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También se hace más comprensible la tendencia, constatable en países de habla alemana hasta más o menos 1980, a preferir para las tesis doctorales temas sobre la historia de la música anterior a 1600. Por las circunstancias de transmisión (a menudo solo manuscrita), la investigación en este ámbito se enfrenta a problemas de detalle típicos de la filología, quedando más cerca de la literatura antigua que en el caso de composiciones de épocas más tardías. Debido a nuestro conocimiento forzosamente incompleto de determinadas tradiciones interpretativas, parece además imponerse, para la música de la Edad Media y del Renacimiento, la idea purista de que –al igual que para Virgilio o Cicerón– se puede reconstituir un texto enmendado a partir de una tradición corrompida, el cual no tiene en principio ya nada que ver con la actualización de los signos musicales en un contexto interpretativo real. Desde una cierta distancia, no se necesita gran reflexión para comprobar que esta actitud es muy precaria metodológicamente. Por un lado, supone de forma tácita la noción enfática de «obra» que no se impuso hasta el siglo XIX; por el otro –en la suposición implícita de que los textos transmitidos siempre permiten recuperar una única versión auténtica, un Urtext, que se debe entender como una «editio princeps»– se añade además la presuposición de que ya antes de Beethoven habría compositores que, más allá de sus obligaciones funcionales, seguían solo a su genio. Al mismo tiempo, se le atribuye a la partitura, al parecer inmutable, una prioridad absoluta, que no deja espacio a nada que tenga que ver con la realización sonora y la situación comunicativa durante la interpretación de una composición.
La excelente calidad de incontables ediciones críticas de obras completas es evidente e incuestionable, desde la primera edición de Bach (1850-1900) hasta al menos la Neue Schubert Ausgabe (editada desde 1963). La comprensión del detalle en la investigación sobre Bach, en gran medida de orientación filológica desde la Segunda Guerra Mundial, es en parte asombrosa en su precisión. Por otro lado, este énfasis en métodos filológicos probados e importados de la literatura antigua impone un alto precio en varios respectos: en primer lugar, el descuido, en ocasiones negligente, de todo desarrollo en la historia de la música que no se pudiera reconstruir a partir de textos escritos (aparentemente) ligados a la idea de obra; en segundo lugar, un desinterés a veces ostentativo por la contextualización y evaluación de esas obras editadas con el mayor esfuerzo filológico, y, finalmente, una completa incomprensión del hecho incontestable de que es imposible considerar como accidental con respecto a su transmisión escrita el resultado sonoro de una composición musical.
Pero no solo desde el punto de vista metodológico ciertas orientaciones de mediados del siglo XIX se revelaron problemáticas. También vale la pena reflexionar críticamente sobre las preferencias en las que quedó estancada la musicología de orientación filológica. Incluso hoy en día se llega a poner en duda, de vez en cuando, la necesidad de ediciones críticas de compositores del siglo XIX: hasta hoy no hay siquiera un esbozo de una edición crítica de los influyentes escritos de Richard Wagner, y en el caso de indiscutidas piedras angulares del repertorio internacional –que, como Žizn’ za carja (Una vida por el zar, 1836), de Glinka, o Prodaná nevěsta (La novia vendida, 1866), de Smetana, destacan por una intricada recepción– es imposible, incluso en el año 2015, recurrir a una edición que esté orientada, aun tan solo como esbozo, por las decisiones del mismo compositor. En cambio, en una impresionante colección como el Corpus mensurabilis musicae, incluso compositores menores subalternos se ven provistos de una opera omnia, lo que obviamente significaría que necesitamos –mutatis mutandis– ediciones completas en varios volúmenes de compositores del rango de, por ejemplo, Leonardo Leo, William Sterndale Bennet o Giovanni Pacini. Aún a principios del siglo XXI tiene validez lo que desde el exilio en Suiza Alfred Einstein concentró en la amarga fórmula: «Ciertamente no queda ningún Kantor de pueblo en toda Pomerania del cual no se hayan editado aún las obras completas».1
TEOLOGÍA
En el siglo XIX, al igual que las demás disciplinas humanísticas, la musicología alemana –y, en mucho menor grado, austriaca– también se sometió a la agenda chovinista de lo nacional. Si la música era evidentemente una parte integrante de la cultura nacional, la musicología debía asumir la tarea de construir una historia de la música nacional coherente en sí misma. Sobre todo en los años del Imperio guillermino (1871-1918), llama la atención la importancia de la fachada protestante de esta construcción nacional pese a que casi el 40% de la población en las fronteras del entonces Imperio alemán se adhería a la Iglesia católica romana.
Debido a la mucho mayor representación de los protestantes en las universidades, de administración exclusivamente estatal, puede constatarse una parecida preferencia por tradiciones y puntos de vista específicamente protestantes también en otras disciplinas históricas; no obstante, llama la atención la medida en que estas distorsiones han caracterizado la musicología hasta hoy. Este hecho también puede apreciarse directamente a partir del trasfondo biográfico de eminentes historiadores de la música: en cuanto hijo de pastor, Philipp Spitta (Wechold bei Hoya, 1841-Berlín, 1894) estudió Teología y Filología Clásica; el pionero de la investigación sobre Bach, que fue nombrado en 1873 profesor extraordinario en Berlín, se doctoró en 1864 en Göttingen, una vez más, con una disertación filológica sobre la sintaxis en Tácito. Hermann Kretzschmar (Olbernhau in Sachsen, 1848-Berlín, 1924) también estuvo familiarizado desde la más temprana infancia con los rituales de la Iglesia luterana, a través de su padre, que trabajaba como Kantor y organista; por lo demás, también estudió en primer lugar Filología Clásica en Leipzig. Hugo Riemann (Groß Mehlra in Thüringen, 1849-Leipzig, 1919) procedía de una familia terrateniente, pero pasó su etapa escolar en la escuela conventual de Roßleben, un internado decididamente protestante en Turingia, antes de verse encaminado, en primera instancia, hacia los estudios de jurisprudencia. Friedrich Ludwig (Potsdam, 1872-Göttingen, 1930) consideró conveniente subrayar explícitamente, en un breve texto autobiográfico, su proveniencia «de familia estrictamente luterana». Pero también otros importantes musicólogos de la generación de los nacidos alrededor de 1870 se formaron en ambientes protestantes, como por ejemplo Hermann Abert (Stuttgart, 1871-Stuttgart, 1927), quien a su vez había estudiado en primer lugar Filología Clásica, o Arnold Schering (Breslau [hoy Wrocław, Polonia], 1877-Berlín, 1941) e incluso Adolf Sandberger (Würzburg, 1864-Múnich, 1943), que trabajó desde 1900 en la universidad de una antigua capital católica como Múnich.
Indudablemente, con los ya citados Kiesewetter, Köchel y Ambros, también se encuentran, en la primera fase de historiografía crítica de la música, eruditos de confesión católica, si bien todos sin excepción en Austria (habría que mencionar aquí también a Eduard Hanslick –Praga, 1825-Baden bei Wien, 1904–, importante como crítico y en el ámbito de la estética de la música, también jurista de formación, que, por otro lado, provenía de familia judía por parte de madre). Sin embargo, llama la atención la escasa presencia de representantes católicos de la disciplina, tanto en el Imperio alemán como en el Imperio austro-húngaro. En el Imperio alemán, Franz Xaver Haberl (Oberellenbach in Niederbayern, 1840-Regensburg, 1910), que había sido ordenado sacerdote en 1862 y que trabajaba como maestro de capilla en la catedral de Regensburg, solo consiguió realizar su carrera académica en instituciones vaticanas. Peter Wagner (Kürenz bei Trier, 1865-Freiburg in der Schweiz, 1931), el destacado investigador del canto gregoriano, hizo su entera carrera universitaria, después de sus estudios en Estrasburgo y Berlín, en la recién fundada Universidad de Friburgo (Suiza), con la que los cantones católicos de la Confederación habían querido establecer un decidido contrapeso frente a las universidades protestantes de Basilea, Berna, Zúrich, Lausana, Neuenburg y Ginebra: una emblemática publicación de Wagner va a sernos útil para la siguiente argumentación en varios puntos. Aún en las siguientes generaciones, investigadores como Ludwig Schiedermair (Regensburg, 1876-Bensberg, 1957) o Karl Gustav Fellerer (Freising, 1902-Múnich, 1984), que también trabajó en la universidad católica de Friburgo en Suiza, constituyen raras excepciones. Incluso a principios del siglo XXI se puede asumir que aproximadamente unos tres cuartos de los historiadores e historiadoras de la música activos en las universidades alemanas tienen un trasfondo familiar protestante.
Esta preponderancia de la perspectiva protestante adquirió un peso adicional por el escaso número de eruditos judíos en comparación con otras disciplinas humanísticas: es verdad que Adolf Bernhard Marx (Halle an der Saale, 1795-Berlín, 1866) –que trabajó desde 1830 en la universidad de Berlín– desempeñó un papel importante en la fundación de la musicología antes de su establecimiento universitario, y también que Guido Adler (Eibenschütz [hoy Ivančice, República Checa], 1855-Viena, 1941), quien trabajó como musicólogo solo después de haber completado sus estudios jurídicos, se convirtió en uno de los eminentes «padres fundadores» de la disciplina, y que Gustav Jacobsthal (Pyritz [hoy Pyrzyce, Polonia], 1845-Berlín, 1912), en 1871, fue el primer profesor universitario de musicología en el sentido moderno de la disciplina en la Estrasburgo recién anexionada al Imperio alemán. Sin embargo, los eruditos judíos fueron excepciones aisladas en la musicología universitaria hasta la Primera Guerra Mundial.
Las consecuencias de estos datos demográficos apenas pueden ser sobrevaloradas. Si bien la sociedad alemana actual se caracteriza por un laicismo generalizado, no se puede olvidar el papel que desempeñó el conflicto, que se remonta a la Reforma, entre las dos confesiones cristianas en Alemania, hasta bien entrada la década de 1970. En varios Länder de la Alemania Occidental, hasta 1968, la educación escolar estatal estaba organizada exclusivamente en escuelas ligadas a una confesión; la formación de los profesores, incluso dentro de una misma ciudad, la llevaban, en parte, «academias» o «escuelas superiores pedagógicas» autónomas, una católica y otra protestante. Incluso después de 1970, en la Universidad de Tubinga, una medida de discriminación positiva reservaba una cátedra de historia regional para un profesor católico. En el siglo XIX, el Gobierno de Bismarck se caracterizó por el así llamado Kulturkampf –donde Kultur designa el «culto», no la «cultura»–: el Gobierno prusiano, de orientación protestante, intentó recortar la autonomía de la Iglesia católica en la década de 1870, valiéndose de disposiciones legislativas expresamente creadas, en varios casos, para encarcelar a curas y obispos.
En esta situación, no sorprende que representantes protestantes de la historiografía de la música tuvieran un gran interés –al menos en Prusia– en resaltar muy enérgicamente la importancia de compositores de influencia protestante. En ello, no todos fueron tan lejos como el ya nombrado Carl von Winterfeld, quien sin vacilar caracterizó como el «Palestrina prusiano» a Johann Crüger (Groß Breesen in Brandenburg, 1598-Berlín, 1662), Kantor en la Hauptkirche de Berlín, una pequeña ciudad de más bien poca importancia antes de 1750. Pero incluso en la historiografía contemporánea de la música se pueden reconocer juicios sesgados: por ejemplo, no se entiende por qué sabemos mucho más sobre Johann Hermann Schein (Grünhain in Sachsen, 1586-Leipzig, 1630) que sobre Tomás Luis de Victoria (Ávila, ca. 1548-Madrid, 1611), que al fin y al cabo trabajó en el Collegium Germanicum en Roma. Pero también el compositor luterano Dietrich Buxtehude (Helsingborg, Suecia, ca. 1637-Lübeck, 1707) ha sido hasta hoy mejor investigado que Georg Muffat (Megève, Saboya, 1653-Passau, 1704) o Heinrich Ignaz Franz Biber (Wartenberg [hoy Strážpod Ralskem, República Checa], 1644-Salzburgo, 1704), quienes trabajaron en cortes de obispos-príncipes en el sur de Alemania. No es menos el caso para la historia musical de los países de habla alemana en el siglo XVIII, en la que sabemos muchísimo más sobre el desarrollo de la música eclesiástica protestante y sobre compositores en regiones protestantes de Alemania del norte que sobre los compositores católicos y el desarrollo de la música eclesiástica católica. Para hacer una comparación entre centros equiparables: estamos bien o incluso muy bien informados sobre Carl Heinrich Graun (Wahrenbrück in Brandenburg, ca. 1703-Berlín, 1759) y Johann Friedrich Reichardt (Königsberg in Ostpreußen [hoy Kaliningrado, Federación Rusa], 1752-Giebichenstein bei Halle an der Saale, 1814), maestros de capilla de la corte del príncipe de Brandemburgo (y rey de Prusia); mientras que no sabemos prácticamente nada sobre los maestros de capilla activos en Múnich en la misma época, Giovanni Porta (Venecia, ca. 1675-Múnich, 1755) y Andrea Bernasconi (Marsella, ca. 1706-Múnich, 1784). La historia de la llamada «cantata de iglesia» en el siglo XVIII también está bien estudiada más allá de la contribución específica de Johann Sebastian Bach; sin embargo, el desarrollo de la música litúrgica en las iglesias y cortes católicas constituye, ahora como antes –con la excepción de algunos detallados estudios sobre la situación en el Salzburgo del joven Mozart–, una terra incognita.
Ciertamente, en casos concretos, a un extendido resentimiento anticatólico se superponen también actitudes nacionalistas, como en los casos de los citados maestros de capilla de la corte muniquesa, ambos inmigrantes italianos. Sin embargo, la desestimación en la historiografía musical universitaria de, por ejemplo, el teatro musical –y eso no solo en los países de habla alemana, sino también en Estados Unidos– no puede explicarse únicamente a través de estas exigencias nacionalistas. Cuando las obras del teatro musical no pudieron utilizarse en la construcción de una historia de la música nacional –como sí sucedió en los casos de Gluck, Weber o Wagner –, el propio teatro musical fue incluido en el rechazo, también profundamente protestante, de todo aquello que pudiera parecer «externo», cuando no exhibicionista o sensual, e incluso inmoral o embrutecido. Los juicios morales emitidos en el enfrentamiento operístico de Hamburgo del decenio de 1730 por pastores luteranos, o por un Johann Christoph Gottsched (Juditten bei Königsberg, Prusia Oriental [hoy, Kaliningrado, Rusia], 1700-Leipzig, 1766), tuvieron, a su manera, una longue durée hasta bien entrado el siglo XX.
Más allá de esta aproximación al repertorio tan distorsionada, el condicionamiento confesional de la disciplina musicológica también ha generado orientaciones sobre las que hasta hoy apenas se ha reflexionado en el ámbito metodológico. La imposición de una hermenéutica específicamente musical en Kretzschmar y Schering no sería imaginable sin el modelo de la hermenéutica teológica arraigada en la Reforma. En su atención privilegiada hacia los textos, el paradigma que aquí hemos llamado, exagerando un poco, «teológico» interfiere con el paradigma filológico. Precisamente a partir de la tradición de la teología reformada se puede explicar el ímpetu con el que numerosos historiadores de la música someten las partituras a una exégesis lo más matizada posible, a veces entendiendo la obra artística, en cierto sentido, como una manifestación divina. Aún más llamativo es que –según una estética de la «interioridad» de carácter pietista– la esencia (de contenido, formal) que debe ser transmitida por el texto de las composiciones pase a un primer plano de manera tal que casi no quede lugar para la percepción del aspecto «externo», sensual de la música. Aún hoy, la mayoría aplastante de los análisis musicales se orientan hacia el llamado «trabajo motívico-temático», mientras que casi no se toman en consideración cuestiones relacionadas con la sonoridad particular o con el ritmo.
Es también significativo el hecho de que durante el siglo XIX, en las regiones protestantes de Alemania, la idea y noción de «catecismo» se usara repetidamente en libros sobre música, siendo así secularizada de manera sorprendente. En 1851, Johann Christian Lobe (Weimar, 1797-Leipzig, 1881) publicó un libro de teoría musical general (disponible aún hoy en una edición revisada) titulado Catecismo de la Música; por su parte, después de 1886, Hugo Riemann resumió los conocimientos de base de diversas áreas, desde la acústica al dictado musical y hasta el fraseo y la estética de la música, en más de una docena de catecismos. Su Catecismo de historia de la música confirma lo que se acaba de decir incluso desde el punto de vista del contenido: en esta publicación del año 1888 se habla raras veces y muy marginalmente sobre la música católica de época posterior a Palestrina. Esta desatención se explica cuando a la pregunta «¿Cuál fue el desarrollo de la música protestante en el siglo XVII?» se responde reconociendo como «rasgo distintivo» de la tradición protestante una superioridad estética; en concreto, el «avance de un sentimiento más intenso» y el «mayor énfasis en el aspecto melódico» (Riemann, 1906: 86-87).
A modo de contraprueba, la preferencia por las tradiciones protestantes en el estudio de la historia de la música posterior a 1517 se aprecia también, muy claramente, en un notable texto de perspectiva decididamente católica. Peter Wagner fue el primer musicólogo a quien fue concedido el honor, en 1920, de ser nombrado rector de una universidad. En su discurso «para la solemne apertura del año académico», hizo referencia solo de manera indirecta al carácter protestante de la disciplina, al resaltar su arraigo en el espíritu del idealismo alemán: «Lo mismo que la musicología moderna en general, también las cátedras modernas de la asignatura son obra del idealismo alemán, o, como también se puede decir, del romanticismo alemán y, hasta el presente Alemania ostenta, pese a los respetables logros de otros pueblos, la primacía en este terreno» (Wagner, 1921: 37).
Su argumentación es sin duda sorprendentemente defensiva; casi parece que Wagner hubiera tomado la inferioridad de los investigadores católicos como un hecho ya inamovible que solo pudiera modificarse en sus consecuencias, pero no de manera radical:
Sería deseable una participación más intensa de los católicos en la investigación de la historia de la música; ellos tienen el máximo interés en que de su pasado artístico únicamente se divulguen juicios justos y solventes. Constituye una importante exigencia actual que en estos tiempos de crecimiento de la musicología, no dañemos ni su prestigio ni su alcance, sino que nuestra contribución a ello esté a la altura de los logros de nuestros antepasados. La experiencia demuestra (y es para mí motivo de sincera alegría subrayar esto) que los mejores entre los investigadores no católicos se muestran sumamente agradecidos cuando llamamos la atención sobre los errores cometidos en la bibliografía hasta ahora existente y mostramos los caminos que se deben evitar (ibíd.: 45-46).
TELEOLOGÍA
En la transición del siglo XIX al XX, dos eminentes musicólogos en Austria y Alemania, Guido Adler y Hugo Riemann, intentaron imponer el método de la crítica estilística como procedimiento específicamente musicológico, o lo que es más, como «punto central de la labor histórico-musical» (Adler, 1919: 5). La tarea de la historiografía musical era, desde esta perspectiva, la «investigación […] del progresivo desarrollo de los productos compositivos» (ibíd.: 9). La convicción de que es posible reconocer una evolución autónoma de la historia de la música estaba en una particular tensión con el historicismo, que no había sido cuestionado por ningún historiador de la música, y se vinculaba, en última instancia, a las construcciones hegelianas de la historiografía. En cuanto paradigma teleológico, estas convicciones condicionaron la selección y, lo que es más, la valoración de los desarrollos histórico-musicales investigados, si bien solo pocos investigadores fueron tan lejos como el colaborador de Adler, Oswald Koller (Brünn [hoy, Brno, República Checa], 1852-Klagenfurt, 1910), quien quería subordinar también los desarrollos de la historia de la música a la teoría de la evolución de Charles Darwin (Koller, 1900: 33-50).
Estas orientaciones evolucionistas tuvieron efecto en parte también en ámbitos ciertamente inesperados, como cuando, por ejemplo, hasta bien entrada la década de 1980, se le impuso el sello de la «decadencia» a la historia de la música sacra protestante sucesiva a la muerte de Johann Sebastian Bach. Al gran éxito del paradigma teleológico contribuyó sobre todo el hecho de que en apariencia este podía vincularse directamente a la convicción nacionalista de una «hegemonía de la música alemana», tal y como se había ido formando desde el siglo XVIII. No fueron solo conservadores nacionalistas quienes se apropiaron de juicios similares, sino nada menos que el círculo de Arnold Schönberg –que se consideraba en la punta misma de la vanguardia musical–, cuando en 1924 Alban Berg declaró, en su aportación para el quincuagésimo cumpleaños del maestro, que «a través de la obra que él (Schönberg) ha regalado al mundo hasta ahora, parece asegurada no solo la superioridad de su arte personal, sino, lo que es más, la de la música alemana de los próximos cincuenta años» (Berg, 1924: 192).2
Esta misma convicción está en la base de la idea de Adorno de un desarrollo autónomo del «material» musical, convertida en dogma por los exclusivos círculos de Darmstadt en las décadas de 1950 y 1960. El desprecio implícito, cuando no explícito, de todos los compositores de mediados del siglo XX que, como Bartók o Varèse, no se adhirieron al sistema dodecafónico, no solo se extiende por todas las publicaciones de Adorno, sino que se ha mantenido hasta hoy como la idea dominante de casi todas las descripciones de la historia de la música del siglo XX –bajo ningún concepto puede decirse que las consecuencias de esta grotesca unilateralidad estén hoy en día superadas.
Si bien Peter Wagner, al igual que la mayoría de los musicólogos de su generación, no deja entrever el menor interés por la música de su tiempo, al analizar el aquí resumido paradigma teleológico adopta una actitud contraria muy meditada y sorprendente para su tiempo, aunque la formule de manera extremadamente moderada. Al principio parece estar de acuerdo con la orientación generalmente aceptada:
He señalado que la musicología actual gusta de trabajar bajo el signo del pensamiento evolutivo […]. Más que el músico únicamente práctico, el erudito musical con sentido de la historia está convencido y complacido con las grandes hazañas del genio del arte musical, y reconoce agradecido los formidables progresos a los que también en música ha conducido la cultura europea (Wagner, 1921: 47-48).
También retoma, con aprobación, la entonces popular teoría de la recapitulación, es decir, la tesis de que filogénesis y ontogénesis coinciden –formulada en el ámbito científico por Ernst Haeckel en el año 1866, pero controvertida hoy en día–: «En cierto sentido, la formación musical del niño repite en gran parte las fases de la evolución de la música» (ibíd.: 49). Sin embargo, al profundizar sobre esta cuestión, Wagner deja resonar un apreciable distanciamiento de la creencia en el progreso, intacta en otros lugares. El investigador friburgués nombra las irreconciliables contradicciones entre el pensamiento historicista y una visión teleológica del mundo, al plantear la pregunta de si el nivel de desarrollo de la música artificial alcanzado a principios del siglo XX «resulta o no de provecho para la humanidad» (ibíd.: 47).
Es en general un hecho apoyado en múltiples observaciones que, dependiendo en cada caso de la índole propia de la música contemporánea, la impresión producida por las obras del pasado está en parte sujeta a fuertes cambios. Así por ejemplo, en nuestra época desasosegada, desgarrada y acostumbrada a los más fuertes estímulos y contrastes también en sentido artístico, las creaciones de Palestrina, pero también de Haydn y Mozart, se enjuician de un modo totalmente diferente a como se hacía antaño (ibíd.: 50).