Mayo del 68 - Volumen I

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La convicción de Marcuse —basada en una abismal ignorancia tanto de la economía como de la tecnología— parece ser la de que el desarrollo tecnológico permitiría ya automatizar todas las tareas, de forma que podríamos vivir bien casi sin trabajar; pero un perverso sistema represivo-productivista-belicista nos mantiene en un alienante estajanovismo: «El proceso tecnológico de mecanización podría canalizar la energía individual hacia un reino virgen de libertad más allá de la necesidad. La misma estructura de la existencia humana se alteraría; el individuo se liberaría de las necesidades y posibilidades extrañas que le impone el mundo del trabajo».67 La necesidad de trabajar no se debe a una naturaleza tacaña que solo entrega sus frutos al hombre a un alto precio de esfuerzo, sino a las exigencias de un sistema social irracional: «Los controles sociales exigen la abrumadora necesidad de producir y consumir el despilfarro; la necesidad de un trabajo embrutecedor cuando ha dejado de ser una verdadera necesidad».68
Pero ¿cuáles son las necesidades verdaderas? No termina de quedar claro. Eso sí, para Marcuse es falsa cualquier necesidad que el sistema pueda satisfacer. Por tanto, no está denunciando (solo) el materialismo consumista, etc., y proponiendo un retorno a lo espiritual. Pues reconoce que las iglesias están llenas (hablamos de 1964), pero considera que las necesidades espirituales satisfechas por ellas tampoco son verdaderas, ya que no ponen en entredicho al sistema.69 Lo que permite identificar a la necesidad verdadera, por tanto, es su incompatibilidad con el orden establecido.
Si la URSS y el «socialismo real» no son la auténtica alternativa al capitalismo, es porque también ellos siguen siendo productivistas y estajanovistas. Marcuse no está proponiendo una tercera vía equidistante de capitalismo y comunismo, sino que parece apuntar —de manera muy borrosa— a un nuevo modelo que superaría a ambos.70 De hecho, reprocha a los partidos comunistas occidentales que no sean lo bastante radicales: «Los partidos comunistas de Francia e Italia […] se adhieren a un programa mínimo que margina la toma revolucionaria del poder y contemporiza con las reglas del juego parlamentario».71 Marcuse, como el Sartre del prefacio a Les damnés de la terre, mira esperanzado al tercer mundo, a los movimientos socialista-indigenistas de liberación nacional, como el FLNA argelino o el Vietcong de Ho Chi Minh. Verlos machacar a franceses o norteamericanos suscita en Marcuse una emoción similar a la de Pablo Iglesias cuando ve patear a un policía caído en tierra: «El hecho de que los hombres más pobres de la tierra, apenas armados, tengan en jaque —y esto durante años— a la máquina de destrucción más avanzada de todos los tiempos se alza como un signo histórico-mundial».72
Marcuse es especialmente representativo de la nueva izquierda en su convicción de que los obreros se han dejado atrapar por el sistema: «La clase obrera, en la sociedad opulenta, está ligada al sistema de necesidades, pero no a su negación»;73 Marcuse se lamenta incluso de que «en algunas de las empresas más avanzadas técnicamente, los trabajadores muestran un claro interés por la empresa, […] son conscientes de los lazos que los unen a la misma».74 La actitud obrera frente al sistema es ya solo posibilista, alejada de la radicalidad maximalista, la negación total a la que Marcuse llama gran rechazo. Es preciso encontrar, pues, nuevos sujetos revolucionarios, y Marcuse pone su esperanza en los jóvenes: «La oposición de la juventud contra la sociedad opulenta reúne rebelión instintiva y rebelión política».75 También esboza la sustitución de la lucha de clases por la de razas, culturas y orientaciones sexuales (como denota la alusión a los extraños, queer): «Bajo la base popular conservadora se encuentra el sustrato de los proscritos y los “extraños”, los explotados y los perseguidos de otras razas y de otros colores, los parados y los que no pueden ser empleados. Ellos existen fuera del proceso democrático. Así, su oposición es revolucionaria incluso si su conciencia no lo es. Su oposición golpea al sistema desde el exterior y por tanto no es derrotada por el sistema».76
Marcuse es también típicamente sesentayochista en su vinculación de la revolución social con la revolución sexual. En Eros y civilización (1955) había desarrollado extrañas teorías sobre el falocentrismo como producto del capitalismo productivista: el instinto sexual es concentrado en los genitales para que el resto del cuerpo quede disponible para el esfuerzo laboral. Viceversa, las formas de sexualidad que se apartan de la socialmente aceptada (a saber, el coito genital, necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo), las llamadas «perversiones» (de nuevo las irónicas comillas sesentayochistas), constituyen en realidad formas de resistencia frente a la opresiva lógica productivista-falocéntrica. En la futura sociedad poslaboral, la focalización libidinal en la zona genital dejará de ser necesaria, y todo el cuerpo podrá ser zona erógena.
Como Reich, Marcuse critica al Freud de El malestar en la cultura y su aceptación de la represión sexual como necesaria para la civilización. Marcuse distingue entre la represión básica inevitable y la represión excedente que es consecuencia del modelo social capitalista y de su lógica agresivo-productivista. Gran parte de la represión que Freud da por inevitable pertenece en realidad a ese plus históricamente condicionado. La revolución nos devolverá una sexualidad polimorfa que permitirá placeres insospechados.
La evolución de la izquierda se ha acompasado en gran parte al pensamiento de Marcuse, especialmente en su apelación a nuevos sujetos históricos capaces de encarnar el gran rechazo. Vimos antes como el movimiento feminista francés —igual que el de otros países— derivaba rápidamente hacia el victimismo y un lenguaje de guerra de sexos. Lo mismo va a ocurrir con los frentes de liberación homosexual que surgen a principios de los setenta: de la mera reivindicación de tolerancia hacia su sexualidad diversa evolucionarán pronto hacia la denuncia de una cultura intrínsecamente opresiva a fuer de heteronormativa, hacia la exigencia de redefinición del matrimonio y del modelo de familia, hacia la criminalización de los discrepantes como homófobos, etc. La izquierda ha compensado la atenuación del conflicto de clases con la invención de nuevos conflictos de sexo y de orientación sexual.
Y también se abrirá un nuevo frente por el flanco de la raza. El movimiento antisegregacionista norteamericano —escribe Richard Vinen— tenía hasta 1965 un sello conservador, pues se limitaba a pedir la aplicación consecuente de los viejos principios de 1776 («todos los hombres han sido creados iguales») a los ciudadanos de color (por otra parte, sus líderes eran a menudo clérigos, como el propio Martin L. King, y sus objetivos eran concretos: abolición de la segregación racial y de las limitaciones fácticas del derecho de voto de los afroamericanos en los estados del sur).77
Ahora bien, esas metas fueron alcanzadas plenamente con la Ley de Derechos Civiles de 1964 y la Ley de Derechos Electorales de 1965. Entonces el movimiento antirracista sufre una mutación parecida a la que estaba experimentando el feminista tras haber conseguido la igualación legal de hombres y mujeres (voto femenino, etc.). En lugar de morir de éxito por satisfacción de sus reivindicaciones, el movimiento entra en una deriva revanchista: ahora se van a exigir medidas de discriminación positiva que compensen las injusticias del pasado mediante nuevas injusticias de signo inverso (por ejemplo, cuotas raciales en las universidades, que terminan implicando que un negro puede entrar con menos nota que un blanco).
Al mismo tiempo, los activistas negros más radicales empezaron a percibirse a sí mismos no como norteamericanos que pedían la rectificación de injusticias, sino como miembros de la raza negra en lucha planetaria contra la blanca. Muchos de ellos habían leído el virulento panfleto descolonizador Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon, precedido por un increíble prólogo de Sartre que venía a decir que Europa tenía las manos manchadas de sangre y que los blancos merecían toda la violencia que los hombres de color quisieran desplegar contra ellos.78 El sector más radical del movimiento afroamericano empezó a interpretar en términos de «colonialismo» su relación con la mayoría blanca y a identificarse con la lucha anticolonial de los negros de otras latitudes. Surgieron, incluso, grupos paramilitares como los Black Panthers, que imitaban, al menos en parafernalia (boinas negras, etc.), a las guerrillas del tercer mundo.
PENSAMIENTO 68 FRANCÉS: ALTHUSSER, FOUCAULT, BOURDIEU
Pero volvamos a París. Si Gramsci o la Escuela de Fráncfort son influencias intelectuales que gravitaron sobre el conjunto de la juventud occidental de la época, en Francia eclosionaba en los sesenta una generación de teóricos que ha terminado recabando la etiqueta de pensadores del 68 en sentido estricto: se trata de Althusser, Lacan, Foucault, Deleuze, Derrida… En rigor, su verdadera influencia se desplegó en el pos-68, que es cuando fueron más leídos (hacia 1967 eran mucho más conocidos en el barrio latino los situacionistas).79 Presentan rasgos comunes con la Escuela de Fráncfort, pero también características propias. El aspecto común es un pesimismo cultural que lleva —ha escrito Josemaría Carabante— a «difundir un sentimiento de autoculpabilidad, de rechazo y de vergüenza sobre la propia cultura».80
Este intenso rechazo a la propia cultura viene motivado, como ya sabemos, por el carácter opresivo de esta: el individuo estaría aplastado por instituciones, reglas económicas, leyes, estructuras de poder, tradiciones alienantes.81 Junto al pesimismo, la desconfianza, heredada de los pensadores de la sospecha: la emancipación y el progreso que supuestamente había traído la Ilustración no fueron sino un gran engaño, ya que desembocaron en los desastres de 1914-1945.82 Las grandes palabras de la modernidad —libertad, derechos, democracia, etc.— son desenmascaradas como espejismos y mentiras ideológicas legitimadoras de la dominación. Todo ello, supuestamente, en nombre de la verdadera libertad» y la autonomía del individuo.
La gran paradoja es que los posestructuralistas franceses van a llevar su furia desenmascaradora… hasta la deconstrucción de la noción misma de sujeto. Como vamos a ver, la novedad que traen consigo los maîtres-à-penser del pos-68 es la muerte del hombre. Por tanto, se está acusando a la cultura occidental de oprimir a un individuo que en realidad no existe, pues no es más que el punto de intersección de estructuras (económicas, lingüísticas, psicológicas…) impersonales. La protesta contra una sociedad supuestamente inhumana resulta insertarse en una cosmovisión cada vez más paladinamente antihumanista.83
Pero no deja de haber cierta lógica detrás de esa paradoja. A fuerza de exigir una autonomía individual absoluta —y, por tanto, de privar a la persona de cualquier anclaje sociocultural— se desemboca en la negación del individuo.84 El sujeto liberado de tradiciones, normas, instituciones, termina evaporándose, liberándose de la existencia misma.
Echemos un vistazo a las ramificaciones y paradojas del antihumanismo en algunos de esos autores; un vistazo forzosamente superficial y un tanto simplificador, dada la complejidad de su pensamiento. Por cierto, es una complejidad en gran parte innecesaria, una oscuridad cultivada deliberadamente. Roger Scruton ha hablado del posestructuralismo francés como nonsense machine.85 Dado que se trata de pensamiento de la sospecha llevado al paroxismo,86 un discurso demasiado transparente sería automáticamente sospechoso de ingenuidad o de voluntad de engañar.87 La, a veces, impenetrable complejidad de los Derrida, Deleuze, etc., refleja supuestamente la complejidad de lo real. Por no decir que su absurdo hace eco a la irracionalidad última de la realidad.
• Luc Ferry y Alain Renaut ofrecieron una clave interpretativa del pensamiento del 68 francés que resulta plausible: son autores que parten de Marx, Freud o Nietzsche, pero radicalizan las premisas de estos llevándolas hasta extremos que habrían sorprendido a los maestros de la sospecha originales.88 Así como Lacan pretende ser más freudiano que Freud (vid. nota 86), Louis Althusser es más marxista que Marx al distinguir una fase ideológica y una fase propiamente científica en el pensamiento del de Tréveris, separadas por la ruptura epistemológica de 1845.89 A Althusser le alarmaba el auge del marxismo humanista en los sesenta —al que llama desviación derechista—; por ejemplo, en la obra de miembros de la Escuela de Fráncfort, como Erich Fromm (Marx y su concepto del hombre), y en otros como Adam Schaff o Roger Garaudy. Decreta, por tanto, que el Marx anterior a La ideología alemana es todavía un Marx premarxista, con sus especulaciones sobre la esencia humana, la alienación, el hombre como ser social, etc. Es cierto que Marx ya había denunciado el humanismo en La cuestión judía (1844), pero se trataba del humanismo abstracto de las constituciones y declaraciones de derechos liberales, que intentan encubrir la ausencia de libertad e igualdad materiales con libertad e igualdad formales, y la opresión fáctica con derechos atribuidos al ciudadano abstracto. El Marx juvenil está todavía dominado por la creencia precientífica en una esencia humana, cuya alienación es precisamente la gran acusación que puede dirigirse al capitalismo, y que será recuperada con la revolución: el hombre volverá a ser lo que realmente es. A partir de La ideología alemana, piensa Althusser, Marx deja de especular sobre lo que sea realmente el hombre; de hecho, deja de ver al hombre como sujeto de la historia, reduce a cenizas el mito filosófico del hombre.90 La historia no es la aventura del hombre, sino el resultado la evolución de fuerzas productivas y de la interacción de estructuras (socioeconómicas) y superestructuras (culturales). En definitiva, la gran hazaña teórica de Marx —comparable al descubrimiento de las matemáticas en Grecia— habría sido proponer una interpretación de la historia estrictamente antihumanista, haber conseguido la volatilización de la noción de sujeto.91
Atlhusser, el hipermarxista que acusa de desviacionismo juvenil al creador del materialismo histórico (de Marx, por cierto, se cuenta que dijo «je ne suis pas marxiste» en cierta reunión de la AIT), profesa una versión fuerte de la tesis de la determinación de la superestructura (ideológica) por la estructura (económica). Esto significa que los argumentos no deben ser tomados en serio en sus propios términos, sino simplemente interpretados como expresión de unos u otros intereses de clase: el combate de las ideas y la búsqueda de la verdad son sustituidos por la lucha por el poder. Ya no se prestará atención a qué dice cada uno, sino a quién lo dice (desde qué posición o interés de clase): como dirá Foucault, «la interpretación será a partir de ahora una interpretación basada en el ¿quién?».92 Los profesores, por ejemplo, forman parte del aparato ideológico de Estado encargado de inculcar la ideología que conviene a la clase dominante:93 «Los profesores de filosofía son intelectuales empleados en un sistema escolar determinado, sometidos a ese sistema, y ejercen en masa una función de inculcación de la ideología dominante. Los profesores son intelectuales, por tanto pequeño-burgueses, sometidos en masa a la ideología burguesa y pequeño-burguesa».94 Por tanto, la interpretación por el ¿quién? remite a una nueva interpretación por el ¿qué?. Pero ya no es el qué de lo argumentado, sino el qué de las estructuras de poder e intereses de clase de los que los individuos (los quiénes) son portavoces y peones.
• También en Michel Foucault encontramos esta misma neutralización y absorción del sujeto por estructuras impersonales: en este caso, se trata del «saber» (o bien el discurso o el lenguaje), y Foucault decreta nada menos que la inminente muerte del hombre; el hombre no sería más que un pliegue del saber de aparición reciente y pronta reabsorción:
[E]l hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el saber humano. […] El saber no ha rondado durante largo tiempo en torno a él y a sus secretos. […] [El hombre] fue el efecto de un cambio en las disposiciones fundamentales del saber. El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. […] A todos los que quieren hablar aún del hombre, de su reino o de su liberación, a todos los que plantean aún preguntas sobre lo que el hombre es en su esencia, […] a todos los que no quieren formalizar sin antropologizar, […] los que no quieren pensar sin pensar que es también el hombre el que piensa, […] no se puede oponer otra cosa que una risa filosófica.95
Ahora bien, ese saber impersonal —del cual el hombre no sería más que un pliegue— es también poder. La arqueología del saber se corresponde, pues, con la microfísica del poder, pues todo saber implica control y dominación. Y Foucault hará su fama desenmascarando la falsa neutralidad de instituciones clave del saber-poder, como los hospitales, los manicomios, las prisiones…, todas las que den por supuesto un determinado código de normalidad. Su Historia de la locura, por ejemplo, es una denuncia de la falsa neutralidad de la ciencia psiquiátrica, interpretada por Foucault como un mecanismo de control y exclusión. La reclusión de los locos en establecimientos psiquiátricos comienza, según Foucault, en el siglo XVII, en significativa coincidencia con el racionalismo de Descartes o Leibniz, que erige la razón en norma, y por tanto la locura en transgresión: la locura deja de ser entendida por sí misma, como un modo de vida simplemente distinto, para pasar a ser concebida como sinrazón (déraison), lo otro que la razón. La posición de Foucault parece ser la de que la locura no existe y que el verdadero problema es la normatividad de la razón, que obliga a retirar de la vista y del espacio social a los inquietantes irracionales: el problema no es la enfermedad, sino la erección de la salud en norma. En realidad, es la propia idea de norma la que crea la categoría de la enfermedad mental.96 Pues toda normatividad necesita transgresores a los que reprimir, anormales a los que uniformizar o castigar.97 Esta relación represiva/medicalizada que la modernidad establece con la locura contrastaría con la tolerancia de una Edad Media idealizada que habría, según Foucault, respetado al loco, e incluso lo habría considerado inspirado por una genialidad especial.98
En otras ocasiones, Foucault, en un registro más marxista, vincula el grand renfermement (el confinamiento de los locos a partir del siglo XVII), no ya solo al ascenso del racionalismo, sino al capitalismo necesitado de mano de obra barata99 (pues en algunos asilos se pone a trabajar a los perturbados), o a la familia burguesa (pues en el manicomio el loco es equiparado al niño, el cuerdo al adulto, y la locura a la rebeldía contra el padre). En Vigilar y castigar, Foucault añadirá el derecho penal y la política penitenciaria a su mapa del saber-poder. Y en Nacimiento de la clínica incluirá en él también… ¡a los hospitales! Como ha señalado Scruton, caracteriza a Foucault una enfermiza «suspicacia frente a las decencias humanas básicas».100 Solo un ingenuo podría creer que el internamiento de enfermos en hospitales obedece a la pretensión benévola de cuidarles mejor: no, en realidad se trata de control, poder, represión… Lo mismo vale para los manicomios. Y la reclusión de delincuentes en prisiones no es una medida elemental para proteger a la sociedad, sino un rodillo de doblegamiento de rebeldes (pues el crimen es «una protesta resonante de la individualidad humana»). Hospitales, asilos, escuelas, cuarteles, prisiones…, todos forman parte para Foucault de un mismo universo carcelario («¿Es sorprendente que las cárceles se parezcan a las fábricas, a las escuelas, a los cuarteles, a los hospitales, todos los cuales parecen prisiones?»).101 Quizá cambió de opinión cuando, en junio de 1984, fue llevado agonizante de SIDA al hospital de la Salpétrière (por supuesto, su vida homosexual había sido intensamente promiscua, y en su Historia de la sexualidad había deconstruido la noción de normalidad sexual y la distinción entre prácticas sanas y perversas). Quizá agradeció que se ejerciera sobre él el represivo saber-poder burgués para aliviar sus sufrimientos en sus últimos días.
• Así como Michel Foucault mostró predilección por el desenmascaramiento de hospitales y establecimientos psiquiátricos como instituciones de represión, Pierre Bourdieu, otro de los santones del pensamiento del 68, se especializó en la denuncia del sistema educativo. Como en otros países occidentales —España entre ellos— 1945-68 había sido a todas luces un periodo de grandes progresos en ese ámbito, con mejora en la calidad (cualificación del profesorado) y sobre todo la cantidad (universalización) de la educación. El sistema académico estaba funcionando como un auténtico ascensor social, permitiendo que jóvenes de orígenes sociales humildes accedieran a la universidad y, a través de ella, al estrato social-profesional superior.
Pero, como otros aspectos del éxito occidental en los Treinta Gloriosos, tampoco este podía escapar a la pasión deconstructiva del pensamiento del 68. Pierre Bourdieu propone una interpretación marxista según la cual así como un modelo económico se basa en cierta estructura de relaciones de producción, así su superestructura ideológica comporta cierta distribución del capital simbólico y cierta división del trabajo social. La eficacia del sistema educativo como ascensor social es negada por Bourdieu: en un contexto capitalista, la educación está diseñada de forma que quede garantizada la reproducción (La reproducción es el título de su obra más influyente) de la distribución del capital simbólico y del trabajo social (es decir, que los hijos de los obreros sigan siendo obreros y los de los burgueses, burgueses). Una vez más, una falsa neutralidad —en este caso, del sistema docente— permite que, so capa de transmisión de conocimientos objetivos, se inculque en realidad la ideología que conviene a la clase dominante, y que, bajo la apariencia de exámenes y concursos-oposición neutrales, se garantice a los hijos de la burguesía la perpetuación de las posiciones de poder que ocuparon sus padres (se consigue así que «los privilegiados no aparezcan como tales»), mientras que a los de abajo se les hace creer que «deben su destino escolar y social a su carencia de talento y méritos».102 La aparente selección por el talento encubriría la simple reproducción de la estructura de clases. Las ideas de Bourdieu han sido desarrolladas después por toda una legión de sociólogos de la educación (Casella, Tomlinson, etc.), para los cuales, como denuncia Inger Enkvist, «lo interesante es la clase social de los alumnos, y no lo que aprenden».103
Junto con esta requisitoria marxista contra la escuela de los sesenta, en Bourdieu encontramos también ideas llamadas a tener mucho eco en la revolución pedagógica que se pondrá en marcha a partir de aproximadamente 1970; por ejemplo, el cuestionamiento de la autoridad del profesor en clase (un sucedáneo de la violencia física cuya función simbólica, según Bourdieu, es acostumbrar a los jóvenes a la jerarquía y la obediencia, y prepararlos para ser dóciles peones del sistema), o la tesis según la cual la verdadera función de la educación no debería ser transmitir contenidos, sino permitir a los niños expresar su personalidad y enseñarlos a pensar por sí mismos (a lo cual contribuirá mucho el éxito internacional de la obra de A. S. Neill Summerhill: A Radical Approach to Education). La minusvaloración de los contenidos educativos ha conducido al formalismo pedagógico es decir, la obsesión con la metodología docente, constantemente renovada, en detrimento de la materia de la enseñanza.104 El resultado de todo ello ha sido un descenso del nivel de exigencia en los colegios… que ha terminado volviéndose precisamente contra los más pobres, incapaces de matricular a sus hijos en colegios privados más selectivos.105 En este sentido, parece justificada —quizá descontando cierta hipérbole— la dura crítica que dirigió Jean-François Revel a Bourdieu:







