7 mejores cuentos de Eloy Fariña Núñez

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El Autor
Las vértebras de Pan.
Bucles de oro.
La ceguera de Homero.
La inmortalidad de Horacio.
Claro de luna.
La verdad
El hirofante de Sais.
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El Autor

Eloy Fariña Núñez (25 de junio de 1885 en Humaitá, Paraguay - 3 de enero de 1929 en Buenos Aires, Argentina) fue un poeta, narrador, ensayista, dramaturgo y periodista.
Contando apenas ocho años, se trasladó a provincia de Corrientes, Argentina en donde realizó sus estudios primarios. Pasó luego a Paraná, ciudad a cuyo seminario ingresó, adquiriendo sólidos conocimientos de cultura clásica, música e idiomas tales como el latín, el griego, el portugués, el francés y el italiano. Sin concluir sus estudios para sacerdote viajó a Buenos Aires, Argentina; donde prosiguió la carrera de las leyes, que tuvo que abandonar por problemas económicos.
Se dedicó a la función pública. De esta época data una famosa anécdota que lo tiene como protagonista; dado su natural talento y su dedicación al trabajo, le ofrecieron la administración general de impuestos con la sola condición de que adoptara la nacionalidad argentina; la respuesta del poeta fue conmovedora: «Excelencia... yo tengo dos madres: una, pobre pero digna, a la que debo mi nacimiento, que es el Paraguay, y la otra, rica y generosa, la Argentina, donde he me he formado y constituido mi hogar. Permítame que sea consecuente con ambas».
Sus principios y su honestidad le valieron, poco tiempo después la asignación en el cargo ofrecido, con prescindencia de la cuestión de la nacionalidad. En la presentación de sus Poesías completas y otros textos, la editorial El Lector señala que Fariña Núñez «... es, sin dudas, el intelectual creativo mejor formado de su generación.
Su obra ha sido una contribución esencial al modernismo en el Paraguay, además de proporcionar unos testimonios valiosos de elevación moral. Pese a no residir en el país la mayor parte de su vida,... jamás dejó de participar de la realidad y las vicisitudes de su comunidad nacional. Conciencia alerta y preocupada por los inquietantes signos de su tiempo,... puso su esfuerzo en interpretarlos con rigor y honestidad intelectual». Y en la introducción del mismo libro, el consagrado intelectual paraguayo Francisco Pérez-Maricevich lo describe como: «... el poeta de universal reconocimiento en nuestra literatura...» para agregar que la suya es «...una de las vidas paraguayas más intensas, reflexivas y de mayor elevación moral. Es, en efecto, el poeta paraguayo más recordado en las antologías extranjeras.



Las vértebras de Pan.

Al cabo de tres años de ausencia de la tierra nativa, a la que abandonara para ir a la ciudad a seguir en el seminario la carrera del sacerdocio, Emilio lo hallaba todo nuevo a su alrededor. Mientras su cabalgadura marchaba con la brida suelta por el polvoriento camino real, su pensamiento divagaba como arrullado por el monótono andar del bruto. Venía de visitar a su padre, que trabajaba en un obraje situado en un punto denominado Palmira, donde había abundancia de palmares, distante tres leguas del pueblo.
Era una apacible tarde de mediados de Diciembre, el mes de la sandía y de la cigarra en el trópico. El seminarista iba por una inmensa llanura, limitada por una selva dilatadísima que se extendía paralela al Alto Paraná. Pacían en dispersión por la pradera, manadas de vacas, toros y caballos. Veíase de trecho en trecho un avestruz que corría velozmente, a través del seco espartillar. En las marismas y los pasos del valle, permanecían inmóviles las cigüeñas en forma de interrogaciones. De la ribera de algún estero próximo alzábase en precipitado vuelo una bandada de garzas blancas o de flamencos. Al paso del caballo, de las matas de espartillo, se levantaban perdices que volaban silbando en dirección al monte y a las cañadas. Cortos y ralos espinillares interrumpían de rato en rato la continuidad del valle.
De divagación en divagación, Emilio volvió a formularse la eterna pregunta que constituía el objeto de sus reflexiones: ¿tenía verdadera vocación para el sacerdocio? Muchos son los llamados y pocos los elegidos. Examinando implacablemente su conciencia, con aquella sutileza que da el hábito de la meditación, parecíale que él no era de los últimos. Hallaba amarga como la hiel y áspera como un cilicio la visión que le ofrecían de la vida «Los ejercicios de perfección cristiana» del Padre Rodríguez, el «Combate espiritual» del teatino Lorenzo Escupoli, «Las moradas» y «Camino de perfección» de Santa Teresa y demás tratados religiosos. Su adolescencia opulenta y pura no estaba hecha para el altar. Era, sin duda, superior a sus fuerzas la gloria de pertenecer a la orden del sumo sacerdote Melquisedec. Lo veía claramente en el mariposeo placentero de su pensamiento en torno a la delicada figura de Enriqueta, su compañera de infancia. El deleite que sentía al verla, no era ciertamente impuro, pero tampoco parecía totalmente inmaculado, puesto que lo perturbaba. Y había vuelto a verla, más seductora que nunca, acaso por la distancia que iba creándose entre ambos.
Marchaba agobiado bajo la pesadumbre de sus inquietudes. Un demonio interior tentaba su espíritu con la duda, con la horrenda duda que apaga las luces internas y entenebrece el entendimiento. Imaginábase su alma como metida en el primer aposento de «Las moradas»; en la vía purgativa aun, lejos de la cumbre de la perfección moral.
El sol, de un acentuado color de naranja, asaetaba con sus radios de oro la región occidental, evocando en el seminarista la imagen del ojo inscripto en el triángulo radiado, con que se representa la divinidad. Impregnado de lecturas clásicas, el menor accidente del paisaje que iba contemplando, despertaba en su mente reminiscencias de la «antigüedad mítica é idílica y al mismo tiempo los recuerdos de su infancia. Las espesuras que convidan al descanso, los rincones de sombra, las glorietas agrestes, los claros boscosos, le hablaban de la edad de oro, en que las diosas se confundían con los pastores, en la más amable de las libertades, a la amena sombra de los árboles. El desierto de los anacoretas no estaba tan poblado de seducciones del mundo y de pompas del siglo, como la umbría en que posaba su vista con complacencia pagana. El mugido del toro, que resonaba en todo el valle y repercutía en la selva, causábale una vaga impresión geórgica. Descubría formas peregrinas en las nubes que se amontonaban en el Poniente, y a través de las cuales brillaban los rayos solares con esplendor velado. ¿Resucitaba en la arcanidad de su alma, el hombre salvaje, nostálgico de la paz de las praderas y de la soledad de los bosques, o el ser primitivo, idólatra de las cosas? No se hallaba en estado de definir la compleja emoción que lo embargaba. Pero, sí, sabía con certidumbre total una cosa: que se espiritualizaba, como si el libérrimo viento del campo hubiera borrado sus contornos materiales y desvanecido los sobresaltos de sus sentidos.
Sentíase sutil, sensibilísimo, leve; parecíale flotar en un elemento fluido, en un ámbito etéreo. Un amor místico, una veneración religiosa por la naturaleza, lo poseía por completo. La concebía a esa hora con apariencias humanas, como una madre amorosa que abraza a todos los seres, sin distinción de formas, vidas, ni colores. Con su sensibilidad aguzada, percibía todos los aspectos armoniosos del paisaje, que era el mundo que lo rodeaba, y en el cual él ocupaba el centro, perdida su poquedad humana en la infinitud cósmica.
Declinaba el crepúsculo con la maravillosa policromía de los ocasos tropicales. El sol, antes de hundirse en el horizonte, irradiaba con la intensidad luminosa de un sol naciente, convirtiendo en un vasto arcoiris el firmamento, en que rielaban mares de nubes irisadas. Una quietud infinita se extendía sobre el valle y la selva.
Emilio experimentó el sobrecogimiento universal de la hora. Agobiado por la hermosura del crepúsculo, le acometió un dulce deseo de llorar, de cantar, de lanzar un grito estentóreo que desahogase su corazón y expandiese sus emociones. Cambió de parecer respecto de la naturaleza: no era humana, sino divina. La armonía que descubría en sus aspectos, accidentes y relaciones, era un atributo altísimo de su condición superior a la mortal. Recordó en ese momento, con cierto espanto, que su pensamiento era heresiarco. Pero la duda había penetrado en su inteligencia, y ahora ponía en tela de juicio la evidencia del dogma. ¿No era, por ventura, bello y divino todo cuanto alcanzaba su mirada? La visión de Enriqueta apareció ante su vista, obligándole a cerrar los ojos en un deliquio de dicha. De la contemplación de la imagen amada, pasó de nuevo a la del panorama. Las torres de la iglesia del pueblo se anunciaban a lo lejos, por encima de los naranjales y los cocoteros. La ruta que recorría ahora, érale familiar. Por las zanjas por que iba, correteó más de una vez siendo niño. Teatro de las primeras turbaciones, penas y alegrías de su infancia era el escenario en que espaciaba su mirada, con deleite sensual. Todo lo trasportaba y repercutía en él como en una caja de resonancia: el silencio de la pradera, la majestad del ocaso, la vaguedad del horizonte. Sonreía involuntariamente consigo mismo, con la flor humilde que hollaban las patas de su caballo, con los escuetos espinillos que dibujaban su silueta retorcida y desolada en la lejanía. El sol, de color de miel, languidecía. Esfumábanse las perspectivas, confundiéndose la llamada con la selva y el cielo. Creyérase que se reintegraba la unidad primera, universal, increada. Y esta unidad era una totalidad, armoniosa y divina. Emilio pretendía ver las vértebras del magno Pan en todas las cosas, como en el canto órfico. Notaba en sí mismo los efectos de una gran fuerza bienhechora y clemente que lo impelía a diluirse como un eco en el infinito.
Un indefinible deseo de correr le acometió; picó espuelas al caballo y se lanzó a toda carrera por el camino real, mientras salía, desde lo más hondo de su alma, un grito salvaje que retumbó en la selva y fue a perderse en la inmensidad como una saeta de luz en la bóveda constelada de estrellas.



Bucles de oro.

El nene estaba enfermito. Inmóvil, pálido, con sus ojitos astrosos, respiraba fatigosamente en la cuna, junto a la cual velábamos los dos en silencio.
Era una benigna tarde de invierno. Del vasto rumor de Buenos Aires sólo llegaba a nuestro cuarto de pensión un murmullo tenue. Abajo, sonaban las notas largas y graves de un pistón, en el cual hacía escalas un músico italiano, con tenacidad desesperante. En el patinillo lóbrego de nuestro piso, hablaban a media voz tres modistas sicilianas, de trágicos ojos negros. En el cuarto vecino, canturreaba la patrona, una garrida sevillana.
Estábamos solos, como en una isla desierta, en medio de aquella gente venida de diversas partes del mundo. ¿Qué hacer en tal trance supremo? Por fortuna, el médico había venido y recetado una poción contra el mal. Cada dos horas, Matilde le abría la boca al nene y echaba en ella una cucharadita del jarabe. Pero su respiración se volvía cada vez más entrecortada y ronca. Sentíamos la presencia de la fuerza invisible e irreparable que, a guisa de una sombra progresiva, iba llenando todo el ámbito del cuarto.
‒Parece que está mejor ‒dijo de pronto Matilde‒. ¿No ves? Allí estaba el pobre nenito, con su cabecita rubia, propicia a la caricia, echada sobre la almohada, mirándonos fijamente con santa inocencia. La maldita bronquitis pulmonar le roía los bronquios y los pulmones y la fiebre aumentaba por grados. Sufría visiblemente, y esto era nuestra mayor pena. ¿Qué resistencia podía ofrecer el delicado organismo de una criatura? ¿No era una crueldad espantosa hacer sufrir así a un inocente? En fin, nosotros, [40] los grandes... Con toda nuestra alma hubiéramos deseado arrancarle su mal y padecer nosotros por él. Debía de sufrir mucho, porque hacía tiempo que no sonreía. Era en él la sonrisa algo así como el signo de la vida, la expresión inmaterial del plenario florecimiento de la potencia orgánica que se trasfiguraba en dos gotas de luz en sus pupilas, en hebras de oro en sus cabellos y un divino halo de gracia en sus labios.
Para entibiar la atmósfera y facilitar la respiración del nene, Matilde se apartó por un momento de la cuna y quemó un minúsculo cono de incienso, que sahumó el recinto. Luego, volvió a su asiento. La miré, profundamente abatido. Más que nuestra pena común, me dolía el golpe de la fatalidad, sumado a la evidencia del desamparo. Todo parecía oponerse hasta entonces a la realización de mi plan de conquista de Buenos Aires, a la que había jurado vencer, cuando de mi lejana provincia vine, caballero en mi juventud, hacia la ciudad áurea y seductora, en busca de un campo en que dar noble empleo a mi actividad. ¿Qué había sido de todos mis ensueños de estudiante? Mi porvenir se obscurecía. En aquellos momentos estuve a punto de desfallecer, porque me pareció que la lucha emprendida era superior a mis fuerzas. Mas no me abandonó la esperanza, y, sobre todo, me sostuvo el deseo de imponer mi albedrío a la adversidad.
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