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[El concepto y el ser-otro del concepto; la idea de verdad en Kant; sobre el juicio como lugar de la verdad]
En cuanto aquí es por de pronto la lógica y no la ciencia en general aquello de cuya relación con la verdad estamos hablando, hay que conceder además que la lógica, en cuanto ciencia formal, no puede ni debe contener tampoco aquella realidad que es el contenido de las ulteriores partes de la filosofía, es decir, de la ciencia de la naturaleza y de la ciencia del espíritu. Estas ciencias concretas entran en una forma más real de la Idea que la lógica, pero no en el sentido de que esas ciencias se vuelvan otra vez a aquella realidad que la conciencia elevada sobre su fenómeno, elevada a ciencia, ha abandonado ya, o que retornen también al empleo de formas como son las categorías o las determinaciones de la reflexión o conceptos de reflexión cuya finitud y no verdad se ha expuesto en la lógica. La lógica muestra más bien la elevación de la Idea hasta el nivel desde el que ella se convierte en la creación de la naturaleza y pasa a cobrar la forma de una inmediatez concreta y cuyo concepto, empero, vuelve a quebrar también esta figura [la figura o forma que la naturaleza representa] a fin de devenir y llegar ella a sí misma como espíritu concreto. Frente a estas ciencias concretas, pero que tienen o conservan lo lógico, o que tienen y conservan el concepto como su hacedor y artista interno al igual que lo habían tenido [en la lógica] como el hacedor que prepara y anuncia ese su hacer posterior, la lógica misma es sin duda la ciencia formal, pero es la ciencia de la forma absoluta, que es en sí totalidad y contiene la pura idea de la verdad misma. Esta forma absoluta tiene en ella misma su contenido y su realidad; el concepto, al no ser la identidad trivial y vacía, tiene en el momento de su negatividad o del determinar absoluto las distintas determinaciones; el contenido no es otra cosa que tales determinaciones de la forma absoluta: el contenido puesto por esa forma misma y, por ende, el contenido que es adecuado a esa forma. Por tanto, esta forma es también de naturaleza muy distinta a como habitualmente se suele tomar la forma lógica. Esta forma es ya por sí misma la verdad al ser ese contenido adecuado a su forma y al ser esta realidad adecuada a su concepto; y esa forma es la verdad pura porque las determinaciones de ese contenido [o del concepto] no tienen todavía la forma de un ser-otro absoluto o de la inmediatez absoluta [como la tendrán en la filosofía de la naturaleza]. Cuando, en relación con la lógica (Crítica de la razón pura, p. 83), Kant pasa a abordar la vieja y famosa pregunta de qué es la verdad, empieza regalando como algo trivial la definición nominal de que la verdad es la correspondencia del conocimiento con su objeto, una definición que es de gran valor e incluso de altísimo valor. Y si repara uno en ella a propósito del teorema básico del idealismo trascendental, según el cual el conocimiento de la razón no es capaz de aprehender las cosas en sí y que la realidad queda absolutamente fuera del concepto, enseguida se pone de manifiesto que el que tal razón no sea capaz de ponerse en concordancia con su objeto, las cosas en sí, el que éstas no estén en concordancia con el concepto de la razón, el que concepto no esté en concordancia con la realidad y el que ésta no esté en concordancia con el concepto, todo ello son representaciones no verdaderas. Si Kant no se hubiera atenido a esa definición de la verdad, no hubiera tratado como una quimera esa idea del entendimiento intuyente, que lo único que expresa es la correspondencia exigida, sino que la hubiera tratado como una verdad:
Aquello que se exige saber es un criterio universal y seguro de la verdad de todo conocimiento; y sería un criterio que valiese para todos los conocimientos, sin diferencia de sus objetos; pero como para tal criterio se abstrae de todo contenido del conocimiento (relación del conocimiento con su objeto) y la verdad se refiere precisamente a ese contenido, sería totalmente imposible y absurdo preguntar por una característica de la verdad de ese contenido del conocimiento.
Aquí queda expresada con mucha exactitud la representación que habitualmente se tiene de la función formal de la lógica; y el razonamiento tiene la apariencia de ser muy convincente. Pero hay que notar ante todo que a este tipo de razonamientos formales les sucede habitualmente que, al hablar, se olvidan de la cosa que el razonamiento se ha puesto por base y de la que el razonamiento habla. Sería absurdo, dice ese razonamiento, preguntar por un criterio de la verdad del contenido del conocimiento, pero conforme a la definición no es el contenido lo que constituye la verdad, sino la concordancia de ese contenido con el concepto. Un contenido, tal como se habla aquí de él, un contenido sin concepto, es algo carente a su vez de concepto y, por ende, carente de esencia; y, ciertamente, no puede preguntarse por el criterio de la verdad de tal contenido, pero por la razón opuesta, a saber: porque tal contenido, a causa de su carencia de concepto, no es la concordancia exigida, sino que no puede ser otra cosa que algo perteneciente a la opinión carente de verdad. Pero si dejamos de lado la mención del contenido, que es la que causa aquí la confusión en la que el formalismo, sin embargo, cae una y otra vez y la que le hace decir lo contrario de aquello que quiere decir cada vez que se pone a dar explicaciones, y si nos quedamos con la idea abstracta de que lo lógico es solamente formal y abstrae más bien de todo contenido, entonces tenemos un conocimiento unilateral que no habría de contener objeto alguno; tenemos una forma vacía, carente de determinaciones, que ni es concordancia, ya que ésta implica esencialmente dos elementos, ni tampoco es verdad. En la síntesis apriórica del concepto, Kant tenía un principio superior en el que podía reconocer la dualidad en la unidad y, con ello, lo que se requiere para la verdad; pero el material sensible, lo diverso de la intuición, le era demasiado poderoso como para, saliendo de ello, poder arribar a una consideración del concepto y de las categorías en y de por sí y a una filosofía especulativa.
Siendo la lógica la ciencia de la forma absoluta, resulta que esto formal, para poder ser verdadero, tiene que poseer un contenido que sea adecuado a su forma y ello tanto más cuanto que lo formal lógico ha de ser la forma pura. Esto formal tiene que pensarse, por consiguiente, como siendo dentro de sí más rico en determinaciones y contenido y como siendo de una eficacia infinitamente mayor sobre lo concreto que lo que comúnmente suele suponerse. Las leyes lógicas (dejando de lado lo que les es heterogéneo, es decir, la lógica aplicada y el resto del material psicológico y antropológico) se reducen habitualmente, fuera del principio de contradicción, a unos escasos principios que conciernen a la conversión de los juicios y a la formas de los silogismos. Así, por ejemplo, la forma del juicio positivo se tiene por algo que en sí es totalmente correcto y cuya verdad sólo depende, por tanto, del contenido. La cuestión de si esta forma es en y de por sí una forma de la verdad, la cuestión de si el principio que esa forma expresa de que lo singular es un universal no es en sí mismo dialéctico, son cuestiones y averiguaciones en las que no se piensa. Se considera lisa y llanamente que ese juicio es de por sí capaz de contener verdad y que ese principio que este juicio positivo expresa es un principio verdadero, aunque inmediatamente salta a la vista que a ese juicio le falta lo que la definición de la verdad exige, a saber: la concordancia del concepto y su objeto; si tomamos el predicado del juicio, que en este juicio es lo universal, como el concepto, y si tomamos el sujeto, que es lo singular, como el objeto, se ve que el uno no concuerda con el otro. Y si el universal abstracto que es el predicado no constituye todavía un concepto, pues al concepto pertenecen sin duda más ingredientes, e igualmente el sujeto es todavía poco más que un sujeto gramatical, ¿cómo puede ese juicio contener verdad si su concepto y objeto no concuerdan, o si a ese juicio le falta por entero el concepto o incluso si carece por completo de objeto? Por tanto, el querer aprehender la verdad en formas tales como el juicio positivo y el juicio en general es, más bien, lo imposible y lo absurdo. Así como la filosofía kantiana no consideró las categorías en y de por sí, sino que, en razón (una razón bastante mala, por cierto) de que las categorías son formas subjetivas de la autoconciencia, las declaró determinaciones finitas que no son capaces de contener la verdad, aún menos sometió a examen las formas del concepto que constituyen el contenido de la lógica corriente; antes bien, tomó una parte de ellas, a saber, las funciones de los juicios, para la determinación de las categorías, y las dio por presuposiciones válidas. Pero si en las formas lógicas no ha de verse tampoco otra cosa que funciones formales del pensamiento, ya por eso serían dignas de que se las investigase en lo que respecta a en qué sentido se corresponden de por sí con la verdad. Una lógica que no hace este trabajo sólo puede pretender a lo sumo tener el valor de una descripción de los fenómenos del pensamiento hecha en forma de una historia natural. Es un infinito mérito de Aristóteles, un mérito que ha de llenarnos de suprema admiración por la fuerza de esa mente, el haber sido el primero en emprender esa descripción. Pero es menester ir más allá para conocer en parte la conexión sistemática de las formas y en parte el valor de esas formas.
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LO ABSOLUTO PENSADO COMO SUJETO Y LA TRADICIÓN ONTOLÓGICA ORIENTAL Y OCCIDENTAL (LIBRO I, DOCTRINA DEL SER: SECCIÓN PRIMERA, CAPÍTULO PRIMERO)
[El ser, la nada y el devenir; la mismidad del ser y de la nada como lo subyacente al carácter absoluto del concepto, es decir, a la unidad del concepto y su ser-otro]
El ser. Ser, puro ser, sin ninguna determinación más. En su inmediatez indeterminada el ser solamente es igual a sí mismo y tampoco es desigual respecto a otro, no tiene ninguna diversidad dentro de sí ni tampoco hacia afuera. Cualquier determinación o contenido que se distinguiese en él o mediante el que quedase puesto como diverso de otro no captaría el ser en su pureza. El ser es la pura indeterminidad y el puro vacío. En él nada hay que intuir, si es que aquí se puede hablar de intuir; o lo que es lo mismo: el ser es sólo este intuir mismo, puro, vacío. Y en él tampoco hay nada que pensar; o lo que es lo mismo: el ser es igualmente sólo este pensar vacío. El ser, lo inmediato indeterminado, es, en realidad, nada, ni más ni menos que nada.
La nada. Nada, la pura nada; la nada es igualdad simple consigo misma, completa vacuidad, completa carencia de determinación y de contenido; completa carencia de diversidad en ella misma. En cuanto aquí puede hacerse mención del intuir o del pensar, hay una diferencia en que se intuya o se piense algo y que no se intuya ni se piense nada. No intuir nada o no pensar nada tiene un significado [el opuesto al intuir o pensar algo]; ambos significados se distinguen y entonces [el segundo significado es] que lo que es (lo que existe) o lo que hay en nuestra intuición o en nuestro pensamiento es nada; o, mejor dicho, esa nada es la intuición vacía o el pensamiento vacío mismo, es el mismo vacío intuir y vacío pensar que el puro ser. Por eso, la nada es la misma determinación o, más bien, carencia de determinación y, por tanto, lo mismo que lo que es el puro ser.
El devenir. El puro ser y la pura nada son, pues, lo mismo. Lo que la verdad es [lo que es verdad] no es ni el ser ni tampoco la nada, sino que el ser pasa a convertirse en la nada y la nada pasa a convertirse en el ser, pero no es que pase a convertirse, sino que ha pasado [ya] a convertirse [nicht übergeht, sondern übergegangen ist]. Del mismo modo, la verdad no es que sean indistintos, sino que no son lo mismo, que son absolutamente diversos; mas tampoco están separados ni son separables, puesto que inmediatamente cada uno de ellos desaparece en su contrario. La verdad de ellos es este movimiento del inmediato desaparecer del uno en el otro, es decir, el devenir, un movimiento en el que ambos son distintos, pero mediante una diferencia que asimismo se ha disuelto inmediatamente a sí misma.
[Parménides y Heráclito]
Fueron los eleatas, sobre todo Parménides, los primeros en expresar la idea del puro ser como lo Absoluto, como la única verdad; en los fragmentos que nos quedan de Parménides, ello sucede con el entusiasmo del pensamiento que por primera vez se aprehende en su abstracción absoluta: el ser es y la nada no es en absoluto. Como es sabido, en los sistemas filosóficos orientales, esencialmente en el budismo, la nada es el vacío, el principio absoluto. El profundo Heráclito levantó contra aquella abstracción simple y unilateral el concepto superior de devenir, un concepto total, y dijo: el ser está tan lejos de ser como la nada; o también: todo fluye, es decir, todo es devenir. Las sentencias populares, sobre todo las orientales, de que todo tiene en su nacimiento mismo el germen de su perecer y que, al revés, la muerte es el ingreso en una nueva vida, expresan esta misma unión del ser y la nada. Pero estas expresiones cuentan con un sustrato en el que tendría lugar el tránsito [Übergehen]; ser y nada se mantienen separados en el tiempo y se los representa como alternándose en el tiempo, pero en su abstracción y no, por tanto, de manera que ambos sean en y de por sí lo mismo.
[Metafísica griega y cristianismo]
«Ex nihilo nihil fit» es uno de los principios a los que se atribuyó mayor importancia en la metafísica. Y lo que hay que ver en ese principio es o bien una tautología carente de todo contenido, la nada es nada; o bien, si en ese principio el devenir hubiera de tener significado real, resulta más bien que, si de la nada no se sigue nada, conforme a ese principio no puede haber devenir alguno porque la nada, conforme a ese principio, siempre seguirá siendo nada. El devenir implica que la nada no se queda en nada, sino que la nada pasa a convertirse en su otro, en el ser. Cuando la ulterior metafísica, sobre todo la cristiana, rechazó el principio de que de la nada no deviene nada, estaba afirmando un tránsito de la nada al ser; por sintético que fuese el modo como esa metafísica se tomó ese principio, o aunque se lo tomase en términos meramente representativos, en esa unión de ser y nada, por muy imperfecta que aún pueda ser, hay un punto en el que el ser y la nada se encuentran, en el que su diferencia desaparece. El principio «De la nada nada se sigue, nada es justamente nada» cobra su importancia propiamente dicha por su oposición al devenir en general y con ello también por su oposición a la creación del mundo a partir de la nada. Aquellos que afirman el principio «La nada es justamente nada», y que incluso se apasionan al hacerlo, no se dan cuenta de que se están comprometiendo con el panteísmo abstracto de los eleatas y, en lo que se refiere al fondo del asunto, también con el panteísmo de Spinoza. La manera de ver las cosas en una filosofía para la que tiene que considerarse como principio «El ser es solamente ser y la nada es solamente nada» merece el nombre de sistema de la identidad; y esta identidad abstracta es la esencia del panteísmo.
No hay que prestarle más atención a que sea de por sí sorprendente o paradójico el resultado de que el ser y la nada son lo mismo; antes bien, habría que admirarse sobre esa admiración que se muestra tan nueva en filosofía y que olvida que en esta ciencia no tienen más remedio que presentarse determinaciones completamente distintas que en la conciencia corriente, la cual suele llamarse sentido común humano, pero que no es precisamente el sano entendimiento, sino también el entendimiento imbuido de abstracciones y de fe en las abstracciones o, mejor, de superstición ante las abstracciones. No sería difícil mostrar esta unidad del ser y la nada en todo lo real o en todo pensamiento. Lo mismo que más arriba dijimos de la inmediatez y la mediación (conteniendo esta última una relación mutua y, con ello, la negación) habría que decirlo aquí del ser y la nada, a saber: que nada hay ni en el cielo ni en la tierra que no contenga en sí ambas cosas, ser y nada. Pero como al decir esto se está hablando de alguna cosa y de algo real, esas determinaciones que son el ser y la nada ya no están aquí en su completa no-verdad en que son como ser y nada [es decir, en la completa no-verdad en que son cuando se las toma separadamente como ser y nada, en vez de tomarlas como siendo lo mismo], sino en una determinación ulterior; y se las entiende, por ejemplo, como lo positivo o lo negativo: lo positivo como ser-puesto, como ser reflectido; y la nada como la nada puesta, reflectida. Ahora bien, lo positivo y lo negativo contienen el ser (el primero) y la nada (la segunda) como base abstracta de ellos. Así, en Dios mismo, la cualidad, la actividad, la creación, el poder, etc., contienen esencialmente la determinación de lo negativo, son la producción de otra cosa. Pero, en todo caso, la explicación de esa afirmación [de que todo contiene en sí ser y nada] mediante ejemplos sería aquí enteramente superflua. Y como de aquí en adelante esa unidad del ser y la nada, como verdad primera, queda de una vez por todas a la base y constituye el elemento en que se mueve todo lo que sigue, resulta que, aparte del devenir mismo, todas las otras determinaciones lógicas, la existencia, la cualidad y en general todos los conceptos de la filosofía, serán ejemplos de esta unidad. Pero, eso sí, lo que suele llamarse sentido común, o sano entendimiento humano, no tenemos más remedio que remitirlo, si es que rechaza la inseparabilidad del ser y la nada, a que se busque algún ejemplo en el que quepa encontrar el uno separado de la otra (el algo separado del límite, de aquello que lo define; o lo infinito, Dios, como acabamos de mencionar, separado de la actividad). Sólo los vacíos entes de razón o quimeras, es decir, la separación del ser y la nada, son ellos mismos tales elementos separados y los que este entendimiento prefiere frente a la verdad, frente a la no-separabilidad de ambos que en todas partes vemos ante nosotros.
(...)
[El yo pienso moderno: la mismidad del ser y de la nada como lo subyacente a la unidad original sintética de la apercepción y como condición de ella]
Parménides se agarró al ser y fue enteramente consecuente al decir a la vez de la nada que no es; sólo el ser es. El ser, siendo de este modo por entero para sí, no tiene ninguna relación con un otro; así pues, parece que, partiendo de este comienzo, no se puede pasar ya adelante [nicht fortgegangen werde könne], es decir, no se puede pasar adelante desde ese comienzo mismo, de modo que todo avance habrá de consistir en tomar de afuera algo extraño y conectarlo con el ser. Y el avance que consiste en decir que el ser es lo mismo que la nada aparece, por tanto, como un segundo comienzo, un comienzo absoluto, como un tránsito que es de por sí y que se añadiría externamente al ser. Y, efectivamente, el ser no sería el comienzo absoluto si tuviese una determinidad; ya que, entonces, dependería de otro y no sería inmediato, no sería el comienzo. Pero si es indeterminado y, con ello, un verdadero comienzo, entonces el ser tampoco tiene nada por lo que pueda verse llevado a convertirse en un otro; es, por eso, también fin. Ni de él puede romper ni brotar nada, ni tampoco en él puede irrumpir nada; en Parménides, lo mismo que en Spinoza, del ser o de la sustancia no se puede pasar a lo negativo, a lo finito. Y cuando, pese a todo, se pasa, lo cual desde ese ser carente de toda relación, desde ese ser carente de toda posibilidad de pasar adelante a partir de él, sólo puede suceder, como acabamos de notar, de forma externa, ese avance, ese seguir adelante, sólo puede ser un nuevo comienzo. Y, así, en Fichte, el principio absolutamente primero, incondicionado, «A = A», es un poner; el segundo principio es un contraponer; éste habría de ser en parte condicionado y en parte incondicionado (por tanto, una contradicción en sí). Y esto es un avanzar [Fortgehen] de la reflexión externa que, a su vez, niega de nuevo aquello con lo que ha empezado como siendo un Absoluto (el contraponer [segundo principio] es la negación de la primera identidad [de «A = A»]), al mismo tiempo que expresamente ese avanzar enseguida convierte lo incondicionado a la vez en un condicionado. Si hubiese una justificación para seguir adelante, es decir, para suprimir y superar el primer comienzo, entonces habría de radicar en ese comienzo mismo, en eso primero, el que un otro pudiese estar relacionado con él y referirse a él; eso primero habría de ser, por tanto, algo determinado. Sólo que el ser, o también la sustancia absoluta, no pueden hacerse pasar por tal; al contrario: el ser es lo inmediato, lo todavía absolutamente indeterminado.
Las descripciones más brillantes, aunque quizá olvidadas, de la imposibilidad de pasar de algo abstracto a algo ulterior y llegar a una unión de ambos son las que hace Jacobi a cuenta de su polémica contra la síntesis a priori de la autoconciencia de Kant en su estudio sobre el intento del criticismo de traer la razón a entendimiento (Jacobi, Werke, vol. 8). Jacobi plantea la tarea (p. 113) como consistiendo en mostrar de qué manera surge una síntesis o cabe producir una síntesis en un elemento puro, ya sea el que representa la conciencia, ya sea el que representa el espacio o el tiempo:
Sea el espacio una cosa; sea el tiempo una cosa; sea la conciencia una cosa; dígase entonces cómo uno de estos tres unos se diversifica él mismo en sí mismo; cada uno de ellos es uno y no un otro; cada uno de estos tres unos es una sólo-uno-idad, una el-mismo-idad [en el caso del espacio y el tiempo] o una la-misma-idad [en el caso de la conciencia] sin el-idad [es decir, sin el carácter que le da el artículo determinado en el caso del espacio y del tiempo] o sin la-idad [lo mismo en el caso de la conciencia], pues estas determinaciones que presta el artículo determinado duermen todavía junto con el artículo mismo en el infinito = 0 de lo indeterminado, de lo que todo algo determinado ha de empezar todavía saliendo. ¿Qué es lo que pone finitud en esas tres infinitudes; qué es lo que a priori fecunda el espacio y el tiempo con el número y con la medida y los transforma en una diversidad pura; qué es lo que lleva a que la pura espontaneidad (es decir, el yo) entre en oscilación? ¿Cómo es que su pura vocal se convierte en consonante, en concomitancia de sonidos; o, mejor aún, cómo ese su soplar sin sonido hace dejación de sí, interrumpiéndose a sí mismo, para al menos cobrar una especie de estar sonando él, de ser él quien está sonando, de acento?
Se ve que Jacobi se ha percatado muy determinadamente de la inesencia de la abstracción, ya se trate del llamado espacio absoluto, es decir, del espacio solamente abstracto, ya se trate del tiempo absoluto y abstracto, ya se trate de la pura conciencia, del yo; y él se agarra a eso con el fin de afirmar la imposibilidad de pasar a un otro, condición de la síntesis, y de pasar a esa síntesis misma. La síntesis que aquí interesa no tiene que tomarse como una conexión de determinaciones externamente ya existentes, ya que en parte se trata de la generación de un segundo respecto a un primero, de algo determinado respecto a algo inicial indeterminado; y en parte se trata de una síntesis inmanente, de la síntesis a priori, de una unidad de lo diverso como siendo esa unidad en y de por sí. El devenir es esa síntesis inmanente del ser y la nada. Pero como el sentido más próximo que el término síntesis suele tener es el de juntar elementos que ya están ahí externamente los unos respecto de los otros, con toda razón ha caído en desuso el nombre síntesis, de unidad sintética. Jacobi se pregunta cómo la pura vocal del yo se convierte en consonante, qué pone determinidad en la indeterminidad. El qué sería fácil de responder; y Kant respondió esa pregunta a su manera. Pero la pregunta por el cómo significa: de qué modo y manera, conforme a qué relación, o similar; y exige, por consiguiente, que se indique alguna categoría especial. Pues bien, del modo y manera, o de categorías del entendimiento, no se puede estar hablando [aún] aquí. La pregunta por el cómo pertenece ella misma a las malas maneras de la reflexión, que pregunta por la inteligibilidad, es decir, por la posibilidad de hacerse concepto de algo, pero que en ello está presuponiendo sus categorías fijas y con eso se sabe armada de antemano contra la respuesta a aquello por lo que pregunta. Tampoco en Jacobi tiene esa reflexión el sentido superior de una pregunta por la necesidad de la síntesis, ya que él, como he dicho, sigue fijamente atenido a las abstracciones a fin de afirmar la imposibilidad de la síntesis. De forma particularmente intuitiva describe el procedimiento para llegar a la abstracción del espacio: