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Dirección editorial: Jaime Fernández Molano
Consejo editorial: Henry Benjumea Yepes, José Vicente Casadiego León, Francisco Piratoba Arias
Producción: Doris Gallego Amaya
Ilustraciones: Luis Miguel Ortiz López
Diseño y diagramación: Darío Ortega Hernández
Colección: Literatura
Serie: Poesía
Volumen: once
Primera edición: mayo de 2002
© Nayib Donaldo Camacho Oviedo
Correo electrónico: nayigula@hotmail.com
© Para la presente edición
Fondo Editorial Entreletras
Calle 19 sur 37-77 Nuevo Horizonte, Villavicencio, Meta,
Colombia, Sur América
Correo electrónico: entreletras2@yahoo.com
ISBN: 978-958-97061-2-1
Hecho el depósito legal
Se autoriza la reproducción parcial de este libro, siempre y cuando se cite la fuente.
Preprensa digital, diseño e impresión:
Fondo Editorial Entreletras
A mi mamá, a mi papá y a mis patrocinadores, ahora que ya puedo correr solo... N.C.O.
«Ya que no pudimos ser algo en la vida, degenerémonos»
Gerardo Oviedo (ex-ciclista)
«Mi perdición fue caer en el profesionalismo»
Rolando Chaparro (ex-ciclista)
«El problema no es la llegada sino la salida»
Armando Acuña (ex-ciclista)
«El problema no es la salida sino la llegada»
Silvia Mascardi (ex-montadora)

El asombro de Ramsés
Viento de costado
Etapas de carne viva
Hay que tener físico
Caravana
Crujir de bielas
La esquina dorada
Pedalazos
Lluvia de sueños
Caramañola
Ascenso al mito
Premio de montaña
Dopado
Pintor de bicicletas
Caída
Meta volante
Bicicleta de lluvia
El asombro de Ramsés
Me habían dicho que sus calles ya no asustaban
tenía mis dudas pero atravesé la cordillera
y desde los bosques fríos donde se coronan los hongos
vi las luces que se desvanecían en tentación y soñé una dirección.
Llegué solo, con un pueblo plano y otro puntiagudo a mis espaldas,
para entonces sólo habían transcurrido tres bostezos y un ladrido blanco,
pero todas las esquinas eran leales al cansancio
y la modorra maquillada de ciudad me dio el abrazo del saltamontes.
Admiré los biombos, los quicios, e imaginé retretes
y encontré la amistad en los carteles amables de la memoria
y los chocolates envueltos entre lechugas para servirse al mediodía.
Nada quedó reposando en el inútil rumbo de tanta meta…
Después de pensar en los tulipanes y las agujas de los costureros,
avancé desde las cuatro jorobas de la ciudad
al encuentro de universidades y lámparas novedosas,
porque todo es perfección y hospitalidad
en los ojos de oro que se tornan brasas.
No fui al zoológico, preferí rondar por el manicomio,
y allí donde se justifica la ecología alguien preguntó
si éramos muchos los que estábamos afuera.
No retorné afligido pues mis acompañantes eran bellas
y hablaron de estadística e inventaron un prisma
que reflejó mi ignorancia como enfermero del amor;
algo vibró en mi inquietud, el chirrido de un columpio
pero no imaginé juegos, sí una sutil señal de íntimo eco,
siendo así, me abracé a las melodías de antaño
y los tangos derritieron sombras en los parches de la mascarada
y me incorporé para besar la luna y unos ojos de lince,
mas en la galería de amores que sólo fueron capullo
las pulsaciones me amotinaron y repudiaron la trashumancia
y me alejé para no hacer daño con mi pasado.
No arrullé las tristezas como lo proclaman el silencio y las puestas del sol
y me quedé largos momentos al pie de la puerta obediente a las bisagras,
escuchando los desagües de los tejados en noches sin noticias;
supe al instante que el mundo es pequeño y no hay esperanza
que las chicas de cabello rubio y sedoso tampoco serán mi salvación
porque todo se trasfigura en un mínimo espacio y los olores dan para
murmurar.
Animado, dejé contra la pared una mirada rasgada en su herida
con la salvedad del oriental que comprende las cuatro nobles verdades,
y hui para conjurar el rocío ahogado en el espejismo de la belleza,
fue cuando dejé entrever mi plebeya ocupación de ciclista
y regué arvejas en los aseados pisos de las casas que me alojaron
ofreciendo la abundancia para las alacenas amigas
mientras la metáfora se ampliaba en una tienda.
Escapando al ruido de los televisores y los escapularios
trepé hacia los pesebres que dibujaban patrullajes y vejámenes nocturnos
y en sus crestones vi bailarinas sesgadas ante bombillas de ceniza.
En honor a las citas descendí desbordando La Playa
nerviosa, repleta de pies que giran sobre letras de molde
y percibí tras un vidrio afligido como un computador
de qué manera los contrabandistas se organizan alrededor del gran tren
sin más aliento que la imaginación en espera de la navidad;
temí a los mendigos y me conformé respirando de los barrios
el polen de sus rollizas flores aunque se hayan quebrado sus vidrieras;
reparé en las cabezas grises de la cultura cierta noche de homenaje
y no supe si eran jubilados o Bouvard y Pecuchet ya cansados de tanta
bicicleta.
Con frecuencia divagué a la orilla de las glorietas postradas a los autos,
mas todo fue en vano porque el rostro florecido jamás apareció;
del centro confirmé que es un pantano y un puñal de dificultades
cuya funda se abre al paso de las vírgenes y los incautos;
silbé debajo de los nuevos edificios que esponjados
se ocupan de derribar los bastones de las abuelas
y a la deriva vagué de norte a sur escogiendo las cinturas diminutas
por encima de los eclipses de la luna y los cometas japoneses
y todo fue la felicidad de la burbuja coloquial
el total reposo en las antiguas camas de comino.
Transcribo ahora mis olvidos y mi terror a los bazares de obsequios:
al peso de mi equipaje nada agregué como regalo, tampoco algo que
contar,
tal vez hubiera traído caballos, pero mi misión no era equina y menos
de acero,
así que robé la diminuta silla de montar del caballito de mar
que gira como humo y brilla entre lunas, mareas y tarros de espera,
pero hice mis promesas de fauno que quedan recogidas en pocos folios:
he prometido convertirme en fabricante de velas hidrogenadas,
de seguro engordar como un burócrata que colecciona puntillas,
probablemente leer un diccionario completo de filosofía,
de vez en cuando fotocopiar pájaros, en especial colibríes,
también reencarnar como gramático estudioso del dálmata,
quizá proteger a los cocodrilos y hacerles el horóscopo,
acaso inclinar el viento y ejercitarme en el arte del bonsái,
a lo mejor creer que existen el Ecuador y la pedagogía,
alguna vez escuchar a Mozart para desarrollar mi cerebro,
he asegurado culminar mi novela titulada “Victoria de perfumes”,
y desde ya un agudo pálpito me dice que incumpliré
pero vale el esfuerzo que circula por los hilos
y el celo inocente de mi hijo putativo;
quizá las orugas me den un buen consejo
conforme a los dogmas de la agricultura.
Entre arequipe y leche asada presentí una certeza:
cuando haya extendido las fronteras de mi agujero azul,
las ciudades y los valles ya tendrán posesiones hereditarias,
incluidos el amor y el perfume para lavar los codos.
Para entonces, el lino adornará los riñones
en la angustia que riega su gloria sobre los huesos
de aquellas cuyos labios rugen alabanzas.
Mas no hay porqué pisotear la miel,
es mejor insistir en otorgar al universo un cielo de arcos
donde las nubes salten de sus ámbitos fríos
a la húmeda ropa que escampa bajo las hojas del laurel
y todo será tierra postrada ante las casas colgadas
vida de maderos que bajan por los ríos libres de azúcar
de manera que los cantores del campo y la familia
rectos ante los libros y la inteligencia
pasearán por los jardines de las bellas
y ante ellos harán deliciosas piruetas
para complacer a su heredad, en tanto
los ancianos, para preservar su ancianidad,
temerán la historia original del amor que se repite en cada mujer
y enseñarán a sus nietos lo que aprendieron de los filósofos andinos
que los viajes y el amor son la sustancia del literato
y les contarán acerca de las bibliotecas personales
cuyas paredes fueron levantadas con ladrillos y sangre de toro.
Finalmente, para enlazar una moraleja subrayada en mi vida actual,
se dice de Ramsés que su mujer apenas se movía de casa
y pasaba los días en la cocina y entretenía sus manos tejiendo;
así lo cifran las pinturas en la escala de los mortales ordinarios.
En todo caso esta forma hogareña era también parte de la civilización
y en homenaje a la mujer de ojos fabricados por la duda
los contingentes de guerreros dibujaban su perfil con arcos y flechas.
En medio de esta sencillez y de la furia de Dios se fundaron las dinastías
y mientras el faraón se bañaba en el delta, florecía la habilidad del brazo
sobre la gloria del arte y la vibración de las planchas metálicas.
Hoy evoco un retrato que es el asombre de Ramsés y el mío
y en el interminable Nilo y en las caras de las pirámides
se robustecen los destellos de mi entrañable Medellín y sus corazones,
con la firmeza de que nada es criptograma, sólo la amistad misma,
memoria cercana, pálida torta de pescado y café.
Viento de costado
A veces, desconsolados, tratamos de hacer amigos
pensamos en las formas sencillas de cumplir con la humanidad
al saber que por dignidad nadie osará ser sombrío en la persuasión
si reconocemos que la conciencia vale tanto como la verdad.
He visto los jardines y en ellos los árboles abrigando el pensamiento
pero también he notado sus etiquetas y rótulos como en Auschwitz,
por fortuna los tallos descomunales y las taimadas ramas dan sombra,
y dan fruto y sosiego estos hijos de la tierra con la mutación de los años.
Entre el follaje, atrae y seduce la hospitalidad cantarina del cardenal y
el azulejo
cansados de su hedonismo que ya no es parte de la belleza sino de la ecología.
Veo cruzar debajo de ellos y privados de ánimo a los eruditos y sus discípulos,
y hasta las muchachas de labios de mandarina hacen sus comentarios.
Todo es bello y a excepción de las ficciones, la materia orgánica es lo
que cuenta;
en ello y por ello, la pulcritud de los árboles también merece su estética,
y como las hijas de Sion, sus hojas y sus nidos son mutilados
y sus raíces holladas en beneficio de las alcantarillas.
Toda pretensión es un antojo, un deleite para concebir un mundo creado
por arquitectos de galpones y galleras que dibujan espacios “adecuados”;
donde dan lo mismo el sueño y la utilidad, pero no los leños y el parásito,
en suave contradicción de armonía y muerte o selección espontánea,
según diría el griego, refiriéndose al curso de las cosas.
Allí, junto al árbol mutilado crece la tecnología en punta
a riesgo de la herencia y la savia que serán piedra y sostén de puertas,
allí, deja el hombre la huella de su altruismo perverso,
mojón inútil, desgastado, cuyo verde conserva arraigado al suelo.
No bastan la ciencia o la propensión al bienestar para estar curados,
el sol de la tarde afirma generosamente la muerte sobre el tronco;
no basta con ser un árbol de la selva para estar en un catálogo,
la luna de la noche no detendrá su luz sobre los retoños antojadizos.
Ninguno, ni el parapléjico, ni el mutilado árbol, quieren justificar su destino
porque es poco lo que satisface el rumbo de la simpatía y el decoro;
nadie, ni el tullido, ni el castrado árbol anhelan la potencia del movimiento
porque es mucho quedarse alelado ante el firmamento y los vitrales.
Por el tamiz de la compasión se animan las gentes graves a diagnosticar
y llevados por el contraste los hombres ingenian guerras y terapias;
tal vez se trata de compendiar las pérdidas y los gusanos que vendrán
o quizás del fluir voluntarioso para estar fuera de sí.
Dicen los que observan de lejos al mojón que brilla en el cristal
“¡miren a los peripatéticos!”, dan vueltas alrededor del muerto
como en un sucio manicomio de Estambul…
“¡miren a las muchachas!”, aferradas al erecto falo
como en genuino zoco de Bagdag…
Me digo: nada de lo que puede ser vil es impersonal
y la memoria de lo que fue no se consuela con epitafios
sabiendo que el excluido del paisaje no cojea sino que permanece.
Árbol feo y estático, vestido de hongos para las mujeres lindas,
pálido musgo donde serpean las hormigas solitarias y perezosas;
hay que ver el perfecto esfuerzo de quien desdeña la utilidad
la coetánea expresión de la resistencia en la línea verde oscura.
Los anémicos no se detendrán en tus virtudes ociosas…
está dicho que tampoco el instinto ayuda mucho a perdurar;
manco venido a menos por testimonio de criminales natos,
genio rico dispuesto con rigidez para que las muchachas bailen
y coloquen sobre tu cuello el olor de las flores íntimas.
La niña inocente recoge colillas del húmedo barro que te alimenta,
las abejas olvidan su enjambre y el polen para lamer insectos,
y mis conocidos serán mis amigos porque dejaron el rastro de sus manos allí
como frágil estampa en Hollywood, en las catedrales y la universidad.
El milenio no te desvela ni tampoco el trabajo sobre mármoles
y dices: basta con ser naturales para conciliar la soledad y el absoluto.
De lejos, una estrella acomete tu perímetro con la discreción del guiño,
de cerca, el hastío y la voluntad nos hacen igual de enfermos,
esta es la herida y el desplome de las delicias veraneras
y es también el libre albedrío y la apariencia vegetal;
en cuanto a ser equitativo te mantienes a distancia
como una nube que busca la amistad en Dios.
Sobre ti cae el terror de las tempestades y la indiferencia;
por ti, la costumbre de almorzar desborda los hábitos y la brusquedad;
alrededor de ti, el ditirambo del saber y la desheredad pesimista;
a ti, árbol tullido, tipo superior arraigado en el menester incólume de ser
en esta tarde monacal que te revive con aguacero y viento de costado.

Etapas de carne viva
Sin savia recién salidos del cansancio,
sin preámbulos señalando hacia la alta montaña
de pulpa verde fatigada y rodeada de estacas
apostamos en un territorio vivo de empinado asfalto
la vitalidad, dos a uno, sobre bondadosos augurios;
trepábamos con sonidos de respeto merodeando los helechos
e interrogábamos la redondez de la tierra y sus asuntos
con un dulce aire de triunfo sobre la geografía clamorosa,
sin embargo, con voces tímidas enroscadas en la pasión,
evitábamos las hileras de plumas que cubrían las piedras lamosas;
¿quiénes se sentaban detrás de la imagen perpetua de un ícono?
nadie, porque todo estaba libre de signos y tiempo restituido
como si los viejos tonos del sol curtidos por el júbilo perenne
destemplaran suavemente los aliviados cráneos y su masa gris
después de la purga de vacaciones con aceite de ricino;
alcanzar la senda que nos llevaría hacia nosotros mismos
era la labor y el murmullo de los empequeñecidos esqueletos
que aspiraban a un juguete eterno y dadivoso
o quizás a una nube solitaria abandonada en el horizonte;
todo era sencillo mientras nos habituábamos al calor de las chicas.
¡Oh, sí!, y allí en la alta montaña éramos generosos con el clima
porque intuimos la plataforma del vacío benefactor
el lugar del trepa y baja, donde olvidábamos la larva original
y la sed que nos mostraba un continente de ojos taimados
al paso de las carreras íntimas o de la breve reputación;
no éramos excursionistas, tal vez un poco más gambusinos,
y nada sabíamos del paisaje ni de las motivaciones urbanas
sólo del discreto encanto y de la cruel belleza de la lejanía;
de pronto, algo sobre el postrer ensueño de agobiadas horas
y de las mascarillas de mango, polen atrayente,
cuando nuestros cuerpos se desparramaban sobre los árboles
con la brevedad del espíritu y el sarcasmo del buen salvaje;
pero todo raya en la superstición y en la retaguardia de la sabiduría,
y fue entonces cuando confundimos la felicidad terrena
con la higiene social disfrazada de política y estudio
y minutos después, al modo como un periódico mancilla el honor,
extrajimos la libreta de apuntes para venerar la arrogancia
y ahí estábamos estupefactos ante un futuro de vergüenza
mientras el cielo continuaba su lenta obra de luz y lluvia;
encaramados sobre el galápago del futuro llegó el hambre
hasta que cualquier mediodía, por fuerza de la costumbre,
los arados de la tierra ganaron nuestras almas;
fue feroz como la bruta lujuria hizo su trabajo
y la babosa de la derrota se adhirió a la piel
suplantando la sombra del limonar por un sombrero
y las ruedas de goma y la delgadez y la agilidad
por la cómoda pena de escarbar arroz en la ciudad;
una vez más parecimos simpáticos y educados,
la carne viva se aseguraba en una habitación olvidando el jardín;
cada minuto sería, en adelante, gravitar alrededor de las sillas del hogar,
una disposición para narcotizar follajes y abejas
a cambio de admirar la majestad de los ladrillos
la ácida manzana del amor y los teléfonos silenciosos.
Les digo, de cualquier modo y como lo quieran entender,
que hoy los árboles nos parecen guantes peluqueados,
y las hormigas seres queridos cuyo pánico se agota en la luz;
pero no todo es triste, al menos así lo evidencia el horizonte
que sigue ahí como una pulsera brillante regalada a una mujer.
La cumbre es una escalera de almas entre oscuras cavernas
no sobra decir, en las temibles horas del pordiosero,
que pretendimos alcanzar el primitivo cansancio
aunque el esfuerzo y la lucidez nos llenaron de hijos…
Uno de ellos, con la cara sombreada como una hortaliza,
salva mis noches al preguntar por los misterios mundanos de Buda
y le repito en silencio: “puedes conocer la alta montaña”.
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