Hijas del viejo sur

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Intersecciones de género y raza:
belles y ladies blancas; la no-mujer afroamericana
Durante muchos años, el estudio y el concepto de la mujer sureña estuvieron íntimamente relacionados, en la historia y en la literatura, con la imagen de la southern lady y, en su versión más joven, la southern belle. Como apunta Sara Evans, la verdad es que muy pocas mujeres sureñas vivieron la vida de la lady o exhibieron la totalidad de sus características: inocencia, modestia, moralidad, devoción sacrificada a la familia y blancura inmaculada (1353). Según la imagen de sí mismo que el sur se construyó, la belle es la muchacha blanca de familia acomodada durante ese glamuroso período intermedio entre la condición de hija y la de esposa, esa joven que utiliza su belleza para atraer caballeros jóvenes hasta que se decide por el que le parece más apuesto. Poseedora de encanto y de tradición aristocrática, y a menudo experta en actividades de su ámbito como la música y la equitación, la belle tiene que encontrar el necesario equilibrio entre el flirteo y la inocencia sexual y manifestar inteligencia sin ser intelectual. Es experta en utilizar las cualidades que fascinan al hombre a fin de obtener la protección de este. Todos tenemos en la memoria la maestría con la que Scarlett O’Hara, esa belle voluble y perpetua que prácticamente no llega a ser lady, utiliza su atractivo sexual para tentar y seducir, pero sin romper nunca esa frágil envoltura de modestia y castidad.
La concepción sureña de la mujer es sin duda heredera de la imagen de la lady de la Inglaterra victoriana y de su equivalente americano de true womanhood. La mujer sureña de antes de la guerra civil era objeto de una fuerte presión para seguir los códigos del cult of true womanhood que exigían sumisión, religiosidad, rectitud moral y domesticidad. Los libros y revistas de la época caracterizaban a la mujer perfecta como una lady encantadora y delicada, un objeto precioso que no podía mancharse ni dañarse con el trabajo en el campo. Sus roles principales eran el de madre y esposa, y su ámbito de acción era el hogar. Una de las más celebradas descripciones de la típica lady de una plantación es la proporcionada por Thomas Nelson Page:
What she was only her husband divined, and even he stood before her in dumb, half-amazed admiration, as he might before the inscrutable vision of a superior being. What she really was was known only to God. Her life was one long act of devotion to her husband, devotion to her children, devotion to her servants, to the poor, to humanity. Nothing happened within the range of her knowledge that her sympathy did not reach and her charity and wisdom did not ameliorate. (38)
La mujer liberada del trabajo duro y asentada en el pedestal era el mejor indicador de la riqueza y posición social del marido. La institución de la esclavitud era la que, en último término, confería tanto privilegio a la mujer blanca y, así, Anne Firor Scott sitúa acertadamente la base del pedestal en la esclavitud: “Any tendency on the part of any of the members of the system to assert themselves against the master threatened the whole, and therefore slavery itself. It was no accident that the most articulate spokesmen for slavery were also eloquent exponents of the subordinate role of women” (Scott 17). Esta posición le daba poder dentro de la plantación, sobre todo sobre los esclavos, pero la aislaba del mundo exterior.
El mito de la lady fue un instrumento crucial del patriarcado sureño para mantener el statu quo y para someter a la mujer blanca y a los esclavos negros. No sorprende, pues, que los más ardientes defensores de la esclavitud y, más tarde, de la segregación, fuesen también partidarios fanáticos de mantener a la mujer en su lugar. La existencia de la mujer sureña ideal, colocada en una urna como un objeto delicado, tiene una perfección eminentemente ficticia y frágil, inseparable de lo ilusorio y la ausencia de libertad. Varios estudios han subrayado la infantilización de este ideal de mujer que pervivió en el sur incluso después de la abolición de la esclavitud, caracterizada por la coexistencia de una situación de privilegio con una personalidad inmadura y falta de sentido práctico, producto de una sumisión prolongada y excesiva (Bartlett y Cambor 10).
En la ideología sureña, la imagen de la mujer blanca pura, religiosa, delicada, y madre y esposa ideal, encontró su contrapunto trágico en la mujer negra, en cuya imagen sí sobresalía la sexualidad que había que reprimir en la mujer blanca. Las relaciones sexuales entre mujeres blancas y hombres negros estaban terminantemente prohibidas por suponer la violación del poderoso tabú de la pureza racial blanca. Sin embargo, el acceso del hombre blanco a la mujer negra no encontraba apenas obstáculos durante la época de la esclavitud ni la de la segregación. Tanto en el caso más que frecuente de violación como en el de relaciones consentidas, el hombre blanco se representaba como víctima de las artimañas y de la sexualidad viciosa de la mujer negra, sin que la casta y santa mujer blanca pudiese hacer nada para domar los instintos de su varón cuando este confrontaba la sexualidad animal de la mujer negra. En vez de víctima, la mujer negra era, sobre todo durante la esclavitud, considerada culpable de mancillar la santidad conyugal de la mujer blanca. Más animal que persona, la mujer negra estaba excluida de los códigos morales y los parámetros de feminidad imperantes en una cultura en la que lo femenino era sinónimo de lo blanco. El sistema era tan perverso que la pureza moral del sur blanco dependía de la consideración de la mujer negra como una especie de cloaca de vicio y suciedad.

Southern belle, ilustración de las señoras Cowles Social Life in Old Virginia Before the War, Thomas Nelson Page, 1897
Gracias a esta vía de escape, en el sur había menos prostitución en la mujer blanca y menos crímenes de violencia sexual. Como la mujer negra estaba privada de cualquier aspiración a la decencia o la pureza, el hombre blanco que explotaba su cuerpo apenas comprometía su honor. A mayor cantidad de relaciones entre hombres blancos y mujeres negras, más se elevaba la consideración de la mujer blanca como bastión de la pureza de la casta superior, en virtud de su inaccesibilidad para los varones de la casta inferior y de su calidad de guardiana de la legitimidad del linaje familiar. W. J. Cash, en su clásico estudio The Mind of the South (1941), conjeturó que el hombre blanco, preocupado por el daño infligido a su mujer por el elevado tráfico sexual entre hombres blancos y mujeres negras, trató de acallar su propia conciencia y a la vez compensar a su mujer mediante el recurso a la mitificación y “by proclaiming from the housetops that Southern Virtue, so far from being inferior, was superior, not alone to the North’s but to any on earth, and adducing Southern Womanhood in proof” (86). William Taylor, en Cavalier and Yankee (1961), modificó la tesis de Cash sobre la glorificación de la mujer blanca como compensación por las infidelidades del hombre blanco con la mujer negra y atribuyó dicha idealización al miedo. Como apunta Taylor, eran muchas las razones de la mujer blanca acomodada para odiar el sistema esclavista, aparte de la tentación sexual que suponían las esclavas para el marido y los hijos de aquella. La soledad de la vida en las plantaciones, el miedo a las rebeliones, los problemas de controlar sirvientes ineficaces eran otros motivos de preocupación para las ladies. Taylor supone incluso que los plantadores sospechaban que sus esposas podrían ser secretamente receptivas a las aspiraciones a una mayor libertad manifestadas por las mujeres de otras partes del país, sin minusvalorar el hecho de que las virtudes atribuidas a la lady (pureza, rectitud moral, compasión, etc.) eran más compatibles con el abolicionismo que con la esclavitud. Todo esto, según Taylor, obligó al hombre blanco del sur a utilizar la caballerosidad como soborno:
Nonetheless, it is impossible to read widely in the literature of the South without gaining the impression that Southern women in a certain sense were being bought off, offered half the loaf in the hope they would not demand more. . . . Stripped to its barest essentials the deference shown to them in the form of Southern chivalry was the deference ordinarily shown to an honored but distrusted servant. (167-68)
Elizabeth Fox-Genovese rechaza tajantemente el intento de algunos críticos de hacer de las ladies poco menos que abolicionistas y sostiene que la mayoría no tenían apenas preparación para manejarse sin los esclavos y aceptaron con entusiasmo la secesión. Es más, según Fox-Genovese, estas mujeres nunca propugnaron un modelo alternativo de feminidad (47).
Volviendo a la mujer negra, su identificación con un animal movido por instintos se remonta al período de los primeros occidentales que visitaron África. Estos quedaron sorprendidos por la mujer africana que trabajaba asiduamente en el campo, al contrario de la europea, que lo evitaba siempre que podía, y que aparentemente paría hijos casi sin dolor y sin necesidad de descanso después del parto. Las descripciones de este hecho y de su costumbre de andar con sus prominentes pechos desnudos representaban a la mujer negra más como un animal que una persona. Así se abonó el terreno para la consideración de los negros, que además eran paganos sin la luz de la civilización, como esclavos por naturaleza. Nada más apropiado para las fértiles y extensas plantaciones del sur de los EE. UU. que esas mujeres tan bien dotadas para la fertilidad y el duro trabajo agrícola (Camp 267).
En 1622 las leyes de Virginia se apartaron de la tradición inglesa, que confería a los hijos de padres ingleses y madres esclavas el estatus y el apellido del padre. En Virginia se decidió que los niños de dichas uniones mantuviesen la condición de la madre y así las élites esclavistas sureñas se aseguraban la posibilidad no solo de satisfacer sus instintos con las esclavas negras sino también de tener el mayor número posible de esclavos, incluyendo sus propios hijos. La esclava negra era, pues, indispensable en la sociedad esclavista no solo por su trabajo productivo sino también por el reproductivo. Cuanto más reproductiva era la mujer negra, más boyante era la economía del amo, sobre todo después de la prohibición de la participación de los EE. UU. en el comercio de esclavos del Atlántico en 1808, fecha a partir de la cual la única fuente legal para aumentar el número de esclavos eran los vientres de las esclavas. Gracias al trabajo forzado de la mujer negra, los plantadores construyeron la imagen de la mujer blanca como no adecuada para el trabajo agrícola y las labores domésticas más duras. La entronización de la mujer blanca acomodada como un ser refinado y delicado estaba así directamente relacionada con el trabajo forzado de la mujer negra. Esta estaba excluida de los parámetros de feminidad por carecer del signo externo que confiere pureza (en el doble sentido: racial y sexual) a la mujer blanca: la piel blanca. Hazel Carby analizó certeramente los dos códigos sexuales opuestos pero interdependientes que operaban en el sur y que produjeron definiciones opuestas de la maternidad y la feminidad, según se tratase de la mujer blanca (ama) o de la negra (esclava): “Black women were not represented as the same order of being as their mistresses; they lacked the physical, external evidence of the presence of a pure soul” (Reconstructing 26). Si la mujer blanca ideal se caracterizaba por su delicadeza y fragilidad, la fuerza física y la resistencia a la fatiga —cualidades negativas en aquella— se veían como positivas en la mujer negra y elevaban su valor en el caso de venta. Una constitución frágil y delicada era indicativa de superioridad de clase y de raza, a la vez que la fuerza física era esencial para la supervivencia de la mujer negra en los campos de algodón y de la mujer pobre en las fábricas o en la frontera del oeste.
La posesión de esclavos era, así, un factor esencial para la construcción de la masculinidad de los blancos más poderosos: los beneficios derivados del trabajo de los esclavos permitían una economía familiar holgada y la posibilidad de una vida ociosa para la esposa, que a su vez confería poder y honor al cabeza de familia. En el caso de los negros, la masculinidad se definía por otros parámetros, ya que para los blancos los esclavos no eran ni siquiera hombres. El hombre negro tenía los mismos deseos que el blanco de proteger a su familia, pero la ley se lo impedía y el hombre blanco, que disponía a su antojo de las familias esclavas, humillaba la masculinidad del hombre negro cada vez que vendía parte de los miembros de su familia o explotaba sexualmente a su esposa, sus hijas o incluso su madre. Muchos hombres negros hallaron la posibilidad de demostrar su hombría en comportamientos heroicos como el liderazgo de rebeliones o la huida al norte para luchar desde allí contra la esclavitud, en algunos casos escribiendo autobiografías o hablando ante las sociedades abolicionistas.
El período de la Reconstrucción (1865-1877) fue una continua batalla por ver quién dominaba a los negros, y quién mandaba en el sur. Por supuesto que los blancos ganaron al establecer los rígidos códigos de la segregación racial y se convencieron de que habían redimido al sur del dominio de los yanquis del norte y de la amenaza de los negros. Se añadía así otro capítulo, titulado “El sur redimido”, al libro tan querido por los sureños: La causa perdida. Según la argumentación del capítulo, los negros, una vez desposeídos del orden moral de la esclavitud, volvieron al salvajismo de sus ancestros africanos; además, el gobierno federal toleró la anarquía del período de la Reconstrucción hasta que los blancos del sur tomaron medidas para salvarse a sí mismos y a su civilización. Para los negros el capítulo tenía un significado totalmente distinto y tremendamente desalentador, como lo expresaba Du Bois en 1877: “The slave went free; stood a brief moment in the sun; then moved back again toward slavery” (30). Lógicamente, los negros construyeron una memoria colectiva diferente y para ellos la guerra civil pasó a llamarse la Guerra de la Libertad (Freedom War). La Causa perdida se resumía en la creencia de que, a pesar de la derrota, la causa por la que habían luchado los confederados era noble y honrosa. El mito se creó para redimir al sur en nombre de Dios y de la mujer sureña. La asociación conservadora United Daughters of the Confederacy, creada en 1894, contribuyó enormemente a la creación de la Causa perdida, que suponía una revisón de la historia del sur, y a la restauración de la masculinidad blanca. La asociación educó a la generación joven en la creencia de que los hombres estaban naturalmente dotados para ocuparse de la acción política y de los problemas del presente, mientras que las mujeres, más apegadas al hogar y la familia, estaban mejor preparadas para buscar en el pasado lecciones útiles para el presente. Según esas lecciones, el sur anterior a la guerra civil era una civilización ideal, con el algodón como rey y cultivado por una legión de esclavos felices, y el norte, más poderoso, había pisoteado los derechos de los estados y, al atacar la esclavitud, había provocado la secesión. Los hombres del sur se defendieron valientemente de la opresión del norte, que ganó la guerra por tener más riqueza. Con la Reconstrucción vino la humillación del sur, con el voto negro y los negros en puestos políticos, hasta que llegó la redención con el Ku Klux Klan que rescató al sur para los blancos (Turner 51-52).
El género y la raza están íntimamente relacionados en la reescritura de la historia del sur que tuvo lugar después de la Reconstrucción. La versión blanca de dicha historia creó un nuevo enemigo: el hombre negro. Este enemigo permitió al hombre blanco representar su papel de defensor de la mujer blanca. La elevación idealizada de la mujer blanca a niveles inusitados de pureza y refinamiento (el mito de la lady sureña) elevaba al hombre blanco a la noble función de protector, a la vez que se establecía la necesidad de mantener a los negros in their place. Así pues, la sexualidad conectaba el género con la raza: el hombre blanco se convirtió en protector de la inocencia de la mujer blanca amenazada por la sexualidad agresiva del hombre negro. La reafirmación de las barreras raciales elevó todavía más a la mujer blanca en su pedestal. La elevación de la mujer blanca a niveles ideales de pureza exigía, a su vez, la supresión de la sexualidad del negro. Se produjo, así, el retorno del patriarcado del sur esclavista y la creación de otro mito más: el salvaje violador negro. La violación se convirtió en una auténtica obsesión para el hombre blanco después de la guerra civil. Según el mito, el hombre negro, sin el control de la noble institución de la esclavitud, iba a degenerar y ser presa de sus instintos primarios heredados de África. De estos, el más temido era su insaciable apetito sexual, sobre todo si se trataba de mujeres blancas. El mito del violador negro constituyó para muchos la justificación de los horribles linchamientos de negros en los días más oscuros de la segregación. El Ku Klux Klan se encargaba de mantener por la fuerza la prohibición absoluta de contacto entre blancos y negros, de modo que los esclavos liberados tuvieron que hacerse invisibles o regresar a una esclavitud encubierta.
En la cultura de la segregación, el cuerpo se convirtió en un escenario crucial de lucha política. El cuerpo de la mujer blanca, fundamentalmente la lady, se suponía alejado de la sexualidad, y al mismo tiempo seriamente amenazado por ella, especialmente la sexualidad negra. A la mujer se la identificaba con la civilización blanca, y la sexualidad negra era una amenaza terrible para la sociedad. Los políticos más demagogos y retrógrados advertían del peligro que corrían los blancos si las razas se mezclaban. La segregación era, así, esencial para mantener la pureza y la blancura del sur libres de la polución de la sexualidad negra, de una raza supuestamente degenerada y sin parámetros morales. No solo había que controlar la sexualidad negra; la mujer blanca no podía tener relaciones con hombres negros.
Tanto cuando explotaba sexualmente a la mujer negra como cuando linchaba hombres negros, el hombre blanco tenía en mente el mismo objetivo: la preservación de la pureza de la mujer blanca. La obsesión por controlar la sexualidad negra y proteger la castidad de las ladies está íntimamente relacionada con los numerosos linchamientos de negros a partir de 1889. En el complejo ritual de los linchamientos, la castración de la víctima era una costumbre frecuente. En su novela Light in August (1932), William Faulkner refleja perfectamente los mecanismos psicológicos en acción en el linchamiento del protagonista, el mulato Joe Christmas. Percy Grimm, un soltero de 25 años, capitán de la Guardia Nacional de Misisipi, y que nació demasiado tarde para demostrar su hombría en la Gran Guerra, persigue a Joe Christmas como un fanático hasta la muerte. Mientras Joe Christmas agoniza, Grimm le corta los genitales con un cuchillo de carnicero y dice: “Now you’ll let white women alone, even in hell” (439).
Se ha escrito mucho sobre el miedo de los blancos a la sexualidad negra que, por otro lado, tanto les fascina. Dicho miedo es un ingrediente esencial del racismo blanco, y su reconocimiento supone una debilidad para los blancos. A pesar de que todavía persiste en la mitología popular, la creencia de que los negros están mejor dotados sexualmente hace tiempo que ha sido refutada científicamente. La frecuente castración de las víctimas de linchamientos está relacionada con ese miedo oculto al sexo y al matrimonio interracial. Los linchamientos tenían casi siempre una vertiente explícitamente sexual; incluso si la víctima no estaba acusada de violación, la violencia de las turbas se dirigía a los genitales. Los linchamientos se convirtieron durante décadas en un espectáculo moderno en el sur: los espectadores usaban cámaras fotográficas, se fletaban trenes especiales para los que venían de otras localidades, y los periódicos y las radios locales anunciaban la hora y el lugar. Estos espectáculos desarrollaron un peculiar ritual: el proceso empezaba habitualmente con la persecución del sospechoso o el asalto de la cárcel; después venía la identificación pública a cargo de la supuesta víctima, antes de la preparación del lugar y el anuncio del acontecimiento. Este comenzaba con la mutilación, normalmente del pene y los testículos, después se torturaba para divertir a la concurrencia, y la ejecución concluía con la quema, el acuchillamiento o el fusilamiento. Los dedos y otras partes del cuerpo se cortaban para llevárselos como souvenirs. El orden social dependía del control de los cuerpos negros, cuerpos que había que fragmentar para ahuyentar el terror sexual que suscitaban. Una de las causas más frecuentes del linchamiento de negros era el rumor de que un hombre negro había violado o matado a una mujer blanca, o a un niño. Las mujeres y los niños asistían a los linchamientos justamente para subrayar el mensaje y el significado de tales actos en el imaginario colectivo. Elizabeth Turner cita las palabras de Rebecca Latimer Felton, una ferviente sufragista del sur, que escribió en el Atlanta Journal en 1897: “When there is not enough religion in the pulpits to organize a crusade against sin; nor justice in the court houses to promptly punish crime; nor manhood enough in the nation to put a sheltering arm about innocence and virtue—if it needs lynching to protect woman’s dearest possession from the ravenous human beasts, then I say lynch a thousand times a week if necessary” (en Turner 61-62). La igualdad de la mujer propugnada por algunas era solo para la de raza blanca, pues la negra ni siquiera era mujer en el sentido pleno de la palabra.
A medida que los negros iban progresando socialmente y se hacían comerciantes, abogados, médicos, etc., los blancos transformaron su paternalismo en hostilidad: los negros habían pasado de ser esclavos, y legalmente inferiores, a ser competidores en lo económico, lo cultural y lo sexual. El miedo al éxito social de los negros dio origen a un racismo todavía más violento basado en la imagen del hombre negro como codicioso, peligroso y perezoso y en la de la mujer negra como sexualmente promiscua (Turner 54). Así pues, el género y la sexualidad estuvieron desde el principio en la médula de la ideología de la segregación, que fue un factor fundamental de la vida del sur hasta la aprobación de la Civil Rights Act en 1964.
Durante el largo período de la segregación se reinstauró la prohibición de las relaciones sexuales entre blancos y negros, aunque solo funcionase en una dirección, ya que el hombre blanco se aprovechaba de la mujer negra de forma prácticamente impune, siempre que no se formalizase la relación. Las llamadas antimiscegenation laws se remontan a la época colonial y en el período anterior a la guerra civil tenían dos funciones: asegurar la propagación de la esclavitud al privar a los niños negros hijos de padres blancos de filiación legal con estos y, por tanto, del derecho a la libertad, y asegurar a los hombres blancos el control de las acciones de sus mujeres. El sistema esclavista ocultaba y dejaba impunes las relaciones entre hombres blancos y esclavas, mientras que las relaciones de las pocas mujeres que poseían esclavos con hombres negros eran siempre más visibles y controladas. Ida B. Wells, la famosa activista negra nacida en Misisipi, denunció la hipocresía de estas prácticas. El linchamiento de tres negros amigos suyos en Memphis porque su negocio de ultramarinos competía con el de un propietario blanco la convenció de que los linchamientos se debían a la competencia económica y no tanto a las agresiones sexuales cometidas por negros. En el periódico Free Speech and Headlight, del que era copropietaria, Wells se atrevió a sugerir que algunas mujeres blancas tenían relaciones amorosas con hombres negros, lo que puso en peligro su vida y la obligó a huir, primero a Nueva York y después a Chicago. Desde allí continuó denunciando la falsedad de justificar los linchamientos con la acusación de violación y utilizando la denuncia de que algunas mujeres blancas tenían relaciones con negros para desmontar el mito de la mujer blanca del sur como un ser asexuado sin interés por el placer, y demasiado pura para tener interés por el hombre negro, y el que consideraba al hombre negro como un depredador sexual incontrolable (véase Turner 65-66).










