Alamas muertas

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También echó un vistazo al jardín municipal, con finos árboles que habían arraigado de mala manera, con soportes en forma de triángulo en la parte de abajo, bellamente pintados con óleo verde. Por otro lado, aunque estos árboles jóvenes no eran más altos que una caña, al describir la iluminación, se decía de ellos en los periódicos que «nuestra ciudad se había engalanado, gracias al cuidado puesto por las autoridades, con un jardín compuesto por frondosos árboles que dan gran sombra y frescor cuando el día está tórrido», y que con él «era muy enternecedor ver cómo los corazones de los ciudadanos palpitaban del enorme agradecimiento y cómo corrían arroyos de lágrimas en signo de reconocimiento hacia el señor alcalde».
Una vez se hubo informado con detalle por medio de un guardia de cuál era el camino más corto para ir a la catedral, a las oficinas del Estado o adonde el gobernador, dirigió la mirada hacia el río que fluía por el medio de la ciudad; por el camino, arrancó un anuncio clavado a un poste que podría leer como es debido una vez hubiera llegado a casa, miró fijamente a una dama de aspecto agradable que pasaba por la acera de madera, tras de la cual iba un niño vestido con una librea militar con un pequeño envoltorio en la mano y, de nuevo cuando hubo examinado de arriba abajo todo con sus ojos, como para, de ese modo, recordar bien la disposición del lugar, se dirigió a casa directamente, a su habitación, acompañado un poco en la escalera por el criado de la posada. Una vez que se atiborró de té, se sentó a la mesa, ordenó que le dieran una vela, sacó el anuncio del bolsillo, lo acercó a la vela y se puso a leer, entornando un poco el ojo derecho: se organizaba un drama del señor Kotzebue[4], en el que el papel de Rollas[5] lo interpretaba el ciudadano Popliovin; el de Kora[6], la señorita Siablova; los otros personajes eran menos famosos; sin embargo, los leyó todos, llegó incluso hasta el precio de la platea y se enteró de que el anuncio estaba impreso en la tipografía del gobierno de la provincia. Luego le dio la vuelta a ver si había algo pero, al no encontrar nada, se frotó los ojos, lo dobló cuidadosamente y lo puso en el cofrecito en el que solía guardar todo lo que caía en su mano. El día, al parecer, se terminaba con una ración de ternera fría, con medio litro de sopa de coles avinagrada y con un sueño profundo con todo su despliegue de bombas, como solía decirse en algunos lugares del vasto Estado ruso.
Todo el día siguiente lo empleó en hacer visitas; el forastero se dedicó a pasar por donde todos los altos funcionarios de la ciudad. Presentó sus respetos al gobernador, quien según parece, de forma semejante a Chichikov, no era de por sí ni gordo ni delgado, llevaba al cuello la condecoración de Santa Ana y contaban incluso que estaba propuesto para una estrella; por lo demás, era bastante bonachón e incluso él mismo, a veces, hacía bordados en tul. Más tarde, se dirigió a donde el vicegobernador; después, donde el procurador, donde el presidente de la Cámara, donde el jefe de policía, donde el otkupsik, donde el jefe de las fábricas del Estado... lástima que resulte un poco difícil recordar a todos los poderosos de este mundo; pero baste con decir que el forastero mostró una ocupación poco usual en lo que a visitas se refiere: apareció incluso a presentar sus respetos al inspector del consejo médico y al arquitecto municipal. Y después se sentó aún largo rato en la brichka, pensando en quién faltaba todavía por visitar, pero lo cierto es que en la ciudad no había ya más altos funcionarios.
En las conversaciones con aquellos señores, había sabido lisonjearlos a todos muy hábilmente. Al gobernador, le insinuó como de pasada que entrar en su provincia era como entrar en el paraíso, con caminos de terciopelo por todas partes, y que aquellos gobiernos que designan sabios dignatarios merecen una gran alabanza. Al jefe de policía le había dicho algo muy halagador sobre los guardias urbanos y en las conversaciones con el vicegobernador y con el presidente de la Cámara, que eran aún sólo consejeros de Estado[7], hasta dijo por error dos veces: «Su Excelencia», lo que a ellos les gustó mucho. Como consecuencia de esto, ocurrió que el gobernador le invitó a que le visitara aquel mismo día en una velada doméstica; también otros funcionarios, por sus respectivos lados, alguno a comer, alguno a jugar a las cartas, alguno a tomar una taza de té.
El forastero, según parecía, evitaba hablar demasiado; si hablaba, lo hacía sobre ciertos lugares comunes, con visible modestia y, en tales casos, su conversación tomaba giros librescos: que él era un gusano insignificante en este mundo y no era digno de que se preocupase mucho de él; que había sufrido mucho en la vida; que había sufrido por servir a la verdad; que tenía muchos enemigos que hasta habían atentado contra su vida, y que ahora, deseando sosegarse buscaba escoger por fin un lugar para su residencia y que, habiendo llegado a esta ciudad, había considerado un deber insoslayable testimoniar su homenaje al primero de sus dignatarios.
Eso es todo lo que supieron en la ciudad sobre este nuevo personaje que no se olvidó de exhibirse muy rápidamente en la velada del gobernador. Los preparativos para esta velada le llevaron más de dos horas y aquí el forastero puso una atención por el traje como nunca se había visto en ningún sitio. Tras una corta siesta, ordenó que le prepararan un baño y durante un tiempo extraordinariamente largo se frotó ambas mejillas con jabón, ahuecándolas desde dentro con la lengua. Luego, cogiendo la toalla del hombro del criado de la posada secó todas las partes de su cara, empezando por las orejas, resoplando antes dos veces en la cara misma del criado. A continuación, se puso la pechera ante el espejo, se arrancó de un pellizco dos pelillos que le habían salido en la nariz y, al instante, se encontró en un frac de un color vaccinieo con chispitas. Vestido de esta forma, comenzó a rodar en su propio coche por calles infinitamente anchas, alumbradas por la débil luz de pequeñas ventanas que había aquí y allá. Por lo demás, la casa del gobernador estaba tan iluminada como si se fuera a dar un baile en ella. La calesa con faros; ante el portal, dos gendarmes; a lo lejos, las voces de unos postillones... en una palabra, todo como debe ser. Cuando entró en la sala, Chichikov hubo de cerrar un poco los ojos porque el brillo de las bujías, las lámparas y los vestidos de las damas era terrible. Todo estaba inundado de luz. Los fracs negros centelleaban y revoloteaban, por separado y en grupos, por todas partes, como revolotean las moscas en torno al resplandeciente y blanco bloque de azúcar refinado en la época de calor del verano, en julio, cuando la vieja ama de llaves lo desmenuza y lo divide en pedazos centelleantes frente a la ventana abierta; los niños lo miran todo, reunidos en torno, acechando con curiosidad los movimientos de las ásperas manos de ella que elevan el martillo, y los aéreos escuadrones de las moscas, que se elevan con el ligero viento, vuelan con audacia, como los dueños absolutos y, valiéndose de lo cegata que es la vieja y de lo que el sol molesta sus ojos, cubren los exquisitos pedazos; en unos lugares, por separado; en otros, en grupos compactos. Saturadas por el rico verano que, aun sin ese viento, a cada paso les colocaba exquisitos platos, entraban volando no tanto por lo que había sino tan sólo para exhibirse, para ir y venir por el pedazo de azúcar, frotar una sobre otra las patitas de atrás o de delante o rascarse con ellas bajo las alitas o, estirando las dos patitas delanteras, frotarse con ellas la cabeza, darse la vuelta y, de pronto, salir volando para, al momento, volver a entrar volando con nuevos escuadrones machacones. No había tenido tiempo Chichikov de echar un vistazo cuando ya fue cogido por el brazo por el gobernador, que le presentó directamente a la gobernadora. El invitado forastero estuvo aquí a la altura de las circunstancias: dijo cierto cumplido muy conveniente para un hombre de mediana edad que no tiene un rango ni demasiado alto ni demasiado bajo. Cuando las parejas formadas de los que bailaban apretaron a todos contra la pared, él, poniéndose las manos atrás, las miró un par de minutos con mucha atención. Muchas damas iban bien vestidas y a la moda; otras, se habían vestido con lo que Dios había enviado a una ciudad provinciana como aquélla. Los hombres aquí, igual que en todas partes, eran de dos clases: unos, delgados, que se dedicaban a mariposear siempre cerca de las damas; algunos de éstos eran de un tipo que a duras penas podía diferenciarse de los petersburgueses y tenían también en mucha consideración las patillas y las llevaban peinadas con gusto o sencillamente arregladas; o bien llevaban el óvalo del rostro afeitado muy al ras; también se sentaban de cualquier modo junto a las damas, les hablaban en francés y les hacían reír, también como en San Petersburgo. Otro tipo de hombres lo formaban los gordos y aquellos que eran como Chichikov, es decir, que no es que estuvieran demasiado gordos pero que, sin embargo, no estaban delgados. Éstos, por el contrario, miraban de reojo y reculaban de las damas y miraban sólo a los lados a ver si el criado del gobernador preparaba la mesa verde para jugar al whist. Los rostros de éstos eran rellenos y redondos, en algunos hasta había verrugas, alguno tenía también las marcas de la viruela, en la cabeza no tenían ni pelo ni tupé ni bucles, ni a la manera «que el diablo me lleve», como dicen los franceses..., tenían el pelo o muy cortado o liso, pero los rasgos de la cara eran más redondeados y duros. Éstos eran los funcionarios honoríficos de la ciudad. ¡Ay! En este mundo, los gordos saben llevar sus asuntos mejor que los flacos. Los flacos sirven mejor para misiones especiales o tan sólo están y se mueven de acá para allá; su existencia resulta en cierto modo sencilla, ligera y del todo frágil. Los gordos, sin embargo, nunca se interesan por los asientos torcidos sino por los completamente rectos y de sentarse en un lugar, lo hacen firmemente y con fuerza, de suerte que aunque el lugar comience a crujir y se combe por debajo de ellos, no se caen. Éstos no aman el brillo exterior; sus fracs no están tan bien cortados como los de los flacos; en cambio, en los cofres tienen la felicidad divina. Al delgado, en tres años no le queda ni un alma sin meter en la casa de empeños; el gordo, pacientemente, mira... y ya ha aparecido en cualquier sitio al final de la ciudad una casa comprada a nombre de su mujer; después, en la otra punta, otra casa; más tarde, una aldeíta cerca de la ciudad; luego, también un pueblo con todos sus terrenos. Finalmente, el gordo, que servía a Dios y al soberano, habiéndose ganado el respeto general, abandonará el servicio, se trasladará y se convertirá en propietario, en glorioso barón ruso, hospitalario, y vivirá; y vivirá bien. Y después de él, de repente, los delgados herederos malgastarán, según la costumbre rusa, todos los bienes del padre a toda velocidad.
No hay que ocultar que eran casi estas mismas reflexiones las que ocupaban a Chichikov mientras examinaba aquella reunión y, a consecuencia de ello, resultó que él finalmente se sumó a los gordos, donde encontró casi todo caras conocidas: el procurador con cejas muy negras y espesas y con un pequeño tic en el ojo izquierdo como si dijera: «Vayamos, hermano, a otra habitación y allí te diré algo»..., un hombre, por otro lado, serio y taciturno; el jefe de correos, un hombre bajito, pero ingenioso y filosófico; el presidente de la Cámara, un hombre muy sensato y amable. Todos ellos le saludaron como si fuera un viejo conocido, a lo que Chichikov saludó un poco de través, por lo demás no sin encanto. Aquí conoció al muy cortés y cumplido propietario Manilov[8] y al, en apariencia, un tanto torpe Sobakievich[9], quien lo primero que hizo fue darle un pisotón, diciendo: «le ruego me perdone».
Al instante, le pusieron en la mano las cartas para jugar al whist, lo que él aceptó con un saludo igual de cortés. Se sentaron ante la mesa verde y ya no se levantaron hasta la cena. De inmediato, se interrumpieron por completo todas las conversaciones como suele pasar siempre que uno se entrega con ardor a una ocupación sensata. Aunque el jefe de correos era muy locuaz, también él, tomando las cartas en la mano, en seguida dio expresión en su cara a una fisonomía reflexiva, cubrió su labio inferior con el superior y mantuvo este gesto mientras duró la partida. Al sacar un triunfo, golpeaba la mesa con fuerza, con la mano, diciendo si era una reina: «¡Se fue, la vieja mujer del pope!», y si era un rey: «¡Se fue, el campesino de Tambov!» Y el presidente decía: «¡Y yo, a él, por los bigotes! ¡Y yo, a ella, por los bigotes!» A veces, con el golpe de las cartas en la mesa vomitaban expresiones: «¡Ah! ¡No hay de nada, así que de picas!» O sencillamente la expresión: «¡Corazones[10]! ¡Carcoma! ¡Pikienchiya!» o «¡Pikiendras! ¡Pichurusuj! ¡Pichura!» e incluso «¡Pichuk[11]!»... denominaciones con las que ellos rebautizaban a los palos de la baraja en sus reuniones. Cuando acababa el juego, discutían como se suele, en voz bastante alta. Nuestro invitado forastero también discutía pero, en cierto modo, con extraordinaria habilidad, de tal suerte que todos vieron que intervenía y además lo hacía de forma agradable. Nunca decía: «Váyase», sino: «Usted desearía marcharse», «Tuve el honor de cubrir su dos» y otras cosas parecidas. Para poner aún más de acuerdo en algo a sus adversarios, siempre les acercaba a todos su tabaquera de plata con esmalte, en el fondo de la cual se observaban dos violetas puestas allí para dar olor.
La atención del forastero la ocupaban sobre todo los terratenientes Manilov y Sobakievich, de los que ya hemos hablado antes. Se informó sobre ellos de inmediato, llamando un tanto aparte, al momento, al presidente y al jefe de correos. Algunas de las preguntas hechas por él dieron prueba no sólo de la curiosidad sino también de la precisión del invitado; pues, antes de nada, se informó de cuántas almas de campesinos tenía cada uno y en qué situación se encontraban sus propiedades y después ya se enteró de cuál era el nombre y el patronímico. En no mucho tiempo, se las arregló para cautivarles. El terrateniente Manilov, hombre aún no demasiado mayor que tenía unos ojos dulces como el azúcar que entrecerraba cada vez que se reía, estaba encantado con él. Le estrechó la mano durante mucho tiempo y le pidió de modo convincente que le hiciera el honor de venir a su aldea hasta la que, según sus palabras, había tan sólo quince verstas desde la ciudad. A esto, Chichikov, con una inclinación muy cortés de la cabeza y un sincero apretón de manos le respondió que no sólo estaba dispuesto a hacerlo con mucho gusto sino que lo consideraba un deber santísimo. Sobakievich dijo también algo lacónicamente: «Le pido que también a la mía»..., golpeando fuertemente con un pie en el que llevaba una bota de un número gigantesco para la que es poco probable que se pudiera encontrar en sitio alguno el pie correspondiente, sobre todo en el tiempo presente cuando en Rusia empiezan a caer en desuso los bogatyres.
Al día siguiente, Chichikov fue a comer y a pasar la tarde a casa del jefe de policía, donde desde las tres, tras la comida, se sentaron a jugar al whist y estuvieron hasta las dos de la madrugada. Allí, por cierto, se encontró con el terrateniente Nosdriov[12], un hombre de treinta años, muy vivaz, que después de tres palabras empezó a tutearle. Nosdriov también tuteaba al jefe de policía y al procurador y los trataba como a unos amigotes; pero cuando se sentaron a echar una partida de verdad, el jefe de policía y el procurador examinaban con extraordinaria atención sus bazas y estaban atentos a casi cada carta que él jugaba.
Otro día, Chichikov pasó la tarde donde el presidente de la Cámara, que recibía a sus invitados –y aquel día a dos damas– en bata, un poco manchada de grasa. Después estuvo una tarde en casa del vicegobernador; en una gran comida, en casa del otkupsik; en una pequeña comida, en casa del procurador, que por cierto valía por una grande; o en los entremeses, ofrecidos por el alcalde tras la misa, que también valieron por una comida. En una palabra, no se veía obligado a quedarse en casa ni una sola hora y a la posada llegaba sólo para caer dormido.
El forastero sabía, en buena medida, estar en su lugar y se mostraba a sí mismo como un hombre de experiencia y mundano. Girase la conversación sobre lo que girase, él siempre sabía mantenerla: si iba de la cría de caballos, él hablaba de la cría de caballos; si hablaban de buenos perros, aquí él ofrecía observaciones muy pertinentes; si se examinaba la investigación hecha por la oficina del fisco, él mostraba que tampoco le resultaban desconocidos los chanchullos judiciales; si era un razonamiento sobre el billar... tampoco en el billar fallaba un tiro; si hablaban sobre las virtudes, también sobre las virtudes reflexionaba él muy bien, hasta con lágrimas en los ojos; si sobre la elaboración del ponche, también conocía los beneficios del ponche; si sobre los guardias y funcionarios de aduanas, también opinaba como si él mismo fuera un guardia o un funcionario de aquéllos. Ahora bien, es de notar que sabía revestir a todo esto de mucha seriedad; sabía comportarse bien. No hablaba ni muy fuerte ni muy bajito sino justo como se debe. En una palabra, se lo mirase como se lo mirase, era un hombre extraordinario. Todos los funcionarios estaban muy satisfechos con la venida del nuevo personaje. El gobernador decía de él que era un hombre de buenas intenciones; el procurador, que era un hombre muy capaz; el coronel de la gendarmería decía que era un hombre sabio; el presidente de la Cámara, que era un hombre instruido y honorable; el jefe de policía, que era un hombre honorable y cortés; la mujer del jefe de policía... que era el más cortés y el más amable de los hombres. Hasta el mismo Sobakievich, que rara vez daba una opinión favorable sobre nadie, habiendo llegado bastante tarde de la ciudad y, al acabar de desvestirse, se tumbó en la cama junto a su escuálida esposa y le dijo a ésta: «Dusienka, he estado donde el gobernador pasando la tarde. He comido donde el jefe de policía y he conocido al consejero colegiado Pavel Ivanovich Chichikov[13]: «¡Un hombre muy agradable!» A lo que la esposa respondió: «¡Hmmm!» y le golpeó ligeramente con la pierna.
Ésa fue la opinión, tan halagadora para el visitante, que se formó en la ciudad sobre él y que se mantuvo hasta que una extraña cualidad suya y de la empresa o, como dicen en las provincias, de la «aventura», de la que el lector se enterará en breve, sumiese a casi toda la ciudad en una completa perplejidad.
[1] Éste es, sin duda, uno de los fragmentos que más ha dado que pensar a la crítica de Almas muertas. «La fantasía sólo es fértil cuando es fútil. La especulación de los dos campesinos no se basa en nada tangible ni conduce a ningún resultado material; pero así es como nacen la filosofía y la poesía; los críticos entrometidos que buscan moralejas podrían conjeturar que la rotundidad de Chichikov está condenada a acabar mal, porque tiene su símbolo en la redondez de esa rueda dudosa. Andriei Bielyi, que fue un entrometido genial, vio, en efecto, todo el primer volumen de Almas muertas como un círculo cerrado que giraba sobre su eje y tornaba borrosos los radios, con el tema de la rueda volviendo a saltar a cada nueva revolución del redondo Chichikov» (Nabokov, 1997, pp. 65-66) [N. del T.].
[2] Según la clasificación propuesta por Gibian (pp. 437-438), «consejero colegiado» es el sexto rango en la administración civil zarista. Sólo los 8 primeros podían considerarse nobles y tener siervos [N. del T.].
[3] El apellido Chichikov, a diferencia de otros, no parece referirse a ninguna palabra concreta rusa. La asociación del apellido a un pájaro, que hace Guerney (p. 651), tampoco me parece demasiado clara. Más interesante me resulta la asociación Чичиков (Chichikov) – чёрт (chiort = diablo)... Otro autor, esta vez reciente, como es Salman Rushdie, recurre a la «Ch» para aludir al diablo en su personaje Saladin Chamcha (véase Satanic Verses, The Consortium Inc., Dover, 1992 [ed. cast.: Los versos satánicos, trad. de J. A. Miranda Vidal, Barcelona, Nuevas Ediciones de Bolsillo, 2004]) [N. del T.].
[4] August Friedrich von Kotzebue (1761-1819), dramaturgo alemán de gran éxito en su época, que pasó largas temporadas en Rusia como embajador de Prusia y llegó a ser secretario del gobernador general de San Petersburgo e incluso fue enviado a Siberia a causa de uno de sus dramas. [N. del T.]
[5] El drama al que se alude aquí es a Die Spanier in Peru oder Rollas Tod (Los Españoles en Perú o La Muerte de Rollas), que habla de las luchas de los peruanos para zafarse del dominio español. Rollas sería un personaje movido por nobles sentimientos, enfrentado a Pizarro [N. del T.].
[6] Kora, personaje del mismo drama de Kotzebue, casada con Alonso y deseada por Rollas [N. del T.].
[7] Siempre según la clasificación de Gibian (pp. 437-438), éste sería el rango quinto en la administración civil zarista [N. del T.].
[8] El apellido Manilov parece tener que ver con el verbo манить (manit), que significa «atraer», «tentar», «seducir», «encantar» [N. del T.].
[9] El apellido Sobakievich alude claramente al sustantivo собака (sobaka), que quiere decir «perro». [N. del T.]
[10] El autor juega aquí, para plantear las asociaciones posteriores, con la palabra черви (chiervi, cartas de «corazones» de la baraja francesa), que resulta igual que el plural de червь (chierv = gusano → черви) «[...] y –dice Nabokov– «con esa inclinación lingüística de los rusos a alargar las palabras hasta su máxima extensión, se convierte en (chiervotochina = agujero producido por la carcoma), que significa literalmente “corazón comido de gusanos”» (1997, p. 74). [N. del T.]
[11] Pikienchiya (Pikentia) serían las «picas» adoptando una desinencia jocosa en latín macarrónico; Pikiendras sería una terminación falsamente griega; Pichura, tendría un toque a pájaros «que a veces se amplía hasta pichurusuj (convirtiéndose el ave, como si dijéramos, en un lagarto antediluviano, e invirtiendo así el orden de la evolución natural). La absoluta vulgaridad y el automatismo de estos apodos grotescos, en su mayoría inventados por el propio Gogol, le atraían como un recurso notable para revelar la mentalidad de sus usuarios» (Nabokov, 1997, p. 75). [N. del T.].
[12] El apellido Nosdriov podría estar relacionado con la palabra ноздря (nosdria = fosa nasal u ollar de los caballos), suscitando –¿quién sabe?– el carácter salvaje del personaje, que recuerda un animal bufando [N. del T.].
[13] Gogol parece cargar de pesantez y hasta de una cierta incoherencia el lenguaje de Sobakievich, algo que queda disimulado en numersoas traducciones que incluso sustituyen «he comido» por «he cenado» para ofrecer una secuencia temporal lógica [N. del T.].
CAPÍTULO 2
Hacía ya más de una semana que el forastero vivía en la ciudad, andando de aquí para allá por reuniones y comidas y pasando de esta forma, como suele decirse, unos ratos muy agradables. Finalmente, decidió llevar sus visitas más allá de la ciudad e ir a ver a los terratenientes Manilov y Sobakievich, tal como les había prometido. Quizá le impulsara a esto otra razón más importante, un asunto más serio, más cercano al corazón... Ahora bien, el lector irá conociendo todo esto poco a poco y a su tiempo, tan sólo si tiene la paciencia de leer el relato que aquí se presenta: muy largo y que tendrá, después de ensancharse y ampliarse a medida que se acerque hacia el final, un asunto que lo corone.
Por la mañana temprano, se le dio a Sielifan, el cochero, la orden de enganchar los caballos a la brichka que ya conocemos. A Pietruska se le mandó que se quedara en casa y vigilara la habitación y la maleta. No estará de más, para el lector, conocer a los dos siervos de nuestro héroe. Aunque, ciertamente, ellos no son unos personajes tan importantes sino que más bien son de esos que se llaman de «segunda fila» o incluso «de tercera»; aunque los principales desarrollos y resortes del poema no se sostienen sobre ellos y sólo en algunos lugares se refieren a ellos y los tocan ligeramente..., el autor ama extraordinariamente ser detallado en todo y, partiendo de ahí, pese a ser ruso, quiere ser cuidadoso como un alemán. Esto, por otra parte, no ocupará ni mucho tiempo ni mucho espacio porque no hace falta añadir cosas que el lector ya sabe, es decir, que Pietruska iba con una levita un poco ancha, de color castaño, que había pertenecido al señor y tenía, según la costumbre de la gente de su condición, una nariz y unos labios gruesos. Su carácter era más taciturno que locuaz; tenía incluso un noble impulso hacia la cultura, es decir, hacia la lectura de libros cuyo contenido no fuera complicado: a él le daba completamente igual un héroe de aventuras que un héroe amoroso, o tan sólo un silabario o un libro de oraciones..., los leía todos con igual atención; si le dieran uno de química, tampoco renunciaría a él. A él, le gustaba no aquello sobre lo que leía sino más bien la lectura misma o, por decirlo mejor, el proceso mismo de la lectura, el que de las letras salga siempre alguna palabra que a veces el diablo sabrá lo que quiere decir. Esta lectura tenía lugar sobre todo en postura yacente, en el recibidor, sobre la cama y sobre el jergón que, por esta razón, se había quedado apisonado y delgado como una galleta. Al margen de la afición a la lectura, tenía dos aficiones más que conformaban otros tantos rasgos de su carácter: dormir sin quitarse la ropa, así exactamente, con la misma levita, y llevar siempre consigo cierta atmósfera peculiar, su propio olor, que sugería un tanto la sensación de un cuarto habitado, de tal suerte que le bastaba con colocar en cualquier lugar su cama, incluso en una habitación que hubiera estado vacía hasta entonces, y llevar allí su capote y sus bártulos y ya parecía que en esa habitación vivía gente desde hacía diez años. A Chichikov, que era un hombre muy escrupuloso e incluso en determinados casos estaba lleno de manías, como le diera aquella atmósfera en la nariz fresca, por la mañana, fruncía el ceño y sacudía la cabeza, sentenciando: «Tú, hermano, el diablo te lleve, ¿Estás sudando, o qué? Ya podías ir al baño». A lo que Pietruska no contestaba nada y se ponía allí mismo a ocuparse aplicadamente con cualquier cosa; o se acercaba con el cepillo al frac del señor que estaba colgado o sencillamente ponía algo en orden. ¿Qué pensaba cuando callaba? Quizá dijese para sí: «Y tú, sin embargo, eres muy bueno, ¿no te fastidia repetir cuarenta veces lo mismo?» –Dios sabe lo difícil que es saber lo que piensa un siervo doméstico cuando el señor le echa un sermón. Así que esto es lo que se puede decir en principio sobre Pietruska.