Anatomía de un imperio

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Un tercer período comienza en 1959. Este año se convirtió en un parteaguas por el acercamiento de la Revolución cubana a la Unión Soviética (URSS), lo que significó un peligro para la intención de hegemonía continental de Estados Unidos. Una vez establecida la hegemonía continental norteamericana, en la coyuntura de un crecimiento económico vertiginoso y de las postrimerías de la Revolución cubana, John F. Kennedy lanzó la Alianza para el Progreso. A partir de un planteo por el cual los Estados Unidos eran “socios” de América Latina, la Alianza fue un proyecto de desarrollo y reforma regional que –excluyendo a Cuba– abarcaba créditos para la conformación de industrias dirigidas a suplir necesidades regionales, la conformación de mercados comunes, la integración americana en un mercado único y la reforma agraria. Esto se combinaba con la creación de un sector técnico y capacitado para efectivizar este desarrollo, por lo que la educación recibiría un fuerte incentivo. Asimismo, se promovería la democracia (en versión norteamericana) como forma de gobierno. Los instrumentos privilegiados de esta política fueron: el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la OEA, el Instituto Americano para el Desarrollo del Sindicalismo Libre (IADSL) y la Agencia de Información de los Estados Unidos (United States Information Agency, USIA).
Identificamos un cuarto período entre 1964 y 1976. Este “ciclo de dictaduras represivas” se inicia en 1964 con el golpe de Estado en Brasil y culmina con el golpe en la Argentina, en 1976. Esto le permitió a Estados Unidos eliminar físicamente los “proyectos políticos alternativos” y profundizar el proceso de reorganización de los aspectos socioeconómicos del continente. A partir de ese momento, se inició un período de democracias restringidas (proyecto de la Comisión Trilateral), en el cual, anulado lo que se entendía como “peligro anticapitalista” y eliminadas las posibles oposiciones, el planteo consistía en liberar el juego político. De lo contrario, se suponía que mantener la presión podría generar una renovada ronda de radicalización. Por ende, lo ideal eran regímenes electorales tutelados, cuyo modelo fue la reforma electoral chilena de 1980. Esta se basó en la reorganización política brasileña de 1979, con nuevos partidos oficialistas instrumentados desde el poder y presidentes nombrados de forma indirecta (como Tancredo Neves y José Sarney). De ahí la política de derechos humanos de Jimmy Carter (1977-1981), cuyo eje principal fue la relegitimación de la presidencia ante su propio electorado, pero que a su vez sirvió para generar presión en torno a las aperturas restringidas.
El surgimiento en 1977 de una nueva ronda de movimientos revolucionarios, esta vez en Centroamérica, y el éxito de la revolución sandinista obligaron a Estados Unidos a repensar su táctica antisubversiva. A partir de 1980, aprendiendo de la experiencia argentina y analizando el problema de la revolución, Estados Unidos decidió que no había que aplastarla, sino desangrarla. El objetivo era demostrarle a la población que la revolución social no solo no resuelve nada, sino que empeora las cosas. Tanto en Nicaragua como en Guatemala y El Salvador se aplicó la denominada “guerra de baja intensidad”. Otro eje importante del gobierno de Carter fue la modificación de la política de enfrentamiento con el comunismo. El criterio era que, en lugar de ser una confrontación Este-Oeste, debía ser un enfrentamiento Norte-Sur. Así como se buscó la distensión con China (diplomacia del ping-pong) también se generaron aperturas hacia Cuba y la URSS. La idea básica era que la superioridad de la vida cotidiana estadounidense (niveles de consumo) generaría contradicciones en estos países. Uno de los efectos fue la liberación de la posibilidad de viajar a Cuba, y el resultado fue el eventual éxodo del Mariel (1980).2 Esta política, a su vez, generó contradicciones en el seno de los sectores dominantes norteamericanos, por lo que la política osciló entre la agresión abierta (de bloqueo/invasión) y el ataque indirecto bajo el disfraz de aperturas. Como telón de fondo estaba el tema de la deuda externa: elemento clave no solo para comprender las relaciones con América Latina, sino también las estrategias de acumulación de Estados Unidos y la propia debilidad del sistema.
Un quinto período comienza con la década de 1980, cuando en el marco de la Segunda Guerra Fría lanzada por el gobierno de Ronald Reagan (1981-1989) se apuntó a dirigir y consolidar las democracias restringidas. Estados Unidos no vio a América Latina como una unidad, o sea un bloque de países, sino como naciones con intereses claramente diferenciados. Eso le permitió privilegiar a algunos, como es el caso de Chile, y aislar a otros, por ejemplo, a Perú durante el gobierno de Alan García. En esta época, Brasil se perfiló como un desafío regional autónomo con una política exterior propia a partir del poderío económico generado por el “milagro brasileño”. La contrapartida fue Chile con una política exterior fuertemente ligada a Estados Unidos, dada su creciente participación en las exportaciones hacia el mercado interno norteamericano. En menor grado, Argentina intentó una política no alineada de acercamiento a Estados Unidos. Ante la iniciativa venezolana-brasileña para renegociar la deuda, Argentina participó para después hacer un acuerdo bilateral. El tema de la deuda externa (sobre todo en el caso latinoamericano) va ser fundamental para mantener el flujo de remesas de capitales que equilibran la balanza de pagos. En otras palabras, a partir de 1975 la balanza comercial de América Latina con Estados Unidos va a ser ampliamente favorable al primer sector, y se verá equilibrada por la balanza de pagos, que a partir de ese momento será ampliamente deficitaria.
Esta lectura hizo que durante los conservadores años ochenta, Estados Unidos orientara su política exterior latinoamericana en dos direcciones. Por un lado, apoyó a los grupos de cubanos exilados. Por el otro, reorganizó su “ayuda” exterior para que fuera otorgada en forma “indirecta”. Esto derivó no solo en fuertes presiones para que América Latina se alineara con la política de la Casa Blanca en la nueva y renovada Guerra Fría, sino que creció la incidencia de los organismos financieros internacionales para lograr el primer objetivo. Los contratos y asesorías generados por organismos como el Banco Mundial crearon un sector social propenso a mantener y profundizar esta relación y, al mismo tiempo, a difundir políticas económicas y sociales vinculadas a las estrategias norteamericanas.
La década de 1990 trajo serios problemas tanto para América Latina como para Estados Unidos. La caída de la URSS y la desaparición del campo socialista implicaron un desplome abrupto en el comercio exterior de los países latinoamericanos, puesto que la URSS era comprador de cantidades importantes de alimentos y materias primas. A su vez, las posibilidades especulativas y de inversión en estos nuevos mercados hicieron que el flujo de capitales hacia los países latinoamericanos, que ya venía en baja, se encontrara aún más restringido. Estados Unidos se convirtió en la única superpotencia de un mundo unipolar, aunque pronto debió enfrentar el desafío de países como Alemania y Japón (cada uno con sus expansivas áreas de influencia en la Comunidad Europea y en la Cuenca del Pacífico, respectivamente) a su hegemonía en solitario. Estados Unidos respondió a este nuevo escenario con la política de George Bush (padre) y con su propia propuesta de integración americana: primero el NAFTA (Tratado de Libre Comercio de América del Norte) y en 2005 el ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas). Esto implicó implementar esfuerzos para reorganizar las economías latinoamericanas con el fin de que fueran más compatibles con la estadounidense, y también impulsar la apertura de mercados y la privatización de empresas del Estado.
En torno a esta propuesta, para América Latina surgieron varios “problemas”:
a. el día de la firma del NAFTA, apareció la insurgencia del EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional);
b. Brasil organizó el MERCOSUR y, a partir de ahí, intentó negociar el ingreso al ALCA en condiciones más ventajosas;
c. en Colombia se fortaleció la insurgencia guerrillera;
d. el proceso de privatizaciones desestabilizó buena parte del subcontinente y generó un auge de movimientos nacionalistas (como, por ejemplo, el de Hugo Chávez en Venezuela) y de conflictos sociales;
e. Brasil giró levemente a la izquierda con la elección de Lula da Silva;
f. los “imperialismos competidores” (Alemania, Japón y China) comenzaron a invertir fuertemente en ciertos países latinoamericanos (sobre todo Brasil) como reaseguro de estar dentro del área comercial del ALCA y sus barreras proteccionistas;
g. establecida durante la presidencia de Bill Clinton (1993-2001), la política de generar crecimiento con especulación dio lugar hacia el año 2000 a una crisis cada vez más aguda, que se fue profundizando hasta hacer eclosión en 2008.
Dado que el futuro solo augura mayores conflictos en un proceso cada vez más rápido de integración de las Américas, que traerá aparejada la mayor intervención de Estados Unidos en los asuntos internos latinoamericanos, es que proponemos repensar las clásicas nociones con las que se aborda la relación imperialista que Estados Unidos mantiene con América Latina. Así, a través de una serie de artículos especialmente producidos y revisados para este libro, proponemos salirnos de las conceptualizaciones esquemáticas tanto del imperialismo estadounidense como de las críticas y las formas de resistencia a la dominación que emergieron desde América Latina.
La presente compilación se compone de dos secciones. La primera parte, denominada “Los orígenes del imperialismo norteamericano. Expansionismo territorial y visiones críticas desde América Latina en la primera mitad del siglo XX”, reúne producciones que giran en torno a dos grandes ejes. Uno de ellos explora los orígenes del expansionismo territorial estadounidense, la retórica imperialista y su carácter de “excepcionalidad”. El otro analiza algunas de las respuestas que surgieron en Latinoamérica sobre el avance del “coloso yanqui” y que se conformaron en los movimientos críticos denominados “antimperialismo latinoamericano”.
La segunda parte, titulada “Imperialismo cultural estadounidense. Expansionismo ideológico, hegemonía y resistencia antimperialista en la segunda mitad del siglo XX”, compila una serie de artículos que se centran en la complejidad que adoptó el imperialismo estadounidense después de la Segunda Guerra Mundial. A través de lo que podríamos denominar “estudios de caso”, se analizan el accionar imperialista de Estados Unidos en Centroamérica y Sudamérica antes y después de la Segunda Guerra y la compleja dinámica entre el reforzamiento de la hegemonía norteamericana y la resistencia antimperialista de distintos actores regionales.
Bibliografía
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______.(1999b). La era del imperio, 1875-1914. Buenos Aires, Crítica.
Hobson, J. A. (1929). Imperialism. Nueva York, James Pott & Co.
Hunt, M. (1987). Ideology and US foreign policy. New Haven, Yale University Press.
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Nearing, S. y Freeman, J. (1966). Dollar diplomacy. The classic study of american imperialism. Nueva York, Monthly Review Press.
Said, E. (1996). Cultura e imperialismo. Barcelona, Anagrama.
Van Alstyne, R. (1974). The rising american empire. Nueva York, Norton.
PRIMERA PARTE
LOS ORÍGENES DEL IMPERIALISMO NORTEAMERICANO. EXPANSIONISMO TERRITORIAL Y VISIONES CRÍTICAS DESDE AMÉRICA LATINA EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XX
Presentación
Inicia esta sección el artículo de Malena López Palmero “¿Un imperialismo excepcional? Reflexiones sobre el excepcionalismo estadounidense a la luz de la guerra hispano-cubano-estadounidense (1898)”. En este texto, la autora se plantea como objetivo central analizar y caracterizar la noción de excepcionalismo norteamericano, definiéndolo como la construcción de un consenso hegemónico que tuvo sus orígenes en la política exterior de Estados Unidos durante la guerra hispanocubano-estadounidense de 1898. Para este fin, la autora divide su artículo en dos partes: por un lado, realiza un exhaustivo estudio de las diferentes corrientes historiográficas sobre el tema; y por el otro, analiza las distintas estrategias imperialistas que se aplicaron en esta guerra desde 1898 hasta 1902. Lo que López Palmero logra demostrar son las continuidades y las rupturas que ha tenido la idea de excepcionalismo norteamericano, llegando a la conclusión de que “en 1898, y desde entonces hasta nuestros días, el Gobierno estadounidense se atribuyó el derecho –e incluso la responsabilidad o “misión”– de exportar libertad al mundo entero. Tal vez lo más excepcional del imperialismo sea, entonces, que solo un estadounidense puede formular el imperialismo de este modo, y solo otro puede creerlo. En el resto del mundo ‘la dominación jamás es benigna’”.
En segundo lugar, se sitúa el artículo de Darío Martini, “Guerra filipino-estadounidense (1899-1902). Un ‘laboratorio de ensayo’ hegemónico”. En esta línea de análisis sobre el excepcionalismo y expansionismo norteamericano, el autor estudia la guerra hispano-cubano-estadounidense de 1898, donde España tuvo que abandonar sus demandas sobre Cuba, mientras que Filipinas, Guam y Puerto Rico fueron cedidas a la nueva potencia vencedora. Específicamente, Martini analiza el caso de Filipinas y aplica el concepto de “laboratorio de ensayo” de Alfred McCoy, tomando este ejemplo para explicar qué implicancias tuvo y cómo se desarrollaron estos métodos de dominación que luego fueron aplicados en diversos escenarios a nivel mundial y utilizados frente a la disidencia política en el escenario político doméstico. Tras la ocupación militar en Filipinas, Martini estudia de qué modo se dio la cooptación política, económica y cultural, asentada en una clase dirigente “amiga y dócil”. El autor concluye en que Estados Unidos enriqueció y perfeccionó las técnicas de dominación imperialista, colaborando activamente en la creación de un “estado policial” que aparece de manera recurrente a lo largo de toda la historia filipina reciente. Por último, lo interesante del abordaje del artículo radica en que incorpora el estudio de la resistencia filipina, primero encarnada en los nacionalistas filipinos, por medio del Katipunan, y luego en diversas guerrillas independentistas.
A continuación, la producción de Ariela Schnirmajer, “Las Escenas norteamericanas en la ‘era del imperio’ o la porosidad del pensamiento martiano”, en donde la autora analiza las publicaciones periodísticas de José Martí desde su exilio neoyorquino para diversos diarios de América Latina. Una ciudad, Nueva York, en pleno proceso de urbanización (1880-1895), fue el escenario para que el escritor cubano realizara Escenas norteamericanas. Allí quedó plasmada la gestación del nuevo orden imperial estadounidense. Schnirmajer se centra en el marco de las luchas obreras en Estados Unidos y de la crítica de José Martí al monopolio, a la ganancia desmedida y a los desajustes en la sociedad norteamericana –puntualmente del capital y el boicot–, y en la relación entre capital y trabajo durante las huelgas ferrocarrileras de 1886. La autora parte de la hipótesis de que las transformaciones del juicio crítico martiano respecto de los conflictos entre capital y trabajo entran en sintonía con los cambios en la representación caricaturesca efectuada por la revista Puck de los actores involucrados. Lo interesante del trabajo de Schnirmajer es cómo cruza diferentes estilos y formatos de textos o, como ella lo denomina, la “intertextualidad” entre los escritos de Martí con el fotoperiodismo de Jacob Riis, la tragedia shakespeariana y el realismo de Charles Dickens.
Cierra esta primera sección el artículo de Mariana Mastrángelo, “Carlos Pereyra y la interpretación latinoamericana de ‘El o Los mitos de Monroe’”, en el que la autora hace un recorrido por la vida y obra del escritor mexicano Carlos Pereyra. Particularmente, analiza la visión que el autor desarrolló del imperialismo norteamericano en su libro El mito de Monroe, escrito en el año 1914. En esta obra, el escritor se plantea ir derrumbando los distintos mitos y tabúes en torno a la doctrina Monroe, la cual para Pereyra no es doctrina, ya que “tiene la apariencia y la realidad de un tabú, es decir, de una prohibición esencialmente mágica”. De esta manera, en un libro estructurado en tres capítulos, se van derribando uno por uno los tabúes que el autor plantea, dando como ejemplos las distintas intervenciones de Estados Unidos en América Latina y el modo en que fue virando la ideología imperialista del “coloso americano” desde mediados de la década de 1880 hasta inicios del siglo XX. Lo interesante del análisis de la obra de Pereyra, que queda plasmado en este artículo, es el lugar que ocupó el escritor mexicano como protagonista contemporáneo de los hechos que narra, constituyéndose como uno de los ejemplos del antimperialismo surgido desde las entrañas de Latinoamérica.
¿Un imperialismo excepcional? Reflexiones sobre el excepcionalismo estadounidense a la luz de la guerra hispano-cubano-estadounidense (1898)
Malena López Palmero
La noción de excepcionalismo estadounidense, en tanto construcción histórica, es un tópico en constante discusión y de especial preocupación en la actualidad. Mientras se escriben estas líneas, otro ataque perpetrado por un ciudadano estadounidense, esta vez en Las Vegas, anota un lamentable récord en el ranking de tiroteos en ese país.3 El mundo se pregunta cómo puede ser posible una atrocidad semejante. Irónica o paradójicamente, esto ocurre en el país que “inventó” la libertad en 1776, junto con sus indisociables valores republicanos: la democracia, la igualdad y el individuo.
¿Puede pensarse como un condenable efecto de estos valores, siguiendo la metáfora de la espada de doble filo presentada por Seymour Martin Lipset? En su libro American exceptionalism. A double-edged sword, de 1996, este reconocido sociólogo y politólogo afirmaba que Estados Unidos seguía siendo cualitativamente diferente, un caso aparte, que no necesariamente era mejor, pero sí el país “más religioso, optimista, patriótico, orientado a la derecha e individualista”. Pero también el país con uno de los índices más altos de delito y de encarcelación, y definitivamente con el mayor índice de abogados per cápita del mundo, además de destacarse por “la desigualdad de los ingresos, los altos índices de delincuencia, los bajos niveles de participación electoral, y una poderosa tendencia a moralizar, que a veces es rayana a la intolerancia hacia las minorías políticas y étnicas” (2006: 15).
En la medida en que la noción de excepcionalismo constituye el argumento más importante en los debates sobre las identidades de los ciudadanos de Estados Unidos (Madsen, 1998: 1), ha sido utilizada para explicar fenómenos tan disímiles y complejos como la distinción de las tradiciones culturales, la evolución del movimiento obrero, las diferencias entre Estados Unidos y Europa y una peculiar política de bienestar social, entre otros. La noción cobró plena vigencia desde que Alexis de Tocqueville afirmase, a mediados de la década de 1830, que “la situación de los norteamericanos es, pues, enteramente excepcional”, a tal punto que “ningún pueblo democrático la alcanzará nunca” (1996: 416). La historiografía se ha detenido, en su mayor parte, en los aspectos que hacen a la construcción de la hegemonía en el interior del país, pero son escasos y relativamente recientes los análisis que articulan la noción de excepcionalismo con el imperialismo estadounidense.
La propuesta de este trabajo consiste precisamente en analizar el excepcionalismo en relación con lo que tradicionalmente se ha considerado el origen del imperialismo: la guerra hispano-cubano-estadounidense de 1898. Ello implica volver sobre la noción de excepcionalismo, en sus aspectos principales y en sus tratamientos historiográficos, para analizar la intervención militar de Estados Unidos en el Caribe a partir de la guerra en Cuba contra el dominio colonial español. Como resultado de la “espléndida guerrita”,4 Estados Unidos consiguió un dominio informal, aunque legal, sobre Cuba. Pero otras acciones militares paralelas en el Caribe y en el Pacífico dieron como resultado un dominio formal sobre otros territorios que habían pertenecido al ya extinto imperio español, como Puerto Rico y Filipinas, además de las islas del Pacífico Guam y Wake.5
La visión más extendida ha considerado a la guerra hispano-cubanoestadounidense como un punto de inflexión en materia de política exterior, argumentando que a partir de 1898 Estados Unidos abandonó su tradicional aislacionismo para intervenir activamente en territorios ajenos a sus fronteras nacionales, convirtiéndose así en una potencia internacional de la talla de los grandes poderes de Europa. Sin embargo, se ha insistido en distinguir a la política exterior estadounidense del colonialismo propio de Europa Occidental y del imperialismo de la Rusia autocrática. Muchas de las lecturas que admiten una nueva condición de tipo imperial para los Estados Unidos se esmeran por amortiguar su significado en términos morales. Ello se expresa en una fuerte tendencia, tal como señala Thomas Bender, que “estima que los acontecimientos de 1898 fueron una aberración, una desviación de la tradición norteamericana, impulsada por el deseo de participar en la carrera imperial europea de fines de siglo” (2011: 231).6
Bender reconoce que el imperialismo estadounidense de fines del siglo XIX se diferenció del colonialismo europeo en tanto se desechó la opción de un gobierno formal en favor de otros métodos más innovadores, como la figura jurídica del “territorio no incorporado” o mecanismos informales de dominio económico a través de inversiones y del control del comercio. Estas características son precisamente las señaladas por aquellos que han resaltado el carácter excepcional de la política exterior de los Estados Unidos, morigerando sus efectos más reprobables. La mayor parte de los estadounidenses, agrega Bender, “tiene reparos en reconocer el papel central que le correspondió al imperio en su historia, y mucho más en admitir que el imperio norteamericano fue uno entre muchos” (Ibíd.: 21). Al colonialismo europeo, los estadounidenses contraponen un tipo de imperio que, si se quiere, garantiza la apertura, mientras que los antiguos imperios insistían en la exclusividad (Ibíd.: 246).
Eric Foner, en su libro La historia de la libertad en EE.UU., ha visto las políticas de intervención de Estados Unidos en el exterior en términos de la expansión de la idea de libertad que fuera dominante en cada período histórico. Los proponentes de una política exterior imperial habrían adoptado un lenguaje de la libertad marcadamente racista. En sus palabras, “la triunfal irrupción de Estados Unidos en la escena mundial como poder imperial en la guerra hispano-estadounidense ligó aún más el nacionalismo y la libertad americana a las nociones de la superioridad anglosajona y desplazó, en parte, la anterior identificación de la nación con las instituciones políticas democráticas” (1998: 232). Más adelante se retomará el aspecto de las continuidades y rupturas que supuso el imperialismo de 1898. Basta destacar, por ahora, la propuesta de Foner para pensar otra posible condición excepcional del imperialismo vigente desde finales del siglo XIX: una creencia extendida y fuertemente arraigada en la conveniencia presuntamente ecuánime de exportar la libertad al resto del mundo.
La noción de excepcionalismo a través de la historiografía
La noción de excepcionalismo se remonta a los tiempos de la revolución de la independencia, como parte de un discurso de una elite que buscaba diferenciarse de la metrópoli, pero fue Alexis de Tocqueville el que le dio su impronta, todavía vigente, en su alabanza al sistema democrático estadounidense. El despliegue fenomenal de la democracia observado por Tocqueville se basaba en instituciones libres que se remontaban a la época colonial y en una participación política igualitaria, desprovista de “gérmenes” aristocráticos (lo cual entra en evidente contradicción con la situación del sur esclavista) que se sustentaba a la vez en condiciones materiales especialmente ventajosas: el acceso a tierras del Oeste y la ley de sucesión igualitaria que permitirían una cierta homogeneización económica y social entre los habitantes (1996: 67-71). En sus palabras, “Norteamérica presenta, pues, en su estado social, el más extraño fenómeno. Los hombres se muestran allí más iguales por su fortuna y por su inteligencia o, en otros términos, más igualmente fuertes que lo que lo son en ningún país del mundo, o que lo hayan sido en ningún siglo de que la historia guarde recuerdo” (Ibíd.: 72).