Illska

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Su idea era escribir sobre nazis de carne y hueso. Chicos y chicas jóvenes y fuertes que podrían moldear el futuro. Pensaba escribir de los ultraderechistas y los populistas en el seno de los partidos políticos. Naturalmente, tendría que ir con cuidado en las definiciones —no estaba nada claro que le fueran a permitir que colgara la etiqueta de nazi a todos los populistas racistas que le apeteciera—. Pero tenía intención de poner de relieve los nexos ideológicos. Que, aunque en los últimos años los racistas han optado por vías menos radicales para conseguir sus objetivos, estos no han cambiado, ni las consecuencias son mejores. Tenía intención de poner de manifiesto que los racistas islandeses eran parte del mundo cultural europeo que apoyaba los crímenes y la ausencia total de humanidad, aunque, ahora, cometer atrocidades fuera un derecho exclusivo de las autoridades fronterizas, los burócratas de las oficinas de inmigración y los gobiernos más allá de las fronteras de Europa, que estaban obligados a cometer graves delitos contra aquellos de sus propios súbditos que intentaran salir del país.
Y es por esa razón por lo que, entre otras cosas, fue a hablar con Arnór. Este era uno de los poquísimos neonazis islandeses, si no el único, que no escondía sus ideas («Yo digo lo que todos pensamos. Lo que piensas tú también, en el fondo. A menos que seas más princesa judía de lo que yo creía. No es ningún delito decir la verdad») ni tenía un coeficiente intelectual de chichinabo, al contrario de lo que era habitual.
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También el musulmán es (en presente, singular y con artículo) una especie de bárbaro. Su meta es llevar a cabo un «genocidio demográfico» reproduciéndose (como ratas), pero además pretende convertirnos al islam. No es una persona del presente, vive en el presente, pero lo rechaza. Y nos cautiva con la firmeza de sus valores, su solidez y su fortaleza de ánimo. Nosotros no creemos en nada tan firmemente como para poder lanzar un avión contra un edificio con el propósito de impulsar el avance de nuestras ideas. O hacernos estallar dentro de un autobús. Por algo. Aunque no sea nada más que para salir en un programa de televisión. Para nosotros, es sencillamente demasiado.
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Después de comerse los morros en su primera cita y de ir al cine en la segunda (no incluyo entre las «citas» la cola de los taxis), en su tercera cita, en la zona de marcha de Reikiavik, Ómar y Agnes decidieron hacer una excursión en coche. Agnes fue a buscar a Ómar a su casa de Þingholt por la mañana, muy temprano, y se pusieron en camino hacia Fljótsdalshérað, al este del país. No pararon ni una sola vez en todo el camino, pues tenían bastantes horas de viaje por delante. Estuvieron charlando sobre el Holocausto, como suelen hacer los enamorados.
—Victimología comparada —dijo Agnes—. En el extranjero lo llaman comparative victimology —bajó el cristal de la ventana, encendió un cigarrillo y echó el humo hacia el aire gélido.
—Y se dedica a…
—… a probar o desmentir que algo es genocidio u holocausto.
—¿Es una disciplina seria? —Ómar extendió la mano para gorronearle un cigarro. Agnes se inclinó sobre el salpicadero, cogió el paquete y el encendedor y le puso las dos cosas a Ómar en la mano.
—¿Estás loco? Es más bien un pasatiempo, transversal a varias disciplinas —prosiguió Agnes—. Historia, sociología, politología. No bajes el cristal. Hay demasiada corriente.
—¿Entonces, no quieren reconocer, por ejemplo, que el genocidio de los armenios fue un holocausto?
—¡Ja ja! ¡Muy bueno! La palabra holocausto no tiene plural. No existen «holocaustos». El genocidio de los armenios no está reconocido como genocidio.
—¿Por qué no? ¿Y qué es, entonces?
—No me acuerdo. Tragedia. Crimen. Crimen masivo. Persecución. Pero genocidio, no. Existe toda una industria basada en souvenirs del Holocausto, baratijas y cachivaches relacionados con el Holocausto, aparte de los libros y otros trastos, congresos y especialistas que se ganan el pan con el Holocausto. Y ninguna de esas cosas funciona a menos que el Holocausto sea único e incomparable.
—…
—… la gente discute acaloradísimamente sobre esas cosas. Las discusiones sobre la segunda guerra mundial giran en torno a las virtudes y los defectos de los distintos tipos de tanque, y la discusión sobre el Holocausto gira en torno a la posibilidad o la imposibilidad de compararlo con alguna otra cosa.
—¿Y no se puede?
—No, exacto. No se puede.
Agnes y Ómar pasaron a toda velocidad por delante del Jökulsárlón sin detenerse. Los azulados y antiquísimos hielos del glaciar se deslizaban por la laguna y desde la carretera se oían voces de focas excitadas.
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«Alterización» se llama al arte de aparentar que el mundo está compuesto por personas fundamentalmente distintas de uno mismo. Los otros son peligrosos, tontos, malos, estúpidos, tienen intereses que ponen en peligro nuestra visión del mundo, y así sucesivamente. Curiosamente (y comprensiblemente, añadiríamos), los populistas (léase: «nazis») se ven repetidamente «alterizados» (y son, además, peligrosos, tontos, malos y estúpidos al mismo tiempo).
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La serpenteante carretera de la costa sur le recordó a Agnes una película islandesa. Tenía la impresión de haber visto ya ese paisaje desde un helicóptero, con un tiempo magnífico, y los bancos de nubes apoyándose, como almohadones de plumas, sobre el horizonte, rodeados por un cielo lila, formando un increíble paisaje lunar que dejaba a los turistas sin respiración. Esta montaña es increíblemente bella, decían los turistas. Estamos a punto de echarnos a llorar, añadían unos mirando fijamente a Agnes, esperando que ella les mostrara su aprobación. Sí, es totalmente justificado que te eches a llorar por mis montañas, se supone que debía decir ella. Son las montañas más majestuosas del mundo. Un paraíso en la tierra. Pero sentía repugnancia ante semejante patrioterismo. Podía alzarse en defensa de la pequeña Islandia cuando la criticaban —y lo mismo le pasaba con Lituania—. Pero no podía compartir de ninguna forma, ni por lo más sagrado, los jadeos de los turistas.
Miró de reojo a Ómar, que estaba mirando por la ventana sin hacer ni el más mínimo gesto. Parecía haber dormido regular. A menos que la noche antes se hubiera metido en el cuerpo demasiadas cervezas. Ella decidió no preguntar nada y dejarle que siguiera mirando por la ventana para contemplar aquel paisaje de película.
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Los «otros» de los populistas incluyen, entre otros, a modernas que apoyan el multiculturalismo, terroristas con turbante llegados de Kebabistán, burócratas de la Unión Europea, capitalistas «corruptos», la élite de los medios de comunicación, la élite universitaria, la élite cultural, la élite política, tíos blancos de mediana edad, siempre cachondos, sudorosos y de espaldas peludas, vecinos malcriados e impertinentes, «emigrantes económicos» (solicitantes de asilo y refugiados), heavies, minusválidos, feministas radicales y «mendigos agresivos» (gitanos).
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A mediodía llegaron a Skriðuklaustur.
—Fue por aquí, en algún sitio —Agnes señaló la ladera.
—Absurdo.
—Ya lo sé.
—¿Y qué se supone que estaba haciendo él aquí?
—Nada. O, bueno. Ya lo sabes. Huir. —Agnes se encogió de hombros—. Solo fueron a comprobarlo. Pero, naturalmente, estaba en su búnker de Berlín, aunque entonces no lo sabían.
—… Y pensaban que un escritor islandés tenía a Adolf Hitler escondido en el sótano de su casa, en pleno culo del mundo, en los límites del mundo habitado…
—Podría haber sido así, perfectamente. Rudolf Hess se tiró en paracaídas sobre los campos de Escocia.
—Pero ¿esconderse en Islandia? Eso es totalmente absurdo.
—Radovan Karadzic se escondió en Belgrado haciéndose pasar por médico homeópata. Los caminos de la maldad son inescrutables. ¿Vamos a echar un vistazo? Cogió la manilla de la puerta y la abrió; el frío de febrero entró a raudales en el coche.
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La regla de oro del periodismo es esta: Es noticia que un hombre muerda a un perro; no lo es que un perro muerda a un hombre. La regla de oro del periodismo amarillo («la regla amarilla del periodismo») es esta: Todo lo que yo desee es un-hombre-muerde-a-un-perro, aunque sea un-perro-muerde-a-un-hombre. Esto se consigue haciendo que parezca que todo lo que escribes y publicas es algo único y especial, aunque sea la regla (un-perro-muerde-a-un-hombre) y no la excepción (un-hombre-muerde-a-un-perro).
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Agnes se sentó sobre la nieve y encendió un cigarrillo. Ómar le cogió otro.
—Siempre estoy intentando dejarlo —dijo—. Siempre estoy dejándolo. Y volviendo a empezar. —Dio una calada—. En realidad, me da asco. No sé por qué siempre vuelvo a empezar.
—¿A lo mejor porque fumar es adictivo?
—¿Crees tú?
—Ya lo sabías, ¿no? Ya te habías enterado, seguro.
—Bueno, sí, lo oí en algún sitio. Y que es malo para la salud.
—Terriblemente letal. La gente muere.
—Todo el mundo muere.
—La gente muere antes.
—¿Antes de qué?
Agnes calló.
—Qué curioso —dijo al poco—. Mira. —Echó el aire por la boca y, con el frío, el aliento se transformó en neblina—. No importa si soplo humo o aire. Son exactamente iguales.
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Por lo que a mí respecta, se podría proclamar la siguiente afirmación: Quien vive en una sociedad donde un-hombre-muerde-a-un-perro es siempre noticia, pero un-perro-muerde-a-un-hombre no lo es nunca, podría pensar que, prácticamente en todos los casos, la sociedad en la que vive está mucho más trastornada de lo que lo está en realidad. Pensará inevitablemente que la excepción es la regla y que los perros corren gran peligro por culpa de las personas.
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En el viaje de vuelta aparcaron el coche al lado del Jökulsárlón. Agnes sacó del maletero los sacos de dormir, bajaron el respaldo del asiento trasero y se echaron a dormir en el maletero.
—¿Por qué se tiró en paracaídas Rudolf Hess sobre Escocia?
—Uf. —Agnes levantó los brazos—. Ojalá lo supiera. Entonces podría escribir un libro y ganaría montones de dinero. —Se quitó el jersey dentro del saco y se entretuvo en desabrochar el sujetador en la oscuridad. Ómar se limitaba a mirar la noche.
—¿Nadie lo sabe?
—Del todo, no. Algunos dicen que quería negociar la paz con los ingleses. Otros, que se había peleado con el Führer y decidió desaparecer. Lo único que se sabe es que, en plena guerra, el líder número dos del Tercer Reich apareció en un lugar perdido de Escocia y pidió que lo llevaran ante lord Hamilton.
—¿Lord Hamilton? —Ómar se volvió hacia Agnes, que estaba hecha un ovillo con la espalda hacia él, sin conseguir soltarse el sujetador. Ómar cogió el cierre y tiró, uno de los cierres se soltó y la golpeó.
—¡Ay! —gritó Agnes cuando la tira le golpeó la espalda. Se dio la vuelta con un gesto de fastidio.
—Perdona.
Agnes hizo un gesto para decir que no pasaba nada.
—Lord Hamilton tenía muchos amigos alemanes —sonrió.
—Vaya. —Ómar se quitó el anorak y bostezó.
—Pero Hamilton reconoció a Hess, que había dado un nombre falso, así que lo metieron en la trena. Y allí tuvo que seguir hasta que murió de viejo en algún momento de los años noventa. Se había vuelto senil mucho antes del final de la guerra. Ya sabes, lo declararon loco. Quedó libre de todos los cargos. En Núremberg. Dijo que no recordaba nada. Dijo que no reconocía a su hijo ni a su propia esposa. Hasta sus colegas del Tercer Reich estaban convencidos de que se había vuelto loco. Totalmente gagá. Solo decía cosas sin sentido, soltó algo así como que le habían echado veneno en las galletas, y mencionó una conspiración de los judíos —que habían envenenado a Hitler y lo habían obligado a construir campos de exterminio y a matar judíos para detener el avance del nacionalsocialismo de una vez por todas—. Y los jueces de Núremberg lo declararon inimputable. Y fue un escándalo, claro, eso de no condenar al número dos del régimen. Pero entonces pidió que le dejaran hacer una declaración, confesó que lo recordaba todo y que a partir de ese momento diría la verdad sobre todo lo que había pasado. Y que todo había sido una simple broma.
—Una simple broma.
—Ya me entiendes. Fingiendo.
—Mierda.
—¡Pues sí!
Ómar se bajó los pantalones y se echó encima de Agnes, que le abrazó con un cálido suspiro.
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La prensa amarilla (¡que te está espiando!) no alteriza todo lo que existe en el cielo y la tierra para poner de relieve lo que es único. Pone de relieve las diferencias (hombre-muerde-perro) y no las semejanzas (perro-muerde-hombre). Si habla de un «extranjero» que se supone que ha hecho algo, suelen añadirse declaraciones (recogidas de labios de «vecinos» anónimos), afirmando que en su apartamento se oían con frecuencia «músicas raras» o se notaban «olores extraños», como si fuera evidente que alguien que se empapice de estofado de bacalao con bechamel a todas horas mientras escucha rock islandés a todo meter no puede ser culpable de nada (a menos que se pueda demostrar de forma incontrovertible que su interés por el rock islandés y el estofado de bacalao con bechamel sea «extraño» por algún motivo).
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Ómar y Agnes decidieron apartar la segunda guerra mundial durante su cuarta cita, y simplemente se fueron a comer. Hamburguesas, patatas fritas y Coca-Cola grande con pajita. Mucha salsa cóctel, ensalada de col y pepinillos. Si no hubiera estado prohibido fumar en el interior de los locales, habrían acabado echando la ceniza en las sobras pletóricos de felicidad.
—Una vez le recomendé este sitio a dos turistas —dijo Ómar—. Andaban buscando «comida islandesa».
Agnes rio.
—No, lo digo en serio. Esto es lo más islandés que conozco. «Patatas fritas, salsa y ensalada». Lo dicen las crónicas. —Canturreó: ¡Es el mejor el mejor el mejor el mejor chiringuito en el que he estado y se come fenomenal!
—En la película esa, ¿no les entraba diarrea a todos?
—¿En aquella que se llamaba Todo está claro?1
—Sí. ¿No habían echado laxante en la salsa cóctel?
—Ah, sí, es cierto. Pero no por eso es menos islandés. Tan islandés como Bubbi Morthens y Dallas.
—¿Dallas también era islandesa?
—Tanto como las ovejas. Al menos dos generaciones de islandeses conocen Dallas mejor que las ovejas.
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Cuando se habla de «racistas», se elige, sin excepción, a algún tonto afásico —se le presenta como la excepción en la sociedad, que afirma (mediante el rechazo a los tontos afásicos) no ser ni afásica ni racista—. Los racistas autoproclamados proporcionan una coartada a los abusos del sistema (como cuando se aloja cerca del aeropuerto internacional de Keflavík a los emigrantes que llegan a Islandia, a fin de poder expulsarlos del país a las primeras de cambio, incluso al amparo de la noche, o aplazar la decisión sobre sus solicitudes de asilo durante años, con la esperanza de que los emigrantes se rindan ellos solos y se marchen, convirtiéndose así en «problema» de otros países). La alterización revela menos de la inferioridad de los otros, y más de lo asquerosamente superiores que nos creemos nosotros.
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—¿Tú crees que hay alguien que quiera vivir en Lituania?
—Solo era una pregunta.
—Ya, solo era una pregunta. Y la respuesta es no, no me apetece ni lo más mínimo vivir en Lituania.
—Pero ¿por qué se volvieron allá tus padres?
—Porque sí.
—¿No tienes también tú parientes allí?
—Claro que los tengo. Y de vez en cuando me apetece mucho ir a visitarlos. Pero no me apetece vivir en Lituania.
—Tiene que ser más entretenido que vivir en Islandia. No creo que haya en todo el mundo una ciudad más aburrida que Reikiavik.
—Venga, no digas eso.
—¡Lo digo de verdad!
—El mayor índice de suicidios. En Lituania.
—¿En serio?
—Sip. Somos el número uno. Los mejores del mundo. Ni siquiera los lituanos quieren vivir allí.
—La leche.
—Según unos estudios británicos, la islandesa es la cuarta nación más feliz del mundo, ¿lo sabías? Después de daneses, suizos o austriacos, todos ellos, países con Estado del bienestar donde ha enraizado la xenofobia. Y oye, ¿sabes en qué puestos estaban los lituanos?
—No.
—El 155.
—¡Anda! Ni siquiera sabía que hubiera tantos países en el mundo hasta que leí el estudio ese. Pero bueno, ya sabes. En el mundo hay 178 países. Islandia está en el puesto 4. Lituania, en el 155.
Pagaron el almuerzo y se instalaron en el coche, donde fumaron un cigarrillo en el aparcamiento antes de volver a casa de Agnes y hacerlo, sin hablar en ningún momento del Holocausto o de Hitler.
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Queremos dejar esto bien claro:
Tú no eres de los nuestros.
Tú eres de los nuestros.
Tú no eres de los nuestros.
Tú no eres de los nuestros.
Tú eres de los nuestros.
Tú no eres de los nuestros.
Tú eres de los nuestros.
Tú eres de los nuestros.
Y nunca se sabe qué es peor.
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Un día, Ómar le dijo a Agnes que en tres semanas enteras no habían pasado ni un día separados, y que llevaban dos semanas sin dormir cada uno en su cama.
—Pues a lo mejor es que somos novios —dijo Agnes, y cerró el ordenador que tenía sobre las piernas.
—No lo puedo interpretar de otra forma —dijo Ómar.
—Está clarísimo —dijo Agnes con un mohín.
—Claro como el cristal.
Los dos habían estado tan ocupados jugando el uno con la otra como para darse cuenta de que aquello se había convertido en un fait accompli ante el que no tenían más remedio que rendirse, habida cuenta de lo sucedido hasta entonces y de lo que tenía que suceder a partir de entonces. Se sonrieron y fueron juntos al dormitorio para dejarse sojuzgar por el destino.
1. Med allt a hreinu es una comedia de 1982 dirigida por Ágúst Gudmundsson sobre dos bandas de rock de gira por Islandia. [Todas las notas son del traductor].
CAPÍTULO 9
Los pasajeros estaban empezando a embarcar. Yo estaba en la cola. Con la mano izquierda en el bolsillo del abrigo, manoseando el anillo de pene. Goma estriada. Los demás de la cola iban al extranjero, a museos y restaurantes. Pero yo estaba allí confuso y con la cabeza en otro sitio, sobando el anillo de pene de mi rival, dentro del bolsillo, como si no hubiera nada más normal. Me llevé la mano a la cara —fingí que quería rascarme— para olisquear el aroma que me había dejado en la mano. Me pasé el índice entre los ojos mientras olfateaba: goma vieja, coño viejo y semen viejo. Cinco minutos después estaba hurgando en el cubo de basura en busca de mi móvil. Lo encontré medio metido en un bote de plástico, todo mugriento de yogur. No podía tirarlo. ¿Cómo iba a entrar en internet si no me llevaba el teléfono? ¿Y si pasaba algo? ¿Y si Agnes quería que volviera con ella? ¿Volvería? Me pasé unos minutos al lado del cubo, quitando el yogur con una servilleta. El avión estaba a punto de despegar y tenía que darme prisa. Me habían llamado, personalmente, por mi nombre. No podía seguir allí como si tal cosa. Media hora más tarde volábamos entre turbulencias. ¿Y si los hubiera encontrado juntos? El piloto debía de pensar que estaba en una montaña rusa. ¿Y si me hubiera encontrado a Arnór encima de Agnes? ¿O a Agnes encima de Arnór? Con las manos metidas en su cabello largo, el sudor perlándoles la espalda, frotándose la vulva contra su polla, gimiendo y acariciándose. ¿Y entonces? El piloto debía de creer que estaba agitando una coctelera. Con un martillo neumático. ¿Habría sido capaz de matarlos a los dos y decir que había sido un crimen pasional? No ante la justicia, sino ante mí mismo. ¿Habría podido apaciguar mi espíritu apelando a una locura momentánea? Aterricé en Roma y me pateé Europa. Bebí café solo en Roma, comí un croissant con jamón en la estación de ferrocarril de Milán, tomé el ferri de Palermo a Cerdeña, a Córcega y a Marsella. Comí bocadillos en Barcelona, pollo en Oporto y salchicha con ajo en Bremen. Fui de Estrasburgo a Kehl, cogí un tren de Luxemburgo a Lille y a Bruselas. Había sido, sin duda, una majadería, una estupidez. «Esto». La huida de Islandia, quemar la casa. Pero nunca había sido tan consciente de mi fuerza. Ahora estaba en el asiento del conductor. Era el que llevaba los pantalones en mi propia casa (muy lejos de casa). Seguía habiendo muchas cosas sin respuesta. Pero no estaba haciendo nada, aunque lo pareciera. Estaba poniendo un poco de orden en mis asuntos. Comí arroz pilaf en Tirana y salchichas asadas en Berlín. Miré el mundo desde la puerta principal del Sony Center de Potsdamer Platz y me imaginé que al otro lado de la calle estaba el búnker de Hitler y que yo era Iósif Stalin, el verdugo de nazis, a cuatro patas, con un cuchillo entre los dientes, atravesando la mierda de la jungla, determinado a acabar con todos los genocidios de una vez por todas… ¿O no era así? ¿Cómo era? Pese a todo, al anochecer lloraba mucho. Lloraba por las noches y en las madrugadas. No me esforzaba nada por parecer varonil. Me esforzaba por ser una persona. Por ser un varón. No estaba en retirada, sino atacando. No huía, sino que iba en vanguardia. Y tampoco me importaba nada llegar a mi destino, fuera cual fuese. No me importaba nada llegar a descubrir quién era yo. Todo se aclararía en su momento. Lo único que buscaba era tiempo para pensar, calma para pensar, libre de mí mismo, libre del mundo, de los sufrimientos, libre del viento del norte y de las montañas y el mar. Miré las tierras del Rin por las ventanas del tren y los Pirineos por la ventana del autobús, el Mediterráneo por un ojo de buey. Vi el Kaiserkeller en Hamburgo y pensé en los Beatles. Vi el Festpielhaus de Bayreuth y pensé en Richard Wagner. En Viena comí gofres que me recordaron a Sigmund Freud. París tenía la forma de la señora Gertrude Stein y Oslo era la Cristiania del señor Hamsun. En Wunsiedel me detuve un momento a contemplar el lugar donde estuvo hasta hace muy poco la tumba de Rudolf Hess —el verano pasado exhumaron al tipo y lo arrojaron al mar—. Demasiados turistas, dijeron las autoridades. Demasiados neonazis llorando a moco tendido. Yo estaba intentando ser una persona y la prueba de resistencia más dura a la que puede enfrentarse cualquier persona es ser consciente de su propia responsabilidad en sus propios asuntos, ser consciente de ella con toda claridad y sin excusas, sin rebajarla, sin deformarla, sin convertirse uno mismo en el punto principal de las historias ajenas. La vergüenza llega a hacerse repugnante, literalmente, e impropia de un auténtico ser humano. Quien pide perdón para conseguir tranquilidad no ha aprendido nada. Fumé cigarrillos en las paradas, bebí litros de café y me miré el ombligo todo el camino hasta Sofía, y pasando por Skopie hasta Atenas. Dormí sentado de Gdansk a Varsovia a Cracovia, dormí tumbado de Bratislava a Budapest, estuve en Zagreb sin hacer nada y caminé como un loco arriba y abajo por el andén de Liubliana. Al otro lado de la ventana del tren pasaban veloces campos de cultivo, un mundo europeo, campesinos que trasegaban vino tinto y toreros en mallas. Iba de un lugar de memoria de los nazis al siguiente. Extendí el brazo derecho y me miré los dedos con la palma abierta. La piel estaba seca y cubierta de estrías blancas, como callos viejos. Esperaba que el ácido láctico se dispersara por los músculos y que me entraran temblores, pero no sucedió nada. El brazo se extendía horizontal desde el hombro, al extremo de aquella mano, de esos callos y esos dedos. Como una gruesa rama de un árbol viejo.
CAPÍTULO 10
Agnes quería a Ómar y Ómar quería a Agnes. Se enviaban besos por SMS e iban juntos al Hipermercado del Hogar a comprar macetas. Ómar preparaba comida tailandesa para Agnes y Agnes preparaba comida italiana para Ómar. Se alternaban para hacerle sexo oral al otro. Por las mañanas competían a ver quién se levantaba primero para hacer café, tostadas con mantequilla, huevos duros y llevar el desayuno antes de que el otro se despertara. Se ponían en un sitio de la calle por donde fuera a pasar el otro, daban la vuelta a la esquina y a punto estaban de que los pillase un coche porque iban como ciegos, cogidos de la mano en campo abierto, alocados e inconscientes, siempre en celo, con unas almas tan tiernas que se echaban a llorar en cuanto tenían la más mínima discusión.








