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II
EN EL PAIS DE SKELT
De vez en cuando, leyendo la crítica corriente nos sorprende alguna afirmación tan asombrosamente inexacta, o por lo menos contraria a los hechos, que es como si un hombre que pasase por la calle se pusiese de pronto a sostenerse sobre la cabeza. Y ello es más notable cuando el crítico tiene realmente una fuerte cabeza sobre la cual sostenerse. Uno de los más capaces de nuestros críticos jóvenes, cuyos estudios sobre otros temas yo he admirado sinceramente, escribió en nuestro inapreciable London Mercury un estudio sobre Stevenson. Y lo más importante que dijo, en realidad casi lo único que dijo, fue que el pensamiento de Stevenson instantáneamente nos retrotrae al ejemplo mayor de Edgar Allan Poe; que ambos eran pálidas y graciosas figuras «que hacían flores de cera» como alguien ha dicho; naturalmente, el primero y el más grande lleva la ventaja al segundo y menos grande. De hecho el crítico trataba a Stevenson como a la sombra de Poe; que no sin razón podía llamarse la sombra de una sombra. Casi venía a insinuar que cuando se ha leído a Poe, no vale la pena leer a Stevensom. Y en verdad yo casi podría sospechar que él había seguido su propio consejo; y no había leído en su vida una sola línea de Stevenson.
Si alguien dijese que Maeterlinck procede tan directamente de Dickens, que es difícil establecer una línea divisoria entre ambos, yo de momento, me quedaría sin saber qué quiere decir. Si decía que Walt Whitman es un copista tan fiel de Pope que casi no vale la pena leer la copia, yo no vería en el acto a dónde iba a parar. Pero hallaría estas comparaciones algo más próximas, por decirlo así, que la comparación entre Stevenson y Poe. Dickens no se limitó a temas cómicos tanto como Poe a los trágicos, y un ensayo sobre el Optimismo podría acoplar los nombres de Pope y de Whitman. Podría también incluir el nombre de Stevenson; pero difícilmente brillaría y centellearía con el nombre de Poe. El contraste, sin embargo, tiene más profundidad que las simples etiquetas o lugares comunes de controversia. Tiene mucha más profundidad que las habituales distinciones entre lo cómico y lo serio. Se relaciona con algo que ahora está de moda en los salones llamar psicológico; pero que aquellos que antes querían hablar latín o griego, todavía prefieren llamar espiritual. No es necesariamente lo que los periódicos llamarían moral; pero ello es porque es más moral que mucha moralidad moderna.
Cuando Stevenson era conocido como Stennis por muchos estudiantes de arte parisinos que no podían pronunciar su nombre, era la hora del arte por el arte. La pintura debía ser impersonal, aunque los pintores (como Whistler) eran quizás, a veces, un poco personales. Pero todos insistían en que cada pintura es tan impersonal como la muestra de un dibujo. Hubieran debido insistir en que cada muestra es tan personal como una pintura. Tanto si vemos como si no vemos rostros en una alfombra, debiéramos ver un pensamiento en la alfombra; y, de hecho, hay un pensamiento en cada plan de ornamento. Hay una moralidad tan enfáticamente expresada en la arquitectura babilónica o en la arquitectura barroca como si todas ellas estuvieran cubiertas de textos bíblicos. Ahora bien, del mismo modo hay en el fondo de cada mente de artista algo como una muestra o un tipo de arquitectura. La cualidad original en cualquier hombre de imaginación la integran las imágenes que crea. Es algo así como los paisajes de sus sueños; la clase de mundo que él desearía hacer o en que desearía corretear; la extraña flora y la extraña fauna de su propio y secreto planeta; la clase de cosa en que le gusta pensar. Esta atmósfera general, y este patrón o estructura de crecimiento rige sus creaciones por variadas que sean; y porque él puede, en este sentido, crear un mundo, él es, en ese mismo sentido, un creador; la imagen de Dios.
Ahora bien: todo el mundo sabe cuáles eran en semejante aspecto, la atmósfera y la arquitetura de Poe. Vino oscuro, lámparas moribundas, olores narcóticos, una sensación de asfixia entre cortinajes de terciopelo negro, una materia que es, a la vez, absolutamente negra e infinitamente blanda; todo lleva en sí un sello de indefinida e infinita descomposición. La palabra infinita no está usada aquí indefinidamente. Lo esencial de Poe es que sentimos que todo se deshace, incluso nosotros mismos; los rostros están ya perdiendo sus facciones, como los de los leprosos; las casas se están pudriendo, desde el tejado a los cimientos; un gran hongo gris, vasto como un bosque, está chupando la vida en vez de darla; reflejado en charcos estancados, como lagos de veneno que se pierden sin límite ni frontera en el lodazal. Las estrellas no son limpias a sus ojos; son más bien otros mundos hechos para gusanos. Y esta corrupción se ve aumentada por un genio imaginativo, con la adición de una sedosa faz de lujo y hasta una terrible especie de confort o de «Purpúreos almohadones, donde se hunde la luz de las lámparas», está dentro del espíritu de su hermano Baudelaire, quien habló de divans profonds comme les tombeaux. Su flaqueza parece poner más vívidamente de relieve cómo todas estas cosas están siendo absorbidas y alejadas de nosotros por un lento torbellino parecido a una ciénaga móvil. Esta es la atmósfera de Edgar Allan Poe; una especie de rica podredumbre, de descomposición, con algo espeso y narcótico en el aire mismo. Es ocioso describir lo que tan siniestra y magníficamente se describe a sí mismo. Pero tal vez el modo mejor y más corto de describir aquel talento artístico consiste en decir que el de Stevenson es exactamente lo contrario.
Lo primero que se advierte en la creación de Stevenson es que todas sus imágenes se destacan en contornos muy definidos; y son, por decirlo así, todo canto. Es algo en él que más tarde le llevó hacia el abrupto y angular blanco y negro de los grabados en madera. Se ve desde el principio en la manera como sus figuras setecentistas se destacan contra el horizonte con sus chafarotes y sus sombreros de tres picos. Las mismas palabras llevan el sonido y la significación. Es como si estuviesen cortados con machetes, como lo fue aquella inolvidable astilla que el acero de Billy Bones hizo saltar de la muestra de «El Almirante Benbow». Aquella definida mella en el cuadro de madera queda como una especie de forma simbólica que expresa el tipo de ataque literario de Stevenson. Y aunque todos los colores se me borrasen y el escenario de toda aquella aventura se oscureciese, yo creo que la negra muestra de madera con el trozo arrancado sería la última forma que dejaría de ver. No es un mero juego de palabras decir que aquél es el mejor de los grabados en madera[3]. De todos modos aquel escenario, normalmente es todo lo contrario de oscuro y todo lo contrario de indefinido. Así como toda su forma puede ser descrita como bien cortada, así todo su color es notablemente limpio y brillante. Es por esto que tales figuras se ven a menudo destacándose sobre el mar. Todo el que haya estado en la costa habrá observado cuán netas y cuán fuertemente coloreadas, cual pintadas caricaturas, aparecen hasta las figuras más ordinarias cuando pasan perfilándose sobre el fondo azul del mar. Hay algo también de aquella dura luz que cae llena y pálida sobre los buques y las playas abiertas; y aun más, no es necesario decirlo, de una cierta salobre y ocre claridad en el aire. Pero es notable el caso en los contornos de estas figuras marineras. Son todo borde y están junto al mar que es el borde del mundo.
Esto es sólo un grosero método experimental; pero se hallará útil el hacer el experimento, el evocar todas las escenas stevensonianas que acuden más prontamente a la memoria; y notar esta brillante y dura cualidad de forma y color. Ello hará parecer todavía más extraño el hecho que ningún ornitólogo haya podido confundir el cuervo de Poe con el loro de Long John Silver. No es que el loro fuese mucho más honorable; pero era un pájaro de las tierras de plumajes brillantes y cielos azules, mientras que el otro pájaro era una mera sombra que hacía más oscura la oscuridad. Hasta vale la pena de observar que cuando los piratas más modernos de The Wrecker se llevaron consigo un pájaro enjaulado, éste fue un canario. Esto es especialmente de notar cuando Stevenson se ocupa de aquellas cosas que muchos de sus contemporáneos hicieron meramente vagas o insondablemente misteriosas; tales como las montañas escocesas y los perdidos reinos de los gaélicos. Sus historias de los Higlands tienen de escocés todo excepto la niebla escocesa. Y en aquel tiempo, y aun antes, escritores de la escuela de Fiona Maeleod estaban ya tratando a estas gentes como a los hijos de la niebla. Pero hay muy poca niebla en las montañas de Stevenson. Hay muy poca penumbra céltica en aguellos celtas. Alan Breck Stewart no suspiraba por ningún tenue vapor que viniese a velar el brillo de sus botones de plata o de su casaca azul. Apenas había una nube en el cielo el día fatídico en que Glenure cayó muerto a pleno sol; y él no tenía el pelo rojo porque sí. Stevenson se siente incluso impulsado a mencionar que el criado que le seguía iba cargado de limones; porque los limones son de color amarillo. Esta manera de componer un cuadro puede no ser consciente, pero no por ello es menos característica. Por supuesto, no quiero decir literalmente que todas las escenas de cualquier novela puedan tener la misma disposición de color u ocurrir a la misma hora del día. Hay excepciones a la regla; pero aún éstas resultarán, en general, excepciones que confirman la regla. La hora de A lodging for the night es, no sin motivo, la noche; pero aun en aquella pesadilla de invierno en el París medieval, los ojos del espíritu se llenan más de la blancura de la niebla que de la negrura de las tinieblas. Es destacándose sobre el fondo de la nieve como vemos las llameantes figuras medievales, y especialmente aquella memorable figura que (como Campbell de Glenure) no tenía ningún derecho a tener pelo rojo estando muerto. El pelo es como una roja mancha de sangre que clama venganza; pero dudo que al condenado caballero de la poesía de Poe se le hubiese permitido tener pelo rojo aun estando vivo. Del mismo modo sería fácil responder en detalle hallando alguna descripción de la noche en las obras de Stevenson; pero nunca sería aquella noche que se echa eternamente sobre las obras de Poe. Se podría decir, por ejemplo, que hay pocas escenas en las historias de Stevenson más vívidas y típicas que la del duelo a medianoche en The Master of Ballantrae. Pero aquí, también la excepción confirma la regla; la descripción insiste no en la oscuridad de la noche sino en la dureza del invierno, en la «quieta constricción de la helada», las velas que se tienen rectas como espadas; las llamas de las velas, que parecen casi tan frías como las estrellas. He hablado del doble sentido de woodcut (grabado en madera; corte en la madera): este es, en el mismo doble sentido, un grabado en acero. Un frío de acero endurece y serena aquel resonante juego del acero; y ello no sólo materialmente sino moralmente. La casa de Durrisdeer no cae a la manera de la casa Usher. Hay en aquella mortal escena un no sé qué de limpio y salobre y sano; y, a despecho de todo, la blanca helada da a las velas una especie de fría purificación, como la de la Candelaria. Pero el quid está por el momento en que, cuando decimos que esto se hizo de noche, no queremos decir que se hiciera en la oscuridad. Hay una sensación de exactitud y de preciso detalle que pertenece enteramente al día. Aquí, en verdad, los dos autores tan extrañamente comparedos podían casi haber conspirado de antemano contra el crítico que los comparó: como cuando el ideal detective de Poe prefiere pensar en la oscuridad y cierra los portalones, incluso durante el día. Dupin lleva la oscuridad exterior al gabinete, mientras que Durie lleva la luz de las velas al bosque. Estas imágenes no son fantasmas o casualidades: su espíritu informa toda la escena. El mismo incidente, por ejemplo, muestra todo el amor del autor por los contornos definidos y la acción tajante y penetrante. Es supremamente típico que él haga a mister Durie hundir la espada hasta el puño en el suelo helado. Es verdad que más tarde (quizás bajo la triste mirada de mister Archer y los sensibles realistas) consintió a retirar esto «como una exageración que asustaría al mismo Hugo». Pero es mucho más significativo que originalmente, no asustó a Stevenson. Era el gesto vital de todas sus obras el que aquella aguda hoja hubiera de hendir aquella dura tierra. Era verdad en muchos otros sentidos, tocantes al barro mortal y a la espada del espíritu. Pero estoy hablando ahora del gesto del artífice como del de un hombre que corta madera. Este hombre tenía una afición a cortarla limpiamente. Nunca cometió en homicidio sin hacer de el una cosa clara.
¿De dónde vino este espíritu, y como empezó su historia? Esta es la buena y verdadera manera de empezar la historia de Stevenson. Si digo que empezó con el recortar figuras de cartón, podría sonar como una parodia de las pedantescas fantasías sobre la psicología juvenil y la educación de los muchachos. Pero acaso será mejor correr el horrible riesgo de ser confundido con un pedagogo moderno, que repetir las frases demasiado familiares gracias a las cuales el admirador de Stevenson ha llegado a ser definido como un sentimental. Se ha hablado demasiado a este respecto del alma del niño o el Peter Pan de Samca; no porque ello no sea verdad, sino porque es una equivocación decir una verdad demasiado a menudo, de modo que se le haga perder su frescura especialmente cuando es la verdad acerca del modo de conservarse fresco. Muchos están ya un poco cansados de oírla; aunque nunca se cansarían de tenerla. Yo, por lo tanto, he abordado el asunto, de propósito, por otro camino y aún por un camino que corre hacia atrás. En vez de hablar primero de Cummy y las anécdotas infantiles de Master Louis (a riesgo de volver ridícula por pura repetición, a los ojos de multitud de personas muy inferiores una figura realmente graciosa) he probado a tomar primero el nervio y carácter de su obra y luego observar que realmente data, en un sentido especial, de su infancia; y que no es sentimental ni disparatado o fuera de propósito el decirlo.
Si, por tanto, yo preguto, «¿dónde empieza su especial estilo o espíritu y de dónde proceden; cómo adquirió o empezó a adquirir la cosa que le hizo diferente del vecino de al lado?», no tengo duda sobre la respuesta. Lo adquirió del misterioso mister Skelt del Drama infantil, por otro nombre el Teatro de juguete, que de todos los juguetes es el que más produce en el espíritu el efecto de la magia. O mejor dicho, lo adquirió de la manera en que su propio temperamento individual aprehendió la naturaleza del juego. El lo ha escrito todo en un excelente ensayo, y por lo menos en una verdadera frase de autobiografía. «¿Qué es el mundo, qué es el hombre y la vida, sino la que mi Skelt los ha hecho ser?» El interés psicológico es algo más especial de lo que expresa la común generalización sobre la imaginación de la infancia. No es meramente una cuestión de juguetes infantiles; es una cuestión de una determinada especie de juguete, como de una determinada especie de talento. No era lo mismo, por ejemplo, comprar teatros de juguete en Edimburgo que lo que habría sido ir a teatros verdaderos en Londres. En aquel pequeño teatro de cartón podía haber algo de la pantomima, pero no había nada del cuadro disolvente. El positivo perfil de todo, tan bien esbozado en su propio ensayo, el duro rostro de la heroína, los grupos de vegetación, las nubes hinchadas cono almohadones, estas cosas decían algo al alma de Stevenson, por su misma abultada solidez o su angular agresividad. Y no es una exageración decir que él pasó su vida enseñando al mundo lo que había aprendido de ellos. Lo que había aprendido de ellos era mucho más de lo que ninguna otra persona hubiera aprendido de ellos; y ésta es su enseñanza y su autoridad para enseñar. Pero hasta el fin, él presentó su moraleja en una serie de Emblemas Morales que tenían algo de común con aquellos definidos contornos y retadoras actitudes; y nunca hubo nombre para ello fuera del nombre que él le dio de «skeltery».
Es porque gustaba de ver en estas líneas, y de pensar en estos términos, que todas sus imágenes instintivas san claras y no nebulosas; que le gustaba un alegre centón de color combinado con una ziezagueante energía de acción, tan rápida como el zigzagueante rayo. Le gustaba que las cosas se destacasen; podríamos decir que le gustaba que sobresaliesen; como hacen el puño de un sable o una pluma en un sombrero. Le gustaba la figura de las espadas cruzadas; casi le gustaba la figura de la horca; porque es una forma clara como la cruz. Y lo importante es que esta figura corre siempre a través o por debajo de sus obras más maduras o complejas; y nunca se pierde, ni aún en los momentos en que él es realmente trágico, o, lo que es peor, realista. Hasta cuando se lamenta como un hombre, todavía goza como un niño. Los hombres con monstruosos cascos de buzo en la sórdida lacería de The Ebb-Tide todavía parecen máscaras de trasgos de pantomima destacándose contra el resplandeciente azur. Y James Durie es tan claro, podríamos decir tan brillante, con su casaca negra, como Alan Breck con su casaca azul.
Tomando esta clase de juguete como un tipo o símbolo, podríamos decir que Stevenson vivió dentro de su teatro de juguete. Es cierto que vivió en un sentido excepcional dentro de su propio
hogar; y a menudo, me imagino, dentro de su propia alcoba. Es aquí donde aparece ya al principio de su vida, aquel otro elemento que estaba destinado a ensombrecerla, a menudo con algún parecido a la sombra de la muerte. Yo no sé hasta qué punto esta sombra pudo ser vista a veces en las paredes de la «nursery». Pero lo cierto es que fue un niño delicado y enfermizo; y por tanto se sintió más rechazado hacia aquella imaginativa vida interior que si hubiese tenido una infancia más robusta. El mundo dentro de aquel hogar fue un mundo suyo; sí, hasta un mundo de su propia imaginación, una cosa no tanto de juego en el hogar como de imágenes en el juego. El mundo fuera de su hogar era muy diferente; hasta para aquellos que compartían su vida doméstica; y éste es un contraste que tendré ocasión de hacer resaltar cuando llequemos a la crisis de su juventud. Baste notar aquí la paradoja de que se hallaba en cierto modo protegido por la vida de familia hasta contra las más severas tradiciones de su familia. Así como ésta no edificaba faros en el estanque del jardín, así no siempre llevaba el Kirk, la rígida iglesia puritana de Escocia, a la «nursery».
El ha descrito cómo su abuelo, rígido calvinista, toleraba en la «nursery» los fantásticos cuentos árabes que podía haber denunciado en el púlpito. Y así, como hasta aquella casa de Edimburgo le defendía de los vientos invernales de Edimburgo, así también le protegía en cierto grado contra las heladas ráfagas del puritanismo que tan reciamente soplaba en la vida pública. Esto puede haber sido porque era un niño enfermizo o porque era un niño mimado; pero el hecho de que se le permitiera habitar a solas con sus ensueños aquella casa dentro de una casa, tipificada por el teatro de juguete, es algo que hay que recordar: porque significa mucho en una etapa posterior.
Sobre este tema de lo que se ha dado en llamar el Niño en R. L. S., ya he reconocido que se había hablado demasiado; pero se ha pensado demasiado poco. La cosa es una realidad; y queda como un problema muy considerable para la razón, y todavía no resuelto por el mundo moderno, aun cuando se haya hablado mucho de él. Tenemos un montón de testimonios de hombres de toda clase, desde Treherne a Hazlitt, o de Worsdworth a Thackeray, del hecho psicológico de que el niño experimenta goces que resplandecen como joyas hasta en el recuerdo. Ninguna de las normales explicaciones naturalistas explica el hecho natural; y algunos han insinuado que se trata en realidad de un hecho sobrenatural. En el sentido ordinario de crecimiento mental, no hay más razón para que el niño sea mejor que el hombre, que para que el renacuajo sea mejor que la rana. Y las tentativas de explicarlo por crecimiento físico todavía son más futiles. Hay un buen ejemplo de esta futilidad en uno de los ensayos de Stevenson, quien, naturalmente, se vió contagiado por la primera moda y excitación del darwinismo. Hablando del anciano ministro calvinista que reconoció el maravilloso encanto de Las mil y una noches, sugiere que en el cerebro del teólogo subsiste todavía el travieso mono, el antepasado del hombre, «probablemente arbóreo». Demuestra la seguridad de esta ciencia el que los antropólogos digan ahora que probablemente no era arbóreo. Pero, sea como fuere, es un tanto difícil de ver por qué razón un hombre ha de amar la complejidad de ciudades laberínticas, o querer cabalgar con las enjoyadas cohortes de los príncipes de la Arabia, sólo porque uno de sus antecesores haya sido una bestia peluda que se trepaba como un oso a lo alto de un palo con ramas. Esto nos recuerda la gloriosa manera como se disculpó Stevenson por haber supuesto que un hombre rico debía conocer a un Gobernador del Crist's Hospital. «Comprendo que un hombre con un romadizo no ha de conocer necesariamente a un cazador de ratones; y la relación, según aparece ahora a mi humillado y despierto entendimiento, es igualmente próxima».
La relación entre la expansiva energía de un joven mono y los secretos ensueños de un niño es igualmente próxima. De hecho, la época en que un niño está lleno de la energía de un mono no es ciertamente la época en que el nido está más lleno de los imaginativos placeres del poeta. Estos siempre vienen en un período menos vigoroso; muy a menudo vienen a una persona menos vigorosa. Especialmente y notablemente fue así en el caso de Stevenson; y es absurdo explicar la aguda sensibilidad de un niño inválido por la corporal exhuberancia de un muchacho en el tiempo en que es más frecuentemente un pequeño salvaje. Stevenson con toda la ventaja de sus desventajas, puede haber pasado el período en que todo el mundo tiene una punta de salvajismo. Pero aquel desagradable período de juventud no fue el período en que los coloridos cuadros de su mente fueron más claros; fueron mucho más claros más tarde, en la edad del dominio de sí mismo, y antes, en la edad de la inocencia. Lo principal que hay que entender aquí es que eran cuadros coloridos de una especie particular. Los colores se perdían, pero en cierto sentido las formas permanecían fijas; es decir, que, aunque la luz del día los opacaba ligeramente, cuando la linterna volvía a estar iluminada desde dentro, las mismas vistas brillaban sobre la blanca pantalla. Eran todavía cuadros de piratas y oro encendido y brillante mar azul, como lo eran en su infancia. Y este hecho es muy importante en la historia de su espíritu, como veremos cuando su espíritu revierta a ellos: porque había de llegar el momento en que verdaderamente, como Jim Hawkins, tendría que ser rescatado por un siniestro criminal con muletas y machete de un destino peor que la muerte y de hombres peores que Long John Silver, de la última fase del ilustrado siglo diecinueve y de los principales pensadores de la época.
III
JUVENTUD Y EDIMBURGO
Es la idea de este capítulo que cuando Stevenson salió por vez primera de su primer hogar de Edimburgo, resbaló en el umbral. Puede no haber sido nada peor, para empezar, que el ordinario resbalón sobre la mantequilla de la broma juvenil, broma parecida a la que llena el típico cuento edimburgués titulado Las desventuras de John Nicholson. Pero este cuento por sí solo indicaba que había algo un poco mugriento y hasta ceniciento en la mantequilla. Es una extraña historia para ser escrita por Stevenson; y ningún stevensoniano tiene ningún deseo especial de detenerse en aquellas pocas de sus obras que casi podían haber sido escritas por cualquier otro. Pero tiene una importancia biográfica que no ha sido debidamente apreciada, aun en relación con una biografía tan trabajada como la de Stevenson. Es una comedia curiosamente desagradable y penosa, aunque no lo bastante penosa para ser una tragedia. El héroe no solamente no es heroico, sino que apenas es más divertido que atractivo, y la broma que se hace de él no solamente no es genial, sino que ni siquiera es especialmente divertida. Es extraño que tales desventuras salgan de la misma mente que nos dio la brillante bufonada de The Wrong Box. Pero yo la menciono aquí porque está llena de una cierta atmósfera en la que Stevenson fue sumergido bruscamente, creo yo, cuando pasó de la adolescencia a la juventud. Es exacto llamarlo la atmósfera, o una de las atmósferes de Edimburgo; pero, no obstante, es absolutamente lo contrario de muchas cosas que asociamos legítimamente con la árida dignidad de la Atenas moderna. Hay algo muy especialmente sórdido y escuálido en los atisbos de mala vida que nos ofrecen las disipaciones de John Nicholson; y algo del mismo género nos llega, como un chorro de gas, de los estudiantes de medicina de El ladrón de cadáveres. Cuando digo que este primer paso de Stevenson le desvió algo abruptamente, no quiero decir que haya hecho nada, ni la mitad de malo que lo que multitud de educadas personas han hecho en los más refinados centros de la civilización. Pero quiero decir que su ciudad no era, en aquel particular aspecto muy educada o refinada o, si se quiere, especialmente civilizada. Y lo noto aquí porque ha sido poco observado; y algunas otras cosas se han observado demasiado.