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Lotta volvió a ponerse la mascarilla de oxígeno mientras reflexionaba sobre el asunto. Faltaban aún quince o veinte años para que la expresión «ablación de clítoris» se hiciera de uso común. Y entonces se utilizaba, en realidad, para hablar de otra cosa, pero da igual, ¿estaba ella dispuesta a permitir que unos energúmenos armados de bisturí hurgaran en el sexo de la niña? ¿O debía dejarla ir por la vida deformada por la mano de Dios? El médico, que saltaba a la vista que había estudiado en el extranjero, aseguró que no tendría por qué ser nada especial, ni reducir el falo para transformarlo en un falo de bebé normal y corriente, ni dejarlo como estaba, sin más. «La complejidad de la naturaleza dista mucho de estar sobrevalorada —dijo el médico, henchido de su propia importancia y de una amplitud de miras importada—. Puede decirse que un micropene o macroclítoris, según se mire, es una deformación. Pero nadie tiene por qué convertirse en una molestia para uno mismo. Los genitales del hombre son complejos».
Lotta volvió a quitarse la mascarilla de oxígeno e iba a decir algo de que los genitales de su hija no eran los genitales de ningún hombre, aunque el médico lo sabía perfectamente, claro, y había querido decir otra cosa, pero se sintió tan mareada que se sujetó la mascarilla y aspiró con fuerza sin decir nada.
El personal cambió la bombona de oxígeno y Lotta pidió un poco más de tiempo para reflexionar. Pensaba pedir consejo a Halla, su amiga de la agencia de viajes.
Viggó Rúnarsson se había ido del paritorio al bar directamente, y de ahí a Akranes, de donde navegó rumbo a Groenlandia, donde estaba ayudando a unos marinos portugueses a pescar bacalao para los groenlandeses, con escaso éxito, según supe más tarde, y los marinos portugueses le dieron la enhorabuena y abrieron muchas botellas en su honor y fumaron puros y jugaron a diversas cosas aprovechando la ausencia de bacalao durante varios días seguidos, mientras Viggó mandaba mensajes a casa explicando su alegría por todo aquello. Los mensajes eran todos del mismo tenor: «Espero que estés bien de salud, amor mío. No puedo esperar para estar otra vez con vosotras. Tu Viggó».
Ya hemos visto que quedaba totalmente excluida la posibilidad de intentar consultar nada con él. La amiga Halla había tenido cinco hijos de dos hombres distintos, pero en estos momentos de la historia estaba sola, aparte de los niños, claro. Lloró un poco al borde de la cama de hospital de Lotta. En cambio, Lotta rio. Era por culpa de los medicamentos, y luego lloró ella también, ¿no sería también cosa de los medicamentos? Finalmente pidieron que trajeran a Ilmur, le quitaron el pañal y examinaron el animalillo que había debajo del clítoris.
—Es casi como si se fuera a salir por su cuenta para escaparse —dijo mamá. Y añadió, tras un breve silencio y unos cuantos suspiros—: Pero no lo hará, claro.
—Te voy a contar una cosa —dijo Halla—. Una vez vi a una mujer. —Enarcó las cejas—. En la piscina. —Era como si quisiera que Lotta terminara la frase—. Con una cosa como esa. —Abrió mucho los ojos y señaló el monstruo de Ilmur—. Solo que más grande y más de adulto, claro. Igualito que un pene pequeño, es que exactamente igual. Primero pensé que aquella mujer llevaba una jaula absurda. Aquello recordaba más que nada a un pollito.
—Naturalmente, después crecerá el pelo —dijo mamá.
—Y se quedará más arrugado. ¿Lo de abajo está bien abierto?
—Sí, sí. Es como tiene que ser.
—¿Como en una mujer? ¿Sale la orina?…
—No estoy segura. Tiene que estar por aquí arriba. —Examinaron los genitales y tiraron con cuidado de la piel que rodeaba la vulva, si se podía hablar de vulva, cada una con un dedo índice.
—¿Y la vagina?
—¡No mea por la vagina, y tú tampoco!
—Ya lo sé. ¿Qué te crees que soy?
Y justo a punto, Ilmur empezó a mear. Por la uretra. Lotta y Halla se encogieron cuando el hombrecito estiró la cabeza, sacó un hocico rojo oscuro y de él brotó con fuerza un chorro considerable, fino y de color claro, y tan fuerte que primero lamió la cabecera de la cama por fuera, luego bajó al hombro de Lotta, que ni chistó, atontada como estaba por las medicinas, luego a la rodilla de la preciosa criatura y finalmente las últimas gotitas le cayeron entre las nalgas y en la cama.
—Es para no creérselo —dijo Halla llena de admiración de lo bien que había regado Ilmur el mundo. Se puso en pie, se secó las lágrimas y miró a Lotta con gesto serio—. Esto es obra de Dios.
Y con eso quedó todo decidido.
* * *
No nos precipitemos, escribe elle. Naturalmente, quedan muchas cosas que os gustaría saber, pero lo sabréis todo al final. Probablemente podríamos dar todo esto por concluido en doscientas palabras más o menos —como una confesión de longitud promedio— y dejarnos de discusiones sobre el moméntum. Pero la verdad no está ahí. También tenemos que aprender a dejar tiempo a las cosas. Tal vez no importe que esto no se lea nunca, aunque sea ilegible. No por eso hay que ser descuidados.
Usted y vosotros, escribe elle, Lotta y Viggó, prepararon para su hija única, Ilmur Þöll —que es como se llamaba entonces, aunque ya no se llama así—, un lindo hogar en una casa unifamiliar al lado mismo de la plaza Hlemmur, en Reikiavik. La casa estaba pintada de blanco, mientras que todas las casas de la zona estaban revestidas de arena de conchas. Dos pisos y montones de metros cuadrados, todo repleto, quién conoce de verdad un sitio así, mayor que la inmensa mayoría de las casas, porque el capitán Viggó tenía un enorme arrastrero congelador con base en el puerto de Akranes, donde Viggó, por esa misma razón, pasaba mucho tiempo, en un piso a cargo del armador, y en la ciudad tenía sus amantes desde hacía tiempo, aunque ellas no le hacían ninguna sombra a Lotta, a quien mantenía también con generosidad. Pero Viggó pasaba poco tiempo en casa y quizá fuera lo mejor, porque era un tanto desabrido y fastidioso cuando estaba en casa, mientras que en Akranes resultaba ser el amo de todas las fiestas, de modo que probablemente lo mejor era que no se moviera de allí.
Lotta Manns y Viggó Rúnars tuvieron su primer hijo, que en cierto sentido resultó ser dos hijos, o muchos, en otoño, como ya sabemos. Los padres suelen reconocer, al menos los padres que saben del asunto —los que leen libros sobre educación, madurez, la diferencia entre primera y segunda infancia, etcétera, tal vez no los que piensan que educar consiste solamente en dar de comer al retoño y esperar a que pueda comunicarse (nada más pasar la pubertad) para mandarlo a trabajar, aunque sí otros padres, más listos desde el nacimiento—, que lo mejor es tener hijos en otoño. El motivo es que el primer medio año de la vida no es, en realidad, más que medio año de reclusión. La criatura pasa la mayor parte del tiempo en el interior de la casa, o de las casas, además, como es natural, de en su propio interior, pero cuando la criatura por fin se hace consciente de la existencia del mundo, digamos en abril, la naturaleza rompe a cantar. El retoño aprende a caminar por la hierba antes del regreso del otoño. Va a la piscina de bebés al aire libre. Conoce el mundo desnudo y en flor.
Parece algo muy deseable y no debería extrañar a nadie. Ni siquiera hay quien lo discuta.
Viggó desembarcó, cogió a su hija en brazos, le hizo el caballito sobre las rodillas, le quitó el vómito de los muslos y luego se embarcó otra vez, o se fue con sus putas, lo uno por lo otro. Los portugueses no habían encontrado ni un pez, pero como él cobraba por asesorarlos y había ido en su temporada libre, ese hecho no afectaba a sus ganancias, que eran ingresos extra; Viggó había perdido ya la capacidad de decir no al dinero cuando Lotta le informó de que estaba esperando —no solo por Ilmur, pero perdió el deseo sexual hacia «la madre»—, de modo que tuvo que consolarse en Kjalarnes con una querida, que costaba lo suyo, y ahora tuvo que hacer dos mareas seguidas con Herdís de Akranes, lo que duró los dos meses siguientes, con una breve parada, como llevaba haciendo más o menos en los tres últimos.
No se hablaba de relaciones de cama con mujeres que apenas conseguían levantarse sobre las dos piernas después del parto en ninguno de los libros que tenían en la casa de Snorrabraut, y, naturalmente, Viggó no estaba necesitado, con todas las mujeres que tenía, y solo Dios sabe si Lotta estaba necesitada o no, pero alguna necesidad debió de haber porque, cuando Viggó se volvió a marchar al día siguiente, Lotta estaba embarazada de Davíð Uggi, y Viggó se enteró por un mensaje justo antes del siguiente periodo de libranza, y al saberlo se presentó de inmediato para otra marea y no se le vio el pelo en cuatro meses, con excepción de algún día suelto. En esa época no existía el túnel de Hvalfjörður y para viajar entre Akranes y Reikiavik había que tomar el ferri Akraborg y, si desembarcaba tarde, se tenía que quedar a dormir en Akranes, igual que, casi sin excepción, el día antes de hacerse a la mar, y otras veces más para el «mantenimiento del buque», como lo llamaba él con un juego de palabras muy hábil, porque en esos días se dedicaba a follar con la mantenida. «El capitán tiene que ser el primero a bordo. Sin excepciones», decía cuando Lotta protestaba. Había tantas cosas que las mujeres eran incapaces de entender.
La primera cosa memorable que hizo Ilmur en la vida, cuando por fin se encendió la luz en su cerebro —llegó la primavera y vio el mundo florecer—, fue, como queda dicho, mirar a su madre embarazada, nada más nacer ella. Lotta Manns fue engordando como manda la ley, caminaba con andares de pato y se dejaba mimar por sus amigas. Estaba de un humor un tanto raro, que oscilaba entre los accesos de llanto y una determinación rocosa, tenía antojos de cosas raras a horas extrañas del día y le salieron edemas y ampollas, olía a queso viejo, a arenque rancio, a bandeja vieja con trozos de tiburón fermentado, ya sabéis cómo es eso, cuando no olía a mañana de primavera o incluso a cerdo confitado de Navidad, se odiaba a sí misma y pensaba que la vida era un maratón de danza sobre rosas, sobre espinas de rosas, etcétera, etcétera. Todo en perfecto acuerdo con el bendito libro.
Ilmur tenía cinco años, como mucho, cuando Lotta le pidió por primera pero no última vez que, por lo que más quisiera, no le enseñara el gusarapo a nadie. No tenía ocasión de hacerlo, Ilmur no lo había hecho nunca, no se dedicaba a jugar a los médicos con sus amigos ni nada de eso, y probablemente, Lotta solo quería evitar antes del parto, simplemente evitar, prudentemente, que pudiera llegar a suceder que la niña se pusiera a hablar con otras personas, sin darse ni cuenta, sobre sus genitales y se descubriera la anormalidad de la familia, porque era culpa de la madre, fueron sus hormonas las que dejaron a Ilmur en ese estado. No se avergonzaba de su hija, se avergonzaba de sí misma, de haber fracasado, le resultaba embarazoso y no quería verse en la tesitura de tener que explicar nada, pero le pasó el tema a Ilmur. «Tampoco nosotras hablamos de los genitales —le dijo a su amiga Halla cuando se lo preguntó—. ¿O es que tú vas por la ciudad hablando de tu coño?».
A Ilmur, aquello le importó un pito, no le afectó en lo más mínimo. Muchas personas trans estaban destrozadas desde que llegaban al uso de razón, pero Ilmur no era así, ni lo es, nunca lo ha sido, era de constitución demasiado fuerte, demasiado madura, siempre jugaba con lo que le apetecía y se vestía con lo que le apetecía y se comportaba como le parecía, no entendía ni entiende ahora a quienes no lo hacen así, no era nada complicado, era la gente quien lo hacía complicado.
Ilmur no habría dejado de hablar del monstruo con Lotta, ella no tomaba decisiones por su cuenta por vergüenza ante los demás, pero prefería callar, se preocupaba de que no se le viera mucho en la ducha después de clase de natación en la escuela primaria, no se ponía pantalones demasiado ceñidos como para que se notara el gusarapo y no hacía alardes. No sabía por qué era así, y solo quería guardárselo para ella. Era asunto suyo.
Pero lo dicho. No vamos a correr, no tenemos ninguna prisa, la historia va saliendo a la luz poco a poco, escribe elle bostezando, aunque aún quede la eternidad de la noche.
Hans Blær Viggósbur
Samastaður. ¿Basta con que haya paredes, o además hay que descubrir lo que se puede hacer con esas paredes? ¿Acumular energías, lograr seguridad y crearse el objetivo de enfrentarse al mundo de paredes afuera para que rijan en él las mismas leyes que de paredes adentro? ¿Aprender a navegar entre Escila y Caribdis, aprender a sujetarse para mantenerse a flote, para vivir la vida libre de cinturones de seguridad, safe-spaces, wingwalkers, transmisores de emergencia y otros recordatorios de la muerte?
La muerte no es algo que haya que temer. El sufrimiento no es algo que haya que temer. No hay que temer nada, excepto la cobardía y las palabras de los lacayos exigiendo seguridad sin fisuras. Los conflictos son instructivos. La violencia es una parte de la vida de la que nadie querrá carecer cuando llegue el momento decisivo, excepto quizá quienes nacen bajo un ala protectora, universitarios mimados que se fijan un microscopio en la jeta para analizar hasta los más mínimos defectos del mundo, porque creen que la vida no tiene categoría. Y claro que no tiene categoría. La vida de esa gente carece de cualquier conflicto auténtico, así que tienen que crearlos. Buaa las tipas que están de permiso maternal no reciben suficiente subvención. Buaa a los niños de las plantas de neonatos les dan pañales rosas y azules GRATIS. Buaa las chicas que van solas por ahí de noche tienen miedo de que venga el perverso hombretón blanco y les enseñe la polla. Bua y más buaaa. Es muy difícil existir, es un milagro que esa gente no se asfixie simplemente al intentar aspirar oxígeno.
Nadie quiere reconocerlo, pero todos sabemos que la mayoría de nosotros no estamos dispuestos a aceptar oposición de ninguna clase. Somos blandos. Somos perezosos. Cedemos ante la menor presión. Nos escondemos en cuanto alguien enseña los dientes. Muy pocos de nosotros somos capaces de mantener en serio un diálogo con el mundo, de pelear. Seguramente nuestras aptitudes físicas, cada vez peores, tienen mucho que ver con eso. En el fondo somos como otros animales, pero nuestras condiciones de vida hacen que tengamos músculos fláccidos y huesos quebradizos, somos rígidos y lentos. Y entonces nuestro cerebro nos dice que hagamos lo único que le parece razonable: buscar escondites y gemir suplicando ayuda a quienes no son igual de rígidos, miserables y quebradizos. ¡Ay, en mi casa hay tanto moho que no puedo respirar! Como si las condiciones hubieran sido mejores en las viejas granjas de turba. ¡Ay, me resulta muy difícil contraer compromisos porque mi papá no me mostró suficiente afecto! ¡Buaaa! ¡Todas las noches me duermo llorando porque una vez en el colegio me metieron mano una noche de vídeos y no conseguí decir no! ¡Es que no pude! ¡Me bloqueé!
Hace 22 h y 33 m. 442 likes. 303 comentarios.
HANS BLÆR
Me duermo sole y me despierto sole, escribe elle, se levanta y vuelve a sentarse, completamente despierte, aunque ya ha empezado a anochecer. Dormir sole no es una norma. Elle no vive la vida según las normas. Es una preferencia. La eligió elle. A decir verdad, le da igual si duerme abrazade a alguien o no. Probablemente sea toda una «experiencia» para la persona en cuestión y a elle no le hace ningún daño. Pero está totalmente determinade a despertar sole. Eso es innegociable. Elle no tiene sueños románticos sobre una persona amada que se levanta y prepara café, va a la panadería a por cruasanes recién hechos y a llevarle el desayuno a la cama, o que le despierta haciéndole sexo oral. A elle no le interesa, beber y comer en la cama es pura desidia, y la sexualidad puede ser más emocionante que eso. Cuando ya no puedes entrar en los genitales de otra persona como en una juguetería —como ha sido durante un tiempo—, enseguida pasa a ser tan emocionante como cualquier mierda producida en serie. Vibradores recubiertos de piel para meter por pliegues carnosos con agujeros. Elle busca algo más auténtico. Elle no practica el sexo sino para desgarrar elle misme la carne viviente. Y nadie empieza el día haciendo eso.
Si quieres despertar sole, lo más práctico es dormirte sole. Nunca hay que confiar en que podrás echar a alguien que se ha quedado dormido. A elle no le engaña su naturaleza, y su naturaleza es la libertad. Pero elle es un hombre práctico —cuando no es una mujer práctica— y prefiere anticiparse a las cosas.
Despierta con la cabeza despejada, decidide y cansade, y empieza poniéndose cara, una de sus caras. Eso es una norma. No la estableció elle, y no tiene por qué someterse a ella, pero es así, sin discusión. Primero se pone la cara, luego se pone bata y zapatillas, va al descansillo y baja las escaleras. Desde la planta baja se accede a la cocina de Joe & the Juice. Allí compra té rooibos, batido de espinacas y jengibre, y un sándwich de atún y jalapeño. Da propina al empleado —Andreu, Torfi o Sigurjón, en ocasiones algún contratado temporal—. Sabe que en Islandia no se da propina, pero elle no vive la vida según las normas. Elle misme decide lo que quiere y lo que no quiere. A elle no le importa un billete de cien coronas más o menos, aunque tampoco servirá para hacer milagros en la economía doméstica de Andreu, Torfi o Sigurjón, según el caso, pero los pondrá de buen humor. Con el billete de cien coronas está diciendo: vosotros sois especiales. Y también: vosotros me otorgáis un trato especial. Os preocupáis de que esté abierta la puerta trasera y no me importunáis con cháchara innecesaria si estoy recién despertade y no me interesa lo que digáis, pero sois superconscientes de mantener conversación conmigo cuando estoy feliz y parlanchine. Además, a veces, en su honor, hasta apagan la música que inunda el local como una resonante oleada cancerígena.
Vuelve a subir de puntillas los escalones de madera. Su apartamento consiste en un único espacio, aparte del cuarto de baño. La pared consta de ocho paneles cuadriculados de cuatro metros de altura —disfruta de vistas a la zona portuaria, el monte Esja y el edificio Harpa—. Hay escaleras de roble que conducen al piso superior, a la izquierda, donde duerme, y debajo está el cuarto de baño. A la derecha está la cocina americana y una mesa de comedor, aunque elle come siempre en la esquina izquierda, cerca de la ventana, donde tiene el ordenador de sobremesa sobre una mesita de bar. Todas las paredes están pintadas de negro.
Después lee las noticias y se informa. Huye del algoritmo prefabricado y busca opiniones más que likes, si hay opción —la belleza de la muchedumbre, donde pueden florecer mil flores—. Le fastidia que un bienintencionado programador de Chicken se filtre para sí mismo alguna verdad aprovechable, algo de lo que pueda escandalizarse el unísono coro de borregos que el algoritmo sitúa más cerca de elle. Fastidio, odio, desprecio, deshonor y vergüenza. Todo el espectro de sentimientos.
Elle utiliza la misma táctica, ya que no es mejor engañarse a sí misme que dejar que otros lo hagan. Si alguna opinión le parece demasiado ridícula, si apacigua su bondad innata, pasa enseguida a otra.
Un ejemplo.
¿El sistema de cuotas de pesca tenía alguna función que no fuera reprimir la naturaleza humana? ¿No estaba destinado el ser humano a vivir en la tierra y a morir después? ¿Tenía que arrastrarse por el mundo como una mendicante serpiente sin piernas, dejándose arrastrar por la vergüenza luterana en vez de por su natural deseo de las cosas buenas de la vida? ¿O debería alabar el sistema de cuotas como maximización del beneficio, de ese magnífico arte del cálculo de los expertos en administración de empresas que fueron capaces de transformar una simplísima ecuación, unos trazos sobre un papel, en imaginarios peces no pescados en el océano de queso y champán de las orgías de Garðabær? Quizá lo mejor sería no pescar ni un solo pez, ¿no era cierto que el noventa por ciento de las capturas se las comían los pobres? ¿No podríamos contentarnos simplemente con perseguir algún que otro bogavante de paso, con vino blanco, y dejar que los duchos en aritmética borren del mapa las aldehuelas salvajes?
O bien:¿A alguien se le pasó por la cabeza, realmente en serio, que las mujeres que han acusado a Harvey Weinstein, el canalla más famoso de la historia de la humanidad, iban con él para «hablar de su carrera» o «repasar un guion»? ¿No iban sencillamente para que se las follara a cambio de éxito y fama, acaso no es una transacción ventajosa? Que cambiaran de opinión en medio del asunto, cuando el ballenáceo corpachón de Harvey apareció debajo del albornoz —y un falo desproporcionado con forma de gamba con una boca cual manguera de bomberos, indigno de un bellísimo coñito hollywoodiense, suave como la seda y de entrenados músculos—, no es más que otra historia, mucho más trágica, en la que elle no quería tomar partido.
Sin embargo. ¿No fue divertido también ver cómo se encogía el falo una vez reveladas las más profundas perversiones? Ansias desmesuradas guardadas en el corazón, comentarios idiotas a los que dejaban volar cuando creían que no había nadie escuchando (y, naturalmente, nunca se les ocurrió pensar que los pobrecitos agujeros de las tías fueran capaces de hablar en voz alta). Nada bajo el sol es más bello o más entretenido que la venganza. Y cómo resplandecían las tipas cuando vieron estallar en llamas los resecos bosques de la patria —uno tras otro— y el mundo se hizo llamas como una supernova en una vía láctea habitualmente oscura. Mirad sus ojos, mirad cómo suben y bajan los pechos de esas valquirias del futuro, y decid si no os pone un poco cachondos. En el mundo no hay nada más follable que una mujer furiosa.
Y otro más:
¿Las mujeres tienen sueldos más bajos porque los varones las odian o porque ellas tienen otros valores biológicos que las llevan a elegir trabajos menos valorados por el mercado, porque no es el mercado quien les paga directamente? ¿Las lesbianas resultan especialmente incapaces para luchar contra las ciberagresiones o, por el motivo que sea, están más dispuestas que otras personas a dejarse agredir, para obtener así a bajo precio la compasión de una sociedad cabrona? Ya me entendéis. Es complicado. Solo hay que tener los ojos abiertos, tener muy en cuenta que la verdad no es, a fin de cuentas, la primera idea que se nos pasa por la cabeza.
Por la naturaleza misma del tema, no le corresponde a elle ofrecer respuestas —elle no es más que un cabrón o un bombón que se está comiendo un sándwich de atún junto al ordenador de su salón—, pero se siente como si tuviera la obligación de reflexionar sobre el tema desde los dos lados, sobre todo cuando hay más de dos. Lo cierto es que solo trabajan quienes lloriquean más fuerte. No tiene por qué salir gratis el ser súbdito de una sociedad democrática en el siglo de la información.
Pues eso.
Así serían las cosas en un día normal. En un día normativo, no es que haya días que sean del todo normativos, pero ya entendéis. Esta mañana, elle no despertó sole ni en calma, sino perseguide por todas las autoridades importantes de la sociedad: delincuentes, policía, medios de comunicación y todos aquellos con quienes había alcanzado la fama a base de mirarlos a los ojos desde que salió del seno de su madre hace 34 años, así como sus conocidos, parientes, amigos y enemigos. Y ni siquiera ha bajado a Joe & the Juice. Esto pertenece a otra historia, es obvio, estas cosas no suceden en el vacío. Empezaremos por el principio, escribe elle. Ya me perdonaréis si somos demasiado francos y os borraremos solo si sois más susceptibles de lo debido. Jesus saves y todo eso. Ahora pondremos las cartas sobre la mesa.
Era por la mañana y, como ya se ha dicho, estaba despierte, escribe elle una vez más en las páginas crema, a la luz parpadeante de una vela, como un malhechor cualquiera del siglo XIX. Nunca miraba la agenda hasta que había terminado el desayuno. Daba igual la hora que fuera. El día empezaba cuando elle estaba dispueste para el día, no al revés. Las normas son para los siervos. Primero dormía hasta que despertaba y luego se tomaba el tiempo necesario para ponerse en marcha. No hacía nada útil si no estaba bien despabilade, a menos que la sangre fluyera por sus arterias y sus pensamientos ardieran. Pero ¿algo útil? Elle no estaba aquí para ser útil. Los siervos existen para ser útiles. Hans Blær existe por gusto.