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Me he detenido en este paréntesis porque prefigura la idea general a que tienden en definitiva estas algo dispersas observaciones; la de que Stevenson defendió la verdad y no comprendió del todo la verdad que defendía. Si la hubiese comprendido, habría sabido que el arte viril que admiraba tanto en Villon, se relacionaba verdaderamente con ciertas virtudes, que no porque fueran las virtudes de un ladrón, dejaban de ser las virtudes de un artífice. Nadie pretende que Villon fuese un santo; los aspectos socialmente deshonrosos de su pecado (para los de su misma fe), no le hacen especial o supremamente un pecador irremisible. Si fue un ladrón, nadie puede saber que no fuese un ladrón arrepentido; y el sistema moral a que estaba adherido, había elevado un hombre así a los altares bajo el título algo paradójico del Buen Ladrón. Era, probablemente, el último de los hombres que esperaría en su propia persona el estar aquella noche en el Paraíso; pero no se hallaba un paso más lejos de la misericordia del cielo, por el hecho de estar cercano a colgar de una horca. Aquí hallamos, una vez más, me parece, un toque del calvinismo con su dedo de miedo. Hay también aquel siniestro y pétreo optimismo atribuído al Antiguo Testamento con su divino favoritismo para el afortunado. Pero si la superficie de este juicio algo superficial de Stevenson es extraña a aquel libre albedrío que es el creado del artífice, el espíritu creativo personal que había debajo de ella era, no obstante, el del auténtico artífice cristiano. Cuando Stevenson se puso a describir a Villon y su pandilla de pícaros bajo la nieve y las gárgolas del País medieval, trabajó su historia tan primorosamente como una balada francesa. No tomó opio ni absenta, y luego se sentó a esperar que unas energías cósmicas sin nombre llegaran a su alma de quién sabe dónde. Su espíritu no tenía nada que ver con el místico escepticismo tan común en su tiempo. Era responsable, era cuidadoso, era económico, merecía absolutamente el honroso título de trabajador.
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