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Esta es, pues, la fiesta que hoy celebramos por tantos motivos: para dar gracias al Señor por la concepción de la Virgen, que fue principio de nuestra redención; para maravillarnos de la sabiduría y omnipotencia de Dios, que puede poner un tesoro tan grande en vaso tan débil, y tan gran perfección en algo tan humilde como el corazón de una mujer; para encender nuestros corazones en amor y devoción de la Virgen, tan perfecta, tan graciosa y tan hermosa. Y así, conociéndola, la amemos, y amándola, la imitemos, e imitándola, la invoquemos, e invocándola, merezcamos alcanzar su favor en este mundo por la gracia y después por la gloria. Amén.
[1] Sal 92, 5.
[2] Col 2, 9.
[3] II Cró 7, 3.
[4] Cf. Esd 3, 12.
[5] Cant 4, 7.
[6] Rom 3, 23.
[7] Cant 4, 12.
[8] Cf. Ex 35, 34.
[9] Sal 66, 5.
[10] Cant 4, 1.
[11] Madera de acacia. Cf. Ex 25, 10.
[12] Cf. S. AGUSTÍN, Tratado sobre la Asunción de Santa María Virgen, 6.
[13] Sal 46, 6.
2.
SERMÓN EN LA FIESTA DE LA ANUNCIACIÓN
AL CONTEMPLAR EL MISTERIO DE LA Encarnación del Verbo piensa en el inmenso amor que Dios mostró al hombre. Él no nos necesitaba ni nosotros lo habíamos merecido, y solo por las entrañas de su infinito amor envió a su Hijo para salvarnos y ennoblecernos con su nacimiento, para santificarnos con su justicia, enriquecernos con su gracia, enseñarnos con su doctrina, animarnos con su ejemplo, resucitarnos con su muerte y rescatarnos de la cautividad al precio de su sangre.
Este es el gran beneficio que el mismo Salvador explicó a sus discípulos diciendo: «Tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo para que los que crean en él —y creyéndole, lo amen y obedezcan— no perezcan, sino que alcancen la vida eterna»[1]. Aunque había otros muchos medios para hacerlo, escogió el Señor el más costoso para Él y el más provechoso para nosotros; se olvidó de sí mismo para buscar la honra y provecho de quienes no lo amaron.
San Agustín no se cansaba de meditar en esto al principio de su conversión, contemplando la sabiduría con la que Dios dispuso nuestra salvación[2]. Considera tú también lo conveniente que fue que del mismo modo que por un hombre entró el mal en el mundo, por otro hombre fuéramos liberados. Por la soberbia de un hombre, que deseó ser como Dios, fuimos todos condenados; y por la humildad de otro, el hombre nuevo, que siendo verdadero Dios se hizo verdadero hombre, fuimos todos perdonados.
Nada mejor para pagar nuestras deudas que la sangre del Hijo de Dios; nada mejor para ennoblecer nuestra naturaleza que su Humanidad. ¿Quién podía negociar mejor nuestros negocios que el Hijo de Dios, y defender nuestra causa que el Sumo Sacerdote del Padre? ¿Quién podría ser el mejor y más fiel intermediario entre Dios y los hombres que el que era Dios y hombre? En cuanto juez, salvaguardó la justicia; en cuanto parte, consiguió la misericordia para nosotros. Como hombre, cargó con nuestras deudas; como Dios, pagó por ellas. Empleó el título de hombre para deber y el de Dios para pagar. En fin, no se pudo inventar un modo más conveniente en el que estuviese todo lo necesario para nuestra salvación. Como dice el papa san León, «si no fuera verdadero Dios, no podría dar el remedio; y si no fuera verdadero hombre, no nos podría dar ejemplo»[3].
La Encarnación es prueba de la grandeza de la bondad, de la misericordia y de la justicia de Dios, que se hizo hombre para castigar el pecado y perdonar al pecador. El precio que Cristo pagó, que fue su sangre, manifiesta la excelencia de nuestra alma, el valor de la gracia, la grandeza de la gloria, la hermosura de la virtud, la fealdad del pecado y la dignidad del hombre redimido. La Encarnación fue la medicina más eficaz para curar las llagas de nuestra alma, que eran tantas y tan grandes. ¿Qué ejemplo más vivo encontraremos para confortarnos y arrepentirnos que el que nos dio quien era Dios y hombre? Nuestra soberbia la cura su humildad; nuestra avaricia, su pobreza; nuestra ira, su paciencia; nuestra desobediencia, su obediencia; los excesos de nuestra carne, los dolores de la suya. Su amor vence nuestro desamor; sus dones, nuestra falta de agradecimiento; nuestros descuidos, su providencia. Y por su amor y gracia recobramos la confianza perdida.
Fija ahora tu mirada en las virtudes y excelencias de la Virgen que Dios escogió para ser su madre. Acuérdate de que antes de crear a Adán, Dios le había preparado una casa, que era el paraíso terrenal; pues del mismo modo, antes de nacer el segundo Adán, que era celestial, le había preparado otro paraíso que era el alma de la santísima Virgen. Igual que aquel estaba plantado por la mano de Dios con flores y arbolados de gran hermosura, el Espíritu Santo había preparado admirablemente este con todas las flores de las virtudes y los dones del cielo.
Para hacerlo así, dispuso que cuando la Virgen tuviera tres años fuera llevada y presentada en el Templo, y allí comenzaron enseguida a resplandecer estas nuevas flores de virtudes y gracias divinas. Sobre esto dice san Jerónimo: «Procuraba la Virgen ser la primera en las vigilias de la noche; en la ley de Dios, la más diligente; en la humildad, la más humilde; en los cantares de David, la más elegante; en la caridad, la más encendida; en la pureza, la más pura, y en las virtudes la más perfecta. Todas sus palabras estaban llenas de gracia, porque su corazón estaba lleno de Dios. Oraba y meditaba, como dice el profeta, en la ley del Señor día y noche[4]. Tenía también cuidado de sus compañeras para que fueran recatadas y no dijesen palabras injuriosas o soberbias a las demás. Siempre bendecía a Dios, y para no dejar de hacerlo, cuando la saludaban, respondía: Gracias a Dios»[5]. Hasta aquí son palabras de san Jerónimo.
Contempla ahora a la Virgen cuando la visitó el ángel. Mírala en el lugar donde solía recogerse, porque aunque la casa fuera pobre, no faltaría en ella un lugar para la oración; allí tendría los libros de los salmos y los profetas, y quizás, como santa Judit, su cilicio y disciplina para mortificar aquel santísimo cuerpo, que no lo merecía. Dicen los santos que en ese instante estaría su espíritu en arrebatada contemplación.
Tras el dulce saludo del ángel, tan lleno de gracia, pon tus ojos en las virtudes de la Virgen que resplandecen maravillosamente en todo este diálogo, en particular su silencio, su humildad, su virginidad y su fe. Resplandece su silencio pues, al contrario que el ángel, habló poco y sin precipitarse; es como si quisiera enseñar que el mejor adorno y hermosura de la virginidad es el silencio y el pudor. Su humildad se manifiesta en la sorpresa y temor ante las palabras tan honrosas del ángel, porque para quien es verdaderamente humilde no hay nada más sorprendente y extraño y que cause mayor temor que oír alabanzas propias. Menos teme el rico avariento que le hurten sus dineros que quien es humilde teme que le alaben los hombres, que son los ladrones que le roban el tesoro de la humildad. La virginidad y el amor inestimable que tenía la Virgen a esta virtud se manifiesta en las palabras que dijo: «¿Cómo será esto, porque yo no conozco varón?». Explica san Bernardo que es como si hubiera dicho: «Sabe mi Señor que su sierva ha hecho promesa de virginidad; pero si Él dispone otra cosa, me alegro por el hijo que me da, aunque me duele que se dispense mi promesa. Pero en todo estoy sujeta a su divina voluntad»[6]. No se puede decir nada mejor en alabanza de la santísima Virgen que verla estimar en tanto esta virtud, pues la dignidad que se le ofrecía de ser madre de tal hijo, que es la mayor de las que Dios puede dar, no fue suficiente para quitarle el pesar de perder su propósito de virginidad. ¡Qué maravillosa alabanza de esta virtud, que es una piedra preciosa de valor inestimable, tan apreciada por los buenos y tan despreciada por los malos! La Virgen, llena del Espíritu Santo, siente la pérdida de esta gloria aunque reciba una dignidad inefable, mientras que el hombre carnal y miserable no duda en cambiarla por placeres despreciables.
Pues siguiendo con lo dicho, además de estas tres virtudes resplandece también la fe de la Virgen. Ella no dudó de lo que el ángel le decía ni le pidió una señal, como sí hizo Zacarías, aunque mayor milagro es que una mujer virgen dé a luz que lo haga una estéril, y mucho mayor aún que dé a luz al mismo Dios. Como verdadera hija de Abraham imitó su fe, pues él creyó que aunque sacrificara a su hijo Isaac, Dios le podría resucitar para darle descendencia, y ella creyó que siendo virgen sería madre por obra de Dios. Por eso piensan los santos que si la Virgen preguntó cómo sería eso no fue porque dudara de que así sería, sino para saber de qué manera, ya que ella tenía el propósito de ser virgen. Y el ángel respondió a las dos cosas, diciéndole que daría a luz un hijo y se mantendría virgen, de modo que gozaría del fruto de la maternidad sin perder la corona de la virginidad.
Escribe san Bernardo, comentando estas palabras: «Has oído, María, lo que va a ocurrir y cómo va a ocurrir, y es algo maravilloso y de mucha alegría. Alégrate, hija de Jerusalén, y que igual que el Señor llenó de alegría tus oídos, oigamos nosotros la respuesta de alegría que esperamos, para que así se alegren los huesos afligidos y humillados[7]. Has oído que concebirás y darás a luz no por obra de varón sino del Espíritu Santo; el ángel está esperando tu respuesta, porque ya es tiempo de volver al que le envió. Señora: nosotros, que fuimos condenados por la justicia divina, también esperamos esta palabra de misericordia que no hará libres. La palabra de Dios nos creó, pero a pesar de todo morimos; por tu palabra seremos ahora salvados para no morir eternamente. Esta palabra te pide, piadosa Virgen, el triste Adán desterrado del paraíso con toda su descendencia; y también Abraham, David y todos los otros padres, de los que tú naciste, y que habitan en tinieblas y sombras de muerte. Te la pide el universo, postrado a tus pies, porque de esta respuesta depende todo el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos y la salvación de los hijos de Adán. Responde enseguida, María, que esperan tu respuesta los cielos, la tierra, y el infierno. El mismo Rey y Señor de todo desea tu respuesta —con la que ha decidido restaurar la naturaleza humana— tanto como le agradó tu hermosura. A quien agradaste callando agradarás ahora hablando, pues Él te habla desde el cielo diciendo: “¡Hermosa entre las mujeres, suene tu voz en mis oídos!”[8]. Si tú le haces oír tu voz, Él te hará ver el misterio de nuestra salvación.
»¿No es eso lo que buscabas, aquello por lo que suspirabas día y noche? ¿Eres tú aquella por la que se hicieron estas promesas o esperamos a otra? Sí, eres tú la prometida, aquella a quien aguardan y desean. Jacob esperaba de ti la salvación cuando decía estando para morir: “Esperaré, Señor, tu salvación”[9]. ¿Por qué esperas de otra lo que a ti se te ofrece y por ti se cumplirá si das con una palabra tu consentimiento? Responde al ángel o, mejor dicho, a Dios a través del ángel. Di una palabra tuya y recibirás en ti la palabra del eterno Padre. Di la palabra temporal y recibirás la eterna. ¿Por qué temes y te demoras en responder? Cree, confiesa y recibe. Que tu humildad se llene de audacia y tu pudor de confianza, porque aunque no conviene que la sencillez virginal se olvide de la prudencia, no temas ser presuntuosa. Porque aunque sea agradable el silencio pudoroso, las palabras son más necesarias ahora. Abre, bienaventurada Virgen María, el corazón a la fe, la boca a la confesión y las entrañas al Creador. Mira que el deseado de las gentes está llamando a tu puerta. Mira no se te vaya a ir si dilatas la respuesta y tendrás después que buscar con dolor al amado de tu alma. Levántate, Señora, con la fe, apresúrate con la piedad, abre la puerta con tu palabra.
»Y la Virgen dijo: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. La virtud de la humildad siempre está junto a la gracia divina, porque “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes”[10]. Por esto responde con humildad, para preparar una morada conveniente a la divina gracia. “He aquí la esclava del Señor”. ¡Qué humildad tan alta, que no se deja vencer por la honra ni se engrandece con la gloria! La escoge Dios por madre y ella toma nombre de esclava. No es pequeña muestra de humildad seguir siéndolo en medio de tanta gloria, porque no es gran cosa ser humilde en las bajezas, pero sí lo es serlo en las grandezas.
»“Hágase”. Esta palabra es significativa del gran deseo que la Virgen tenía de este misterio. O quizás sea palabra de oración, que pide lo que le prometen —porque Dios quiere que le pidamos lo que nos promete—. Y por este motivo promete muchas cosas que quiere dar, para que con la promesa se despierte el fervor y merezca la oración lo que él había decidido dar»[11]. Todo esto que acabamos de decir es de san Bernardo.
En el instante en que la Virgen dijo aquellas palabras, se encarnó Dios en sus entrañas por obra del Espíritu Santo, a quien se le atribuye en particular por ser la Encarnación obra de bondad y amor, que son sus atributos. ¿Quién sería capaz de explicar las grandezas y maravillas que en ese momento sucedieron en aquellas entrañas virginales? ¿Quién podrá contar los sentimientos y afectos y resplandores que sintió aquel purísimo corazón con aquella nueva entrada del Hijo para hacerse hombre y del Espíritu Santo para llevar a cabo este misterio?
Pero esto ha de quedar ahora en silencio para la consideración de las almas que buscan a Dios.
[1] Jn 3, 16.
[2] S. AGUSTÍN, Confesiones, IX, 9: PL 32.
[3] S. LEÓN MAGNO, Sermo 21, 1: PL 54, 192.
[4] Cf. Sal 1, 2.
[5] PSEUDO-JERÓNIMO, Epist 50: PL 30, 311.
[6] S. BERNARDO, Super ‘missus est’, 4, 3: PL 183, 80.
[7] Cf. Sal 51, 10.
[8] Cant 2, 14.
[9] Gén 49, 18.
[10] St 4, 6.
[11] S. BERNARDO, Super ‘missus est’, 4, 8-9: PL 183, 83.
3.
SERMÓN EN LA FIESTA DEL NACIMIENTO DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
EL MISTERIO DEL NACIMIENTO DE NUESTRO Salvador es el más enternecedor y lleno de maravillosa doctrina de entre todos los sucesos de su vida; es, por consiguiente, digo de ser considerado. En este día, dice la Iglesia, los cielos destilan gotas de miel por todo el mundo; nos ha amanecido el día de la redención nueva, de la reparación antigua y de la felicidad eterna.
«Salid, hijas de Sion —dice la esposa en los Cantares— y veréis al Rey Salomón con la corona con que le coronó su madre en el día de su desposorio, el día de la alegría de su corazón»[1]. ¡Salid en espíritu de las preocupaciones y asuntos del mundo, vosotros que amáis a Cristo! Y con vuestros pensamientos y sentidos recogidos, contemplad al verdadero Salomón, pacificador de los cielos y tierra. Pero no lo veáis con la corona que le puso su padre al engendrarlo eternamente comunicándole la gloria de su verdad, sino con la que le coronó su madre cuando le parió temporalmente, vistiéndolo de nuestra humanidad. Venid a ver al Hijo de Dios en los brazos de la madre, no en el seno del Padre; no sobre los coros de los ángeles, sino entre pobres animales; no sentado en las alturas a la derecha de la Majestad, sino reclinado en un pesebre de bestias; no tronando y relampagueando en el cielo, sino llorando y temblando de frío en un establo. Venid a celebrar este día de su desposorio, cuando sale del tálamo virginal desposado con la naturaleza humana, con un vínculo tan estrecho de matrimonio que no se puede romper ni en la vida ni en la muerte. Este es el día del júbilo secreto de su corazón: llora como niño chiquito y se alegra como Redentor por nuestra salvación.
Para ahondar en este misterio considera en primer lugar los trabajos que la Virgen pasaría en el camino que hizo desde Nazaret a Belén. El camino era largo y los caminantes pobres y mal provistos; la Virgen, muy delicada y cercana al parto; el tiempo, áspero para caminar por los grandes vientos y frío que hacía, y las posadas mal preparadas para tantos huéspedes que acudirían de tantas partes. Camina tú en espíritu con ella, sigue sus pasos con la pureza y sencillez de un niño, humildemente y con corazón ardiente, para que siendo compañero del camino y del trabajo lo seas después de la alegría y gloria del cielo. Contempla la extrema pobreza y humildad en las que el Rey de los Cielos quiso nacer: pobres la casa y la cama, pobres la madre y el padre, y un ajuar no solo pobrísimo sino —como dice san Bernardo[2]— prestado por unos animales. «No había allí —dice san Cipriano— ninguna casa espléndida, pues el aposento era el portal, la madre estaba en el heno, el hijo en el pesebre y ya no había más estancias. Así fue la posada que escogió el Creador del mundo, y esos fueron los regalos y deleites que tuvo aquel sagrado parto»[3].
Cuenta el Evangelio que estando en esta casa se cumplieron los días del parto de la Virgen. Llegó aquella hora tan deseada por todas las gentes, tan esperada por todos los siglos, tan prometida en todos los tiempos, tan cantada y celebrada en todas las escrituras divinas. Llegó la hora de la que pendía la salvación del mundo, el remedio del cielo, la victoria sobre el demonio, la muerte, el infierno y el pecado; la hora, en fin, por la que suspiraban los santos. Era la medianoche más clara que el mediodía, cuando todas las cosas estaban en silencio, gozando del sosiego y reposo de la noche quieta. En esta hora tan dichosa sale de las entrañas virginales a este nuevo mundo el Hijo de Dios. La Iglesia lo canta diciendo que igual que la estrella produce rayos sin perder nada de su hermosura e integridad, así la santísima Virgen parió este nuevo rayo de luz eterna sin perder nada de su pureza virginal.
En esta hora tan feliz la omnipotente palabra de Dios descendió desde los asientos reales del cielo a este muladar de miserias, vestido de nuestra carne y acompañado de las flaquezas con que nacemos los hombres. De esta manera ya puede Él decir por sí mismo las palabras del sabio: «Yo también soy hombre mortal, del linaje terreno del que fue formado antes que yo. En el vientre de mi madre tomé sustancia de carne, después de nacido recibí este aire común y caí en la misma tierra, y la primera voz que di fue llorando como todos. Ningún rey ha tenido otro origen en su nacimiento, pues todos tienen la misma manera de entrar en la vida y de salir de ella»[4].
Yo pienso que es maravilloso que quien habla como rey confiese humildemente las miserias que tiene en común con los hombres; y mayor maravilla es que quien lo dice sea el Señor de todo lo creado; y aún mayor que se pueda afirmar del segundo Adán lo que con ironía y burla se dijo del primero: veis aquí a Adán como uno de nosotros, «que conoce el bien y el mal»[5].
He aquí al creador del mundo, la gloria del cielo, el Señor de los ángeles y la bienaventuranza de los hombres. Él es la sabiduría engendrada antes del lucero de la mañana, a la que Salomón hace decir: «No estaban aún creados los abismos, y ya era yo concebida; aún no habían nacido las aguas de las fuentes ni se habían asentado los montes en sus lugares; antes que todos los collados yo había sido engendrada»[6].
Veis que acaba de nacer el que no tiene comienzo. Veis que se ha hecho carne quien fue el creador de toda carne. Veis desnudo a aquel que ha vestido a todos. Quien se alegraba en el seno del Padre sin tener experiencia del mal, sabe ahora de todo como uno de nosotros. Sabe de penas, de trabajos, de dolores, de ansias y gemidos, de azotes, de clavos, de cruz. De todo sabe, y no poco, sino mucho, pues —como dice Isaías— él «es varón de dolores y sabe de enfermedades»[7].
¿Hay algo más maravilloso? Como dice san Cipriano, qué admirable es tu nombre, Señor Dios nuestro, en toda la tierra. Verdaderamente eres un Dios que haces maravillas. Ya no me asombro de la hechura del mundo, ni de la firmeza de la tierra, aunque está cercada de un cielo tan movedizo, ni de la sucesión de los días, ni de las mudanzas de los tiempos, en los que unas cosas se secan y otras reverdecen, unas mueren y otras resucitan. Nada de esto me sorprende, sino ver a Dios en el vientre de una doncella y al Todopoderoso en la cuna. Me llena de estupor ver cómo a la palabra de Dios se pudo unir la carne, y cómo siendo Dios sustancia espiritual recibió vestidura corporal. Me espanto de tantos gastos, de tan largo proceso, de tan grandes espacios como se gastaron en esta obra. En menos tiempo se hubiera podido concluir y evitar trabajos tan grandes, pues con una sola palabra creó Dios el mundo y con una se hubiera podido redimir. Aunque así se manifiesta que el hombre racional es una criatura más noble que el mundo corporal, pues tanto más se hizo para su remedio.
Para los demás misterios de la fe encuentro razones que me satisfacen; pero el asombro roba mis sentidos ante el nacimiento del Señor, y con el profeta me hace exclamar: «Señor, oí tus palabras, y temí; consideré tus obras, y quedé pasmado»[8]. Me maravillo del ayuno, de las tentaciones, de ver al Todopoderoso en el sepulcro, de verlo muerto y resucitado. Estas son los nuevas maravillas que profetizó Jeremías cuando dijo: «Una novedad hizo Dios sobre la tierra: la mujer cortejará al varón».[9]
¿Qué tienes que ver tú, Rey de la gloria y espejo de inocencia, con estas angustias, con las lágrimas, los ayunos, los fríos y la pobreza, con el tributo y el castigo de los culpados? ¡No podemos comprender la caridad, la humildad, la piedad y la misericordia de nuestro Dios! ¿Con qué amor lo amaremos? ¿Cómo darle gracias y corresponder a su misericordia? ¿Con qué humildad responder a su humildad, con qué bondad a su bondad, con qué agradecimiento a sus dones? Me veo aplastado por tantas deudas, como anegado bajo las olas de tantas gracias, y no veo la manera de corresponder a ellas.
Antes me parecía que el que te ofendía merecía mil infiernos, pero ahora, después de tan grandes nuevas bondades, pienso que ya no hay pena que baste para quien no te sirva. Bendito seas para siempre, Dios mío, que me has apresado con estas cadenas y has puesto estos grilletes a mi corazón para tenerlo contigo. Con el misterio de tu nacimiento me has ayudado a encenderme más en tu amor, a conformarme en tu esperanza, a sustentarme más en la inocencia, a inclinarme más al trabajo, a la pobreza, a la humildad, a la cruz y al desprecio de las cosas mundanas.
Luego dice el Evangelio que la Virgen tomó al niño recién nacido y envolviéndolo en unos pobres pañales lo puso en un pesebre, porque no había otro lugar en aquel portal[10]. Es un misterio santo, más para sentirlo con silencio y admiración que para explicarlo con palabras.
Qué maravilla es ver en tan extrema pobreza al que está sentado sobre los querubines y vuela sobre las plumas de los vientos, al que tiene «colgada de tres dedos la redondez de la tierra»[11], su trono es el cielo y la tierra el escabel de sus pies. Los ángeles alaban, las dominaciones adoran y las potestades glorifican al que su madre puso en un pesebre cuando nació. ¿Qué esclava, qué mujer tan humilde llegó nunca a tal extremo de pobreza, que por falta de mejor abrigo fuese a recostar a su hijo en un pesebre? ¿Quién unió estos dos extremos tan distantes: por un lado, Dios, que se asienta sobre querubines; por otro, un pesebre, que es lugar para animales? ¿Quién no pensaría que no es razonable algo tan extraño?
Hubo en estos tiempos un hombre honrado a quien otro más poderoso mandó dar de palos. El injuriado, considerando por una parte la calidad de su persona y por otra la injuria recibida, pensaba continuamente en lo ocurrido, repitiendo en su corazón: —¿A mí me han apaleado? ¿A mí me han apaleado? Finalmente acabó por salir de sí, perdiendo el juicio. Cómo es posible entonces que no salga de sí el hombre y quede como atónito considerando estos dos extremos tan distantes: Dios en un pesebre, Dios en un establo, Dios entre las bestias...
Si «el Señor está en su santo templo y tiene el cielo como trono»[12], ¿cómo es que se cambió el templo por el establo y el cielo por el pesebre? Creo que cuando los santos contemplaban la grandeza del amor y de la bondad de Dios, quedaban atónitos y extasiados. Y no solamente los hombres, sino que si fuera posible que el mismo Dios saliera de sí, diríamos que eso hizo al llevar a cabo una obra tan portentosa. Al menos así pensaban los filósofos de este mundo cuando decían que la predicación del evangelio es una locura[13] porque no es posible que la altísima, simplicísima y nobilísima sustancia quisiera humillarse sujetándose a tan grandes penalidades. Pues hasta eso llegó la bondad, misericordia y amor de Dios, que hizo tales cosas por los hombres que ellos mismos las consideraron una locura. Elegantemente dijo un sabio que amar y ser juicioso apenas se le concede a Dios. Y así vemos ahora a Dios, como fuera de sí —ya que no podía perder el juicio— y transformado en hombre: tomando lo que no era, sin dejar de ser lo que era, por la grandeza del amor.