Alamas muertas

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El cochero Sielifan era un hombre completamente distinto... ahora bien, el autor se avergüenza mucho de entretener tanto a los lectores con la gente de clase baja, sabiendo por experiencia de qué mala gana suelen trabar ellos relaciones con las capas bajas. Así es el ruso: siente una fuerte pasión por conocer a cualquiera que fuera de otra categoría más alta, superior a la suya, y la amistad superficial con un conde o con un príncipe para él es mejor que cualquier relación estrecha de amistad. El autor teme incluso por su héroe, que sólo es un consejero colegiado. Los funcionarios palatinos, quizá lo conozcan, pero los que se han formado ya para la categoría de general, ésos, sabrá Dios, puede que hasta exhiban una de esas miradas despectivas que un hombre lanza con soberbia a todos los que no se humillan a sus pies o, lo que es aún peor, quizá muestren una mortal indiferencia hacia el autor. Pero por tristes que sean tanto una cosa como la otra, habremos de volver, no obstante, a nuestro héroe.
De este modo, habiendo dado las órdenes necesarias la noche anterior; habiéndose despertado muy temprano por la mañana; habiéndose lavado, enjugándose de los pies a la cabeza con una esponja mojada, lo que hacía sólo los domingos –y aquel día resultaba ser domingo–; habiéndose afeitado de tal forma que las mejillas se le habían vuelto un auténtico raso en lo que se refiere a lisura y tersura; habiéndose puesto el frac de color vaccinieo con chispas y, después, el capote con grandes pieles de oso, bajó por la escalera, agarrado de la mano, ya por un lado ya por el otro, por el criado de la posada, y se sentó en la brichka. La brichka partió con gran estruendo cruzando el portón de la posada hacia la calle. Un pope que pasaba se quitó el sombrero; algunos muchachos con camisas sucias estiraron las manos, diciendo: «¡Señor, déle algo a un huérfano!» El cochero, dándose cuenta de que uno de ellos era muy aficionado a ponerse en la parte trasera del carruaje, le pegó con el látigo y la brichka siguió dando saltos por el empedrado. No sin alegría, percibió a lo lejos un mojón a rayas que indicaba que el pavimento, como cualquier otro suplicio, pronto se terminaría; y después de golpearse aún varias veces y, con bastante fuerza, en la cabeza con la carrocería, Chichikov avanzó finalmente por tierra blanda.
Apenas ha acabado de dejar la ciudad, y ya podemos describir, según nuestra costumbre, lo que se abre a ambos lados del camino: promontorios, abetales, débiles tronquitos bajos de pinos jóvenes, viejos troncos quemados por el fuego, brezo salvaje y tonterías por el estilo. Fueron sorprendidos por aldeas alargadas tiradas a cordel, con edificaciones parecidas a leña vieja bien apilada, cubiertas por tejados grises, decoradas con adornos de madera labrados por debajo de ellos en forma de toallas colgadas con dibujos bordados. Algunos campesinos, por lo general, bostezaban, sentados en bancos frente a las curvas, embutidos en sus tulupas de piel de oveja. Las mujeres, de caras rellenas y pechos ceñidos miraban desde las ventanas superiores; desde las inferiores, miraba un becerro o asomaba el morro ciego de un cerdo. En una palabra, las vistas resultaban familiares. Habiendo recorrido quince verstas, recordó que aquí, según Manilov, debía de estar su aldea, pero también la decimosexta versta pasó de largo y la aldea seguía sin verse y de no haber sido por dos campesinos que salieron al encuentro es poco probable que hubiesen dado con ella. A la pregunta sobre si estaba lejos la aldea de Samanilov[1], los campesinos se quitaron los sombreros y uno de ellos, el que era más listo y que tenía la barba en punta, respondió:
—¿No será tal vez «la de Manilov» y no «la de Samanilov»?
—Pues sí, «la de Manilov».
—¡«La de Manilov»! Pues si vas para allá una versta más, allí la tienes, o sea, allí recto hacia la derecha.
—¿A la derecha? –respondió el cochero.
—A la derecha –dijo el campesino–. Ése es el camino que tendrás que coger para «la de Manilov»; pero de «la de Samanilov», nada. Ésa se llama así, es decir, su nombre es «la de Manilov», pero aquí no hay ninguna «de Samanilov». Allí de frente, sobre la montaña ves una casa, de piedra, de dos pisos, es la casa del señor, en la que está él, es decir, en la que vive propiamente el señor. Ahí es donde tienes «la de Manilov», pero «de Samanilov» aquí no hay ninguna ni la ha habido.
Marcharon a buscar «la de Manilov». Pasaron dos verstas, encontraron una curva a un camino vecinal, pero habían hecho ya dos, tres, cuatro verstas y la casa de piedra de dos pisos aún no aparecía a la vista. Entonces a Chichikov le vino a la memoria que si un amigo te invita a una aldea a quince verstas, eso quiere decir que a ella habrá treinta seguro.
La aldea de Manilov podía atraer a algunos por su emplazamiento. La casa señorial estaba sola en un lugar despejado y elevado, es decir, en un promontorio abierto a todos los vientos que quisieran ponerse a soplar; la falda de la montaña en la que se encontraba estaba cubierta de césped recortado. En ella, había dispersos dos o tres parterres de flores de gusto inglés, con arbustos de lilas y acacias amarillas; con pequeños bosquecillos de cinco o seis abedules en algunos sitios que elevaban sus copas ralas de hojas minúsculas. Debajo de dos de ellos, había una pérgola con una cúpula verde lisa, con columnas azules de madera y con un letrero: «Templo de la meditación en soledad»; más abajo, había un estanque, cubierto de verdín que, por cierto, no resulta insólito en los jardines ingleses de los terratenientes rusos. A los pies del promontorio, y en parte en la propia pendiente, negreaban a lo largo y a lo ancho unas isbas grises de madera cuyo número, no se sabe por qué razones, en ese preciso instante se puso a calcu-lar nuestro héroe, contando más de doscientas. En ningún lugar de entre ellas, había crecido un árbol ni nada verde. Por doquier se veían sólo troncos. Vivificaban la vista dos mujeres que se habían recogido los vestidos de un modo pintoresco, metiéndose todo alrededor la parte inferior del faldón entre el cinto y la ropa, y que andaban por un estanque con el agua hasta las rodillas llevando, tras dos rígidos palos, una red rastrera totalmente desgarrada, en la que se veían dos cangrejos enredados y brillaba un gobio que había caído en ella. Según parecía, las mujeres estaban en mitad de una disputa y había algo por lo que se enzarzaban. A cierta distancia, a un lado, se oscurecía el bosque de pinos con un color azul monótono. Hasta el propio tiempo se adecuaba al paisaje: el día no era ni claro ni oscuro sino de cierto color gris pálido que aparece sólo en las raídas guerreras de los viejos soldados de guarnición de este ejército, pacífico aunque un poco borracho los domingos. Para completar el cuadro no faltaba un gallo precursor del cambio de tiempo que, a pesar de tener la cabeza hundida hasta el propio tuétano por los picos de los otros gallos, por culpa de ciertos trabajos de galanteo, gritaba muy fuerte e incluso batía las alas raídas como linos viejos.
Al acercarse al patio, Chichikov observó en el porche al propio amo que estaba de pie con una levita verde de lana, con la mano pegada a la frente sobre los ojos a modo de visera, para mirar mejor al coche que llegaba. A medida que la brichka se acercaba al porche, sus ojos se ponían más contentos y la sonrisa se extendía más y más.
—¡Pavel Ivanovich! –gritó él finalmente cuando Chichikov salió de la brichka–. Por fin se acuerda usted de nosotros.
Ambos amigos se besaron con mucha fuerza y Manilov condujo a su invitado a la habitación. Aunque fue muy breve el tiempo que tardaron en pasar el zaguán, el recibidor y el comedor, trataremos de ver si nos da tiempo de alguna forma a aprovecharlo y decir algo sobre el señor de la casa. No obstante, aquí el autor debe reconocer que una empresa semejante es muy difícil. Resulta mucho más fácil representar los caracteres de grandes dimensiones; en ellos, basta con lanzar los colores al lienzo a dos manos: negros ojos ardientes, cejas pobladas, frente cortada y arrugada, el capote negro o rojo como el fuego, caído por encima del hombro... y el retrato está listo. Ahora bien, lo que pasa es que así son todos los señores, que son muchos en el mundo y se parecen mucho entre sí. Eso sí, si miras con cuidado verás multitud de las más imperceptibles particularidades... estos señores son terriblemente difíciles de retratar. Aquí tendrás que redoblar fuertemente la atención hasta que hagas aparecer ante ti todos sus rasgos sutiles y casi inapreciables y, en general, habrá que hacer más penetrante aún la mirada ya aguzada en la ciencia de la indagación.
¿No haría falta un Dios para decir cuál era el carácter de Manilov? Hay un tipo de gente a la que se conoce como gente así así, ni fu ni fa, ni en la ciudad Bogdan ni en la aldea Sielifan, según el dicho. Quizás haya que sumar a éstos también a Manilov. En apariencia, era un hombre importante; los rasgos de su cara no estaban desprovistos de encanto, pero, a este encanto, parecía que se le había echado demasiado azúcar; en sus maneras y giros había algo de servicial, algo de simpatía y de cercanía. Se reía de manera seductora, era rubio y de ojos azules. En el primer momento de la conversación con él, no se puede dejar de decir: «¡Qué hombre tan agradable y tan bueno!» En el momento siguiente no dices nada, pero en un tercer momento dirás: «¡El diablo sabrá lo que es éste!» –Y te vas lejos de allí; si no te vas, empiezas a sentir un aburrimiento de muerte. De él, no esperas ninguna palabra vivaz o siquiera arrogante, de las que puedes escuchar casi a cualquiera si tocas un tema que lo contraría.
Todo el mundo tiene sus pasiones: para uno la pasión se enfoca a los galgos; otro cree ser un tremendo amante de la música y siente sobremanera todos los matices profundos que hay en ella; un tercero es un maestro en comer sin recato; un cuarto, en interpretar un papel siquiera cinco centímetros por encima de aquel que se le había concedido; un quinto, más limitado, duerme y sueña que da una vuelta por el paseo con un oficial del séquito del zar, para hacer ostentación con sus amigos, conocidos e incluso con los que no conoce; un sexto, ya dotado de tal mano que siente el deseo sobrenatural de doblar una punta a cualquier as o al dos de picas, mientras que la mano del séptimo se levanta para poner orden en algún sitio y se acerca toda seria al maestro de postas o a los cocheros; en una palabra, cualquiera tiene la suya propia, pero Manilov, ni una sola. En casa, hablaba muy poco y la mayor parte del tiempo reflexionaba y pensaba pero, de nuevo, sería tal vez Dios el único que conociese aquello a lo que daba vueltas.
Ni que decir tiene que él se dedicaba a su hacienda, aunque casi nunca iba al campo; la explotación funcionaba en cierto modo por sí sola. Cuando el capataz decía: «Estaría bien, señor, hacer esto y lo otro». —«Sí. No estaría mal», –respondía él normalmente, fumando en una pipa que se había acostumbrado a fumar cuando aún pertenecía al ejército, donde se le consideraba un oficial de lo más honesto, delicado y culto. «Sí, exactamente, no estaría mal», repetía él. Cuando llegaba a él un campesino y, rascándose la nuca con la mano, decía: «Señor, permítame ausentarme del trabajo, he de ganar dinero para los impuestos», —«Ve», –decía él fumando la pipa y ni siquiera se le pasaba por la cabeza que el campesino fuese a emborracharse–. A veces, mirando desde el porche al patio y al estanque, hablaba sobre lo bueno que sería si, de repente, se construyese un paso subterráneo y sobre el estanque se levantase un puente de piedra a cuyos lados hubiera tiendas en las que se pusieran mercaderes y vendieran todas las pequeñas cosas que necesitaban los campesinos. Con esto, sus ojos se volvían extraordinariamente apacibles y su rostro adquiría su expresión más satisfecha; por lo demás, todos estos proyectos acababan sólo en palabras. En su despacho, había siempre un libro con la cinta puesta en la página catorce, que él leía de continuo desde hacía ya dos años. En su casa, siempre faltaba algo: en el salón había unos muebles preciosos tapizados con un elegante material de seda que probablemente sería muy caro; pero no le llegó para tapizar dos butacas y las butacas quedaron forradas tan sólo con una arpillera; por cierto, el amo en los años sucesivos advertiría en cada ocasión a sus invitados con estas palabras: «No se sienten en estas butacas, aún no están preparadas». En una habitación, no había ni muebles, aunque en los primeros días tras el matrimonio había dicho: «Querida mía, mañana hay que hacer las gestiones para amueblar esta habitación, aunque sea de forma provisional». Al anochecer, se ponía en la mesa un candelabro muy elegante de bronce oscuro con las tres Gracias de la Antigüedad, con un elegante escudo nacarado y junto a él cierta palmatoria inválida de cobre, sencilla, coja y vencida hacia un lado, toda llena de sebo, aunque de ello no se percataban ni el señor ni la señora ni los criados.
Su mujer... por cierto, ellos estaban plenamente satisfechos el uno con el otro. Sin tener en cuenta que hubieran pasado más de ocho años desde que se casaron, cada uno seguía trayéndole al otro un pedacito de manzana o un caramelito o una nuez y le decía con una voz conmovedoramente tierna que expresaba un perfecto amor: «Abre, querida mía, tu boquita, que te voy a poner en ella este pedacito». Se entiende que la boquita se abría con ese fin, de forma muy graciosa. Para el día del cumpleaños se preparaban sorpresas: cualquier funda de cuentas de cristal para palillos de dientes. Y muy a menudo, sentándose en el diván, de repente, sin saber en absoluto por qué, uno dejando su pipa, y la otra, su labor, si resultaba que en aquel momento la tenía en las manos, se besaban el uno al otro con tanta languidez y durante tanto tiempo que, mientras, tranquilamente podría uno fumarse un puro pequeño. En una palabra, eran lo que se dice felices.
Se podría observar no obstante que en casa hay muchas otras ocupaciones aparte de los besos continuados y las sorpresas y son muchas las preguntas que podrían hacerse. Por ejemplo, ¿por qué se cocinaba de un modo tan sin sentido e inútil en la cocina? ¿Por qué estaba tan vacía la despensa? ¿Por qué era tan ladrona el ama de llaves? ¿Por qué eran tan cochinos y tan borrachos los sirvientes? ¿Por qué toda la servidumbre dormía de forma implacable y el resto del tiempo se lo pasaba de juerga? Claro que todos estos temas eran bajos y la Manilova era de buena educación. Ahora bien, una buena educación, como se sabe, se obtiene en los pensionados. Y en los pensionados, como se sabe, son tres los temas principales que componen la base de las virtudes humanas: la lengua francesa, imprescindible para la dicha de la vida familiar; el piano, para ofrecer momentos agradables al esposo; y, finalmente, la parte de economía doméstica: tejer capazos y otras sorpresas. Por otro lado, hay diversos perfeccionamientos y variaciones en los métodos, sobre todo en la actualidad. Ello depende en buena medida del buen juicio y de las capacidades de las propias dueñas del pensionado. En otros pensionados, de esta forma, ocurre que hay primero piano, después francés y luego ya la parte de economía doméstica. Pero, a veces, ocurre también que, en primer lugar, está la economía doméstica, es decir, el tejer sorpresas, después la lengua francesa y luego ya, el piano. Los métodos son, por tanto, diversos. No estaría de más hacer si cabe la observación de que la Manilova... pero, lo confieso, hablar sobre damas me da mucho miedo, y aparte es hora ya de que vuelva a nuestros héroes, que estaban ya hace unos minutos ante las puertas del salón, rogándose mutuamente pasar adelante.
—Hágame el favor, no se tome tantas molestias conmigo, yo pasaré después –decía Chichikov.
—No, Pavel Ivanovich, no, usted es el invitado –decía Manilov, señalándole la puerta con la mano.
—No se moleste, por favor, no se moleste. Por favor, pase –decía Chichikov.
—No, perdone, no consentiré que pase detrás un invitado tan agradable y tan cultivado.
—¿Por qué cultivado...? Por favor, pase.
—Pues sí, pase usted.
—Pero, ¿por qué?
—¡Pues por eso! –dijo con una agradable sonrisa Manilov.
Finalmente, ambos amigos entraron en la puerta de lado y se apretaron un poco el uno al otro.
—Permítame que le presente a mi mujer –dijo Manilov–. ¡Querida! ¡Pavel Ivanovich!
Chichikov se encontró con una dama a la que no recordaba en absoluto de cuando se había saludado en las puertas con los Manilov. Estaba de buen ver y bien vestida. Le sentaba bien la bata de seda de color pálido; su mano pequeña y delgada echó algo a la mesa apresuradamente y estrujo un pañuelo de batista con los ángulos bordados. Ella se levantó del diván en el que estaba sentada; Chichikov, no sin placer, se acercó a su manita; la Manilova dijo, incluso tartamudeando un poco, que les hacía muy felices con su venida y que no pasaba un día sin que su marido se acordase de él.
—Sí –añadió Manilov–, en efecto, lo que pasaba es que ella me preguntaba siempre: «¿Es que no va a venir tu amigo?» —«Espera, querida, ya vendrá». Y aquí está usted finalmente, honrándonos con su visita. De verdad, nos ha provocado tanto gozo... un día de mayo... cumpleaños del corazón...
Chichikov, sintiendo que la cosa había llegado hasta el cumpleaños del corazón, hasta se turbó un poco y respondió modestamente que ni tenía un nombre célebre ni siquiera un rango importante.
—Usted lo tiene todo –le interrumpió Manilov con la misma sonrisa agradable–, lo tiene todo e incluso más.
—¿Qué le ha parecido nuestra ciudad? –añadió la Manilova–. ¿Ha pasado usted allí una temporada agradable?
—Es una ciudad muy buena, una ciudad maravillosa –respondió Chichikov–, y el tiempo ha transcurrido de forma muy agradable: la gente allí es muy afable.
—¿Y cómo ha encontrado usted a nuestro gobernador? –preguntó la Manilova.
—¿No es verdad que es un hombre respetabilísimo y amabilísimo? –añadió Manilov.
—Completamente cierto –dijo Chichikov–, es un hombre respetabilísimo. ¡Y cómo lleva su cargo! ¡Cómo lo entiende! ¡Qué bueno sería que hubiera un poco más de gente como él!
—¡Y cómo recibe a cualquiera! ¿Verdad? ¡Y qué pulcritud en sus actos! –añadió Manilov con una sonrisa y casi cerró los ojos de delectación, como un gato al que le hacen cosquillas ligeramente con el dedo detrás de las orejas.
—Es un hombre muy cortés y agradable –prosiguió Chichikov–, ¡y menuda habilidad! Ni siquiera podía suponerlo. ¡Qué bien borda dibujitos caseros! Me enseñó la bolsa de sus labores: hay pocas damas que borden con tanta maestría.
—Y el vicegobernador, ¡qué hombre más atento! ¿No es cierto? –dijo Manilov, entornando de nuevo un poco los ojos
—Un hombre muy pero que muy digno –respondió Chichikov.
—Pero, un momento, ¿qué le ha parecido el jefe de policía? ¿No es cierto que es un hombre de lo más agradable?
—¡Extraordinariamente agradable! ¡Y qué hombre tan inteligente y tan erudito! Estuvimos en su casa jugando al whist junto con el procurador y el presidente de la Cámara hasta que ya habían cantado los últimos gallos; es un hombre muy pero que muy digno.
—Pero, ¿cuál es su opinión sobre la mujer del jefe de policía? –añadió la Manilova–. ¿No es acaso una mujer amabilísima?
—¡Oh! Es una de las mujeres más agradables que conozco –respondió Chichikov. Luego, no se olvidaron del presidente de la Cámara, del jefe de correos y, de este modo, pasaron revista a casi todos los funcionarios de la ciudad, que resultaban ser gente de lo más agradable.
—¿Pasan ustedes todo el tiempo en la aldea? –inquirió finalmente Chichikov cuando le tocó el turno.
—Sí, pasamos la mayor parte del tiempo en la aldea –respondió Manilov–. Por lo demás, a veces, vamos a la ciudad pero tan sólo para encontrarnos con gente cultivada. Ya sabe usted que uno se embrutece si vive todo el tiempo incomunicado.
—Cierto, cierto –dijo Chichikov.
—Por supuesto –siguió Manilov–, otra cosa sería si la vecindad fuera mejor; si, por ejemplo, hubiera una persona con la que de algún modo pudiera hablarse sobre la cortesía, sobre las buenas maneras, o bien poner la atención en cualquier ciencia de ésas, para que de esta manera se despertara el alma; si hubiera, por así decirlo, alguien así... –en este punto, él aún quería expresar algo, pero dándose cuenta de que estaba divagando un tanto, tan sólo hizo un gesto en el aire con la mano y prosiguió–: Entonces, definitivamente, la aldea y la soledad tendrían mucho más encanto. Pero no hay nadie en absoluto... Sólo de vez en cuando lees el Syn Otiechiestva[2].
Chichikov estaba completamente de acuerdo con esto y agregó que no hay cosa más agradable que vivir en soledad, gozando de la contemplación de la naturaleza y leer de vez en cuando algún libro...
—Pero ya sabe usted –añadió Manilov– que si no hay un amigo con el que se puedan compartir las cosas...
—¡Oh, eso es cierto; totalmente cierto! –le interrumpió Chichikov–. ¡Qué son entonces todos los tesoros que hay en el mundo! «No tengas dinero, ten buena gente con la que tratar», dijo un sabio.
—¡Usted sí que sabe, Pavel Ivanovich! –dijo Manilov, mostrando en su cara una expresión no sólo dulce sino incluso empalagosa, parecida a aquella mixtura con la que un astuto doctor de la alta sociedad endulzaba sin piedad, imaginando que con ella causaría la alegría del paciente–. Entonces, sientes algo de, en cierto modo, gozo espiritual... Como, por ejemplo, ahora, cuando una casualidad me ha dado la dicha, se puede decir ejemplar, de hablar con usted y de deleitarme con su agradable conversación...
—¡Por favor! ¿Qué agradable conversación?... Un hombre insignificante y nada más –respondió Chichikov.
—¡Oh! Pavel Ivanovich, permítame ser sincero: ¡con gusto daría la mitad de toda mi fortuna por tener una parte de las cualidades que usted tiene!...
—Al contrario, soy yo por mi parte quien apreciaría como la mayor...
No se sabe hasta dónde habría llegado la efusión mutua de sentimientos de ambos amigos si el criado que entraba no hubiera añadido que la comida estaba lista.
—Le ruego del modo más humilde –dijo Manilov–. Perdone usted si no tenemos una comida como en las grandes mansiones y en las capitales; nosotros tan sólo tenemos, según la costumbre rusa, sopa de coles, pero se la ofrecemos de todo corazón. Le ruego del modo más humilde...
Aún tuvieron una discusión durante un rato sobre quién había de entrar primero y finalmente fue Chichikov quien entró de lado en el comedor.
En el comedor había ya dos muchachos, los hijos de Manilov, que estaban en esos años en los que los niños ya se sientan a la mesa pero aún en sillas altas. Junto a ellos, se hallaba el preceptor, que saludó cortésmente y con una sonrisa. La señora se sentó detrás de su taza de sopa; al invitado lo sentaron entre el señor y la señora; el criado anudó una servilleta en el cuello de los niños.
—¡Qué niños tan lindos! –dijo Chichikov, mirándolos–. ¿Qué años tienen?
—El mayor, ocho y el pequeño ayer mismo cumplió seis –dijo la Manilova.
—¡Temístoclius! –dijo Manilov, volviéndose hacia el mayor, que se esforzaba por liberar su papada, atada por el lacayo con la servilleta.
Chichikov enarcó un poco la ceja al oír un nombre que, en parte, era griego pero al que, no se sabe por qué, Manilov había dado la terminación en «ius»; ahora bien, se esforzó de inmediato por volver a poner en su cara una expresión de normalidad.
—Temístoclius, dime, ¿cuál es la mejor ciudad que hay en Francia?
Aquí el preceptor prestó toda su atención a Temístoclius y parecía como si quisiera saltarle a los ojos; finalmente se tranquilizó y asintió con la cabeza cuando Temístoclius dijo: «París».
—Y aquí, ¿cuál es la ciudad principal? –preguntó de nuevo Manilov.
El preceptor prestó otra vez atención:
—San Petersburgo –respondió Temístoclius.
—¿Y cuál más?
—Moscú –respondió Temístoclius.
—¡Es un niño listo, querido mío! –dijo Chichikov ante esto–. Dígame, sin embargo... –siguió él, volviéndose aquí con cierta expresión de admiración hacia Manilov–. ¡A esos años y ya tales conocimientos! Debo decirle que este niño tendrá grandes virtudes.
—Oh, usted todavía no lo conoce –respondió Manilov–, tiene un ingenio extraordinario. El pequeño, Alcides, no es tan despierto, pero si se encuentra con algo, un bichejo o un escarabajo, de repente, se le salen los ojillos de sus órbitas. Corre tras él y en seguida le presta atención. Yo lo tengo destinado para la carrera diplomática. Temístoclius –prosiguió, dirigiéndose otra vez hacia él–, ¿quieres ser embajador?