Illska

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Otto Rahn, medievalista y oficial de las SS, visitó Islandia en el año 1936. Era un hombre hambriento de aventura y viajó por el mundo entero. Se le ha mencionado muchas veces como el modelo más claro de Indiana Jones (aunque los productores de sus películas lo niegan, como sería de esperar).
Otto Rahn describió su estancia en Islandia como sigue:
«Estuve casi al borde de la enajenación mental. Pero ¿por qué? Había soñado con este país de cuento, y de pronto me encontré en un país sin cuentos. La inacabable soledad de esta isla desolada en el último confín de las tinieblas del mar helado se adueñó de mí con poderoso abrazo. […] Quise «volar» como Lucifer, pero me mareé. Dondequiera que fuese, dondequiera que me detuviese, pensaba y reflexionaba: todo me atraía hacia aquí durante años. ¿Son estas las playas de Islandia? ¿Es esta la isla de Thule, por la que Piteas puso su vida en peligro? […] Lo que me rodea es una realidad horrible y despiadada. Ni un árbol, ni un bosque, ni una flor, ni un campo cultivado. Casuchas miserables, construidas sin pies ni cabeza, unas sirven de oficinas, otras como tiendas de modas, otras son redacciones de periódicos, cinematógrafos. Todo produce la impresión de algo aberrante, desarraigado, de algo que llegó a ser como es sin que nadie lo pretendiera».
***
—Lo cierto es que todo está lleno de violadores y camellos —dijo Jónas.
Agnes se reprimió para no escupirle a la cara, para no arrearle una bofetada, se contuvo (intentaba que el desprecio no la enfureciese, para poder sacarle algo).
—La gente honrada prefiere no salir de casa —continuó él—. No se dedica a joder a los demás. La gente honrada quiere vivir con su familia. Pero tampoco es eso solo —añadió—. No solo la droga y la violencia. Sabes, cuando oigo a los tailandeses esos intentando hablar islandés, ya sabes, en una tienda o así. Quinsimil colona, o quieles bosa o algo por el estilo, ya sabes, esa mierda, esos putos ruidos que nadie llama islandés menos quizá esas tiparracas de la Casa Internacional, que tienen todas el cerebro lavado. Cuando oigo a esas tías intentando hablar islandés, me dan ganas de vomitar. Sé que suena jodidísimamente mal, pero es verdad. ¿Cómo se puede estar al mismo tiempo orgulloso de la propia herencia y dejar que alguien la maltrate de semejante forma? Y quiero decir que ¿es que no importa nada estar orgulloso de los propios antepasados? Eso es totalmente antinatural. Se me revuelven las tripas. Esto no puede seguir así si esa gente y yo compartimos el mismo espacio. Y yo llegué aquí primero. Mi vida está aquí. Tengo todo el derecho a vivir mi vida. Yo pago impuestos. Mis padres pagaban impuestos. Y sus padres. A lo largo de muchas generaciones, hemos estado viviendo en este país. Y uno ya ni siquiera puede entender a las cajeras del supermercado. Eso es todo menos normal.
***
Y eso, qué. Por supuesto, la historia del amor de Hitler hacia los islandeses no dice nada sobre los auténticos intereses del Führer, sino que es mera copia exacta de la imagen que los islandeses tienen de sí mismos. Es la mirada del gran Otro, que ve una prueba en este orgulloso grito de guerra. Y es que la idea de que el Führer pudiera pensar que una pequeña colonia danesa de sojuzgados campesinos, al norte del océano, fuera un ejemplo destacado de la raza aria es simple y llanamente una estupidez. Claro que Islandia fue un punto de gran importancia táctica en la segunda guerra mundial, pero los islandeses no lo fueron nunca. Islandia era un aeródromo en mitad del Atlántico, pero no una cumbre de la poesía ni de la bravura —ni sangre pura ni límpido ideal.
***
—La gente piensa que no somos más que unos pobres miserables —dijo la chica en voz baja, como si le diera miedo que la oyeran. Se llamaba Sólveig y probablemente era la única allí dentro que no estaba borracha. Ni demacrada. Tenía el pelo rubio (teñido) y dedicaba todas sus atenciones a la misma cerveza desde que Agnes entró en el local una hora antes—. No somos unos miserables, no somos pobre gente. Bueno, quiero decir que sí, claro, vaya, quizá no tengamos unos títulos universitarios de narices… Yo «solo» soy maestra de educación infantil. Y Siggi es «solo» maquinista. Por desgracia, no hemos hecho esos cursos de palabrería barata. Nada de teoría de género ni filosofía barata. Somos gente práctica y hemos aprendido cosas prácticas. Pero los medios de comunicación hablan de nosotros como si fuéramos tontos. Por eso hemos dejado de hablar con los medios.
—¿Yo no soy un medio de comunicación? —preguntó Agnes.
—¿No estás escribiendo una tesis?
—Sí.
—Pues eso no es más que palabrería barata. Lo que quizá sea mucho mejor, en realidad no lo sé. Pero tú no vas a poner una foto nuestra en la portada de DV con un titular diciendo que pensamos que los negratas son idiotas.
—¿Y no pensáis que los negratas son idiotas?
—NO. Bueno. No tienen las mismas capacidades. O no les valen para este país. O algo así. Sabes perfectamente lo que quiero decir.
—¿Qué negratas?
—Bah, todos los negratas.
—…
—Ya me has liado.
***
Durante casi mil años, los islandeses tuvieron tan poca relación con el resto del mundo que no se les mencionaba más que como moneda de cambio en la política internacional de los países nórdicos. Pero la confianza de los islandeses en sí mismos hizo que eso los dejara indiferentes, porque son totalmente inasequibles a la burla. En las mentes y los corazones de los islandeses nunca ha habido espacio para otra idea que no fuera que ellos son los mejores del mundo. En lo que sea.
***
Poco antes de medianoche, Agnes se fue del club, cogió el coche y se marchó a casa. Al llegar, se quitó los zapatos, cogió el portátil y se metió en la cama completamente vestida. En Facebook no había nada. O casi nada. Claro que estaba rebosante de vida, de películas en YouTube con gente haciendo volteretas en bicicletas y de caballos tocando el piano. Enlaces a publicaciones académicas y propaganda política, fotos de niños y promesas de corrección y mejora: hacer más footing, hacer más bizcochos, dedicar más tiempo a la familia y, sobre todo, pasar menos tiempo colgados de Facebook.
Es que todos eran tan listos. Sus fotos, tan perfectas. Agnes había leído en algún sitio —en algún sitio, pero ¿dónde?— que en Facebook la gente era totalmente distinta a como era en la realidad. Los insolentes y listos (en Facebook) eran tímidos y reservados (en los bares). Los guapos (en Facebook) eran más gordos, sudorosos y sucios (en los bares). Facebook era fruto de la imaginación. Una pura y simple cáscara, decían los críticos. Pero Agnes pensaba entonces si la realidad no sería también un fruto de la imaginación. Pura apariencia. Meras poses y postureos. Desde los tacones altos que no aguantaba pero que le encantaban, a los vestidos elegantes. ¿Y qué decir de la silicona? ¿Y de esos punks escrupulosamente harapientos o de los que eran listos en la realidad? ¿Era más real ser listo en un pub que ser listo en Facebook? ¿Era más interesante ser guapo en un baile que ser guapo en internet? ¿Por qué? ¿No nos pasaba a todos, que no éramos más que una cáscara?
¿Y qué significaba la cáscara del club ese, las cruces solares y las gamadas? ¿Qué intentaban comunicarle al mundo? Casi creía que estaban pidiendo que los sacrificaran. Puso el documental Männer, Helden und Schwule Nazis, sobre los nazis homosexuales de Alemania, colocó el ordenador a su lado, en la parte vacía de su cama de matrimonio, y se echó el edredón por encima de la cabeza.
***
El amor de Hitler por Islandia se convirtió en desamor porque los islandeses eran demasiado buenos para él. Eran una raza demasiado mezclada, y por eso eran los mejores. La mejor de las razas. No como esos arios asquerosos de sangre pura.
¡A la mierda!
***
Agnes despertó en una clase sobre los bombardeos de Dresde. Se había quedado dormida. Con todo el estruendo. Sintió deseos de levantar la mano y preguntarle al profesor qué había sido de la ciudad. Si aún seguía allí… Si las casas eran las mismas u otras nuevas. Copias construidas a partir de las ruinas originales, o simples fachadas de casas de nueva construcción, como en Danzig. Perdón, quise decir Gdansk.
La obscenidad: tres mil novecientas toneladas de explosivos. Treinta y nueve kilómetros cuadrados destruidos. 39 000 000 de metros cuadrados (lo que corresponde a la superficie que ocupa medio millón de viviendas unifamiliares de tamaño grande). 3 900 000 kilogramos de explosivo. Eso hace en torno a 10 gramos de explosivo por metro cuadrado.
¡10 gramos! ¡Eso no es nada!
Y, sin embargo, fue suficiente para borrar del mapa esa parte de la ciudad. En la posición de Dresde en el mapa tendría que haber un vacío, pero no lo hay. Dresde es una ciudad fantasma. Como Disneylandia. Con la diferencia de que la gente de allí tiene las cabezas más pequeñas y la entrada no cuesta ni un céntimo.
El profesor terminó la clase recordando a los estudiantes que no se podían comparar los bombardeos de los Aliados con el Holocausto, y luego los dejó libres para el rato de descanso.
CAPÍTULO 5
—Cuando se prendieron las cortinas —dijo Ómar, respirando hondo—, me senté en el sillón azul oscuro del tresillo y contemplé la casa quemándose a mi alrededor. ¿No te lo imaginas? Arañaba con las uñas de la mano izquierda la basta tapicería mientras miraba las llamas que devoraban con glotonería la tela de las cortinas, tragaban los parteluces de las ventanas y se extendían por el techo pintado de blanco. Mis pertenencias desaparecían una tras otra en el fuego, y con ellas los recuerdos, buenos o malos. Era la víspera del Primero de Mayo. La noche anterior al día de lucha del proletariado.
Juha asintió con la cabeza.
—No me precipito fácilmente a la hora de sacar conclusiones —prosiguió Ómar. De pronto, se sentía tranquilo—. Siempre he dividido el mundo en dos mitades opuestas: lo externo, que me provoca dudas, y lo mío propio, que me parece natural. Agnes era mía. La casa era mía. Yo era de Agnes y de la casa. Todo desapareció en la pira. Me tapé la nariz con la mano derecha. El humo que producían los tejidos sintéticos me producía escozor en los ojos. La tapicería barata se derretía, y ardían las prendas de ropa que nadie se había preocupado de recoger y colgar. Nailon, plástico, acrílico, poliéster. La pintura se chamuscaba y caía de las paredes. El fuego arrojaba cenizas y brasas que revoloteaban por el salón. El crepitar del fuego me resultaba tranquilizante. Sentía deseos de dormirme en el sillón. Nuestra casa no era un chalé unifamiliar de grandes pretensiones. No valía muchas de esas monedas islandesas decoradas con imágenes de peces. Aquella casa era una puta madriguera de ratones de mierda, un montón de mierda en la que se colaba el agua por todas partes, situada en una zona apartada, hacia la orilla del mar, de la avenida Sæbraut de Reikiavik. Nosotros no éramos ricos, solo unos pobretones oportunistas que nos lanzamos a comprar una casucha barata para tener jardín. Para tener sótano y desván, cuerda de tender y sitio donde plantar unas cuantas flores, cerca del centro, pero a suficiente distancia para que no nos molestara el jaleo: la aclamada vida nocturna de Reikiavik. Ese trasto de los cojones (perdona que no te lo haya dicho antes) era un anillo de pene. «Lo que se denomina anillo de pene». Un anillo salvavidas de goma para la polla. Fabricado para permitir a los varones prolongar la erección hasta el infinito y aumentar el placer de los dos. Hay que pasarlo primero sobre los testículos y meter luego el pene medio fláccido. Luego hay que esperar a que se ponga duro antes de ya sabes. Nunca había visto ninguno. Había oído hablar de ellos, había oído que alguna gente lo usa para pasárselo bomba. Por eso reconocí enseguida el trasto ese, aparte de que apestaba a sexo. Seguro que no lo habían lavado nunca. Los dos pequeños vibradores, que se podían quitar, tenían la función de estimular el clítoris de la mujer y los testículos del hombre. Ese modelo se podía comprar con un agujero especial para los testículos. Lo vi en internet. Y se puede conseguir en acero templado, pero a ese tipo de anillo no se le pueden acoplar vibradores. No se debía tener puesto más de media hora seguida. Y los que padecen enfermedades cardiacas no deben usarlo excepto con el visto bueno de su médico. Si no te lo quitas, se corre el riesgo de necrosis del falo. Y entonces tendrías que ir al médico a que te ampute el pene. Pero ¡ay! Mi vida no mejoró mucho después de prenderle fuego a la casa, aunque sí que sentí cierto alivio. Sería más exacto decir que el incendio me dejó descolocado, porque durante bastante tiempo después de que la casa se convirtiera en cenizas, toda mi puta existencia se quedó como aturdida. Como si no hubiera quemado la casa, sino que la casa se me hubiera caído encima. Era algo así como… una aberración. Aquello era algo tan… impropio de Agnes. No el adulterio en sí, sé que todo el mundo puede cometer adulterio, y siempre le pilla a todo el mundo por sorpresa, sino el anillo de pene ese. Agnes y yo teníamos una vida sexual, bueno, ya sabes, como de lo más normal. Por lo menos, de lo más normal. Estaba bien cuando lo hacíamos. Pero no usábamos huevos ni vibradores ni cajas de juguetes. Ni siquiera teníamos ropa interior elegante para esas cosas. A mí nunca se me ocurría meterle el meñique por el culo; ella no me lo pidió nunca y a mí no me molestó que no lo hiciera. Y eso. Bueno. Ay. Aquello fue demasiado. Debemos pensar que la acción liberadora que fue quemar la casa en realidad era exactamente igual de insoportable que mi vida en esa misma casa cuando estaba entera. Cuando una tragedia se calma un poco, empieza otra sin solución de continuidad. El anillo de pene, en sí, no era un juguete demasiado complicado, pero estaba destinado a hombres ya más adelantados en esas lides. Era brutal. Como si llevara marcado, sin dejar espacio alguno para la duda, que el pene de Arnór —porque ese anillo de pene tenía que ser suyo— era gigantesco. Que penetraba a Agnes con violencia, que la partía en dos una vez tras otra. Aullando de dolor y, al mismo tiempo, con un placer que Agnes y yo jamás habíamos alcanzado. Todo aquello era enormemente difícil. Esa. Idea. De mierda. Pero, naturalmente, no me daba ningún miedo el pene de Arnór. El pene nazi de Arnór. Igual que tampoco me daba ningún miedo que Arnór tuviera diez años más que yo. Los dos éramos adultos. No de veinticinco y de quince, sino de treinta y cuarenta. Nada de eso importaba. Pero Arnór se la había follado. Se había follado a mi mujer. No lo puedo expresar de ninguna forma que no dé la impresión de que Agnes es, en cierto sentido, mía. O que lo era. Eso es así. En cierto sentido, el caso es que sí que era mía. Y yo, suyo. Y ese gilipollas de nazi de mierda no tenía ningún derecho a ella. Ningún derecho. Y sobre Arnór —fuera como fuese que hablaran de él, o cómo evitaran referirse a él— circulaba la idea de que era un hombre violento. Que era peligroso, vamos. Capaz de cosas como asesinatos en masa, fosas comunes, holocaustos. Más o menos. Y aunque yo sabía que la realidad no apoyaba tales ideas —Arnór era un canalla baboso, incapaz de cometer delitos de los grandes—, la simple idea hacía que mi pene se volviera aún más insignificante al pensarlo. Normalmente soy una persona de lo más corriente y poco dada a tomar decisiones trascendentales por iniciativa propia, y tampoco a sentir más lástima de mí mismo de lo que puede considerarse normal. Lo que contribuye a hacer aún más extraño el comienzo de esta historia. Porque, naturalmente, prendí fuego a la casa por pura lástima de mí mismo. Claro que lo hice conscientemente, por pura lástima de mí mismo. A lo mejor, el anillo de pene no era de Arnór. A lo mejor, Agnes estaba follando con algún otro. A lo mejor, Agnes le había prestado nuestra casa a alguna amiga suya para follar. A lo mejor ni siquiera estaba follando con otro. A lo mejor se había encontrado en el jardín el anillo ese que apestaba a sexo. O había comprado uno usado en el mercadillo. Por pura broma. Para añadirle un poco de picante a nuestra vida sexual. Pero no me parecía demasiado probable. Cockring. De pronto, en medio de todo el trastorno mental, en mitad del incendio, me resultó imposible llamar a eso anillo de pene. Había leído la palabra en algún sitio y me había encantado. «Anillo de pene» era una bonita expresión, imposible de usar para un cartón de leche. Lloriqueaba mientras la casa ardía. No podía tomarme mis penas en serio si ni siquiera podía concentrarme en ellas sin pensar en nada más. Esta historia empieza en el mismo instante en que nos abandoné a mí mismo, a Agnes y a Islandia. Los últimos meses habían sido insoportables, horrorosos, y no podía aguantar ni un día más. Esa noche, la noche en que prendí fuego a las cortinas y quemé por completo nuestra casa, Agnes estaba en el centro, en algún sitio, metida en la cama, en pelotas, con un neonazi de Ísafjörður. Por eso me pareció estupendo prenderle fuego. Debemos pensar que pienso en la segunda guerra mundial, en el Holocausto, que me avergüenzo por sentir lástima de mí mismo. Luego tenemos que imaginar que la vergüenza me hace sentir peor, que no soy capaz de comprender por qué soy un imbécil tan desgraciado. Y hay que seguir pensando en cómo la lástima va haciéndose más profunda cuanto más profundizo en la comparación. Intenté ponerme en el lugar de Agnes. Claro que tenía que parecerle emocionante follar con un nazi. Con un nazi de verdad. Me lo dijo ella misma. Si hubiera tirado el anillo ese de mierda. ¿Por qué seguía allí? ¿Por qué no se lo había llevado Arnór? ¿Por qué no lo encontró Agnes? ¿Por qué no lo buscó al final de… cómo llamarlo? De esa relación sexual. Al final de esa relación sexual, ¿no? Como si fuera una puta historia de amor. ¡¿Una novelucha de suspense sobre mujeres románticas folladas en plan sadomaso, con nazis y víctimas?! El salón se llenó de humo. Me levanté y fui a la cocina. Abrí de par en par la ventana de la cocina y aspiré el claro aire primaveral hasta el fondo de los pulmones. La temperatura en Reikiavik era bastante agradable. Nuestra casa era de una sola planta, con sótano, 80 metros cuadrados de madera podrida y oxidada chapa ondulada, sobre base de cemento. Azul, con el tejado rojo y un jardín todo alrededor. Fijé la mirada en el bloque del otro lado de la calle y me pareció imposible que el fuego consiguiera atravesar toda la avenida.
CAPÍTULO 6
La siguiente vez que Ómar vio a Agnes, fue en un café. Mesas rojas de madera y sillas de aluminio gris oscuro alrededor de un mostrador circular en una gran plaza en mitad de un centro comercial. Alguien se había esmerado en el diseño de aquel café interior en la calle más importante del ansia consumista de los islandeses, pero no sirvió de nada. Los centros comerciales están diseñados para aletargar los sentidos y convertir a sus clientes en zombis sonrientes. Igual que los psicofármacos y las drogas recreativas. No hay relojes, para que no sepas cómo pasa el tiempo. El aire está saturado de agradables aromas artificiales. Curvas constantes te hacen pasear en círculos interminables, dirigiéndote suavemente hacia la siguiente tienda. Todas las salidas están protegidas por curvas bruscas; los rincones pintados de blanco y carentes de publicidad parecen gritar: AQUÍ NO PASA NADA. El cerebro está aderezado por las mismas cuatro canciones pop. Los ojos brillan al ver las baratijas. Alguien se había esmerado en el diseño de la cafetería, pero en un espacio como ese, el esmero del diseñador no importa lo más mínimo: se hunde hasta el fondo y no se ve, oculto por los detergentes y los desinfectantes.
***
La ley de Godwin dice así: A medida que se prolonga una discusión en línea, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a uno. La ley de Godwin se completa con lo siguiente: Pierde quien sea el primero en mencionar el Tercer Reich.
Parecía adecuado mencionar esto antes de continuar, aunque no estemos en internet (al menos, yo).
***
A una de las mesas, en medio del espacio sin alma, estaba sentada Agnes bebiendo sonriente un café con leche. Enfrente de ella había un hombre delgado, de unos cuarenta años, que llevaba puesta una chaqueta negra de cuero y tenía una gran mata de pelo encrespado. No parecía demasiado interesante —nada especial. Piel y huesos. Pálido, pero con ojos inquietos. Guapo, pese a unas muecas constantes que jugueteaban en su rostro como auroras boreales—. Ómar notó un escozor en el vientre, causado por los celos. Se detuvo al otro lado del mostrador y miró a Agnes sonreír a aquel hombre flaco, inquieto y excitante, y se sintió a sí mismo gordo, feo y torpe en comparación. Como si el hombre no estuviera ante una taza de café con Agnes, sino burlándose de Ómar, desnudo e impotente, con el pene arrugado y un gran barrigón. Pero a lo mejor era su hermano. Aunque, si tenía un hermano, no había mencionado su existencia. Y tampoco se parecían en nada. Ella tenía la cara mucho más ancha que él —y ella tenía los ojos azules, y él, castaños— y era de temperamento tranquilo, mientras que él hablaba sin parar con todo el cuerpo. Ómar pensó en ir a su mesa y decir algo, pero no sabía qué decir. Hola, me llamo Ómar. Agnes y yo follamos borrachos hace varias semanas. No la conocía realmente y, aunque había pensado en ella con frecuencia durante las últimas semanas, no se había puesto en contacto con ella desde que se despidieron en el coche.
Decidió dejar de darle vueltas al tema. Se fue a grandes zancadas, cruzó la plaza donde estaba Agnes con aquel individuo, con rapidez y seguridad, sin que nadie se fijara en él.
***
Aquí todo se compara con Hitler, el Tercer Reich y los nazis. No para trivializar la discusión, ni para hacerla desaparecer adentrándose en el terreno de la religión, sino porque la policía ES igual que la Gestapo, la Oficina de Extranjeros ES como la Oficina Central de Seguridad del Reich, la televisión ES como Goebbels, la radio ES como Goering, la literatura ES como Knut Hamsun y Sigur Rós ES como Wagner. Te conviertes en un nazi, vivas donde vivas.
***
—Eres muy inteligente, Agnes Hija de Dios, y sin querer insinuar que te esté mintiendo, ¿por qué demonios crees tú que yo te digo la verdad?
Arnór salpicaba saliva y marcaba el énfasis con el dedo al hablar, como si, de paso, intentara matar una nube entera de mosquitos.
—No confío en ti más que en cualquier otro —dijo Agnes—. Y, además, no me importa si me dices la verdad o no. No estoy empeñada en conocer hechos reales sobre ti, sino opiniones.
Agnes lamió la espuma de la taza e intentó guardar la calma. Se sentía mal en presencia de Arnór. Si no era él quien hablaba, se ponía a refunfuñar como si el mundo le pareciera tan ridículo que apenas pudiera estar tranquilo.
—¡Pero tú eres judía! —exclamó Arnór, echándose a reír—. Una puta judía, por muy guapa que seas.
Echó la cabeza a un lado.
—Estoy bautizada como católica —dijo Agnes.
El nerviosismo de Arnór era contagioso. La risa, la nerviosa alegría de vivir. Como si siempre pudiera decir lo que le apeteciera; como si ni la verdad ni la justicia tuvieran poder alguno sobre él. Y, sin embargo, era repugnante. Ella no quería sonreír. Pero su rostro quería hacerlo, de modo que tuvo que resistirse. Sabía que todo sería más fácil si se dejaba llevar. Él se haría más accesible y hablaría con más sinceridad si ella pestañeaba y sonreía. Si mostraba un poco de empatía. Entonces, él se ablandaría, se relajaría y se abriría. Ella había hecho eso mismo un montón de veces antes y nunca le había fallado.
Agnes sonrió.
—¡Puta judía! —exclamó Arnór riendo y alzando las manos al cielo—. La madre de tu madre nació askenazi, tú misma me lo dijiste. El judaísmo se hereda por vía materna, amiguita.
Agnes dejó de sonreír.
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Postnazis. Neofascistas. Populistas. Extremistas de derecha. Conservadores radicales. Activistas de derechas. Miembros del Tea Party. Racistas cristianos. Etnocentristas. Centinelas de Occidente. Detractores del multiculturalismo. Xenófobos.
Anders Breivik era un loco de los ordenadores, un solitario, que se creía caballero medieval.
***
—No te pongas así. Solo te estoy tomando el pelo. Nada de moralina. No aguanto la moralina. Además, no me creo mucho la teoría de que la nación esté determinada por la herencia. El nacionalismo es cultural. ¿Has leído a Francis Parker Yockey?










