Alamas muertas

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—Sí que quiero –respondió Temístoclius, masticando pan y meneando la cabeza a derecha e izquierda[3].
En aquel momento, el lacayo que estaba detrás, le secó la nariz al embajador y fue muy oportuno pues, de otro modo, se habría disuelto en la sopa una virtuosa gota que no pertenecía a la misma. En la mesa, empezó un diálogo sobre los placeres de la vida tranquila, interrumpido por las observaciones de la señora sobre el teatro de la ciudad y sobre los actores. El preceptor miraba con mucha atención a los que hablaban y cuando se daba cuenta de que iban a sonreír, en ese preciso instante, abría la boca y se reía con aplicación. Probablemente era un hombre agradecido y quería pagar con esto al señor por su buen trato. Por otra parte, en cierta ocasión, su cara adquirió un aspecto duro y comenzó a golpear en la mesa con severidad, dirigiendo los ojos a los niños, que se sentaban frente a él. Esto ocurrió muy a tiempo porque Temístoclius había mordido a Alcides en la oreja, y Alcides, cerrando los ojos y abriendo la boca, estaba listo para romper en sollozos del modo más lastimero, pero al sentir que por esto podía quedarse sin un plato, puso la boca de otra forma y comenzó a roer, entre lágrimas, un hueso de carnero; así, sus dos carrillos empezaron a brillar con la grasa. La señora se dirigía a menudo a Chichikov diciéndole: «No come usted nada. Ha picado usted bien poco». A esto, Chichikov respondía cada vez: «Se lo agradezco humildemente, estoy muy lleno, la conversación agradable es mejor que ningún plato».
Se levantaron de la mesa. Manilov estaba extraordinariamente satisfecho y poniendo la mano en la espalda de su invitado, se preparaba de este modo para conducirle al salón, cuando, de repente, el invitado anunció de forma muy grave que quería hablar sobre un asunto de suma importancia.
—En tal caso, permítame proponerle entrar en mi despacho –dijo Manilov y se lo llevó a una pequeña habitación cuya ventana daba a un bosque que se había tornado azul–. Éste es mi rincón –dijo Manilov.
—Es una habitación muy agradable –dijo Chichikov dirigiendo sus ojos a la ventana.
La habitación no dejaba de tener su encanto: paredes pintadas de un azul celeste como tirando a grisáceo, cuatro sillas, un sillón, una mesa en la que estaba el librito con la cinta en su sitio, al que ya tuvimos ocasión de mencionar, algunos papeles escritos pero, por encima de todo, tabaco. El tabaco lo había en formas diversas: en bolsas de papel, en tabaquera y, por fin, sencillamente amontonado sobre la mesa. En ambas ventanas, también había montones de ceniza de pipa acumulada, puestos no sin esfuerzo en bellas filitas. Saltaba a la vista que esto, a veces, le llevaba mucho tiempo al señor de la casa.
—Permítame proponerle que se siente en estos sillones –dijo Manilov–. Aquí estará un poco más cómodo.
—Permítame que me siente en la silla.
—Permítame que no se lo permita –dijo Manilov con una sonrisa–. Este sillón lo tengo asignado a los invitados: les parezca bien o no, han de sentarse en él.
Chichikov se sentó.
—Permítame que le invite a una pipa.
—No, no fumo –respondió Chichikov dulcemente y como con pena.
—¿Por qué? –preguntó Manilov también dulcemente y como con pena.
—No he cogido el vicio, me temo; dicen que la pipa mata lentamente.
—Permítame señalarle que se trata de un prejuicio. Hasta pienso que fumar en pipa es mucho más sano que esnifar tabaco. En nuestro regimiento, había un teniente, un tipo de lo más extraordinario e instruido, que no se sacaba jamás la pipa de la boca, no sólo en la mesa sino ni siquiera, permítaseme decir, en ninguna otra parte. Ahora tiene más de cuarenta años, pero, gracias a Dios, hasta el momento está tan sano que no lo puede estar más.
Chichikov señaló que a veces ocurre tal cual y que, en la naturaleza, se encuentran muchas cosas inexplicables, incluso para una gran mente.
—Pero permítame antes que le haga un ruego... –siguió diciendo él con una voz en la que resonó una expresión extraña o casi extraña, a continuación de la cual, no se sabe por qué volvió la vista hacia atrás. Manilov, tampoco se sabe por qué, miró hacia atrás–. ¿Cuánto hace que pasó la revisión del censo?
—Pues hace ya mucho; o mejor dicho, ni me acuerdo.
—¿Cuántos campesinos se le han muerto desde entonces?
—No puedo saberlo; eso habría que preguntárselo al administrador. ¡Eh, hombre! Llama al administrador, hoy ha de estar por aquí.
Apareció el administrador. Era un hombre de menos de cuarenta años con la barba afeitada, que iba con levita y que en apariencia llevaba una vida muy sosegada pues su cara era gorda y rolliza; la piel de color amarillo y los ojos pequeños mostraban que conocía bastante bien los edredones y los colchones de pluma. Al instante, se podía ver que ejecutaba su actividad tal como lo hacían todos los administradores de un señor: primero había estado en casa sencillamente como un aprendiz que sabe leer y escribir, luego se había casado con alguna Agaska, ama de llaves, favorita de la señora y se había hecho él mismo amo de llaves, y luego administrador. Pero una vez que llegó a administrador, actuó, se entiende, como todos los administradores: tenía tratos y compadreos con los más ricos de la aldea, aumentaba las cargas de los más pobres, se despertaba a las nueve de la mañana, aguardaba al samovar y bebía té.
—¡Escucha, querido! ¿Cuántos campesinos se nos han muerto desde la última inspección?
—¿Que cuántos? Desde entonces, han muerto muchos –dijo el administrador y, con ello, hipó, cubriéndose la boca un tanto con la mano, como si fuera un escudo.
—Sí, lo reconozco, yo también lo pensaba –acompañó Manilov– justamente. ¡Son muchísimos los que han muerto! –aquí se volvió hacia Chichikov y aún añadió–: Exactamente, muchísimos.
—¿Y qué cifra, por ejemplo? –preguntó Chichikov.
—¿Sí, qué cifra? –acompañó Manilov.
—Pues, ¿cómo decir una cifra? No se sabe cuántos han muerto, nadie lo ha calculado.
—Sí, precisamente –dijo Manilov volviéndose hacia Chichikov–, yo también suponía que la mortandad había sido grande; completamente desconocido, cuántos han muerto.
—Por favor, recuéntelos bien de nuevo –dijo Chichikov– y haga un registro detallado de todos por nombres.
—Sí, de todos por nombres –dijo Manilov.
El administrador dijo: «¡A sus órdenes!» –y se fue.
—¿Y por qué razón le hace falta a usted eso? –le preguntó Manilov cuando el administrador se había ido.
Al parecer, esta pregunta le puso al invitado en un aprieto, en su cara asomó cierta expresión forzada, de la que hasta llegó a ruborizarse... la tensión de expresar algo que no obedecía del todo a las palabras. En efecto, finalmente, Manilov escuchó unas cosas tan extrañas y tan poco comunes como jamás hubieran escuchado oídos humanos.
—Usted ha preguntado ¿por qué razones? Las razones son éstas: yo querría comprar campesinos... –dijo Chichikov, dejó la frase a la mitad y no la acabó.
—Pero permítame preguntarle –dijo Manilov–, ¿cómo quiere usted comprar los campesinos: con la tierra o simplemente llevárselos con usted, es decir, sin tierra?
—No, yo no me refiero en absoluto a los campesinos –dijo Chichikov–, yo lo que deseo es tener los muertos...
—¿Cómo? Perdone... es que estoy un poco sordo, creo haber oído una palabra muy extraña...
—Tengo pensado comprar los muertos que figuren como vivos en la inspección –dijo Chichikov.
En este punto, a Manilov se le cayó al suelo el chibuquí con la pipa y se quedó con la boca abierta los instantes que siguieron. Los dos amigos que habían estado razonando sobre los placeres de la vida en amistad se quedaron inmóviles con la mirada fija el uno en el otro, como en aquellos cuadros que en la antigüedad se colgaban uno frente a otro a ambos lados de un espejo. Finalmente, Manilov levantó la pipa con el chibuquí y miró desde abajo a la cara del otro, intentando descubrir no está claro si una risa burlona en sus labios o si acaso estaba bromeando; pero nada estaba claro, al contrario, la cara parecía incluso más seria de lo habitual; después pensó si el invitado no habría perdido el juicio de algún modo, de forma inopinada, y lo miró fijamente y con temor; pero los ojos del invitado estaban del todo despejados, no había en ellos el fuego salvaje y desasosegado que corre en los ojos del hombre demente; todo estaba como es debido y en orden. No imaginaba Manilov cómo ser con él ni qué hacer con él, ni podía imaginar ninguna otra cosa, cuando le salió de la boca, en un fino chorro de aire, el humo que le había quedado dentro.
—Desearía, pues, saber si puede usted entregarme, cederme (o como usted lo crea más conveniente) a aquellos que no están vivos para la actividad sino, en cierto modo, vivos de forma legal.
Pero Manilov se ofuscó y se desconcertó de tal modo que tan sólo le miraba.
—Me da la sensación de que usted está un poco turbado... –observó Chichikov.
—¿Yo...? No, qué va –dijo Manilov–, pero no puedo entender... perdone... definitivamente no he podido recibir una formación tan brillante como la que, por así decirlo, se ve en todos sus movimientos... me falta el elevado arte de expresarme... Quizás aquí... en ésta, en la explicación dada por usted ahora... haya otra oculta... ¿Tal vez deseara usted expresarse así para embellecer el estilo?
—No –señaló Chichikov–, no, yo entiendo la cosa tal cual es; es decir, se trata de aquellas almas que efectivamente han muerto.
—Manilov se desconcertó del todo. Sentía que necesitaba hacer algo, plantear una pregunta, pero el diablo sabría qué pregunta. Concluyó por fin dejando salir de nuevo el humo, sólo que ya no por la boca sino por los agujeros de la nariz.
—Pues, si no hay obstáculos, entonces con ayuda de Dios se podrá proceder a la redacción del acta notarial de compra –dijo Chichikov.
—¿Cómo? ¿A la compra de almas muertas?
—¡Ah, no! –dijo Chichikov–. Nosotros pondremos que están vivas, tal como aparece en efecto en el informe de la inspección. Tengo por costumbre no transgredir ninguna de las leyes civiles, aunque a causa de ello haya tenido mucho que aguantar en mi cargo, pues, perdóneme: el deber es para mí algo sagrado, y la ley... yo enmudezco ante la ley.
Las últimas palabras le gustaron a Manilov, pero de ningún modo penetró no obstante en el sentido del propio asunto y, en lugar de una respuesta, se puso a aspirar su chibuquí con tanta fuerza que empezó a hacer un ruido ronco, como un fagot. Parecía como si quisiera extraer de él un juicio sobre aquella circunstancia inaudita; pero el chibuquí se limitó a hacer el ruido ronco, nada más.
—¿Tiene usted quizás alguna duda?
—¡Por favor, de ningún modo! No digo que tenga ninguna, es decir, ninguna puntualización crítica sobre usted. Pero permítame decirle si no será esto una empresa o para expresarlo... o por así decirlo aún mejor, un negocio... ¿no será acaso un negocio incompatible con los decretos civiles y con las perspectivas futuras de Rusia?
Aquí Manilov, moviendo la cabeza, miró muy expresivamente a la cara de Chichikov, mostrando en todos los rasgos de su rostro y en sus apretados labios una expresión tan profunda como quizá no se hubiera visto en un rostro humano, a no ser en algún ministro de gran inteligencia y en el momento de tratar un asunto de suma complicación.
Pero Chichikov dijo tan sólo que semejante empresa, o negocio, no dejaba de corresponder de ningún modo a los decretos civiles ni a las perspectivas de Rusia; y, no obstante, al momento, añadió que el fisco hasta sacaría provecho, pues recibiría la tasa legal.
—¿Así lo cree usted...?
—Yo creo que será bueno.
—¡Hombre! Si es bueno, es otro asunto: yo no tengo nada en contra –dijo Manilov y se tranquilizó por completo.
—Ahora hay que acordar el precio.
—¿Cómo el precio? –dijo de nuevo Manilov y se detuvo–. ¿Es posible que crea usted que cogeré dinero por unas almas que, en cierto sentido, han acabado su existencia? Si usted tiene semejante, por decirlo de algún modo, deseo fantástico, por mi parte se los cedo a usted desinteresadamente y el acta notarial de compra correrá por cuenta mía.
Sería un gran reproche a hacerle al historiador de los acontecimientos presentados si no aprovechara para decir que el deleite dominó al invitado después de estas palabras pronunciadas por Manilov. Por muy serio y juicioso que fuera, poco le faltó para dar hasta un pequeño salto de esos que suele dar el macho cabrío, que, como se sabe, sólo se dan en algunos arrebatos de alegría. Tanta fue la fuerza con la que se revolvió en el sillón que reventó la cubierta de lana que forraba el cojín; el propio Manilov lo miró con cierta confusión. Impulsado por la gratitud, refirió de inmediato tantos agradecimientos que aquél se desconcertó y se ruborizó por completo, hizo con la cabeza un gesto de negación y al final ya expresó que aquello, en esencia, no era nada, que él, precisamente, querría demostrar de algún modo la pasión del corazón, el magnetismo del alma, pero que lo de las almas muertas, de algún modo, era una completa tontería.
—No es ninguna tontería –dijo Chichikov, estrechándole la mano. Aquí dejó escapar un suspiro muy profundo. Parecía como si hubiera sido afinado para las efusiones del corazón; no sin sentimiento y expresividad, dijo finalmente–: ¡Si usted supiera qué servicio ha prestado, con esta aparente tontería, a un hombre sin parientes ni familia! Y es que –la verdad–, ¿qué no habré sufrido yo? Como una barca en medio de violentas olas[4]... ¿Qué persecuciones, qué acosos no habré sufrido? ¿Qué pena no habré experimentado? y, ¿por qué? ¡Por haber defendido la verdad, por haber tenido la conciencia limpia, por dar la mano a la viuda desvalida y al desdichado huérfano!... –aquí hasta se secó con un pañuelo una lágrima que le caía.
Manilov estaba totalmente enternecido. Ambos amigos se apretaron la mano largo rato y largo rato se miraron a los ojos en silencio; en ellos, eran evidentes las lágrimas que les asomaban a los ojos. Manilov no quería de ningún modo soltar la mano de nuestro héroe y siguió apretándola con tanta vehemencia que aquél ya no sabía cómo liberarla. Finalmente, habiéndola retirado poco a poco, dijo que no estaría mal ejecutar el acta notarial de compra cuanto antes, y que estaría bien si él mismo se pasase por la ciudad. Después cogió el sombrero y le dio las gracias con una inclinación.
—¿Cómo? ¿Ya quiere usted marcharse? –dijo Manilov, despertándose de repente y casi asustándose.
En ese instante, entró en el despacho la Manilova.
—Lisanka –dijo Manilov con el semblante un poco triste–, ¡Pavel Ivanovich nos deja!
—Eso es porque lo hemos aburrido a Pavel Ivanovich –respondió la Manilova.
—¡Señora! ¡Aquí! –dijo Chichikov– ¡Éste es el lugar! –en eso, puso la mano en el corazón– ¡Sí, aquí está el agrado del rato pasado con ustedes! Y créanme que no habría para mí una dicha mayor que vivir con ustedes, si no en la misma casa, sí, al menos, en la vecindad más próxima.
—¡Ah, sabe, Pavel Ivanovich –dijo Manilov, al que le había gustado mucho esa idea–, qué bueno sería en efecto vivir tan cerca, bajo un mismo techo, filosofar sobre algo, enfrascarnos, bajo la sombra de un olmo...!
—¡Oh, ésa sería una vida paradisíaca! –dijo Chichikov suspirando–. ¡Adiós, señora! –siguió él, acercándose a la manita de la Manilova–. ¡Adiós, mi más honorable amigo! ¡No se olvide de mi petición!
—¡Oh, téngalo por seguro! –respondió Manilov–. No estaré lejos de usted más de dos días.
Todos pasaron al comedor.
—¡Adiós, lindos angelitos! –dijo Chichikov al ver a Alcides y a Temístoclius, que se entretenían con un húsar de madera, que ya no tenía ni brazos ni nariz–. Adiós, niños míos. Perdónenme que no les traje un regalo, porque reconozco que ni siquiera sabía que ustedes estuvieran en este mundo, pero ahora cuando vuelva se lo traeré sin falta. A ti, te traeré un sable; ¿quieres un sable?
—Sí que quiero –respondió Temístoclius.
—Y a ti un tambor; ¿no es cierto que a ti un tambor? –siguió él, agachándose hacia Alcides.
—Un pampor –respondió Alcides cuchicheando y bajando la cabeza.
—Bien, te traeré un tambor. Un tambor tan excelente que no parará de hacer: turrr... ru... tra-ta-ta, ta-ta-ta...
—¡Adiós, querido! ¡Adiós! –en este punto, lo besó en la cabeza y se volvió hacia Manilov y su esposa con una risita como la que se suele usar con los padres, dándoles a entender la inocencia de los deseos de sus hijos.
—¡De verdad, quédese, Pavel Ivanovich! –dijo Manilov cuando ya todos habían salido al porche–. ¡Fíjese, qué nubarrones!
—No son más que unas nubecillas –respondió Chichikov.
—¿Conoce usted el camino a la casa de Sobakievich?
—Sobre eso quiero preguntarle.
—Permítame, hablaré ahora mismo con su cochero –en esto, Manilov, con la misma cortesía, habló del tema con el cochero y hasta le trató una vez de «usted».
El cochero, tras oír que había que pasar dos curvas y desviarse en la tercera, dijo: «Lo haremos sin problemas, Su Excelencia» –y Chichikov se marchó acompañado largo rato por los saludos y el agitar de pañuelos de los señores, puestos de puntillas.
Manilov estuvo largo rato en el porche, acompañando con los ojos a la brichka que se alejaba, y aún se quedó, fumando en pipa, cuando ésta ya había desaparecido por completo de la vista. Finalmente, entró en la habitación, se sentó en una silla y se puso a pensar, alegrándose de corazón de haberle ofrecido a su invitado su pequeño placer particular. Después, sus pensamientos saltaron sin darse cuenta a otros temas y, por último, se fueron sabrá Dios adónde. Reflexionó sobre la suerte de la vida en amistad, sobre qué bello sería vivir con el otro a la orilla de un río; luego, atravesando el río, empezaría a construirse un puente, luego una enorme casa con un mirador tan alto que desde él podría verse hasta Moscú, y allí beberían té por la tarde al aire libre y razonarían sobre los temas más agradables; después, que, junto con Chichikov, llegaban en buenos coches a cierta reunión social, en la que encandilaban a todos con su agradable trato y que el emperador, que conocía la amistad de ellos, les visitaba con sus generales; luego, para terminar, sabrá Dios sobre qué... pero aún había algo que no podía entender en modo alguno. El extraño ruego de Chichikov interrumpió de repente todas sus ensoñaciones. Este pensamiento, de algún modo, no acababa de hervir del todo en su cabeza: por más vueltas que le daba, no podía explicárselo de ningún modo, y estuvo sentado todo el tiempo, fumando en pipa todo el rato que siguió hasta la misma cena.
[1] Juego que le sirve al autor para acentuar la relación de Manilov con el verbo манить (manit = atraer, tentar, seducir, encantar), pues Chichikov construye el apellido a partir del derivado заманить (samanit), que resulta semejante en cuanto a significado [N. del T.].
[2] Syn Otiechiestva (El hijo de la patria) revista rusa de la primera mitad del siglo XIX, de contenido literario y político y de sesgo conservador [N. del T.].
[3] Al parecer, los primeros borradores de la obra denominaban a los hijos de Manilov como Alcibíades y Menelaus. En todo caso, tanto ésos, como los definitivos y descacharrantes Alcides y Temístoclius, al no pertenecer al santoral ortodoxo, difícilmente habrían sido aceptados por la Iglesia rusa (véase Karlinsky, 1976, p. 231) [N. del T.].
[4] Según Susanne Fusso (véase 1993, p. 75), con esta explicación que Chichikov repetirá con frecuencia al hablar de sí mismo, parece que el personaje está rindiendo un homenaje (no exento de ironía) a la retórica del poeta, amigo de Gogol, V. A. Sukovskii, quien en su himno a la Providencia «El nadador» («Пловец», 1811) dice:
Вихрем бедствия гонимый
Без кормила и весла,
В океан неисходимый
Буря челн мой занесла.
Acosada por un torbellino de catástrofes,
Sin timón ni remos,
A un océano sin salida
Ha llevado mi barca una tormenta.
[N. del T.]
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