor del diario El Orden.
Desde 1908 a 1915 fue director y redactor de El Tiempo de Montevideo, también fue Presidente de la Sociedad de Autores de Uruguay y miembro de Ateneos de El Salvador y Honduras.
En sus contribuciones a la literatura uruguaya se pueden encontrar cuentos, poemas, artículos de crítica literaria en un gran número de periódicos en su país y en el exterior. Para sus trabajos utilizó variados seudónimos entre los que están "Argos", "Fabio", "Don Gil de las calzas verdes", "Sóstrato", "Araguirá", "Chrysals", "El Otro" y "Juan Palurdo"
Sus obras de teatro fueron estrenadas tanto en teatros de Montevideo como en Buenos Aires.



Horas tristes

Como a nuestro parecer, Cualquiera tiempo pasado Fue mejor... MANRIQUE
La pequeña Lisa está aburrida, aburridísima. La bonita sonrisa que, siempre incrustada en sus labios, ilumina el rostro encantador con una aurora misteriosa de vida y de dicha, ha desaparecido esta noche. En sus ojos muy negros y muy profundos, sobre los que las espesas y tendidas pestañas derraman tesoros de sombras, hay hoy una débil lucecilla de tristeza, muy pálida, muy cambiadiza. Su delicada frente, sobre la que corren reflejos de nácar, se ha reclinado pensativa y con ligeras arrugas señalan el rastro de los negros pensamientos que tras ella discurren. Y su corazoncito querido, ese corazón cuya posesión reclaman de rodillas muchísimos amantes bellos y ricos, está casi sin latidos, como si el frío del esplín detuviera y helara la pobre savia que corre por sus arterias. La encantadora Lisa está muy fastidiada. La bonita novela de Loti, Mi hermano Ives, que ha poco leía –cortando con su dedito de marfil las paginas, por no incomodarse en pedir su plegadera– ha rodado sobre la gruesa alfombra de Esmirna, al pie del canapé de sedas de la China en que se encuentra reclinada. También se ha negado recibir Raúl, su fiel amante Raúl, que tanto placer le da con su conversación galante y divertida. Y hasta la pícara Semíramis, un pequeño simio que del Brasil le trajo no recuerda qué admirador de hace tres meses, vése alejada de Lisa.
¿Qué tiene la linda mujercita para estar tan pesarosa? Los numerosísimos ramos de flores que se ven en la habitación llenando todos los floreros, mesas y sillas, indican palpablemente que la dulce amante no ha sido olvidada por sus adoradores... El mismo Raúl, al retirarse sin lograr el favor de llegar hasta ella, lo ha hecho lleno de tristeza; y la querida Lisa, que tanto placer disfruta con ver sufrir al joven, puede estar segura de que pasará el día tendido sobre su lecho, los ojos llenos de lágrimas y el corazón de pesadas angustias.
La noche antes, en el teatro, ha visto que las más hermosas mujeres la miraban de reojo, rápidamente, con sonrisa desdeñosa, prueba ms que acabada de que ella estaba encantadora y de que el traje que estrenaba era una maravilla. Y más tarde, después de la cena, había tenido la inmensa dicha de entregar una pobrecita mendiga que encontró a la puerta del café, su ramo de lilas.
¿Qué tenía, pues, la pequeña Lisa para estar así, tan triste? Ella misma no hubiera podido decirlo. Nada que pudiera desear le hacía falta en aquel instante; por lo demás, el capricho más extravagante de Lisa, la orden más imposible hubiera sido cumplida instantáneamente. Y sin embargo, una sombra de tristeza llenaba su delicada cabecita, dejando sin luz sus ojos y sus labios sin sonrisas. Sentía una opresión en el pecho, que le subía hasta la garganta, encendiendo en ella el fuego de los sollozos.
–¡Qué desgraciada soy, Dios mío, qué desgraciada! –murmuraba la encantadora joven. Y la espléndida luna de Venecia, que reproducía su imagen sobre el mullido canapé de finísima sedería de China, le mostraba, al par de los artísticos bronces y candelabros, las valiosísimas acuarelas y los tapices otomanos que recubrían el mosaico de las paredes, y los muebles Renacimiento que representaban por sí solos una fortuna.
¡Ah! Pero a la delicada niña nada de esto la seducía ya. Los dedos helados del fastidio estrujaban su corazón, apagando la luz de su sentimiento. ¿Qué le importaban los diamantes, los rubíes y las esmeraldas que en el secrétaire de laca de redo, ocultaban sus luces primorosas? ¿Qué le importaban todos aquellos monísimos bibelots, verdaderas joyas de arte, que se esparcían sobre la dorada consola, la mesa de sándalo, las rinconeras y pedestales de mármol negro? ¿Qué se le hacía á ella toda esa banda de criados, que estaban allá abajo, muy tiesos
dentro de sus libreas, esperando un gesto, una orden cualquiera de la niña para salir disparados a cumplirla? ¿Qué se le daba tener una corte de amantes, sumisos esclavos que hubieran dado sus trenes, palacios y rentas por poder desflorar con un temeroso beso de pasión el delicado piececito de la bonita Lisa?
La negra noche del esplín la tenía presa en sus impalpables tules, y la pobre niña era bien desdichada. Allá, muy lejos, en la plaza sin duda, una banda militar ejecutaba un alegre vals; pero las notas traídas por el viento hasta el oído de lirios de Lisa, sonaban tristemente, como sollozos callados o lamentos errantes en la inmensa soledad de los campos. Y las estrellas, que veía d través de los cristales de su balcón, brillaban en lo alto muy tristes; muy pálidas y muy calladas.
–¡Qué desgraciada soy, Dios mío... ¡qué desgraciada! –repetía la pequeña Lisa, sintiéndose pobre en medio de las riquezas que la rodeaban y viéndose huérfana en medio de la gigante corte de sus adoradores.
Entonces su mano breve y de una blancura suavísima de armiño, apretó nerviosamente el botón del timbre eléctrico. La doncella entró precipitadamente, sin que el ruido de sus pasos surgiera de los bordados de la alfombra de Esmirna.
–Alcánzame ese libro y vete –susurró más que dijo la linda mujercita. La novela de Loti estaba otra vez entre las manos de la niña, sin que pensara en leer. Pero, de pronto, sus ojos distraídos se fijaron en una palabra: «Alisios», «alisios»; –qué significaba eso? «¿Alisios?» ¿qué nombre era éste? Un rayo de luz cruzó su cerebro. ¡Ah! sí. Ahora recordaba: los vientos alisios. Eso lo había estudiado ella en el colegio, cuando era niña. ¡Oh! ¡qué edad aquélla! Era muy pequeñita e iba todas las mañanas, muy temprano, con un pobrísimo trajecillo de zaraza al colegio. La abuelita la llevaba de la mano, obligándola a repetir la lección por el camino y haciendo sonar sus zuecos sobre las piedras de la calle. Sus padres eran muy pobres, y sus condiscípulas le hacían befa. Pero entonces ella era pura, de alma virginal, de un candor, adorable, y el solapado seductor no había llegado aún convertir la nívea mariposa en mísero gusano. Y ahora recordaba todo con perfecta claridad: ella no había podido aprender nunca los vientos alisios ni los números quebrados: eran dos lecciones que le habían costado muchas penitencias.
¡Cómo se llamaba desgraciada en aquel entonces! ¡Con qué lágrimas amargas lloraba su desventura! Y, sin embargo, veía bien ahora que aquella época era la única feliz de su vida. ¡Ah! ¿Por qué en vez de esos lujosos carruajes y toda la nube de amantes que la rodeaban, no conservaba el pobre y humilde hogar de sus padres y la sencilla abuelita que con sus gruesos zuecos la acompañaba al colegio?
«Alisios», «alisios»; –esta sola palabra hizo brotar en tropel, instantáneamente, mil pensamientos en la querida cabecita de la pequeña Lisa; y entonces sus ojos, sus cansados y hermosos ojos, sintieron un extraño calorcillo, en tanto que las lágrimas corrían silenciosas por sus mejillas de nieve y rosa.
–Abajo está el señor Raúl –dijo la doncella, que había entrado muy quedo en la pieza. –Pide permiso para entrar. –¡Ah! ¡bah! ¿Raúl? –murmuró Lisa. ¿Es que la mujer del amante puede recuperar la felicidad de la niña? – Dígale usted que no le recibo; que no vuelva más; que no le quiero.
La doncella se iba ya, un tanto triste, casi a punto de asombrarse. Un gesto de la linda mujercita la detuvo. ¿La felicidad? ¿Podría ella volverla encontrar jamás? ¿La recobraría con su llanto? –Haz entrar a ese pobre muchacho, –dijo a la doncella, mientras frente á su espejo disimulaba La huella de sus lágrimas.



Mártir del amor

A Manuel B. Ugarte
‒No, querida; tu misma conciencia debe recriminártelo. Eso que haces no está bien hecho. Engañas miserablemente al hombre que se muere de amor sólo por ti. Y no comprendo cómo tu corazoncito no te dice nada, cuando, teniendo a tu amante entre tus brazos, le das con los labios que aún arden con el contacto de otros labios que los suyos, tus besos de amor. Alfredo es bueno y por ti se sacrifica, y si á veces es duro contigo, ya te lo merecerás. Por otra parte, esos mismos raptos de furor de tu amado, son la prueba más patente de lo mucho que te quiere. Tú conoces el refrán: «el que cela, quiere.» No trates, pues, de que mi conciencia te disculpe. Tu acción os mala. Cierto es que Arturo es un buen chico y amable ‒¡oh! eso sí, muy amable‒ y que es bello y que sabe hacerse adorar. Cierto también que nosotras, por nuestra misma naturaleza caritativa, no podemos ver sufrir un excelente muchacho sin prestarle el consuelo de nuestro amor; pero no debe mentirse, si queremos ser virtuosas, á dos hombres un mismo tiempo. Para ello se quiere á uno, luego al otro. ¿De mí habrá alguno que tenga queja? ¿Cuantos han reclinado su cabeza sobre mi pecho y, pálidos de amor, han sentido la dicha suprema bajo la lluvia de mis cabellos? ¡Qué sé yo! Y sin embargo, ninguno habrá sentido palpitar en mis labios los besos de otro amante. ¡Oh! sí, querida Violeta, yo no puedo perdonarte. Me es muy duro tener que recriminarte algo, a ti, mi más buena amiga; pero tu conducta me obliga a retirarte mi cariño. Tú ofendes mi virtud, y, aunque con el alma destrozada, tengo que dejarte. Tú siempre...
¡Ah! ¡pobre Violeta! ¡Cuan duras y justas eran las palabras de su hermosa amiguita Lulú! Sus recriminaciones iban directamente á su corazón, y su preciosa cabecita se inclinaba tristemente bajo el peso de los reproches. Las lágrimas temblaban en sus ojos; y era su gesto tan triste, tan desventurado, que Lulú se detuvo un momento. Luego, impasible, como juez severo, continuó:
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