Alamas muertas

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1809 El 1 de abril (20 de marzo según el antiguo calendario ruso) nace Nikolai Vasilievich Gogol-Yanovski, en la ciudad de Bolsie-Sorochintsi, en el distrito de Poltava, en Ucrania. El padre es un pequeño propietario y dramaturgo aficionado. Será el mayor de cinco hermanos.
1818 Junto con su hermano Iván, acude a la escuela en Poltava.
1819 Muere su hermano Iván.
1821 Ingresa en el instituto de Niesin.
1825 Muere su padre. Primeras tentativas literarias.
1828 Termina el bachillerato. Marcha a San Petersburgo. Busca empleo. Escribe poesía.
1829 No encuentra trabajo en San Petersburgo. Primeras publicaciones: Italia y Hans Küchelgarten. Tras unas críticas muy negativas, quemará todas las copias de este poema épico. Viaja por el norte de Alemania. Empezará a trabajar (por unos meses) en unas oficinas del ministerio del Interior.
1830 Pasa a trabajar como registrador colegiado. Empieza a publicar historias de temática ucraniana, en revistas literarias. Conoce a Sukovskii y a Plietniov.
1831 En Litieraturnaya Gasieta aparecen sus primeros textos firmados como Gogol. Abandona la carrera administrativa y, por mediación de Plietniov, empezará a trabajar como profesor de Historia de un instituto femenino y como profesor particular de niños en casas nobles. Plietniov le presenta a Puskin. Publica el primer volumen de las Veladas en un caserío cerca de Dikanka.
1832 Publica el segundo volumen de sus Veladas. Pasa las vacaciones en Moscú y en la casa familiar (Vasilievka). Conoce a Maksimovich, a Pogodin y a la familia Aksakov. Vuelve a San Petersburgo con sus dos hermanas menores, que entrarán en el instituto en el que él da clase.
1833 Intenta hacerse catedrático en Kiev pero fracasa. Recopila canciones folklóricas ucranianas. Concibe numerosos planes en los campos de la literatura y de la historia.
1834 Gracias a sus amigos literatos, consigue una plaza de profesor adjunto de Historia universal en la universidad de San Petersburgo. Trabaja en varios relatos cortos y en piezas teatrales.
1835 Publica Arabescos (un volumen de ensayos e historias entre los que se encuentran La avenida Nievskii, El retrato y Memorias de un loco) y Mirgorod (dos volúmenes). Deja sus clases en el instituto femenino y en la universidad. Puskin le brinda el tema de Almas muertas y de Rievisor. Escribe Rievisor y comienza Almas muertas (tres primeros capítulos). Va culminando otras obras decisivas como La nariz, La calesa o El casamiento. Si uno piensa que estas obras, cercanas a la literatura de Kafka, están escritas cuando los rescoldos del Romanticismo estaban aún humeantes, todavía impresionan más. Se le empieza a considerar como uno de los principales escritores de Rusia; aparece un artículo de Bielinskii sobre sus narraciones.
1836 Publica los relatos que ha ido culminando, además de recensiones diversas. Estrena Rievisor en San Petersburgo y Moscú. Viaja por Alemania, Suiza y Francia. Sigue trabajando en Almas muertas.
1837 En París, recibe la noticia de la muerte de Puskin. Viaja por Italia. Conoce al pintor Alieksander Ivanov. Viaja también por Alemania, Suiza y, de nuevo, Italia (con estancias intermitentes en Roma). Prosigue su trabajo en Almas muertas.
1838 Además de en Roma, está en Nápoles y en París. Cierta aproximación al catolicismo. Frecuenta a numerosos artistas. Establece una relación sentimental con el joven conde Iosif Vielgorskii. Mientras, continúa la redacción de Almas muertas.
1839 Pasa medio año en Roma. Se encarga de los cuidados de Vielgorskii, quien, enfermo de tuberculosis, acaba muriendo en sus brazos. Vuelta a Rusia, viajando por el sur de Francia, Alemania y Austria. Conoce al poeta Yasikov. En Moscú y San Petersburgo. Encuentro con Bielinskii. Avanza la redacción de Almas muertas.
1840 Tiene escritos al menos los seis primeros capítulos de Almas muertas. En Moscú y en Viena. Problemas de salud y crisis alucinatorias. Vuelve a Roma, donde permanecerá un año. Reelabora Taras Bulba, El retrato y Rievisor.
1841 Le dicta a Annienkov Almas muertas (la denominada «primera parte»). Viaja por Alemania y vuelve a Moscú. Allí intenta la publicación de Almas muertas, pero el comité moscovita de censura no la da de paso.
1842 Bielinskii lleva Almas muertas a San Petersburgo para tratar de que se publique allí. En abril, los censores petersburgueses aceptan publicar Almas muertas a condición de que el autor elimine o cambie La historia del capitán Kopieikin. Gogol transforma Kopieikin y la novela se publica en mayo. Gogol tiene 33 años. Acuerda la publicación de sus obras en cuatro volúmenes, en cuya corrección trabajará hasta finales de año. Volverá a Roma con Yasikov. Trabaja en la «segunda parte» de Almas muertas y publica el fragmento Roma.
1843 Se publican sus obras, que incluyen por vez primera El capote, Los jugadores y A la salida del teatro. Viajes por Italia, Alemania y sur de Francia. Continúa su trabajo en la «segunda parte» de Almas muertas. Destruye la primera versión de la continuación de Almas muertas.
1844 Viajes por Italia, Alemania, sur de Francia, Bélgica... Muere su hermana Mariya. Prosigue su trabajo en la «segunda parte» de Almas muertas, pero se atasca. Crisis nerviosa.
1845 Unos meses en París y luego en Fráncfort, en casa de Sukovskii, bastante enfermo. A partir de mayo llevará a cabo curas y tratamientos médicos en diferentes ciudades de Alemania, Chequia, Austria e Italia. Quema la nueva versión de la continuación de Almas muertas y concibe la edición de un libro a partir de cartas enviadas a amigos. Se publica en Francia Nouvelles russes, en traducción de Louis Viardot. A finales de año, de nuevo en Roma.
1846 Vuelve a viajar por toda Europa. Acaba su volumen de cartas y Desenlace del Rievisor. Por mediación del conde A. P. Tolstoi, primer contacto con el padre Matviei Konstantinovskii.
1847 Se publica Fragmentos selectos de una correspondencia con amigos, lo que le llevará a no pocos conflictos con amigos suyos como Aksakov, Pogodin o Ivanov. La obra agradará enormemente a los sectores más conservadores. Muere Yasikov. Prosiguen los viajes por Europa. Trabaja en la Confesión del autor y en Confesiones sobre la divina liturgia. Bielinskii le enviará desde Salzbrunn lo que luego se ha conocido como su Carta a Gogol.
1848 Coincidiendo con la inestabilidad política en toda Europa, viaja a Jerusalén, pasando por Malta y vuelve pasando por Beirut y Estambul. En verano, pasa por Vasilievka. Luego en San Petersburgo y Moscú, primero en casa de Pogodin, luego en la del conde A. P. Tolstoi.
1849 Principalmente en Moscú. Empeora su salud. Vuelve a trabajar en la «segunda parte» de Almas muertas, pero pronto se bloquea de nuevo. En Kaluga, con Alieksandra Smirnova.
1850 En Odessa, en Vasilievka, en Moscú y en Odessa. Primera visita al monasterio de Optina Pustyn.
1851 En Odessa, en Vasielievka, en Moscú y en Kaluga. De nuevo, en el monasterio de Optina Pustyn. Su interés religioso se incrementa. A menudo, enfermo. Prosigue el trabajo en la «segunda parte» de Almas muertas. Prepara una edición de su obra en cinco tomos.
1852 Le dice a Liev Ivanovich Arnoldi, hermano de madre de Alieksandra Smirnova, que tiene lista la «segunda parte» de Almas muertas. Pasa una fuerte depresión. Desde finales de enero a principios de febrero, conversaciones con el padre Matviei Konstantinovskii, de las que sale conmovido. La noche del 11 al 12 de febrero quema el manuscrito de la «segunda parte» de Almas muertas (es decir, la que sería la tercera versión de la obra). Se niega a alimentarse. Los médicos tratan de salvarlo. El 4 de marzo (21 de febrero, según el antiguo calendario), muere Nikolai Gogol, que aún no había cumplido 43 años. El 7 de marzo (24 de febrero), funerales multitudinarios en el monasterio de Daniel, en Moscú. Cuenta Simon Karlinsky que la madre de Gogol le sobrevivió quince años y que dio entrevistas en las que proclamaba que su hijo había inventado la máquina de vapor y había planeado la red de carreteras que luego se llevaría a cabo en Rusia en los años cincuenta del siglo XIX (1976, p. 9).
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ALMAS MUERTAS
POEMA

CAPÍTULO 1
A la puerta de una posada de la capital de provincias NN, ha llegado una brichka de ballestas, pequeña y bastante bonita; una de esas en las que suelen ir los solteros: tenientes coroneles retirados, oficiales del zar y terratenientes de esos que cuentan con cerca de mil almas de campesinos... en una palabra, todos aquellos a los que se conoce como «señores de medio pelo». En la brichka, iba sentado un señor, no muy guapo pero sin mala pinta, ni demasiado gordo ni demasiado flaco. No podía decirse que fuese viejo, aunque tampoco que fuese demasiado joven. Su entrada no produjo en la ciudad ningún tipo de escándalo ni vino acompañada por nada en particular; tan sólo hicieron algunos comentarios un par de campesinos rusos que se hallaban a la puerta de la taberna que estaba frente a la posada; comentarios relacionados, por otro lado, más con el carruaje que con el que iba sentado en él. «¡Mira –le dijo el uno al otro–, fíjate qué rueda! ¿Tú qué crees? ¿Si se diera el caso, llegaría esa rueda a Moscú o no llegaría?» —«Sí que llegaría» –contestó el otro. «Pero a Kazán, yo creo que no llegaba, ¿no?» —«No, a Kazán no llegaba» –respondió el otro. Con esto, se acabó la conversación[1]. Entonces, cuando la brichka llegó a la posada, se encontró con un joven de pantalones blancos a rayas, muy estrechos y cortos, con un frac con el que pretendía ir a la moda, bajo el que se percibía con claridad una pechera prendida con un alfiler de Tula en forma de pistola de bronce. El joven se dio la vuelta hacia atrás, miró al carruaje, se sujetó con una mano la gorra, que casi se le vuela del viento, y siguió su camino.
Cuando el carruaje entró en el patio, salió al encuentro del señor un criado de la posada (o mejor un «mozo», que es como les llaman en las posadas rusas), hasta tal punto vivaz e inquieto que resultaba casi imposible distinguir cómo era su cara. Éste se lanzó al exterior a toda prisa, con una servilleta en la mano, larguirucho y con una levita larga de demikoton que le iba desde la espalda hasta casi la nuca; se sacudió los cabellos y condujo a toda prisa al señor hacia arriba, por toda la galería de madera, para mostrarle la habitación que Dios le había concedido. La habitación era como todas las de su estilo, pues la posada era también como todas las de su estilo, es decir, ni más ni menos como son las posadas en las ciudades de provincias donde, por dos rublos al día, las gentes de paso consiguen un cuarto tranquilo con cucarachas, que aparecen como ciruelas pasas por todos los rincones y con una puerta, siempre bloqueada por una cómoda, que da al aposento de al lado, en el que se halla instalado el vecino, un hombre silencioso y tranquilo pero extraordinariamente fisgón, al que le interesa saber todos los detalles del viajero. La fachada exterior de la posada respondía a su interior: era muy alargada y tenía dos pisos. El inferior no estaba dado de yeso y quedaba con ladrillitos de un color rojo oscuro que si bien se habían oscurecido aún más a causa de los penosos cambios de tiempo, de por sí estaban ya bastante sucios. El superior se había pintado en primavera del sempiterno color amarillo; abajo había unos puestos con colleras, cuerdas y gruesas limas. En la esquina de estos puestos, o mejor, en la ventana, se alojaba un vendedor de sbitien con su samovar de roja hidromiel y con una cara tan roja como el samovar, de forma que, desde lejos, se habría podido pensar que en la ventana había dos samovares, de no haber sido porque uno de los samovares tenía una barba negra como el azabache.
Mientras el señor que acababa de llegar inspeccionaba su habitación, le metieron sus efectos: ante todo, la maleta de piel blanca, un poco gastada, que mostraba que no era la primera vez que estaba en ruta. Metieron la maleta entre el cochero Sielifan, hombre bajito con una tulupa corta, y el lacayo Pietruska, un joven de treinta años, con una amplia levita usada que estaba claro que había pertenecido al señor; éste era un muchacho, en apariencia, un tanto rudo, de labios y nariz de grandes proporciones. Tras la maleta, trajeron un cofrecito no muy grande de caoba, forrado con piezas de abedul de Karelia, hormas para las botas y, envuelta en un papel azul, una gallina asada. Una vez metieron todo esto, Sielifan el cochero se dirigió a las caballerizas a remolonear junto a los caballos y el lacayo Pietruska empezó a instalarse en el pequeño vestíbulo, un tugurio oscurísimo, al que ya se había dado prisa en llevar a rastras su capote y, junto con él, algo de su propio olor, que ya se había transmitido a la bolsa en la que estaban los diferentes efectos del lacayo. En este tugurio, ajustó a la pared la estrecha cama de tres patas y la cubrió con algo pequeño parecido a un jergón, sin vida y vulgar, como una hojuela, y quizá también manchado de grasa como la hojuela que logró agenciarse en la casa del propietario de la posada.
Mientras los sirvientes iban acabando a trancas y barrancas, el señor se dirigió a la sala común. Cualquier viajero sabe perfectamente cómo son estas salas comunes: las mismas paredes pintadas con pintura al óleo, oscurecidas en la parte alta a causa del humo del tabaco y bruñidas por la parte de abajo por las espaldas de los viajeros y aún más por las de los hombres de negocios del lugar, pues los comerciantes en los días de mercado llegaban hasta aquí de seis en seis o de siete en siete a beber el famoso «par de tazas de té». Igual de ennegrecido estaba el techo; igual de tiznada, la araña, de la que colgaban gran cantidad de cristalitos, que entrechocaban y tintineaban cada vez que el criado corría por el raído linóleo, agitando con viveza la bandeja en la que había posadas la misma gran cantidad de tazas de té que pájaros a la orilla del mar. Los mismos cuadros por toda la pared, pintados al óleo... en una palabra, todo igual que en todas partes. Las únicas diferencias eran que en un cuadro había representada una ninfa con unos pechos tan enormes como el lector, probablemente, no haya visto nunca. Por otro lado, un portento semejante de la naturaleza se dará no obstante en algunos cuadros históricos, traídos hasta nosotros, a Rusia, no se sabe en qué época, de dónde, ni por quién; a veces, hasta por nuestros magnates, amantes del arte, que los compraron en Italia, aconsejados por los ordenanzas que los llevaban.
El señor se quitó la gorra y desenrolló de su cuello la bufanda de lana con los colores del arco iris, de esas que la mujer le hace a mano a su esposo para que le abrigue, mientras le da las instrucciones convenientes. Al soltero... probablemente no podré decir quién se las hace, ¡sabrá Dios!; yo nunca llevé una bufanda así. Una vez desenrollada la bufanda, el señor ordenó que le pusieran la comida. Entonces, le sirvieron algunos de los manjares habituales en las posadas, a saber: sopa de col con empanadillas hojaldradas, reservadas expresamente para los viajeros durante varias semanas, sesos con guisantes, salchichas con berza, pollo asado, pepino picante y la eterna empanadilla hojaldrada dulce, siempre lista para lo que le manden. Mientras le servían todo esto, bien recalentado, bien sencillamente frío, le obligaba al criado, o al sirviente, a contarle cualquier tontería... quién llevaba antes la posada y quién la lleva ahora, y si le renta mucho, o si su dueño es un miserable; a lo que el sirviente, por lo general, respondía: «Oh, señor, es un ratero tremendo». Igual que en la Europa culta, en la Rusia culta, hay ahora gran cantidad de gente respetable que no puede comer en una posada sin hablar con su criado y, a veces, incluso sin burlarse chuscamente de él. Por otro lado, el forastero no sólo hacía preguntas frívolas: con una extraordinaria exhaustividad, preguntaba quién era el gobernador de la ciudad; quién el presidente de la Cámara; quién el procurador... en una palabra, no dejaba pasar ni a un solo funcionario de importancia. Pero aún con mayor exhaustividad, si no ya con sumo interés, preguntaba por todos los terratenientes importantes: quién tiene almas de campesinos y cuántas son, a qué distancia vive de la ciudad, incluso qué carácter tiene y con qué frecuencia viene a la ciudad. Preguntaba con atención sobre el estado de la comarca: si había enfermedades en la provincia, y cuáles... epidemias, fiebres mortales del tipo que fuesen, viruelas y similares y todo con un detalle y una precisión tal que demostraba algo más que una simple curiosidad. En sus modales, el señor tenía algo grave y se sonaba haciendo un ruido terrible. No se sabe cómo lo hacía pero su nariz sonaba como una trompeta. Esta cualidad, en apariencia del todo inocente, le hizo adquirir no obstante una gran consideración de parte del criado de la posada, de forma que cada vez que escuchaba este sonido se sacudía los cabellos, se enderezaba en un ademán de mayor respeto e, inclinando su cabeza, preguntaba: «¿Le hace falta algo?».
Tras la comida, el señor tomó una tacita de café y se sentó en el diván, colocándose tras la espalda una almohada de las que, en las posadas rusas, en lugar de con muelle lana, se rellenan con algo que se parece extraordinariamente al ladrillo y al adoquín. En este punto, empezó a bostezar y ordenó que lo acompañasen a su habitación, donde se acostó y durmió un par de horas. Cuando hubo descansado, escribió en un trozo de papel a petición del criado de la posada su rango, nombre y apellido para darle a la policía el aviso de adónde iba. En el papelito, el sirviente, bajando de la escalera, leyó sílaba a sílaba lo siguiente: «Consejero colegiado[2] Pavel Ivanovich Chichikov[3], terrateniente, por asuntos propios».
Mientras el criado analizaba todavía por sílabas la nota, el propio Pavel Ivanovich Chichikov se fue a dar una vuelta por la ciudad, con la que, como parecía, estaba satisfecho, pues consideraba que de ningún modo era inferior a las otras ciudades de provincias: con fuerza, penetraba en los ojos el color amarillo de las casas de piedra y, con aire modesto, el gris se ofrecía oscuro en las de madera. Las casas eran de uno, de uno y medio y de dos pisos, con los sempiternos cuartos abuhardillados, muy bonitos en opinión de los arquitectos de la provincia. En algunos lugares, estas casas parecían perdidas en medio de calles, anchas como el campo, e interminables cercas de madera. En otros lugares, parecían amontonarse y era allí donde saltaba a la vista un mayor movimiento y animación de la gente. Aparecían letreros casi borrados por la lluvia, con bollos y botas o, a veces, con unos pantalones azules pintados y la firma de algún sastre arsavo; en otro lugar, había una tienda con gorras, con furaskas y con una firma: «Vasilii Fiodorov, Extranjero»; o veía pintado un billar con dos jugadores en fracs de esos que, entre nosotros, se ponen en los teatros los invitados que entran en escena en el último acto. Los jugadores estaban representados con los tacos algo inclinados, con los brazos un poco hacia atrás y las piernas torcidas como si acabaran de hacer un salto en el aire. Por debajo de todos éstos, aparecía escrito: «He aquí el establecimiento». En algunos sitios, simplemente en la calle, había mesas con nueces, jabón y melindres que se parecían al jabón; en otros, un bodegón con un grueso pescado pintado y clavado en él un tenedor. Más que ninguna otra cosa, se apreciaban las ennegrecidas águilas bicéfalas del Estado, que ahora ya estaban reemplazadas por un lacónico letrero: «Casa de bebidas». El pavimento era mediocre por todas partes.