Anatomía de un imperio

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Esta última opción fue fuertemente rechazada por España, y en octubre de 1897 se firmó un acuerdo diplomático entre Estados Unidos y España que ponía en vigor el plan de autonomía para Cuba. El plan era una reforma que implicaba nada menos que una soberanía simbólica para los cubanos, mientras España mantenía su control económico y militar. El acuerdo fue, naturalmente, rechazado por los rebeldes cubanos, que insistían y seguían luchando por su independencia. Lo curioso es que el plan fue rechazado también por los “integristas”, criollos que apoyaban la causa colonial e incluso los métodos atroces para mantenerla, como los practicados por el jefe del ejército español, Valeriano Weyler.
Weyler, más conocido como “el carnicero”, había impuesto, desde su asunción como capitán general en febrero de 1896, la política de “reconcentración” de la población campesina en poblados militarizados, junto con sus caballos y recursos, con el objetivo de impedir su colaboración con los rebeldes. Se trató de verdaderos campos de concentración que diezmaron a la población local, por hambre y enfermedades, a la vez que causaron el deterioro de la agricultura. Un estudio de caso –la reconcentración en Güira de Melena, a unos cuarenta kilómetros al sureste de La Habana– demuestra un aumento de enfermedades digestivas y respiratorias, producto del hacinamiento las primeras y de la deficiente nutrición las segundas. La fiebre amarilla y la malaria se dispararon, debido a que los fosos defensivos construidos por los españoles se convirtieron en letales criaderos de mosquitos (Pérez Guzmán, 1998: 284).20
El plan de autonomía entró en vigor el 1 de enero de 1898. España destituyó a Weyler e implementó un plan de ayuda a las poblaciones reconcentradas –que incluyó el envío de alimentos desde Estados Unidos–, pero los efectos fueron irrelevantes. La tasa de mortalidad se volvió a elevar cuando Estados Unidos declaró la guerra a España y ejecutó el bloqueo naval, el 22 de abril de 1898. La escasez de alimentos que produjo el bloqueo “suprimió las diferencias de condiciones de vida entre reconcentrados y gran parte del resto de la población”, y predominó la deficiencia nutricional como causante de muerte (Ibíd.: 287).21
Volviendo a la cuestión de la autonomía, resulta curioso que fuese la oposición de los “integristas”, y no la lucha independentista de los cubanos, lo que terminó por decidir una participación directa de los Estados Unidos en Cuba. El cónsul estadounidense en Cuba, Fitzhugh Lee, reportó a McKinley las pocas posibilidades de éxito que tenía el plan de reforma, no solo porque no resolvía la crisis de hambre entre los reconcentrados, sino también porque la resistencia ya sumaba a oficiales del ejército y a burócratas de esta nueva modalidad de gobierno español. Ello convenció a McKinley para que enviase a La Habana el buque de guerra Maine con el objetivo de proteger “las vidas y propiedades estadounidenses”,22 mientras el Departamento de Marina reclutaba hombres. El 12 de enero, un motín antiautonomista en La Habana, por el que se atacaron las sedes de tres periódicos autonomistas al grito de “Viva Weyler”, fue rápidamente sofocado.
El episodio sirvió de justificación para el arribo del Maine, el cual fondeó en La Habana unos pocos días después. El 15 de febrero de 1898 el Maine explotó, causando la muerte de doscientos sesenta y seis oficiales y otros heridos, sobre un total de trescientos cincuenta y cuatro a bordo (Trask, 1981: XII). La explosión del Maine aceleró la decisión de McKinley de intervenir en Cuba, a pesar de que no se había comprobado (y nunca se hizo) que se hubiera debido a una mina submarina instalada por los españoles.23 Primero se logró la aprobación de un presupuesto de cincuenta millones para gastos de defensa a principios de marzo. Pese a que España, muy debilitada por el costo de la guerra que libraba en dos frentes, Cuba y Filipinas, anunció por vía diplomática una posible rendición, no se hizo nada por frenar la guerra dado que toda su maquinaria intelectual, política y militar ya estaba en pleno funcionamiento. McKinley envió su mensaje de guerra al Congreso el 11 de abril. El 22 anunció el bloqueo a Cuba, lo cual es considerado un acto de guerra según el derecho internacional, provocando la declaración de guerra por parte de España el 24 de abril. Al día siguiente hizo lo propio el Congreso estadounidense, pero con fecha retroactiva al 21 de abril de 1898 (Tindall y Shi, 1989: 579). La declaración de guerra fue posible tras conceder a los antimperialistas (demócratas) del Congreso la promulgación de la Enmienda Teller, del 19 de abril.
La Enmienda Teller fue un conjunto de cuatro resoluciones por las que Estados Unidos declaraba: 1) el reconocimiento de la libertad e independencia del pueblo de Cuba; 2) la exigencia a España de que renunciase a toda autoridad en la isla y retirase sus fuerzas; 3) la autorización para desplegar las fuerzas militares estadounidenses con el propósito de llevar adelante estas resoluciones. La última resolución de la Enmienda Teller comprometía expresamente a Estados Unidos a no anexionarse Cuba: 4) “Estados Unidos declaran en esta que no tienen ninguna disposición ni intención de ejercer soberanía, jurisdicción o fiscalización sobre dicha isla, excepto para la pacificación de la misma; y afirman su determinación, cuando ella se haya realizado, de entregar el gobierno y el dominio de la isla a su pueblo” (Brockway, 1958: 61).
La prensa estadounidense fue un medio de presión para lograr el ingreso de Estados Unidos en la guerra. Se destacaron el New York Journal, de William Randolph Hearst (inmortalizado como el ciudadano Kane en la película de Orson Welles de 1941), y su rival, el New York World, de Joseph Pullitzer. Ambos coincidían en sus editoriales “amarillas”, dedicadas a denunciar las atrocidades de los españoles en Cuba. Como ya se ha visto, la aparente “neutralidad” que atacaban los periódicos era en la práctica falaz, porque Estados Unidos hizo intervenciones diplomáticas, administrativas (las requisas para prevenir abastecimiento a los insurrectos) e incluso militares, con el envío del Maine, mucho antes de declarar la guerra. La importancia de la prensa fue más bien exagerada por historiadores que negaron las razones imperialistas de la guerra y propusieron, en cambio, verla como el resultado de una histeria de masas producida por la propaganda de la prensa amarilla.24
La “espléndida guerrita” en Cuba tuvo un bajo saldo de víctimas estadounidenses25 y duró menos de cuatro meses desde la declaración de guerra, a fines de abril, hasta la firma del armisticio, el 12 de agosto. El desembarco de las fuerzas estadounidenses (compuestas por diecisiete mil hombres al mando de William R. Shafter)26 en el suroeste de Santiago de Cuba, el 22 de junio, dio inicio a unos enfrentamientos que se concentrarían en esta región oriental de la isla y que dieron como resultado avances rápidos sobre posiciones españolas en Las Guásimas (24 de junio), El Caney y el cerro de San Juan (ambas el 1 de julio). Con estas victorias y un golpe efectivo a la armada española el 3 de julio, se logró la rendición de Santiago de Cuba el 16 de julio. Diez días más tarde, Estados Unidos invadía Puerto Rico a un costo imperceptible.
El Ejército de Liberación cubano había cumplido un rol fundamental en la defensa de las cabezas de playa (Daiquiri y Siboney), con cinco mil hombres formando un anillo entre los españoles y el ejército expedicionario (Foner, 1972, vol. 2: 23). También fue decisiva la participación militar de los mambises, como se llamaba a los integrantes del Ejército de Liberación cubano, con Calixto García y Máximo Gómez como sus principales figuras en 1898. Los mambises colaboraron con la toma de El Caney y el cerro de San Juan, y también impidieron el arribo de refuerzos españoles a Santiago de Cuba.
Sin embargo, los militares estadounidenses obraron deliberadamente en la construcción de una ausencia cubana, siguiendo la perspicaz interpretación de Louis Pérez (1998: 76-95). El general Shafter tomó decisiones inconsultas durante el curso de los sesenta días que duró el enfrentamiento contra los españoles, apartando intencionalmente a los cubanos de las acciones militares y falseando los hechos por la “repugnancia de los norteamericanos por compartir el honor de la victoria con los cubanos” (Foner, 1972, vol. 2: 29). Los Rough Riders, el cuerpo de infantería compuesto por voluntarios y comandado por los coroneles Leonard Wood y Theodore Roosevelt, se lanzaron a su “pequeña guerra independiente” (Ibíd.: 27). Los reportes de los estadounidenses demostraban un profundo desprecio racial contra los cubanos, a los que en el mejor de los casos se los vio como indolentes, mientras se exaltaba el valor de los estadounidenses. Shafter impidió que los cubanos participaran de las discusiones encaminadas a conseguir la rendición de Santiago, como así también de las ceremonias que oficializaron la rendición. Incluso les prohibió que entrasen en Santiago, so pretexto de evitar posibles saqueos, “y como un último insulto informó a García que todas las autoridades civiles españolas continuarían al frente de sus cargos municipales hasta que pareciera conveniente sustituirles por otros” (Ibíd.: 37).
El 10 de diciembre de 1898, los Estados Unidos y España suscribieron al Tratado de París, no sin antes desencadenar una profunda agitación en el Senado de Estados Unidos, con fuerte resonancia en la opinión pública, respecto de los términos de la paz. Si Cuba no era susceptible de anexión, a causa de la Enmienda Teller, sí lo era Filipinas. Un importante movimiento antimperialista que aglutinó trasversalmente a la sociedad estadounidense denunció la intervención estadounidense en el archipiélago y los métodos atroces por los que se aniquiló a la población local (y que fueran comparados con las carnicerías de Weyler en Cuba).27 Los antimperialistas condenaban la anexión, mientras que un poderoso grupo que representaba intereses económicos, políticos, militares y religiosos estaba a su favor. Sea por los beneficios económicos que traerían los nuevos mercados de Oriente, por una mayor presencia política y militar del país o por la propagación de misiones religiosas, los imperialistas impusieron sus condiciones. El Tratado de París concluyó con la posesión para Estados Unidos de Puerto Rico, la isla de Guam y Filipinas (por las que se pagó una compensación de veinte millones de dólares) bajo la fórmula legal de “territorios no incorporados”.
La ocupación militar estadounidense en Cuba
Que la Paz de París desmanteló el imperio español y abrió paso a un imperialismo de nuevo tipo quedó demostrado cabalmente en el caso de Cuba, que pasó a ser, sin solución de continuidad, una suerte de protectorado estadounidense. Los dirigentes de la revolución disolvieron la Junta de Gobierno revolucionaria –bajo la presidencia de Bartolomé Masó– en favor de una Asamblea, a modo de gobierno provisional. A principios de diciembre de 1898, mientras los diplomáticos estadounidenses y españoles (no así cubanos, que fueron excluidos) deliberaban los términos de la paz en París, una comisión de la Asamblea cubana en Washington, encabezada por Calixto García, negociaba una insuficiente suma (tres millones de dólares) para licenciar a las tropas rebeldes. Dado que al finalizar la guerra los estadounidenses habían acaparado la recaudación de las rentas, los cubanos no dispusieron de sus propios recursos para poder pagar a los soldados que habían luchado desde 1895, por lo que la “ayuda” de Washington se volvió inevitable.
De esa manera resolvieron disolver un ejército que los estadounidenses veían como amenazante para sus propios intereses en la isla. Más allá de que hubo posiciones más conciliadoras dentro de la comisión cubana, fue vehemente su reclamo por la independencia cubana, al tiempo que en el Senado hasta los “antimperialistas” rechazaban su autodeterminación.28 Una rápida pulmonía acabó con la vida de Calixto García en Washington el 11 de diciembre, y con él cesaron los reclamos de los cubanos por su independencia. La comisión se retiró y unos días más tarde se disolvió el Partido Revolucionario Cubano por decisión de su jefe, Tomás Estrada Palma. También se cortaron los lazos con los clubes revolucionarios de Tampa y Key West. De este modo se separaron los elementos más radicales de la lucha cubana, debilitando la unidad revolucionaria “en el momento en que era más necesaria” (Foner, 1972, vol. 2: 82).
De esta manera se dio paso a la ocupación militar estadounidense en Cuba, que reemplazó inmediatamente a los españoles a partir de su retiro definitivo, fechado el 1 de enero de 1899. Se reforzó al ejército con el envío de nuevos contingentes de soldados y oficiales,29 y se designó como gobernador militar al comandante general John R. Brooke, quien tendría a su cargo los poderes civiles y militares del Gobierno de Ocupación. La mayor parte de la renta cubana, proveniente de las tarifas al comercio exterior, pasó a control estadounidense. Pero quizá el mayor logro fue, como apunta Philip S. Foner, la liquidación del Ejército cubano y el debilitamiento de la Asamblea cubana, tras conseguir la adhesión de su dirigente Máximo Gómez al plan de ocupación. Brooke dispuso decretos para prohibir ciertos hábitos, como los juegos de azar, y dio prioridad al inglés en las escuelas. También se replicaron ciertas prácticas estadounidenses de segregacionismo racial en lugares públicos y se impuso la censura de la prensa en Santiago y La Habana (Ibíd.: 113-135). En diciembre de 1899, Brooke fue depuesto en favor del todavía más firme general Leonard Wood.30
Durante la ocupación, pero especialmente bajo la gobernación de Wood, la penetración de los capitales estadounidenses en Cuba fue fenomenal, incluso contradiciendo una resolución sancionada por el Senado, la Enmienda Foraker, de enero de 1900. La Enmienda Foraker prohibía la concesión de contratos o franquicias de cualquier tipo mientras durase la ocupación. Pero las autoridades militares la evadían con distintas argucias,31 lo cual permitió que los capitales estadounidenses se concentraran en la inversión ferroviaria. La Cuba Company, por ejemplo, construyó una red ferroviaria entre La Habana y Santiago de Cuba tras acceder preferencialmente a la compra de tres veces más de la cantidad de tierra que se necesitaba para el proyecto. La minería tuvo un enorme desarrollo con la concesión de doscientas dieciocho licencias de explotación otorgadas por Wood, la mayoría de ellas a inversores estadounidenses que estaban exentos del pago de impuestos. De los cien millones de dólares que se invirtieron en la isla durante la ocupación, cuarenta y cinco estaban destinados a la producción de tabaco y veinticinco a la de azúcar. También tuvo un desarrollo notable la producción frutícola; solo en el año 1900 la United Fruit Company compró treinta y seis mil hectáreas de tierra (Thomas, 2013: 331-336).
Los beneficios económicos que los grupos más concentrados del capital estadounidense extraían de sus inversiones en Cuba, junto con la pretensión del Gobierno de instalar allí una base militar permanente, reavivaron la presión de los imperialistas, con sus representantes en el Congreso, para anexar la isla. La reacción no se hizo esperar entre los antimperialistas, pero mucho menos entre los cubanos, cuya Convención Constituyente sesionaba desde principios de noviembre de 1900. La Constitución de la República de Cuba fue aprobada el 11 de febrero de 1901, allanando el camino para una soberanía totalmente independiente de los Estados Unidos. El retiro de las fuerzas de ocupación era tan inminente como resistido desde Washington.
La solución para extender la soberanía estadounidense sobre Cuba, sin perjuicio de la Enmienda Teller, fue provista por el senador republicano Orville H. Platt. Firmada por el Congreso en marzo de 1901, la denominada Enmienda Platt admitía la conformación de un gobierno independiente de Cuba, habida cuenta de que la Constitución había sido sancionada un mes antes. Pero Platt expuso los siguientes condicionamientos:
Art. 1. Que el Gobierno de Cuba nunca debe concretar pacto alguno u otro convenio con ninguna potencia o potencias extranjeras que dañen o tiendan a dañar la independencia de Cuba […].
Art. 2. Que el Gobierno de Cuba no deberá asumir ni contratar deuda pública alguna para pagar los intereses de la ya existente […].
Art. 3. El Gobierno de Cuba consiente en que los Estados Unidos puedan ejercer el derecho de intervenir para preservar la independencia cubana, el mantenimiento de un gobierno apto para la protección de la vida, la propiedad y la libertad individual […].
Art. 6. La Isla de Pinos será omitida de los límites de Cuba especificados en la Constitución […].
Art. 7. […] El Gobierno de Cuba deberá vender o arrendar a los Estados Unidos las tierras necesarias para establecer estaciones navales o carboneras en ciertos puntos específicos […]. (Núñez García y Zermeño Padilla (eds.), 1988, vol. 5: 333-334)
El Gobierno de los Estados Unidos presionó para que la Enmienda Platt fuese incorporada a la Constitución cubana. De este modo, tomaba la cesión de la soberanía cubana al Gobierno de Estados Unidos como un requisito ineludible para dar fin a la ocupación militar. La Convención rechazó la Enmienda, en medio de una “tormenta de protesta y descontento que se extendía por Cuba” (Foner, 1972, vol. 2: 308), e intentó por todos los medios institucionales, comisiones en Washington mediante, revertir sus términos. Sin obtener resultado alguno, y tras ásperas deliberaciones, la Convención aprobó la incorporación de la Enmienda Platt por dieciséis votos contra once el 28 de mayo de 1901 (para entrar en vigor a partir del 12 de junio de ese año). Al terminar la sesión, José Lacret Morlot, representante de la Convención y ex general del Ejército de Liberación, exclamó: “Tres fechas tiene Cuba. El 10 de octubre de 1868 aprendimos a morir por la patria. El 24 de febrero de 1895 aprendimos a morir por la independencia. Hoy, 28 de mayo de 1901, día para mí de luto, nos hemos esclavizado para siempre con férreas y gruesas cadenas” (Pichardo, 1969, t. 2: 122).
La República de Cuba –con su primer presidente, Tomás Estrada Palma (1902-1906)– asistió a un aluvión de inversiones en tierras y a la aplicación de tarifas preferenciales para el azúcar cubano y la importación de manufacturas. A pesar de que la política del buen vecino de Franklin Roosevelt llevó a la disolución de la Enmienda Platt en 1934, se mantuvieron las cadenas de una economía dirigida por capitales estadounidenses y una soberanía limitada según las prerrogativas de Washington hasta 1959. La base militar de Guantánamo puede verse como vestigio de la dominación neocolonial de Estados Unidos en Cuba y símbolo de su poder imperial de más largo alcance.
A modo de conclusión
La guerra hispano-cubano-estadounidense y su desenlace de intervención retratan el funcionamiento del imperialismo estadounidense desde finales del siglo XIX. Un imperialismo formulado, paradójicamente, con premisas antimperialistas. El ingreso de Estados Unidos en la guerra que los cubanos venían manteniendo desde 1895 contra el dominio colonial español se justificó en nombre de la libertad. La sistemática negación de la autodeterminación del pueblo cubano se plasmó a nivel diplomático, excluyendo su participación del Tratado de París, y a nivel político, impidiendo el ejercicio de su soberanía a través de la ocupación militar primero y de la imposición de la Enmienda Platt después. No faltaron los argumentos racistas que adujeron no solo una supuesta incompetencia de los cubanos para autogobernarse sino también la inminente peligrosidad de una sociedad compuesta por gran cantidad de población afrodescendiente. La “espléndida guerrita” produjo espectaculares beneficios económicos con la afluencia de inversiones y el control de los mercados de importación y exportación. La Enmienda Platt además concedió al “bando vencedor” bases militares que serían cabeza de puente para posteriores intervenciones en el Caribe, como las que Theodore Roosevelt ejecutaría desde los primeros años del siglo XX bajo la modalidad del “gran garrote”.
Una vez más, ¿qué tuvo de excepcional el imperialismo estadounidense inaugurado en 1898 a partir de la guerra hispano-cubano-estadounidense? A juzgar por los resultados, ubicó a Estados Unidos como potencia mundial, a partir de la obtención de nuevos mercados para mercaderías y finanzas que sirvieran como válvula de escape del capitalismo monopólico ante las recurrentes crisis de sobreproducción. También Estados Unidos se convirtió en árbitro necesario de la diplomacia mundial, y su ejército en gendarme de sus intereses económicos. No habría nada excepcional en este punto.
Tampoco resulta excepcional si se tiene en cuenta la continuidad de la dinámica expansionista de un estado que, una vez cerrada la frontera interna en la década de 1890, volvió su mirada hacia la frontera externa. Esto fue señalado por Thomas R. Hietala, quien ubica el origen del expansionismo en la era jacksoniana, cuando los sectores dirigentes creían que los Estados Unidos podrían expandirse rápidamente sin caer en las prácticas que habían debilitado a los imperios tradicionales (1985: 177). Por su parte, Philip S. Foner interpretó la continuidad del expansionismo estadounidense de fines del siglo XIX del siguiente modo: “Con la guerra con España, las fuerzas en desarrollo del imperialismo norteamericano maduraron. El ‘nacimiento’ fue, así, el producto de un largo período de gestación” (1972, vol. 1: 11).
El carácter excepcional, para Hietala, radica precisamente en una expansión que es entendida, justificada y estimulada por la contraposición con el modelo imperialista europeo: “Al atacar el engrandecimiento europeo y diferenciarlo del propio, los estadounidenses basaron su fuerte sentido de excepcionalismo y lo combinaron con una definición de su carácter nacional cada vez más estridente y chauvinista” (1985: 177). Lo excepcional encuentra su fundamento, pues, en el terreno de la ideología. En la construcción de un consenso sobre la supuesta superioridad moral de los Estados Unidos a partir de sus valores republicanos fundamentales: la democracia y el despliegue inusitado de la libertad individual. Una libertad cuya expresión más inquietante es, en nuestros días, la vigencia de la segunda enmienda de la Constitución estadounidense sobre “el derecho del pueblo a tener y portar armas” (Boorstin, 1997: 135).
La historiografía conservadora, a través de la escuela patriótica y la escuela del consenso, ha encumbrado la noción de excepcionalismo, colaborando así con la construcción de una identidad nacional cuyos valores se han pretendido universalizar.
Thomas Bender, desde una perspectiva global y crítica del excepcionalismo, destacó su dimensión moral, entendida como una elevada conciencia del bien y del mal, pero a la vez elástica, adaptable, pragmática (2011: 201). También Eric Foner identificó en clave crítica la cualidad excepcional del imperialismo estadounidense: una pretendida potestad de exportar la libertad, recurriendo a prácticas de intervención militares que precisamente niegan la libertad en toda la amplitud del término, sin siquiera “sentir conciencia alguna de contradicción por ello” (1998: 232).
Tal como ha quedado demostrado para el caso de la guerra hispano-cubanoestadounidense, la intervención de los Estados Unidos en la guerra por la libertad de los cubanos terminó por enajenarla por completo. Ello se hizo acudiendo a recursos legales tales como la Enmienda Platt, que rompió con los tradicionales métodos imperialistas de control directo de las poblaciones sometidas. Con todo, los estadounidenses experimentaron esa suerte de dominio durante la ocupación militar entre 1898 y 1902 y se valieron, como sus correligionarios europeos, de una retórica xenófoba para la construcción del consenso imperialista. En 1898, y desde entonces hasta nuestros días, el Gobierno estadounidense se atribuyó el derecho –e incluso la responsabilidad o “misión”– de exportar libertad al mundo entero. Tal vez lo más excepcional del imperialismo sea, entonces, que solo un estadounidense puede formular el imperialismo de este modo, y solo otro puede creerlo. En el resto del mundo “la dominación jamás es benigna” (Pozzi, 2009: 83).
Bibliografía
Abarca, M. G. (2009). El “Destino Manifiesto” y la construcción de una nación continental, 1820-1865. En Pozzi, P. y Nigra, F. (comps.). Invasiones bárbaras en la historia contemporánea de los Estados Unidos. Buenos Aires, Maipue.