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Se detuvo a reflexionar. ¿Cómo habría podido ir a parar allí? ¿Por qué iba a empeñar su marido el regalo de las penúltimas navidades? Las cosas no habían ido demasiado bien durante el último año. Pero no habían ido tan mal como para eso. ¿O sí? Intentó recordar las discusiones más recientes. Pero no, tenía que haber otras razones. Podía ser, sencillamente, que él detestara ese abrigo (“Qué elegante”, había exclamado, “no sabes la falta que me hacía”), que no supiera qué excusa inventar para no ponérselo, y entonces decidiese venderlo para luego pretextar que lo había perdido (“Qué bien, pero qué bien me queda”, repetía). Ahora bien, su marido no había mencionado nada acerca de haber extraviado aquel abrigo. En realidad, ella tampoco recordaba habérselo visto puesto, salvo el mismo día en que él se lo había probado en casa. Estudió de nuevo la prenda y la colgó. Era ésa. No era ésa. No sabía si era ésa. Sintió la daga removiéndose y un dolor que le rodeaba la cabeza y le apretaba las cervicales. Había estado todo el día de pie, toda una vida de pie. ¿Cuándo habían salido de viaje por última vez? ¿De viaje de verdad, ellos dos solos? No habían tenido dinero. Ni, sobre todo, motivos. Pero ese abrigo de ante oscuro, de dónde demonios habría salido. Revisó impaciente los bolsillos interiores, esperando encontrar algún indicio que confirmara sus sospechas. Estaban vacíos.
Volvió a descolgarlo y se acercó a la dependienta, que se estaba pintando las uñas detrás del mostrador y llevaba clavado en la nariz un alfiler con cabeza de estrella. Le preguntó si recordaba quién había traído el abrigo. La chica levantó la vista, torció una mitad del labio superior y contestó con voz nasal: Ay, yo qué sé, mi reina, por aquí pasa tanta gente. Ella la miró a los ojos, demandándole un esfuerzo. La dependienta se encogió de hombros, volvió a bajar la vista y mojó el pincel en el frasquito de esmalte. ¿Y no sabes tampoco cuánto tiempo lleva este abrigo en la tienda?, insistió ella. La dependienta torció la boca, dejó el pincel dentro del frasquito y, suspirando, le arrancó la prenda de las manos para comprobar algo en la etiqueta. Lleva aquí desde enero del año pasado, ¿satisfecha? Y regresó a sus uñas. Entonces me lo llevo, contestó ella recogiendo el abrigo del mostrador y quitándole la percha. Es el cumpleaños de mi marido, ¿sabes?, y quiero darle una sorpresa.
LA FELICIDAD
Me llamo Marcos. Siempre he querido ser Cristóbal.
No me refiero a llamarme Cristóbal. Cristóbal es mi amigo; iba a decir el mejor, pero diré que el único.
Gabriela es mi mujer. Ella me quiere mucho y se acuesta con Cristóbal.
Él es inteligente, seguro de sí mismo y un ágil bailarín. También monta a caballo. Domina la gramática latina. Cocina para las mujeres. Luego se las almuerza. Yo diría que Gabriela es su plato predilecto.
Algún desprevenido podrá pensar que mi mujer me traiciona: nada más lejos. Siempre he querido ser Cristóbal, pero no vivo cruzado de brazos. Ensayo no ser Marcos. Tomo clases de baile y repaso mis manuales de estudiante. Sé bien que mi mujer me adora. Y es tanta su adoración, tanta, que la pobre se acuesta con él, con el hombre que yo quisiera ser. Entre los fornidos pectorales de Cristóbal, mi Gabriela me aguarda ansiosa con los brazos abiertos.
A mí me colma de gozo semejante paciencia. Ojalá mi esmero esté a la altura de sus esperanzas y algún día, pronto, nos llegue el momento. Ese momento de amor inquebrantable que ella tanto ha preparado, engañando a Cristóbal, acostumbrándose a su cuerpo, a su carácter y sus gustos, para estar lo más cómoda y feliz posible cuando yo sea como él y lo dejemos solo.
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