Hijas del viejo sur

- -
- 100%
- +

Southern Belle Litografía de un cuadro de Erich Correns, ca. 1850
La situación de la mujer nunca había sido muy halagüeña en una sociedad tan patriarcal y tradicional como la sureña. Según Virginia Durr, una mujer blanca de una familia acomodada de Alabama que fue activa en círculos progresistas y luchó por los derechos de los negros, la mujer joven de buena familia tenía tres alternativas: ser conformista y una buena actriz que representa los papeles asignados por el sistema (la belle modesta, pero con la coquetería y artimañas requeridas para cazar a un marido de buena familia que la convierta en lady); si tenía carácter independiente y creativo, podía volverse loca; o podía rebelarse contra ese mundo de privilegio y convencionalismo (Turkel xi). Pero la rebelión acarreaba un coste tan alto que muy pocas mujeres blancas acomodadas se atrevieron a nadar a contracorriente. Una de las que sí lo hicieron fue la escritora Lillian Smith (1897-1966), que criticó ferozmente la segregación racial y otros aspectos de la cultura sureña que avergonzaban a los Estados Unidos. La literatura era para ella no solo una empresa estética, sino también un medio de acción sociopolítica, y criticó la manera en la que la mayoría de los escritores reflejaban el sur, especialmente la visión nostálgica y escapista propagada por Margaret Mitchell.
La mujer sureña se enfrentaba no solo al conflicto entre su imagen y su realidad, sino que a menudo se encontraba atrapada entre los conceptos antitéticos de la supremacía blanca y la inferioridad femenina, por lo que su lealtad a su grupo racial y a su región podía muy bien entrar en conflicto con las lealtades a su sexo (Jones 24). Lillian Smith nos legó un dictamen tremendamente certero sobre la relación entre la discriminación racial y la discriminación sexual, no solo en el sur de los EE. UU. sino en la totalidad de Occidente. En sus escritos recalcó que las actitudes de su sociedad para con la sexualidad y la segregación racial eran tan perjudiciales para los hombres como para las mujeres, para los negros como para los blancos. El sometimiento de los negros y de las mujeres constituía para ella el eje de una lucha política que iba a determinar el futuro de su país, y consideraba la integración racial como el único escape posible de la división radical de la cultura americana según las dicotomías blanco/negro, puro/impuro, superior/inferior. Y esa lucha está siempre conectada al cuerpo humano, a cómo ese cuerpo se representa, se define, se segrega, al tipo de espacio que se le asigna. Lillian Smith denunció y desmontó las falsas dicotomías blanco/negro, hombre/mujer, y luchó por sustituirlas por una visión integradora, abogando por un humanismo universal basado en el principio de que todo ser humano debe recibir un trato humanitario.
Nacida y educada para ser una southern lady, Lillian Smith conocía perfectamente las contradicciones de su sistema social, cuyas grietas se propuso reparar con sus escritos y su actividad política. Su vida fue una continua transgresión de las normas que regulaban las vidas de las mujeres que, según ella, tenían que liberarse de una especie de segregación. Tenían que denunciar las contradicciones de un sistema que las privilegiaba por ser blancas, pero que las silenciaba y reprimía por ser mujeres. Instó a las mujeres del sur a denunciar la segregación racial y también su propio confinamiento en el pedestal que las excluía de tantas cosas. Es probable que la soledad y marginación que Lillian Smith experimentó en el sur debido a su soltería y a su lesbianismo contribuyesen a su preocupación por la opresión de los negros. Tener que ocultar su condición sexual y su amor por otra mujer la “segregaba”, la hacía una extraña en su propia región, lo cual le proporcionó una sensibilidad especial por la raza excluida.
Killers of the Dream (1949, revisado en 1961), un ensayo autobiográfico de Lillian Smith, constituyó uno de los ataques más devastadores a la cultura sureña por parte de una personalidad blanca. Se publicó cuando muy pocos blancos consideraban la segregación como el principal problema del sur. El libro analiza el concepto y las trágicas consecuencias de la supremacía blanca. El título se refiere a la necesidad de encontrar respuesta a la pregunta de por qué el hombre blanco había construido un sueño tan fabuloso de libertad y dignidad, para intentar aniquilarlo una y otra vez, a la necesidad de denunciar el error moral de juzgar a los individuos por una categoría tan arbitraria como la raza, en vez de la libertad y el mérito individual que habían caracterizado los principios fundacionales de la nación americana.
En su intento de limpiar la casa del sur, Lillian Smith denunció las tres relaciones traumáticas (descritas como ghost relationships) que nunca se reconocían abiertamente: las relaciones de los hombres blancos con las mujeres negras, las relaciones suprimidas entre los padres blancos y sus hijos negros, y las relaciones entre los niños blancos y sus amas de cría negras (mammies). La primera está directamente relacionada con la convicción de la mujer blanca de que Dios había querido que estuviese privada del placer sexual, con su aceptación cómplice de las loas de sus maridos a la “Sagrada Feminidad”. Según Lillian Smith, el problema de estas mujeres era que permanecieron en sus solitarios pedestales haciendo el papel de estatuas mientras sus maridos buscaban los asuntos importantes en otro lugar (Killers 141). Ese “otro lugar” era el barrio negro del pueblo y “los asuntos importantes” eran las satisfacciones sexuales que los hombres buscaban en las mujeres negras, ya que ellos habían bloqueado los impulsos sexuales en sus puras y castas esposas. Lillian Smith denunció la complicidad de la mujer blanca con este sistema perverso que la separaba de su cuerpo, una separación similar a la existente entre los barrios blancos y los negros de las localidades sureñas. Cuanto más satisfacía sus impulsos sexuales con las mujeres negras, más alto ponía el hombre blanco a su esposa en el pedestal. Y cuanto más alto era el pedestal, menos la disfrutaba, porque las estatuas son solo para mirarlas. La cultura que segrega razas y cuerpos produce mujeres frías y desexualizadas, víctimas de este sistema puritano-patriarcal que castraba psicológicamente a sus mujeres, esclavizadas por la convicción de que el sexo es algo denigrante que caracteriza a la mujer negra, que nunca podrá ocupar el pedestal. Al excluir y segregar a la negritud, los blancos se privan de las poderosas energías vitales que demonizan. Una de las numerosas contradicciones reside en el hecho de que al erotizar a la raza negra se la está cosificando, al mismo tiempo que se desexualiza a la raza blanca. Es así como se victimizan individuos como la chica negra Nonnie en la novela Strange Fruit (1944), de Lillian Smith. Nonnie acaba convertida en objeto de la lujuria del hombre blanco y de la envidia y el odio de las desexualizadas mujeres blancas, rechazadas por sus maridos y novios, que prefieren a las supuestamente hipersexualizadas negras.
Una de las mejores aportaciones de Lillian Smith al estudio de la sociedad sureña fue su perspicaz análisis de la conexión entre la opresión racial y la sexual, su rechazo tanto de la cultura de la segregación como del papel de la lady sureña. Ningún otro escritor del sur ha sido más explícito y certero en la descripción del cuerpo como espacio de confrontación política: de niña siempre le decían que “parts of your body are segregated areas which you must stay away from and keep others away from. These areas you touch only when necessary. In other words, you cannot associate freely with them any more than you can associate freely with colored children” (Killers 87). Nada más apropiado que la aplicación del lenguaje de la segregación al cuerpo humano. Después de todo, la segregación es una práctica social para controlar los cuerpos, para excluir el cuerpo negro. Incluso en el cuerpo blanco, algunas partes, sobre todo los genitales femeninos, están contaminados por la negritud. El cuerpo femenino es como una casa que hay que mantener impoluta, igual que el sur ha de estar protegido de la contaminación negra. Un famoso pasaje de Killers of the Dream presenta la relación entre la segregación racial y la sexual mediante un paralelismo metafórico entre las partes “segregadas” del cuerpo y los espacios segregados de las localidades sureñas, subrayando así la relación entre el legado de la segregación racial y la represión sexual victoriana. La exploración del cuerpo negro es tan arriesgada como explorar el propio:
By the time we were five years old we had learned, without hearing the words, that masturbation is wrong and segregation is right, and each had become a dread taboo that must never be broken, for we believed God […] had made the rules concerning not only Him and our parents, but our bodies and Negroes. Therefore when we as small children crept over the race line and ate and played with Negroes or broke other segregation customs known to us, we felt the same dread fear of consequences, the same overwhelming guilt we felt when we crept over the sex line and played with our body. (Killers 83-84)
El Dios que aprueba la segregación y que infunde el miedo a los negros es el mismo que infunde el miedo a los poderes creativos de nuestro propio cuerpo. La sexualidad es oscura y ha de reprimirse con la misma vehemencia que los negros. Con la inculcación de la idea de que todo lo oscuro y peligroso ha de ser expulsarlo a los márgenes de nuestra existencia, los blancos del sur se convierten en una especie de muñecos rotos, disminuidos por una cultura que suprime no solo la humanidad de los negros sino también esa oscuridad creativa y valiosa de sus propios seres. Por eso para Lillian Smith la integración era mucho más que una estrategia para mejorar las relaciones raciales; era fundamental para restaurar la totalidad del individuo y poner fin a la compartimentación de una cultura que impedía la libre circulación y expresión de energías vitales. La solución no llegaría hasta que los blancos aceptasen la negritud que está en su propio interior. La segregación de los espacios era justamente un intento absurdo de dividir la totalidad de la vida entre dos absolutos irreconciliables: lo blanco y lo negro.
El daño psicológico infligido a la mujer blanca y a la negra por el rígido control del hombre blanco era devastador. La mujer blanca, por lealtad a su clase social, tenía que negar sus sentimientos e inclinaciones naturales y reprimir su sexualidad. El hombre blanco buscaba en la mujer negra la satisfacción que su mujer no podía darle. La mujer negra cargaba con la responsabilidad de darle al hombre blanco el placer que él no podía exigirle a su “casta” esposa. Y, para más inri, la mujer negra, relacionada con las fuerzas oscuras, y excluida de los parámetros de la virtud y la feminidad, tenía que cargar con la culpa de ser la que tentaba y perjudicaba al hombre blanco, poniendo en peligro la santidad conyugal de la lady blanca.
La victoria de las sufragistas alcanzada el 26 de agosto de 1920, cuando la decimonovena enmienda constitucional otorgó el voto a la mujer, después de una lucha tenaz y prolongada, sobre todo en un sur tan conservador y empeñado en excluir del voto a negros y mujeres, supuso un cambio profundo para el sur y para toda la nación. Se abrían nuevas posibilidades para la mujer y se ratificaba su capacidad para marcarse y conseguir objetivos políticos. Elizabeth Turner hace un resumen de las razones por las que, según los historiadores, tantos hombres y mujeres del sur se opusieron al voto femenino y el concepto sureño de la mujer se invocó justamente en contra del avance de las propias mujeres: el conservadurismo y el paternalismo tradicionales del sur, en donde los hombres decidían y votaban por las mujeres de su familia; el ideal de la southern lady que comprometería su feminidad al mancharse con el fango de la política; la ausencia de un movimiento feminista poderoso en el sur; el poder de la industria de bebidas alcohólicas cuyos dueños temían que el voto femenino llevaría a la prohibición, y la defensa de los derechos estatales que siempre se consideraban amenazados por la intervención del gobierno federal. Pero, según Turner, la razón fundamental residía en la cuestión racial, y se debía al miedo de los blancos sureños a que el voto de la mujer negra facilitase la elevación de negros a puestos de poder, como había ocurrido durante la traumática Reconstrucción (Turner 128). Incluso muchas sufragistas blancas pedían el voto solo para la mujer blanca, ignorando los derechos de los hombres y mujeres negras del sur. Desgraciadamente, apenas hubo cooperación política entre las mujeres blancas y las negras, debido al miedo de las primeras a que los negros se hiciesen con el poder. Las mujeres afro-americanas se inscribieron en masa para votar, conscientes del nuevo poder que el voto les confería y de la necesidad de utilizar la política para conseguir mejoras sociales, tanto a nivel regional como local. Así, demandaron legislación contra los linchamientos, supervisión federal de las elecciones en el sur, y mejoras en educación y otros servicios públicos. Pero sí que hubo algunas mujeres blancas que detectaron e intentaron cambiar aquellos aspectos de la imagen de la mujer sureña que la limitaban, en concreto todas las connotaciones de fragilidad, impotencia y dependencia. Un buen ejemplo es el de la sufragista de Texas Jessie Daniel Ames, que en 1930 fundó la Association of Southern Women for the Prevention of Lynching e hizo un uso consciente de la imagen de la lady con fines políticos. Las mujeres de su organización veían los linchamientos como una práctica basada en presupuestos culturales que no solo oprimían a los negros sino que también degradaban a la mujer blanca. Estas mujeres blancas como Ames se aliaron a menudo con mujeres negras, aunque con un cierto maternalismo, para exigir leyes contra los linchamientos, mejor educación y sanidad, así como el voto femenino, aunque las demandas de igualdad racial eran todavía muy tímidas (Jones 36).
Además de la consecución del voto femenino, la década de 1920, caracterizada por una modernización acelerada, trajo muchos otros cambios para la mujer sureña. Cada vez accedieron más mujeres a las universidades, y la mujer joven se hizo más mundana, vistió faldas más cortas, se cortó el pelo a lo garçon, utilizó lápiz de labios y se aficionó a los licores ilegales y a los coches, que le daban una movilidad inusitada y le permitían ir a citas amorosas sin carabina. Las jóvenes trabajadoras, tanto blancas como negras, descubrieron una vida urbana excitante y llena de placeres que se encontraban en los numerosos clubs de jazz y salas de baile. Muchas mujeres escritoras y artistas empezaban a expresar ideas que cuestionaban las relaciones de raza y género en el sur. Numerosas mujeres negras de talento, sobre todo cantantes y bailarinas, se fueron del sur, formando parte de la migración masiva de afroamericanos del sur conocida como el Gran éxodo, para buscar una nueva vida en lugares como Harlem, Chicago o incluso Europa. Otras mujeres se quedaron en el sur, luchando por una educación mejor y por ideas nuevas para reevaluar y cambiar los estereotipos de clase, raza y género de su región nativa. Al mismo tiempo, muchas otras miraban al pasado para aferrarse a una leyenda romántica en tiempos de cambio y turbulencia. Lo que el viento se llevó (1936), de Margaret Mitchell, fue la novela más popular de su época y responsable de la propagación de estereotipos sobre la mujer y el hombre negros que prevalecieron durante décadas y saciaron el deseo de consumir una imagen de un pasado perfecto e idealizado en la década de la Gran depresión. Como sostiene Anne Goodwyn Jones, la “nueva mujer” de la era progresista (1912-1924) no se convirtió, ni mucho menos, en el ideal de mujer sureña, sino que la imagen de la lady conservó gran parte de su influencia (Jones 16). El sur continuó oponiéndose a todo lo que supusiese progreso en nombre de la mujer sureña, cuya imagen se utilizó también para justificar la oposición a la enseñanza de la teoría de la evolución, que supuestamente iría en detrimento de la moralidad sureña y su ideal superior de mujer.
La imagen idealizada de la mujer sureña tiene una larga historia como coartada en contra de todo lo que suponga progreso y, así, se utilizó para oponerse también al sufragismo de finales del siglo XIX, en el que algunos blancos veían tantas amenazas para el sur como otros habían visto en su día en la liberación de los esclavos (Jones 20-21). Incluso en la década de 1960, a pesar de tantos cambios radicales en las costumbres y las sensibilidades del período de posguerra, los blancos sureños volvieron a utilizar la imagen de la mujer sureña para oponerse a cambios como el que supuso la Civil Rights Act de 1964. En 1978 el senador Sam Ervin, de Carolina del norte, apeló a la tradición de la lady sureña para oponerse al intento de desbancar los roles sexuales tradicionales que supuso el Equal Rights Amendment, argumentando que “a ratified ERA would invalidate laws imposing upon husbands the primary duty of supporting their wives, laws imposing upon fathers the primary duty of providing food for their helpless and hungry children” (en Jones 17; cita de Congressional Record-Senate n. 42, p. 366).
La música de blues, que se popularizó en toda la nación americana en los años veinte, supuso una avenida de acceso al arte y a la fama para varias mujeres negras. Las cantantes de blues fueron incluso a veces más atrevidas que los bluesmen y hablaron abiertamente del sexo, de la bebida o de la violencia racial y de género en sus canciones. Estas cantantes rechazaron los estereotipos vigentes sobre la promiscuidad de la mujer negra, a la vez que atacaban las convenciones burguesas al expresar con sinceridad toda la pasión y la tristeza de sus vidas. Mamie Smith fue la primera cantante negra de blues que alcanzó fama nacional. Su álbum Crazy Blues (1920), que vendió un millón de copias el primer año, fue motivo de orgullo para los negros, que veían que su música, de orígenes humildes, se abría paso a las audiencias urbanas de todo el país. Al éxito de Mamie Smith se sumaron poco después Ma Rainey, de Georgia, y Bessie Smith, de Tennesee, que cantaron y grabaron canciones para un país hambriento de músicas y ritmos novedosos (Turner 152). Hazel Carby, en un artículo pionero titulado “‘It Jus Be’s Dat Way Sometime’: The Sexual Politics of Women’s Blues”, describía el blues femenino de la década de 1920 y principios de la de 1930 como:
A discourse that articulates a cultural and political struggle over sexual relations: a struggle that is directed against the objectification of female sexuality within a patriarchal order but which also tries to reclaim women’s bodies as the sexual and sensuous subjects of women’s song. (Carby, “It Jus” 474)

Mamie Smith

Ma Rainey

Bessie Smith
Tamaña reivindicación era ciertamente algo importante e inaudito en una sociedad tan patriarcal como la sureña. Quizá lo más chocante fuese la celebración irreverente de la sexualidad y la sensualidad femeninas a través de la música. Uno de los ejemplos más sonados fue la canción “Prove It on Me Blues” de Ma Rainey, en la que esta exhibe sin complejos su preferencia sexual por las mujeres.
Alice Walker, que siempre se ha interesado por los problemas de los negros para dar cauce a su creatividad en una sociedad que los silenciaba, escribe en su ensayo “In Search of Our Mothers’ Gardens”: “Consider, if you can bear to imagine it, what might have been the result if singing, too, had been forbidden by law. Listen to the voices of Bessie Smith, Billie Holiday, Nina Simone, Roberta Flack, and Aretha Franklin, among others, and imagine those voices muzzled for life” (234). No es de extrañar que uno de los personajes más celebres de Alice Walker sea la cantante de blues Shug Avery, que se convierte en la amante y guía espiritual de Celie en The Color Purple (1983). La profesión de cantante le confiere a Shug una independencia económica que la libera del control de los hombres que se relacionan con ella. En su caso, el blues es también una representación de liberación sexual, y una lección para la mujer afro-americana sobre los aspectos revolucionarios de su sexualidad. Varios críticos apuntan que el personaje de Shug está basado en Bessie Smith, la mejor cantante de blues de los años veinte y treinta, la “emperatriz del blues” que desafiaba las convenciones con canciones como “I’m wild at that thing” o “You’ve got to give me some”. Mediante canciones que a menudo expresaban la rabia por la pobreza y la injusticia de vivir en el sur segregado, con sus rígidos y opresivos códigos de género y raza, las cantantes de blues permitieron que el mundo escuchase otra versión de la realidad del sur, una versión realista y descarnada, alejada del mito y la leyenda.
El feminismo, los derechos civiles y el “womanismo”
La Segunda Guerra Mundial, igual que lo había hecho la Primera, trajo consigo cambios profundos para el país y para el sur, en donde las mujeres se encontraron con nuevos retos y opciones. Los hombres afroamericanos, llamados a defender su país contra la amenaza fascista y la opresión de otra etnia discriminada en el corazón de Europa, participaron en la guerra en un ejército todavía segregado (la integración racial en las fuerzas armadas no se hizo efectiva hasta julio de 1948, por orden del presidente Truman) y volvieron del frente para encontrarse con las prácticas humillantes de la segregación todavía en vigor. La denuncia de la hipocresía de la nación americana que combatía el racismo en el exterior pero lo practicaba en casa fue en aumento e incluso fue asumida por un número creciente de blancos. Destacaron en esta lucha varias mujeres blancas de clase acomodada como Lillian Smith, Katharine Du Pre Lumpkin y Sarah Patton Boyle. Esta última, de una familia acomodada de Virginia, culminó su crítica furibunda del statu quo con la autobiografía titulada The Desegregated Heart (1962). A estas escritoras hay que añadir los nombres de las activistas negras Septima Clark, Rosa Parks, Fannie Lou Hamer, Ella J. Baker y la activista blanca Virginia Durr, amiga de Rosa Parks (Turner 214). A medida que crecía la fuerza de estas voces progresistas, disminuía la de los grupos defensores de la Causa perdida como las United Daughters of the Confederacy.
No deja de ser significativo el hecho de que el vocablo “sexismo” se acuñó deliberadamente a finales de la década de 1960, justamente para imitar el vocablo “racismo”. Según argumenta Sara Evans en Personal Politics (1979), la resurrección del movimiento feminista en la década de 1960 tuvo sus orígenes en el sur. De nuevo las mujeres del sur —ahora en el movimiento por los derechos civiles— detectaron la conexión entre la opresión racial y la sexual, y ello proporcionó el impulso crucial para el feminismo contemporáneo, que rechazó el patriarcado y generó nuevas maneras de pensar acerca del género y la experiencia femenina. En su autobiografía Womenfolks: Growing Up Down South (1983), Shirley Abbot se ofrece como ejemplo contemporáneo de por qué las mujeres sureñas se van de casa.
La época de la lucha por los derechos civiles presenta muchos paralelismos con la del movimiento abolicionista. En ambos períodos la lucha por la libertad de los negros condujo a la lucha organizada por los derechos de la mujer, que también estaba sometida a unos códigos de género que la esclavizaban. Ya a principios del siglo XIX las mujeres del movimiento abolicionista encontraron paralelismos entre su estatus legal inferior y el de los esclavos. En una convención antiesclavista que tuvo lugar en Londres en 1840, las feministas estadounidenses Elizabeth Cady Stanton y Lucretia Mott no fueron autorizadas a sentarse con los hombres, rechazo que las impulsó a organizar la convención sobre la discriminación de la mujer que se celebró ocho años después en Seneca Falls, en el estado de Nueva York. En la segunda mitad del siglo XX, las mujeres blancas del movimiento por los derechos civiles se consideraron marginadas y fundaron el movimiento conocido como women’s lib. Y las mujeres negras, oprimidas doblemente por su raza y su sexo, tuvieron una importancia crucial en el movimiento por los derechos civiles. Con su famosa negativa a ceder su asiento del autobús a un blanco, Rosa Parks se convirtió en un símbolo poderoso. Su gesto dio lugar al famoso boicot a los autobuses de Montgomery, Alabama, acontecimiento que confirió prominencia y fama nacional a Martin Luther King, Jr. Las mujeres negras que participaron activamente en las marchas, los boicots, las sentadas, los piquetes, etc. abrazaron con fervor unas tácticas no violentas en consonancia con sus profundas convicciones cristianas.










