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ANDRÉS NEUMAN

DERECHOS RESERVADOS
© 2013 Andrés Neuman
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Edición digital: 2021
ISBN: 978-607-8764-33-4
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Me gusta que no hagamos las cosas que no hacemos. Me gustan nuestros planes al despertar, cuando el día se sube a nuestra cama como un gato de luz, y que no realizamos porque nos levantamos tarde por haberlos imaginado tanto. Me gusta la cosquilla que insinúan en nuestros músculos los ejercicios que enumeramos sin practicar, los gimnasios a los que nunca vamos, los hábitos saludables que invocamos como si, deseándolos, su resplandor alcanzase nuestros cuerpos. Me gustan las guías de viaje que hojeas con esa atención que tanto te admiro, y cuyos monumentos, calles y museos no llegamos a pisar, fascinados frente a un café con leche. Me gustan los restaurantes a los que no acudimos, las luces de sus velas, el sabor por venir de sus platos. Me gusta cómo queda nuestra casa cuando la describimos con reformas, sus sorprendentes muebles, su ausencia de paredes, sus colores atrevidos. Me gustan las lenguas que quisiéramos hablar y soñamos con aprender el año próximo, mientras nos sonreímos bajo la ducha. Escucho de tus labios esos dulces idiomas hipotéticos, sus palabras me llenan de razones. Me gustan todos los propósitos, declarados o secretos, que incumplimos juntos. Eso es lo que prefiero de compartir la vida. La maravilla abierta en otra parte. Las cosas que no hacemos.
UNA RAYA EN LA ARENA
Ruth hacía montañas con un pie. Cavaba con el dedo gordo en la arena tibia, formaba montoncitos, los ordenaba, los alisaba cuidadosamente con la planta, los contemplaba un rato. Luego los destruía. Y volvía a empezar. Tenía los empeines rojizos, le ardían como piedras solares. Llevaba las uñas pintadas de la noche anterior.
Jorge estaba desenterrando la sombrilla, o intentándolo. Hay que comprar otra, murmuró mientras forcejeaba. Ruth fingió no haberlo escuchado, aunque no pudo evitar sentirse irritada. Era una banalidad como cualquier otra, claro. Jorge chasqueó la lengua y apartó la mano de la sombrilla bruscamente: se había pillado un dedo con una de las pinzas. Una banalidad, pensaba Ruth, pero la cuestión es que él no había dicho “tenemos que comprar otra sombrilla”, sino “hay que comprar”. De un tirón, Jorge consiguió plegar la sombrilla y se quedó estudiándola con los brazos en jarra, como si esperase la última reacción de una criatura vencida. Casualidad o no, mira por dónde, él ha dicho hay que, y no tenemos, pensó Ruth.
Jorge sostenía en ristre la sombrilla. La punta estaba carcomida por lenguas de óxido y manchada de arena húmeda. Él se fijó en los montoncitos de Ruth. Luego buscó sus pies con marcas a causa de la presión de las sandalias, ascendió por las piernas hasta el vientre, se detuvo en los pliegues que se acumulaban alrededor del ombligo; su mirada continuó por el torso, pasó entre los pechos como a través de un puente, saltó a la mata salada del cabello, y finalmente resbaló hasta los ojos de Ruth. Jorge se dio cuenta de que, reclinada en su silla de lona, haciéndose visera con una mano, ella también lo observaba desde hacía un rato. Él sintió una ligera vergüenza sin saber muy bien de qué, y sonrió arrugando la nariz. A Ruth le pareció que él había exagerado ese gesto, porque en realidad estaba de perfil al sol morado. Jorge levantó la sombrilla como un trofeo inoportuno.
–Qué, ¿me ayudas? –preguntó en un tono que a él mismo le sonó irónico, menos benevolente de lo que había pretendido. Arrugó de nuevo la nariz, volvió un instante la vista al mar y entonces escuchó la sorprendente respuesta de Ruth:
–No te muevas.
Ruth empuñaba una raqueta de madera. El borde de la raqueta descansaba encima de sus muslos.
–¿Quieres la pelota? –preguntó Jorge.
–Quiero que no te muevas –dijo ella.
Ruth levantó la raqueta, se irguió y extendió un brazo para trazar lentamente una raya en la arena. Era una línea no muy recta, más o menos de un metro de longitud, que separaba a Ruth de su marido. Al terminar de dibujarla, ella soltó la raqueta, se acomodó otra vez en la silla de lona y se cruzó de piernas.
–Muy bonita –dijo Jorge, entre la curiosidad y el fastidio.
–¿Te gusta? –preguntó Ruth–. Entonces no la cruces.
En la playa empezaba a levantarse un aire húmedo, o Jorge lo notó en ese momento. Le daba pereza soltar la sombrilla y el resto de los bártulos que llevaba colgados del hombro. Pero sobre todo, le daba infinita pereza empezar a jugar a quién sabía qué. Estaba cansado. Había dormido poco. Sentía la piel sudada, arenosa. Tenía urgencia por darse una ducha y salir a cenar algo.
–No te entiendo –dijo Jorge.
–Me lo imagino –dijo Ruth.
–Oye, ¿vamos o no?
–Haz lo que quieras. Pero no cruces la raya.
–¿Cómo que no la cruce?
–¡Veo que ya lo entiendes!
Jorge dejó caer las cosas; le extrañó que hicieran tanto ruido al aterrizar en la arena. Ruth se sobresaltó un poco, pero no se movió de su silla de lona. Jorge contempló la línea de izquierda a derecha, como si hubiera algo escrito sobre ella. Dio un paso hacia Ruth. Vio cómo ella se contraía y se aferraba a los brazos de la silla.
–Esto es una broma, ¿no?
–Esto es de lo más serio.
–Vamos a ver, cariño –dijo él, frenando ante la raya–. ¿Qué te pasa? ¿Qué haces? La gente se está yendo, ¿no lo ves? Es tarde. Hay que irse. ¿Por qué no eres razonable?
–¿No soy razonable porque no me voy al mismo tiempo que los demás?
–No eres razonable porque no sé qué te pasa.
–¡Ah! ¡Qué interesante!
–Ruth... –suspiró Jorge, haciendo ademán de ir a tocarla– ¿Quieres que nos quedemos un rato más?
–Lo único que quiero –dijo ella– es que te quedes de ese lado.
–¿De qué lado, carajo?
–De ese lado de la raya.
Ruth reconoció en la sonrisa escéptica de Jorge una contracción de ira. Era sólo un temblor fugaz en la mejilla, un asomo indignado que él sabía controlar fingiendo condescendencia; pero allí estaba. Ahí lo tenía. De pronto parecía que ahora o nunca.
–Jorge. Esta raya es mía, ¿entiendes?
–Esto es absurdo –dijo él.
–Seguramente. Por eso mismo.
–Vamos, dame las cosas. Demos un paseo.
–Quieto. Atrás.
–¡Olvida esa raya y vamos!
–Es mía.
–Es una chiquillada, Ruth. Estoy cansado...
–¿Cansado de qué? Vamos, dilo: ¿de qué?
Jorge cruzó los brazos y se arqueó hacia atrás, como si hubiera recibido un empujón del viento. Vio venir el doble sentido y prefirió ser directo.
–No me parece justo. Estás tomando mis palabras al pie de la letra. O no, peor: las interpretas de manera figurada cuando te hacen daño, y las tomas literalmente cuando te conviene.
– ¿Sí? ¿Tú crees, Jorge?
–Ahora, por ejemplo, te he dicho que estaba cansado y te haces la víctima. Actúas como si yo hubiera dicho “estoy cansado de ti”, y...
–¿Y no era eso lo que en el fondo necesitabas decir? Piénsalo. Pero si hasta sería bueno. Anda, dilo. Yo también tengo cosas que decirte. ¿Qué es lo que te cansa tanto?
–Así no puedo, Ruth.
–¿Así, cómo? ¿Hablando? ¿Siendo sinceros?
–No puedo hablar así –contestó Jorge, volviendo a recoger lentamente las cosas.
–Recibido –dijo ella, desviando la vista hacia las olas.
Jorge soltó las cosas de pronto y quiso agarrar la silla de Ruth. Ella reaccionó levantando un brazo en señal de defensa. Él comprobó que estaba realmente seria y se detuvo en seco, justo frente a la línea. Estaba ahí. Ya la rozaba con la punta de los pies. Pensaba en dar otro paso. En pisar fuerte la arena. En restregar los pies y terminar de una vez con aquello. Jorge se sintió estúpido por su propia precaución. Tenía los hombros tensos, levantados. Pero no se movió.
–¿Quieres dejarlo ya? –dijo.
Se arrepintió enseguida de haber formulado la pregunta de ese modo.
–¿Dejar el qué? –preguntó Ruth, con una sonrisa dolientemente complacida.
–¡Me refiero a este interrogatorio! Al interrogatorio y a esa raya ridícula.
–Si tanto te incomoda nuestra charla, podemos dejarla aquí. Y si te quieres marchar a casa, adelante, que disfrutes de la cena. Pero lo de la raya, eso ni hablar. No es ridícula y no la cruces. No pases por ahí. Te lo advierto.
–Estás imposible, ¿lo sabes?
–Lamentablemente, sí –contestó Ruth.
Jorge percibió, desconcertado, la franqueza de su respuesta. Se agachó a recoger de nuevo las cosas, murmurando palabras inaudibles. Removía enérgicamente el contenido de la cesta de playa. Ordenaba una y otra vez los botes de bronceador, apilaba con furia las revistas, volvía a plegar las toallas. Por un momento, a Ruth le pareció que los ojos de Jorge se aguaban. Pero lo vio recobrar paulatinamente la compostura hasta preguntarle, mirándola con fijeza:
–¿Me estás poniendo a prueba, Ruth?
Ruth notó cómo la ingenuidad casi brutal de aquella pregunta le devolvía un eco de nobleza: como si Jorge pudiera equivocarse, pero no mentirle; como si en él fuera posible cualquier deslealtad, excepto la malicia. Lo vio agachado a sus pies, desorientado, con los hombros a punto de despellejarse, con menos cabello que hacía unos años, familiar y desconocido. Tuvo el impulso de atacarlo y a la vez de protegerlo.
–Vas por ahí avasallando –dijo ella– pero vives temiendo que te juzguen. Me parece un poco triste.
–No me digas. Qué profunda. ¿Y tú qué?
–¿Yo? ¿Que en qué me contradigo? ¿En qué noto que me equivoco siempre? En muchas cosas. Muchísimas. Qué te crees. Por empezar, soy una estúpida. Y una miedosa. Y una resignada. Y finjo que podría vivir como no puedo. Pensándolo bien, no sé qué es más grave: no darse cuenta de algunas cosas, o darse cuenta y no hacer nada. Por eso mismo, ¿entiendes?, he trazado esta raya. Sí. Es infantil. Es fea y pequeñita. Y es lo más importante que he hecho en todo el verano.
Jorge se quedó con la vista perdida más allá de Ruth, como siguiendo la estela de sus palabras, sacudiendo la cabeza con un gesto en el que luchaban el disgusto y la incredulidad. Luego el rostro se le congeló en una expresión irónica. Comenzó a reírse. Su risa sonaba a tos.
–¿Qué, no dices nada? ¿Se te ha ido la fuerza? –dijo Ruth.
–Eres una caprichosa.
–¿Te parece un capricho lo que te estoy diciendo?
–No sé –dijo él, incorporándose–. A lo mejor no exactamente caprichosa. Pero orgullosa, sí.
–No es sólo una cuestión de orgullo, Jorge, sino de principios.
–¿Sabes qué? Que tú defenderás muchos principios, serás todo lo analítica que quieras, te creerás muy atrevida, pero lo que en realidad estás haciendo es esconderte detrás de una raya. ¡Esconderte! Así que hazme el favor de borrarla, de recoger tus cosas y discutirlo tranquilamente en la cena. Voy a pasar. Lo siento. Todas las cosas tienen un límite. Mi paciencia también.
Ruth se levantó como un resorte liberado, volcando la silla de lona. Jorge se detuvo antes de haber dado el paso.
–¡Ya lo creo que todo tiene un límite! –gritó ella–. Y claro que te gustaría que me escondiese. Pero esta vez no te hagas ilusiones. Tú no quieres una cena: tú quieres una tregua. Y no la vas a tener, ¿me oyes?, no la vas a tener hasta que aceptes de una vez que esta raya se borra cuando yo diga, no cuando tú te impacientes.
–Me sorprende que te pongas tan autoritaria. Después te quejas de mí. Me estás prohibiendo acercarme. Yo no hago lo mismo contigo.
–Jorge, mi vida, escucha –dijo Ruth bajando la voz, acomodándose el flequillo, recomponiendo la silla y sentándose de nuevo–. Quiero que me prestes atención, ¿de acuerdo? No es que haya una línea. Es que hay dos, ¿me entiendes?, siempre hay dos. Y yo veo la tuya. O intento verla, al menos. Sé que está ahí, en alguna parte. Te propongo una cosa. Si te parece injusto que esta raya se borre cuando yo diga, traza tú otra, entonces. Es fácil. Ahí tienes tu raqueta. ¡Haz una raya!
Jorge soltó una carcajada.
–Te estoy hablando en serio, Jorge. Explícame tus reglas. Muéstrame tu territorio. Dime: de esta raya no pases. Verás cómo jamás intentaré borrarla.
–¡Qué lista! Claro que no la borrarías, porque yo nunca haría una raya como ésa. Ni se me ocurriría.
–Pero si la trazaras, ¿hasta dónde llegaría? Necesito saberlo.
–No llegaría a ningún lado. No me gustan las supersticiones. Prefiero comportarme con naturalidad. Quiero poder pasar por donde tenga ganas. Pelearme cuando de verdad suceda algo.
–Lo único que quiero es que mires un poco más allá de tu territorio. Que respetes ciertas cosas –dijo ella.
–Lo único que quiero es que me quieras –dijo él.
Ruth pestañeó varias veces. Se frotó los ojos con ambas manos, como intentando limpiarse todo el viento húmedo que la había golpeado aquella tarde.
–Es la respuesta más terrible que podías haberme dado –dijo Ruth.
Jorge la contemplaba con apenado asombro. Pensaba en acercarse a consolarla y sospechaba que no debía. Le picaba la espalda. Le dolían los músculos. El mar se había tragado la pelota del sol. Ruth se tapó la cara. Jorge bajó la vista. Miró la raya una vez más: le pareció que medía más de un metro.
ANABELA Y EL PEÑÓN
¿Quién se atreve a nadar hasta El Cerrito?, preguntó Anabela con cara de, no sé, de algo mojado y muy luminoso. Me imagino una galleta del tamaño del sol, una galleta enorme hundiéndose en el mar. Un poco de eso tenía la cara Anabela cuando nos lo preguntó.
¿Nadie se atreve?, insistió ella, pero ya no puedo decir qué cara puso porque la vista se me fue más abajo. Su traje de baño era verde, verde como, no sé, ahora no se me ocurre ningún ejemplo. Era un verde clarito y los triángulos de arriba pinchaban un poco por el centro.
Anabela siempre se reía de nosotros. Y tenía derecho, porque nos llevaba dos años o a lo mejor tres, era casi una mujer y nosotros, bueno, nosotros le mirábamos la parte de arriba del traje de baño. Valía la pena que ella se riese, porque sus hombros subían y bajaban, y la tela verde clarita se le movía también por adentro.
Como nadie contestó, Anabela se cruzó de brazos. Y eso fue lo malo, porque ya no se vio nada y tuvimos que mirarnos entre nosotros y notar nuestras caras de miedo al mar y de rabia por no poder estar a la altura de Anabela. Una altura, no sé, de olas con mucho viento, como las que los chicos mayores recorrían con sus tablas, y entonces nos dábamos cuenta de que solamente uno de ellos podría hacer feliz a Anabela. Pero ella nunca les prestaba atención, y eso nos desconcertaba todavía más.
Cada tarde Anabela nadaba sola hasta El Cerrito, que era un peñón seco a dos kilómetros al este. Ahí no se podía ir. O se podía, pero no nos dejaban, porque era peligroso y además decían que ahí había cosas raras y hasta gente desnuda que tomaba el sol y de todo. Había que nadar fuerte y largo durante casi una hora para llegar al peñón, y nos asustaba un poco ver a Anabela sumergirse, ver su cabeza apareciendo y desapareciendo hasta que se volvía, no sé, una boya, un puntito, nada. Ella iba hasta ahí, tomaba un rato el sol, según dos de nosotros sin la pieza de arriba del traje de baño, según otros tres sin nada de nada, y al atardecer volvía en lancha, porque siempre había alguien que venía en lancha a la playa. Nosotros estábamos de acuerdo en que eso era lo peor de que se fuera sola. A la ida estábamos seguros de que no iba a pasarle nada, ella era mayor y rapidísima y nadaba perfecto y siempre sabía qué hacer. Además Anabela era increíble flotando, cuando se cansaba se ponía boca arriba, con las piernas y los brazos abiertos, y se quedaba así, casi dormida, el tiempo que quisiera, como un sirena o, no sé, un salvavidas verde, y solamente le asomaban la boca, la nariz, los dedos de los pies. Y las puntas de la pieza de arriba del traje de baño. La vuelta desde el peñón ya era distinta, eso sí nos preocupaba, porque algún sinvergüenza, eso decía mi padre, algún sinvergüenza en lancha podía, no sé. Eso mi padre ya no lo decía.
Anabela se burló y nos dio la espalda. En realidad yo creo que nos había preguntado por preguntar, ella sabía de sobra que ninguno iba a atreverse a nadar tan lejos. No sólo por El Cerrito, que daba miedo, sino por los castigos terribles que nuestros padres nos habían anunciado si se nos ocurría ir. ¿Y los padres de Anabela? ¿Ellos sí la dejaban? Es curioso, porque antes de esa tarde nunca lo había pensado. Había supuesto que sí, o no había supuesto nada. Anabela era alta, era rapidísima, ¿quién podía prohibirle algo a Anabela? Cuando otra tarde más la vi acercarse a la orilla, cuando la vi moverse de esa forma tan, no sé, sentí algo tremendo aquí, entre el estómago y el esternón. De repente Anabela escuchó una voz, y yo escuché esa voz y descubrí que era la mía diciéndole: Te acompaño.
Era un calor ahí.
Anabela se volvió hacia nosotros sorprendida. Se encogió de hombros, la luz rebotó en ellos, no sé, como una pelota de playa, le rodó por los brazos y ella dijo simplemente: Bueno. Vamos.
Los demás me miraron, de eso sí estoy seguro, con más envidia que miedo, y hasta sospeché que alguno le iba a ir con el cuento a mi padre. ¿Estaba haciendo bien? Era demasiado tarde para dudar, porque el brazo tostado de Anabela ya tiraba de mi brazo, sus vellos amarillos me llevaban hasta el mar, y sus pies y los míos hacían crujir las piedritas de la orilla, eso estaba pasando ahora y era casi imposible de creer. Entonces sentí que había nacido y aprendido a nadar y veraneado en esa playa nada más que para eso, para ver ese momento, y no digo vivirlo porque ese momento no me estaba pasando a mí, le estaba pasando a otro. Yo me veía dando las primeras brazadas detrás de las patadas de Anabela, de los pies de Anabela que entraban y salían del agua. Mis amigos gritaban, daba igual.
No sé cuánto nadamos. El sol nos cegaba, ya no se oían voces de la costa, sólo se escuchaban olas y gaviotas, sentía una mezcla de frío y calor, la corriente tiraba de nosotros y yo era feliz. Al principio, los primeros minutos, me había dedicado a pensar qué iba decirle a Anabela, cómo debía comportarme cuando llegáramos al peñón. Pero después todo se fue mojando, como ablandando, no sé, mi cabeza también, y dejé de pensar y supe que era eso, que ya estábamos juntos, que estábamos nadando como si conversáramos. De vez en cuando ella volvía la cabeza hacia atrás para comprobar si la seguía, y yo trataba de mantener la cabeza bien alta y le sonreía tragando agua salada, para que Anabela viese que yo podía seguir su ritmo, aunque en realidad no podía. Sólo paramos a descansar dos veces, la segunda porque yo se lo pedí, y me dio un poco de vergüenza. Ella flotó y me enseñó a hacer el muerto, me explicó cómo había que hacer con la barriga y los pulmones para ir suelto, así, como un colchón. A mí me pareció que yo flotaba mal, pero ella me felicitó y se rio como, no sé, y yo pensé en besarla y me reí también y tragué agua. Ahí decidí que, en vez de contarles a mis amigos cómo había ido todo, en vez de exagerar cada detalle, que era lo que al principio tenía pensado hacer, no iba a contarles nada. Ni una palabra. Sólo iba a quedarme callado, sonriente, ganador, con cara de entenderlo todo, como hacía Anabela, para dejar que ellos se imaginaran cualquier cosa.
No sé cuánto nadamos en total, pero El Cerrito estaba cerca o parecía cerca. Hacía rato que habíamos parado por segunda vez. Me sentía agotado, Anabela estaba fresca. Yo ya no disfrutaba, ahora sólo tenía una misión, seguir, seguir, empujar con los brazos, la barriga, el cuello, todo. Por eso es tan difícil explicar qué pasó luego, todo fue muy rápido o muy invisible. Yo asomaba media cara cada dos brazadas, miraba de reojo el peñón y calculaba cuánto podía faltarnos, y para distraerme del cansancio me ponía a contar las patadas veloces de Anabela y los golpes de mi corazón. Fue por eso mismo, por estar escuchando los pies de Anabela, que me extrañó tanto parar un segundo, ver el peñón enfrente y no verla a ella. Simplemente ya no estaba. Como si no hubiera estado nunca. Giré varias veces braceando desesperado, sacudiendo la cabeza de un lado para otro. Me vi en mitad del mar, muy lejos de la costa, todavía lejos de El Cerrito, flotando en el silencio, sin rastros de Anabela. Y me sentí dos veces asustado. No sólo porque ahora estaba solo. Sino porque entendí que había pasado un buen rato contando mis propias patadas.
Grité unas cuantas veces, grité como quizás había gritado ella mientras yo no la escuchaba o la confundía con las gaviotas, pero gritar también me agotaba, hacía que me doliera el cuerpo. Me di cuenta de que si quería tener la mínima posibilidad de llegar al peñón no había más remedio que callarme, calmarme, enfriar el terror y seguir dando brazadas. Avanzar y dar brazadas, nada más. Esta vez no conté, no pensé, no sentí nada.
Nadé hasta perder la sensación del tiempo, como si fuera parte del mar.
Cuando alcancé el borde del peñón, las olas me arrastraron sin presentarles apenas resistencia. Mi cuerpo era una cosa y yo era otra. De ese momento recuerdo poco. Me sentía mareado, casi no veía, el aire me faltaba tanto que no me salía por la boca, solamente entraba. La sangre iba a estallarme, mis brazos y mis piernas parecían vacíos o, no sé, un colchón pinchado. Tirado entre las piedras, escuché unas voces que se acercaban, vi o me pareció ver a varios hombres desnudos a mi alrededor, de pronto tuve ganas de dormir, alguien me tocó el pecho, el sueño me ganaba, el aire empezó a salirme por la boca, hice un esfuerzo, abrí los ojos y, ahora sí, pensé en Anabela, en que lo había logrado, en que por una vez había estado a su altura.
EL ABRIGO
El aire olía a cuero. Una estudiada media luz, muy propia de las tiendas de segunda mano, hacía difícil apreciar los detalles. Casi todos los abrigos parecían en buen estado. Ella se acomodó las gafas. Pensaba en el gusto imprevisible de su marido, en esa mezcla suya de convencionalidad y capricho. Sintió la necesidad urgente de fumar. Aquella noche, como mucho a la mañana siguiente, le vendría la menstruación: se lo avisaba una daga insistente debajo del ombligo y cierta sensación de fastidio ante todas las cosas. Sacó de la percha un abrigo de cuero marrón y botones cruzados. Lo observó un instante. Lo colgó, y descolgó uno de color negro y cuello en punta. Colgó el negro y descolgó otro más largo, gris, de hombros muy pronunciados. “Demasiado viril”, pensó con malicia. Devolviéndolo a su sitio, sacó un abrigo de ante oscuro y lo observó con agrado: encajaba perfectamente con la estampa anticuada de su marido. Se lo veía puesto con una claridad asombrosa, como si ya lo hubiera visto con él, como si hubiera sido siempre suyo. Ahora que lo pensaba, de hecho, era casi idéntico al abrigo que ella misma le había regalado para las penúltimas navidades. No era posible. Intentó asegurarse. Examinó el forro, los ojales, las mangas: parecían los mismos, aunque cómo recordar la marca o la forma exacta de los botones. También la talla coincidía, aunque la de su marido era la talla de la mayoría de los hombres. Se fijó en el nulo desgaste de los codos: podía ser, podía no ser.