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Los animalitos de circo eran un grupo de niños y niñas que hacían lo que fuera para divertirse ellos y divertir también a los adultos, soñaban con llegar a ser humoristas profesionales, y el nombre no fue cosa de usted, sino de alguien de algún sitio de la ciudad. Al principio usted se lo tomó muy a mal —su hija no era un animal de exposición, aunque más o menos podía decirse que de vez en cuando la exponía ante otros—, pero acabó por conformarse, pensando que sería perfecto como forma de describir esa idea fija. Probablemente, tampoco les habrían puesto el nombre con mala intención. En cualquier caso, los animalitos de circo estaban muy bien vistos en todo sitio donde se presentaban, se tratara de festivales de curso, la escuela de música o las clases de baile.
¿Qué habrá sido de ellos? Un día dejaron de venir, sin más, y aunque usted supo algo de ellos de vez en cuando mientras Ilmur asistía a la escuela, eso fue hace mucho tiempo.
Postura del niño
Tampoco eran así. No fue hasta más tarde cuando su hija empezó a comportarse así. Usted recordaba, sin duda, una ocasión en que ella y sus amigos estuvieron haciendo un trabajo en el colegio para los días temáticos. El trabajo era sobre Tanzania y todos se disfrazaron con faldas de paja, fabricaron joyas primitivas con briks de leche, cuerdas de pescar y cierres de plástico de bolsas de pan, y se pintaron la cara de negro. Eso no habría parecido nada correcto hoy en día —aunque a Hans Blær le pareciera evidente, elle distribuyó en internet fotos del número circense, fotos que usted recibió con toda ingenuidad, eran fotos de su niña disfrazada—, pero es que eran otros tiempos. Todos éramos mucho más ignorantes a principios de los años noventa. Y más inocentes. Usted tampoco oyó que los niños negros de la escuela se lo hubieran tomado mal. De modo que quizá no era más que una broma inocente.
Hoy día, los padres serían los primeros que lo considerarían ofensivo, y los niños se habrían dormido llorando, porque los niños lo comprenden todo a través de sus padres. Los niños verían a sus padres ofendidísimos, se quedarían de lo más extrañados y avergonzados, y empezarían a tener miedo ellos también.
Usted no tenía ni idea de lo que debía sentir en esos momentos. A veces tenía la sensación, sencillamente, de que la sociedad había decidido marginarla también a usted. Al menos, no había nadie que le diera pista alguna de si había comprendido las cosas «correctamente» o si las había aceptado sin más, hasta que las cosas fueron engordando hasta estallar con la siguiente «revolución». Hacía tiempo que usted había dejado de aprender nuevas leyes morales, eso no significaba nada, no era cosa suya, y muchas veces simplemente deseaba que el mundo hiciera una pausa mientras usted tomaba aire.
Además, usted tenía otras cosas en que pensar. También usted necesitaba vivir la vida.
Nunca llegó a saber qué hizo Hans Blær que le hicieran en Bangkok, igual que lo ignoraba el resto de la gente, y tampoco le importaba. No había que estar siempre metiendo las narices en la ropa interior de otras personas.
Postura del perro boca abajo
Estabais cada una en su esterilla con las manos apoyadas en el suelo, las piernas abiertas y el culo subido, y lo apretabais al ritmo de las indicaciones de la gurú Guðlaug.
Tenía usted la sensación de que allí dentro todas estaban pensando en usted. La gurú Guðlaug repetía una y otra vez que teníais que «vaciar la mente» y «dejar que los pensamientos fluyeran hacia el río del tiempo» y que aquel «no era lugar para las preocupaciones cotidianas» y cosas semejantes; Hans Blær se cernía como un íncubo por encima de todo, pero nadie podía decirlo en voz alta. No solo porque nadie sabía cómo expresarlo en palabras —ni siquiera usted, aunque le habría gustado romper aquel silencio—, sino también porque estaban en clase de yoga y allí regían ciertas normas de conducta. Si alguna de vosotras fuera Hans Blær, tal vez no importaría, elle desprecia todas las normas de conducta, pero ninguna de vosotras se acercaba ni lo más mínimo a ser Hans Blær, y por eso nadie decía nada. Usted notaba cómo se iba cargando el huracán en la habitación y cómo formaba un torbellino sobre vuestras posaderas en pompa. Usted sentía deseos de someterse, pero no de dar explicaciones, y no hizo nada. Usted era demasiado tímida para someterse. Se avergonzaba demasiado.
Con todo lo creativa y divertida e imprevisible que era Ilmur de niña, al poco tiempo de acabar la escuela elemental se volvió una persona realista furiosa y una agitadora sin freno, las dos cosas a la vez, sin que entraran en conflicto entre sí. En cuanto empezó la secundaria fue como si ya no aguantara estar con los demás animalitos de circo, que dejaron de ir de visita, y buscó nuevos amigos. Usted no supo nunca lo que sucedía entre ellos, pero, durante unos años, Ilmur estuvo como aislada. En los años del bachillerato se fue profundizando aún más la fractura entre ella y su entorno —sus amigos y sus compañeras de instituto mantenían (a juzgar por lo que decía ella misma, usted nunca conoció a ninguna de esas personas en los diez años de instituto) puntos de vista más progresistas que ella en cuestiones internacionales, y todos se convirtieron en una especie de radicales de izquierda—, siempre protestando contra las guerras de Irak y Afganistán, Bush o la OTAN, y celebrando reuniones para honrar la memoria del Che Guevara.
En el colegio, Ilmur apretaba los dientes y callaba, pegaba la cara al brik para beber el batido de cacao, se desahogaba después del colegio y saliendo de marcha los fines de semana, pero luego volvía a casa y le soltaba a usted un chorreo durante la cena. ¿Esa gente no se había enterado de nada? ¿Cómo podían ser tan asquerosamente superficiales? ¿Por qué creían que solo los izquierdistas tenían derecho a organizar la moral del mundo? ¿Por qué se enfurecían con la violencia de Pinochet, pero les resultaba indiferente la violencia de Fidel Castro? ¿Por qué los sufrimientos de las mujeres —por ejemplo, las violaciones— eran mucho más importantes que los sufrimientos de los hombres —por ejemplo, el suicidio—? ¿Por qué su propia justicia les parecía mucho mejor que la justicia de otros? Era imposible opinar algo distinto que ellos, ¡imposible! Simplemente te hacían callar soltando barbaridades y llamándote mala persona. Por llevar zapatillas Nike. Por afeitarte los sobacos. Por pensar que no estaba bien que Sadam Huseín gaseara a sus propios súbditos y que los talibanes tirasen ácido a sus mujeres y no les permitieran conducir coches. Por seguir las noticias deportivas. Por no querer leer No Logo y afirmar que Michael Moore quizá no era un buen ejemplo, porque ni siquiera era capaz de caminar bien con esa enormidad de grasa que tenía. Simplemente por hacer preguntas: nada alteraba tanto el resplandor de la justicia como las preguntas simples. Y siempre hacían como si fueran ellos las auténticas víctimas. Probablemente, las peores. Acosaban a todo el mundo —tiraban huevos contra las casas de los que estaban en desacuerdo con ellos, reunían firmas, quemaban fotos, levantaban puños, empujaban y exigían que les pidieran disculpas— y luego se enfurecían, indignados, si alguien se atrevía, simplemente, a regalar a sus hermanos o hermanas pequeños un jersey del color equivocado (¿Qué clase de bárbaro regala un jersey rosa a una chica? ¿Por qué no venderla directamente a una incubadora de esclavas del patriarcado?). Y que Dios proteja a quienes se burlaran del grupo. Los despellejaban.
Le duelen los muslos; respira hondo y cierra los ojos. El mundo explota dentro de su mente.
Dentro.
Fuera.
Dentro.
Fuera.
Usted no tuvo nunca ideas propias sobre política, las copiaba. Su eslogan era siempre pensar sobre todo en quienes estaban más cerca de usted, preocuparse de que vivieran aceptablemente. Todo lo demás quedaba en segundo plano. Y tampoco se daba cuenta de que era muy importante quiénes mandaban en qué, pero todo eso acabaría, de todas formas, y la vida seguiría siendo tan jodida después como lo era antes. Las ideas políticas eran un privilegio de quienes no tenían muchas más cosas en que pensar, de jovencitos y universitarios. Usted siempre se había considerado abierta de miras y se había puesto el objetivo de inculcar a sus hijos la tolerancia y la paciencia frente al mundo. Pero no llegó mucho más allá. Usted jamás comprendió del todo qué recorrido seguía Ilmur o cómo recibía las ideas que usted le transmitía. Pero lamentaba que su hija no encajara con sus amigos, a muchos de los cuales conocía desde la guardería, y claro, estaba lo de los animalitos de circo, Ilmur dejó por completo de exhibir sus habilidades ante los invitados y se pasó años sin hablar al revés.
Postura del triángulo
Se oyó un extraño crujido en sus muslos y usted se estremeció un poco. A veces acariciaba la idea de que todo ese caos de género de Hans Blær no era más que oportunismo, que le proporcionaba a elle una cierta coartada y sucedía siempre en algún momento sospechosamente conveniente. Durante un tiempo, la buena gente no podía condenarle; elle podía ir mucho más lejos que esos obesos hombres enchaquetados que trabajaban en los bancos. Al principio, después de la operación, fue como si sus culpas se hubieran aplazado temporalmente. O como si se hubieran cancelado las deudas por exceder la línea de crédito, de modo que podía volver a empezar con una página en blanco. En todas partes surgían teorías sobre su conducta a lo largo de los años, disquisiciones de psicología analítica que partían de que su disforia de género y la vergüenza innata por su carácter intersexual le hacían incapaz de no sentirse ofendido por el mundo, hasta el punto de excluirlo. Como ya quedó dicho, todo es culpa de ella. Todo es siempre culpa de la madre. Las cadenas de Facebook eran interminables; las exclamaciones en Twitter, como si el mundo se hubiera rajado, y por primera vez desde que elle asomó la cabeza, parecía aceptable romper una lanza públicamente en favor de Hans Blær. No es que nadie lo hubiera hecho hasta entonces, pero eran solo trols de derechas, la gente incómoda, «la mala gente», mientras que ahora alzaba la cabeza la gente con convicciones morales, todos a la vez, para reclamar un «espacio» para Hans Blær; pedían comprensión y exigían que las cosas se situaran en el contexto adecuado. «Hans Blær es resultado de una sociedad cargada de prejuicios; nosotros, los hijos de una clase media blanca, heterosexuales e inocentes, debemos estar siempre prevenidos ante nuestros juicios sobre quienes están subordinados a nosotros en la sociedad nacional», escribió en Facebook, por ejemplo, un poeta con muchos likes.
Hombres burgueses de mediana edad se abalanzaron a sus blogs y preguntaron, tomando como base de apoyo principios bien asentados, si «la política identitaria» pretendía ponerlo todo patas arriba. Si la gente ya no era responsable de sus propias palabras y actos, sencillamente porque la identidad —ese nebuloso concepto neomarxista de los ciudadanos universitarios— la han borrado del mapa. ¿Por qué una persona trans tiene que pretextar una táctica defensiva —«solo estaba bromeando» o «soy acosado y perseguido, toda mi violencia es autodefensa»— que no estaba permitida a las personas cis, por muy poco educadas que fueran, ni a los desdichados en paro cuya única arma y protección en la vida era una red de comentarios, a menos que nos refiramos a la hora de los oyentes de la infame Radio Saga? Era cosa sabida que había que «promocionarse» —daba igual lo que uno pensara sobre las excepciones morales—, pero ¿acaso lo hizo Hans Blær alguna vez? ¿No se dedicaba Hans Blær, esa rata de alcantarilla de la libertad de expresión, más que a ninguna otra cosa, a denigrar a los más humildes? ¿Qué importaba, entonces, que elle no hubiera nacido en la clase más pudiente de la sociedad?
¿Qué diría toda esa buena gente cuando él avanzara la generalización de que nadie nace en un cuerpo equivocado, sino que todo es una elección de identidad sexual? Los más o menos heterosexuales, cisgénero, estudiantes universitarias, ¿tenían que presentar, frente a la experiencia vital de elle, el solo argumento de que ellas poseían una titulación universitaria que explicaba cómo vivía elle su propio caos sexual? ¿Qué tenía que decir la gente si él afirmaba que follaba a todos sus varones como mujer y a todas sus mujeres como varón, porque la homosexualidad era algo asqueroso? ¿Era simplemente una broma? ¿Y si elle se presentaba en una iglesia con una cruz en el pecho y plegarias en los labios y respondía a todas las preguntas sobre su relación con Dios con lo que parecía humilde sinceridad, hasta que le pedían que pronunciara el sermón del día y entonces aprovechaba la ocasión para insultar a la Iglesia, a la homosexualidad, a las religiones establecidas, a los discapacitados, a las mujeres y de vez en cuando hasta a Cristo mismo? ¿Para afirmar a continuación que elle estaba culminando la obra de Dios? Alargabais la mano hacia elle —el depredador que dirige el debate— y tan solo agarrabais el vacío porque elle no admitía ser nada de lo que era, y rechazaba el mundo como prejuicio o como corrección política vociferante. Se burlaba de las víctimas con los criterios de los actores y de los actores con los criterios de las víctimas, y si las carcajadas no eran suficientemente estruendosas, contaba entre lágrimas cuando abusaron también de elle, y en el mismo instante confesaba que probablemente elle también habría sido culpable de un sinnúmero de delitos sexuales, «pues el mundo es un valle de lágrimas de idiotas que se malinterpretan unos a otros con serias consecuencias, incluso en apenas tres segundos». ¿Qué haces entonces? ¿Qué respondes?
Usted no respondía. Usted mantenía la boca cerrada, respiraba y se estiraba.
Postura del guerrero
El guerrero. Usted no era un guerrero. Más aún, usted era bastante timorata. Cuando Ilmur estaba creciendo, usted no era de esas madres que se pasan día y noche encima de sus hijos para prohibirles que hagan cualquier cosa divertida, que coman cualquier cosa rica y que digan cualquier cosa interesante. Quizá habría debido ser usted una madre de esas, pensaba ahora, quizá habría sido mejor, quizá las cosas habrían sido diferentes. Al parecer, usted pensaba que sus hijos no podrían aprender nunca nada necesario e independiente. Que los dos necesitaban, primero de todo, aprender a cometer sus propios errores. Ahora sentía usted que los dos habían carecido de auténtica disciplina. Y además, pensaba que, sobre todo, usted no había sido una madre indulgente por decisión consciente, sino por dejadez. Y que esa idea era una justificación a posteriori.
¿Y Davíð Uggi? ¿Por qué no era él un sociópata? Davíð Uggi recibió exactamente la misma educación que Hans Blær y era muy considerado con todo el mundo. Estaba afiliado al Partido Socialdemócrata. Fregaba los platos, acostaba a los niños y telefoneaba con frecuencia a su madre. Nunca para contarle problemas.
Postura de la silla
Silla. Usted era una silla. Era una tarea familiar. Usted era una buena silla, aunque le dolieran las caderas y la rodilla por la postura. Era un acierto que sirviera de asiento. Estaba en consonancia con su propia identidad. No la derrota, sino que su tarea consistiera en mantener en alto a los demás. La silla no juzgaba. Simplemente, estaba. En ella se sentaban las buenas personas y las malas, y no hacía distingos entre unas y otras. Todos podían descansar sus exhaustos huesos. Nos sentábamos en sillas para alimentarnos, para estudiar, para socializar, pero la silla no tenía postura sobre cuál debía ser el alimento, el estudio o el carácter de la reunión.
Usted miró de reojo y vio que Marta tenía la mirada extrañamente perdida hacia el frente, aunque toda su atención estuviera dirigida, obviamente, hacia usted. No podía comprender cómo se daba cuenta, pero era así.
Postura del águila
En el mundo no había justicia. Nunca la había habido. No habíamos sido creados iguales y nuestras aptitudes eran distintas. Nuestras identidades —los grupos a los que pertenecíamos— eran celdas de una prisión y estábamos alerta para que nadie dañara el decoro fingiendo ser lo que no era. Y no sin malicia —al menos, no siempre—. Usted leyó en una revista semanal un reportaje sobre un hombre que había conseguido convencer a los productores de programas de entrevistas de que él era algo así como un virtuoso del yoyó. Luego se descubrió, en una emisión en directo, que era una auténtica calamidad en las artes del yoyó. Hacía girar el yoyó sin ningún control por encima de la cabeza y se golpeaba una vez tras otra en la cabeza y los genitales —se puso en grave peligro a sí mismo y a todo el estudio—. Alguien habría tenido que parar a ese hombre, pensarías tú. Alguien habría tenido que intervenir con severidad diciéndole: Tú no tienes ni idea de yoyó. Tienes que parar esta estupidez. No puedes decir que sabes jugar al yoyó cuando no sabes jugar al yoyó.
Probablemente, serviría de ejemplo. Usted trajo a la memoria que una vez leyó sobre unos médicos que trabajaban sin permiso ni formación académica, y lo mismo sobre unos pilotos de avión, y usted, como tantos otros, pensó muchas veces sobre toda clase de gente, inclusive periodistas y artistas, que eran puro fake, nada de lo que decían y hacían tenía relación alguna con la realidad en la que vivían. Pero no podía reconocer en usted misma ni falta de talento ni incompetencia, porque entonces se hundiría su mundo, pues este solo consistía en mentiras como esas.
Pero por algún motivo, lo del yoyó la desconcertaba a usted por completo. Era de una desvergüenza absoluta.
Postura del gato-vaca
Desde que Hans Blær salió del armario, estuvo jugando a dos manos con feminidad y varonía —vestía faldas de tul y pantalones vaqueros, se dejaba barba, se sometía a operaciones de aumento de pecho, a operaciones de reducción de pecho, se ponía ropa ceñida— y respondía a todas las preguntas personales de la misma forma: «Yo no te pido a ti que me dejes ver tu ropa interior, ¿no?».
Usted ni siquiera sabía que elle tenía pene hasta que lo mencionaron esta mañana en la radio (y a lo mejor ni ellos lo sabían). Solo después de la operación —Hans Blær no quería llamarla corrección de sexo, elle no podía hacer lo mismo que los demás, y decía que no podía corregir nada porque quien era libre no se equivocaba nunca— mencionó con frecuencia las dificultades físicas que habría padecido si hubiera tenido que transformar el fino gusarapo en una vagina normal.
—Pero tú tienes vagina… —decía usted sin entender más de lo que siempre era incapaz de entender.
—Sí, gracias a Dios —decía ella—. Lo que digo es si hubiera tenido que…
—¿Pero por qué es eso más difícil?
—Para hacer una vagina normal a partir de un falo, este tiene que ser grande. Preferiblemente, muy grande. Tan grande que llegue desde los labios hasta el diafragma. —Se puso el dedo índice en los labios y lo fue bajando lenta y tranquilamente hasta el ombligo—. De forma que si alguien te lo hundiera en el ano, te ahogarías con el glande. —Se cogió la garganta y aparentó que se ahogaba—. O más o menos. Por lo menos, cuanto mayor, mejor. Es la regla de oro. Hace falta mucha materia prima para construir una vagina normal. Este clitoritín mío no bastaría ni para construir un agujerito de la nariz de un bebé. —Entonces le enseñó a usted una película de hombres trans con falos artificiales y una bomba de erección en los testículos—. Mira, así se usa la bomba para levantarlo, ¡como si fuera la bomba de una bicicleta!
A usted, la bomba le recordaba más a un aparato de tomar la tensión. Usted intentaba fingir indiferencia cuando Hans Blær empezaba a decir obscenidades. Usted sabía que si mostraba alguna clase de turbación, elle se sentiría animade a decir más.
—Mamá, mira, te lo estoy enseñando.
Perro boca abajo (otra vez)
Propofol. Lo consultó esta mañana. No solo produce inconsciencia, sino también una especie de desaparición sin sueños. Ese era el medicamento que Michael Jackson recibió por vía intravenosa y que lo llevó a la muerte. El Propofol era uno de los anestésicos más habituales en la actualidad y no podía utilizarse, bajo ningún concepto, si no era bajo supervisión de un médico anestesista. El medicamento tardaba solo un instante en apagar al paciente —llevárselo de este mundo y sumergirlo en el vacío— y uno de los efectos secundarios más comunes era la parada cardiaca. De modo que no tenía que ser una sorpresa para nadie —ni siquiera para usted— que el uso de Propofol con fines recreativos era de lo más anómalo. Otro de los efectos secundarios más habituales era un bienestar profundo que invadía al paciente al regresar de las profundidades, y en algunos casos el medicamento provocaba también desinhibición y apetito sexual. Había casos en que los pacientes casi se abalanzaban sobre los anestesistas nada más salir del sopor, e intentaban violarlos. O al menos seducirlos, provocarlos sexualmente, hacerles proposiciones indecentes, tocamientos, miradas, usted ya había olvidado dónde estaban los límites. Pero, sobre todo, la gente buscaba la profundidad. La desaparición. El vacío. Hundirse en la oscuridad y poder olvidarlo todo. Se decía que era como si el alma se echara a dormir y descansara, para despertar renovada y fortalecida. Y despertaban alegres, según decían. Sin preocupaciones. Lo que no era poco.
Usted pensaba en la dulzura de la voz de Michael Jackson cuando hablaba. En la fuerza de la voz de Michael cuando cantaba. Cuando Ilmur tenía seis años, Michael era su favorito. El primer libro que leyó en inglés fue una biografía de Michael. Tenía la habitación empapelada con pósteres suyos. Los animalitos de circo competían por imitar su moonwalking y sus grititos de niña, se llevaban la mano al imaginario escroto y daban patadas en el aire. Eso era a principios de los años noventa. Ya entonces, usted se asombraba de cómo el mundo había perdido su inocencia —mucho tiempo atrás ya—, aunque no sabía lo que iba a traer el futuro.
En Misuri iban a ejecutar a un hombre con una elevada dosis de Propofol, pero la ejecución se detuvo en el último minuto porque tendría una influencia negativa sobre los intereses exportadores de los Estados Unidos, donde se producía el medicamento. Parecía pésima publicidad para otros usos del medicamento.
Probablemente, el caso de Samastaður no descolocaría al imperio, por muy fastidioso que fuera.
Postura de la muñeca de trapo
La chica que acabó en el hospital sufrió lo que se denomina «distonía», y en las descripciones en internet, usted pudo comprobar que se trata de una especie de ataque epiléptico. La distonía no es uno de los efectos secundarios más frecuentes del Propofol, pero figura en la larga lista de efectos secundarios probables e improbables. En Samastaður no parece que se produjeran los efectos secundarios más frecuentes —parada cardiorrespiratoria— o, si los hubo, sus consecuencias no se conocieron más allá de las puertas del centro. Usted pensaba que todo apuntaba a que Hans Blær tenía una idea bastante clara de lo que se traía entre manos. Que actuaba con prudencia y adoptaba todas las medidas de seguridad posibles.
No informaron de quién llamó a la ambulancia, pero la chica del hospital se llamaba Margrét algo. No recordaba su patronímico, y lo lamentaba. Habría querido saberlo. Querría decirlo en voz alta y clara para que el mundo se enterase de que a usted no le era indiferente su sufrimiento. Vivirá, dijeron los médicos en las noticias, y se recuperará por completo. No fue ella quien llamó a la policía, fue otra persona. Usted ignoraba lo que pasaba. La policía había convocado una rueda de prensa para la tarde y entonces quedaría todo más claro. Y seguramente mucho más tenebroso.
Postura de la montaña
Pero ahora estaba usted aquí. La espalda recta, los brazos a los costados, mirando fijamente al frente. Estaba al lado de la ventana, tan alta como una persona, por la cual podía ver el mar. ¿Siempre había sido tan grande? Detrás de usted había un grupo de mujeres que no podían dejar de mirarla. Dentro de su cabeza, el mundo bullía buscando un lugar por donde escapar, pero no había salidas, y usted sentía cómo los nervios de todo su cuerpo habían empezado a abrasarse por el estrés. Respiró hondo e intentó no perder el conocimiento. El cansancio se estaba apoderando de usted.