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Para rematar, el viento no paraba de soplar a su alrededor, llevando el pelo de Sarah constantemente a su cara sin dejarle ver el camino que pisaba. En uno de esos momentos en el que el pelo le nublaba la vista, tropezó con una baldosa y cayó al suelo, rasgándose por el trasero el pantalón que llevaba y dejando a la vista unas braguitas de color rosa con dibujos. Sarah, en ese momento, miró a todos los lados de la calle con miedo a que alguien la hubiese visto y su reputación se hubiese ido al garete. Gracias a Dios estaban solos en la calle. Sack se quitó la chaqueta para que su hermana se la atase a la cintura. A él tampoco le gustaría que nadie viese en esas condiciones a su hermana.
Pero ahí no quedó la cosa. Ya calados hasta los huesos, sucios, magullados y muertos de frío, a una manzana de su casa, una patrulla de la policía paró frente a ellos. Un agente muy amable les preguntó si necesitaban ayuda, a lo que ambos contestaron al unísono: «No, muchas gracias». Les explicaron que estaban a tan solo una manzana de casa. Los policías continuaron su camino pero cuando fueron a girar la calle, un camión que pasaba a toda velocidad chocó contra su coche, dejándolo destrozado. Sack y Sarah salieron corriendo en busca de ayuda pero no había nadie, solo los cientos y miles de gotas de agua les acompañaban. Sack sacó su móvil del bolsillo del pantalón, pero con los nervios resbaló de sus manos, con tan mala suerte que cayó al suelo justo en un charco que la lluvia había formado en el asfalto. Entonces Sarah miró en su bolsillo pero no encontró su móvil, debió de perderlo en la caída. Los dos hermanos se miraron asustados sin saber qué hacer. Se fijaron en que tanto los dos policías como el conductor del camión estaban inconscientes. Entonces Sack tomó la decisión de ir corriendo a su casa para pedir ayuda y le dijo a Sarah que se quedase por si aparecía alguien o alguno de los accidentados despertaba de su desmayo.
Cuando entró por la puerta de casa, Mariah estaba bajando las escaleras y se lo encontró de frente, calado hasta los huesos y con una expresión en la cara que no dejaba lugar a dudas de que estaba aterrorizado.
—¿Qué pasa, cariño?, ¿estás bien?, ¿dónde está tu hermana?, ¿qué…? —Pero Sack cortó a su madre en seco.
—Llama a la policía, a la ambulancia, corriendo.
A Mariah le cambió el color de la cara, síntoma del pánico que le estaba entrando en ese momento.
Madre e hijo se quedaron quietos por un instante eterno, mirándose el uno al otro, hasta que Sack consiguió reaccionar.
—Mamá, ha habido un accidente. Ha chocado un coche de policía con un camión y están todos inconscientes. ¡Hay que pedir ayuda! —dijo Sack entrecortadamente a su madre.
—¿Dónde está tu hermana? —preguntó de repente Mariah al darse cuenta de que su hija no había llegado con su hermano a casa.
—Se ha quedado allí.
—Sal corriendo y vete con tu hermana, que no esté sola. Yo, mientras, voy a llamar a la policía.
Sack obedeció a su madre y salió corriendo a buscar a su hermana pero cuando llegó allí solo estaban los bomberos y la policía. El señor del camión, los dos policías y su hermana habían desaparecido.
Rápidamente se aproximó a uno de los policías que estaban acordonando la zona.
—Perdone, agente. ¿Sabe usted dónde está una chica que había aquí hace un rato? Tiene los ojos verdes y el pelo castaño. ¿La ha visto?
—Sí, chico, la he visto. Se la ha llevado una ambulancia —contestó el policía amablemente.
—¿Y por qué se la han llevado?, no le pasaba nada —preguntó Sack preocupado.
—Pues la verdad es que no lo sé, solo te puedo decir que se la han llevado al Hospital Saint Louis.
—Gracias, agente —le dijo Sack desconcertado.
Sack volvió corriendo de nuevo a su casa para contárselo a su madre.
De pronto se dio cuenta de que se había olvidado de coger un paraguas, aunque ya poco importaba, estaba totalmente empapado. El pelo le caía y se le pegaba a los lados de la cara y, mezclado con la suciedad, le daba un aspecto bastante poco atractivo, como si hubiese estado en un campo de entrenamiento del ejército. Los pantalones y la camiseta se habían convertido en su segunda piel, y los zapatos eran como balsas en medio de un océano picado.
—¡Mamá! —gritó Sack nada más entrar por la puerta de casa—. ¡Mamá! —volvió a gritar con angustia.
Entonces su madre apareció bajando las escaleras corriendo al mismo tiempo que se intentaba poner una chaqueta.
—¿Dónde está tu hermana? —dijo casi gritando de desesperación.
—Se la han llevado al Hospital Saint Louis. Me ha dicho el policía que no sabía por qué. Pero ella estaba bien cuando la dejé allí —dijo Sack de carrerilla.
—Vamos a buscarla ya.
Sack subió en una exhalación a cambiarse de ropa, mientras Mariah cogía las llaves del coche, el móvil y un paraguas.
—¿Por qué la has dejado sola? —dijo Mariah a su hijo más preocupada que enfadada.
—Mamá, no pensaba que le pudiese pasar algo. Solo iba a ser un momento, mientras iba a casa a llamar por teléfono. Estaba todo bien cuando me fui —dijo Sack entre sollozos.
Los dos se quedaron en silencio el resto del camino hasta que llegaron al Hospital. Sack miraba por la ventana con lágrimas en los ojos pensando en que algo malo le hubiese podido pasar a su hermana. Mientras, Mariah conducía lo más rápido que podía entre el tráfico y la lluvia que no dejaba de caer.
Aparcaron el coche en el parking que tenía el Hospital y cuando por fin entraron, los dos se dirigieron corriendo a la ventanilla de información. Una enfermera bastante mayor y entrada en carnes les miró por encima de sus gafas puntiagudas, que llevaba enganchadas a una cadena metálica que colgaba de su cuello y que debía de ser del siglo pasado.
—Disculpe. Venimos buscando a mi hija. Se llama Sarah y tiene trece años. —Fue lo primero que pudo decir Mariah entrecortadamente.
La enfermera, sin dejar de mirar por encima de sus gafas, puso cara de medio guasa antes de contestar de manera poco apropiada.
—Señora, como no me dé más información poco puedo ayudarla. —Y se calló en seco, con esa cara de pocos amigos y de pocas ganas de trabajar y ayudar.
—Mire, se ha producido un accidente entre un camión y un coche de policía. Mi hija se encontraba allí cuando sucedió. Ella simplemente esperaba a que llegase ayuda, pero cuando hemos vuelto a recogerla ¡ya no estaba!
La enfermera se quedó callada por un momento, que a Sack y a su madre les pareció una eternidad. Pero habría sido mejor que hubiese mantenido el pico cerrado.
—¿¡Y cómo es que dejó a su hija sola….!? —A la enfermera no le dio tiempo a terminar porque Mariah se había abalanzado sobre el mostrador, quedando a un palmo de la cara de aquella estúpida enfermera.
—¡Dígame usted quién se cree que es para decirme lo que tengo o no tengo que hacer con mi hija y menos sin saber lo que ha pasado! Así que, por favor, dedíquese a lo que tiene que hacer que es buscar a mi hija, que para eso le pagan.
A la enfermera ni le cambió el gesto de la cara después de la parrafada que le soltó la madre de Sack, pero sí sirvió para que se pusiese a buscarla en su ordenador entre la lista de ingresados por Urgencias.
—Aparecen aquí tres hombres y una niña que han entrado por Urgencias hará cosa de media hora. Urgencias está… —La enfermera se quedó con la palabra en la boca porque Mariah y Sack salieron corriendo en dirección a Urgencias. Ya conocían bien ese hospital, habían tenido que llevar a Mariah esos últimos años en varias ocasiones.
Se acercaron al primer celador que encontraron para preguntarle.
—Perdone, veníamos buscando a una niña que acaba de entrar por Urgencias con otros tres hombres, dos de ellos policías, heridos en un accidente de tráfico, hace cosa de media hora. —Ahora las palabras le salían con facilidad a la madre de Sack. Parece que la discusión con la enfermera la había ayudado a despejarse.
—Sí, les están atendiendo en este momento. Si pueden esperar un momento enseguida les informo —contestó el celador muy amablemente.
Mariah no paraba de ir de arriba para abajo, nerviosa, tocándose las uñas y con esa cara de preocupación que solo las madres saben poner. No es que Sack no estuviese nervioso pero estaba convencido de que nada malo le había podido pasar a su hermana. Él la había dejado en perfecto estado cuando salió corriendo en busca de ayuda. Pero seguía sin entender qué había sucedido para que hubiesen tenido que llevar a su hermana al hospital y la hubiesen tenido que meter en Urgencias.
La espera no fue larga, aunque a Mariah le pareció que había pasado toda una vida. El celador se acercó a ellos con una cara indescifrable.
—Imagino que usted debe de ser la madre de Sarah Williams, ¿me equivoco? —preguntó el celador a Mariah.
—Sí, soy yo. ¿Está bien mi hija? ¿Le ha ocurrido algo? —Mariah ya no podía soportar ni un segundo más de espera para saber qué le había sucedido a su hija. Estaba a punto de desmayarse con tanta tensión.
—Su hija se encuentra estable. Podrán pasar a verla en poco tiempo —contestó el celador con cara inexpresiva pero amable.
—Pero ¿qué es lo que le ha pasado? —Ni Sack ni Mariah podían imaginar qué le había ocurrido.
—Su hija ha sufrido un fuerte ataque de asma. La encontraron inconsciente cuando llegaron los policías y la ambulancia al lugar de los hechos.
Sack abrió tanto los ojos al escuchar esas palabras que casi se le salen de las cuencas. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?, su hermana estaba muerta de miedo cuando la dejó, incluso podría no haber puesto objeción a quedarse sola porque no tenía ni fuerzas para hablar. ¡Oh no!, la culpa había sido solo suya, ¿por qué la habría dejado sola?
—Quiero ver ya a mi hija, por favor —dijo ya sin fuerzas Mariah, un poco más tranquila sabiendo que se encontraba bien.
—Tendrá que esperar un poco, señora. Pero no se preocupe, que su hija está bien. En cuanto puedan entrar a verla, yo mismo se lo comunicaré.
Mientras esperaban a que les avisasen para poder ver a Sarah, Sack no paraba de pensar en lo mal hermano que había sido dejando a su hermana sola, ¿cómo podía haber sido tan irresponsable?
Después de aproximadamente media hora, el celador apareció en la sala donde se encontraban madre e hijo esperando, desesperados, el momento de poder ver a Sarah.
—Acompáñenme, por favor. —Al celador no le hizo falta decir nada más porque Sack y Mariah ya estaban de pie a su lado siguiéndole de cerca a cada paso que daba.
Sarah se encontraba en una habitación con otro paciente más. Estaba dormida y con la mascarilla de oxígeno tapando su boca.
Mariah se le acercó primero y, tocándole la mano, susurró su nombre. Sack miraba desde los pies de la cama a su hermana con la cara de culpabilidad que cualquier hermano podría tener en esas circunstancias.
Su hermana ya había estado en varias ocasiones ingresada, ese último año, por asma.
Desde bien pequeña Sarah sufría de asma, por eso siempre llevaba encima su inhalador, que había sido suficiente, hasta entonces, para solventar los pequeños ataques que le daban muy de vez en cuando. Aunque ese último año esos ataques se habían incrementado en el tiempo y en intensidad. El médico les dijo a sus padres que no se preocuparan, que no revestía mucha importancia, aunque sí tendría que tener cuidado para evitar crisis y que fuese a peor su situación.
En ese momento el médico entró en la habitación para ver cómo se encontraba Sarah y saludó a Sack y a su madre.
—Buenas tardes. Soy el médico que ha atendido a Sarah, usted debe de ser su madre. —En la solapa del médico colgaba una chapa donde podía leerse «Dr. Parker». El doctor era un hombre alto y fuerte, con la cara cruzada de arrugas. Debía de tener no más de cincuenta años, pero estaba claro que su ocupación le había dado tantos disgustos como surcos tenía en su frente y en el contorno de sus ojos. Debía de llevar trabajando muchas horas seguidas porque además tenía cara de estar muy cansado.
—Buenas tardes, doctor —contestó Mariah—, ¿cómo está? —preguntó sin dejar de soltar la mano de su hija.
—Su hija se encuentra estable. Ha sufrido un ataque de asma importante. Aunque cuando llegó la ambulancia ya estaba inconsciente, consiguieron reanimarla a tiempo y no ha sufrido daños cerebrales. Lo que sí tendrá es que guardar reposo durante unos días y tendrá que dejar de hacer deporte o esfuerzos o someterse a estrés durante una larga temporada. Debe evitar que se produzca otro ataque de asma para poder recuperarse bien.
—Mamá… —Sarah se había despertado, aunque se la veía cansada y su voz era apagada.
—Hija mía, ¿cómo te encuentras?
—Muy cansada, mamá. Me cuesta hablar mucho, me falta el aire.
—No te preocupes, mi vida. No hables. Descansa y te pondrás bien muy pronto. Doctor, ¿cuándo considera que podrán darle el alta?
—Necesitamos que se quede en observación esta noche y mañana veremos cómo ha evolucionado. Aquí no pueden quedarse. Les recomiendo que se vayan a casa y descansen. Vuelvan mañana por la mañana. Pasaré a examinar a Sarah a primera hora para ver cómo está.
—Gracias por todo, doctor Parker.
Mariah se despidió de su hija dándole un beso en la frente.
—Descansa, cariño, mañana por la mañana vendremos temprano para llevarte a casa. Ya verás cómo descansando esta noche te podrás bien. Las enfermeras cuidarán muy bien de ti.
Sarah apenas tenía fuerzas para abrir los ojos, pero alcanzó a ver a su hermano, que seguía a los pies de la cama sin decir nada.
Lo que Sack pudo leer en los ojos de su hermana fue una mezcla entre odio, rencor, enfado y dolor. Eso hizo que se sintiese todavía más culpable.
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A la mañana siguiente Mariah, Alfred y Sack fueron al hospital muy temprano. Prácticamente no habían podido dormir.
Cuando llegaron a casa la noche anterior, Alfred estaba esperándoles muy preocupado porque no encontró a nadie cuando regresó del trabajo y algunas luces estaban encendidas. Mariah le explicó todo lo que había pasado, tranquilizándole con respecto a la situación en la que se encontraba su hija.
Sack, sin embargo, seguía sumido en el silencio, taladrando su conciencia por haber provocado esa situación y que su hermana estuviese en el hospital. «¡Podía haber muerto!», se decía una y otra vez. Y le venía a la mente la imagen de su hermana mirándole desde la cama.
Esto le mantuvo en vela toda la noche.
El médico, como prometió, había examinado a Sarah justo antes de que llegaran, y firmó el alta de la niña para que pudiese volver con su familia a casa. Ya no necesitaba oxígeno y su saturación estaba bien.
—Ya te puedes marchar, Sarah —le dijo dulcemente el médico. A lo que ella le respondió con una amplia sonrisa. Estaba deseando salir de allí.
En ese momento la familia se fundió en un abrazo. Todos menos Sack, que no se atrevió ni siquiera a mirar a su hermana. Él se mantuvo al margen, sabiendo que su hermana le odiaba.
Lo peor fue la vuelta en el coche, cada uno mirando por una ventanilla.
Sack no quería decir nada a su hermana, para que no se alterase. Sabía cómo era el carácter de Sarah y temía provocarle otro ataque de asma.
Y así trascurrieron todo el camino, sin hablarse. Además, Sack tuvo que soportar de vez en cuando la mirada fulminante de su hermana.
Sarah pasó aquel día entero en la cama, recuperándose. Su madre se encargó de atenderla para que no le faltase de nada y cuidó de ella.
Pero fueron transcurriendo los días y durante una semana Sack no se atrevió a acercarse a su hermana. Cada vez que pasaba por delante de la puerta cerrada de su habitación se paraba un instante, tratando de reunir fuerzas para abrirla. «¡Eh, Sarah!, ¿te encuentras mejor?, ¡lamento tanto lo sucedido! Jamás volveré a dejarte sola…». «No te preocupes, Sack, sé que no querías que me sucediese nada malo, no estoy enfadada…», se imaginaba Sack la conversación con su hermana. Pero ninguna de las tantas veces que pasó se atrevió a abrirla.
En el colegio, las amigas de Sarah se acercaban cada día a Sack para preguntarle cómo se encontraba su hermana, a lo que él contestaba que «mejor», una y otra vez, sin saber qué más decir.
Meter y Robert también le preguntaron por su hermana. Eran los mejores amigos de Sack, con los que compartía todos sus secretos, aunque esta vez no quiso contarles lo sucedido.
En el barrio no se hablaba de otra cosa. La noticia había corrido como la pólvora y todos habían escuchado la historia de aquella tarde de lluvia y de los dos hermanos.
Intrigados, querían saber más acerca de lo sucedido pero Sack no quería contar nada al respecto. Lejos de sentirse importante por haber formado parte de algo tan «alucinante», como decían sus amigos, sus sentimientos eran de arrepentimiento y pesar.
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El sábado por la mañana, y de manera inesperada, su madre le pidió que hiciese una cosa de lo menos oportuna.
—Por favor, lleva a tu hermana el desayuno. Mira, he dejado la bandeja preparada. Súbesela a su habitación.
¡Horror!, tendría que enfrentarse a Sarah, y todavía no había pensado cómo.
Mariah sabía de sobra lo que sucedía entre los hermanos, y era de lo más normal que quisiera solucionarlo. ¿A qué madre le gusta ver a sus hijos enfrentados? Por eso había tomado la decisión de que sería ella la que intercediese y provocase un acercamiento.
Llevaba mucho tiempo dándole vueltas a la idea de cómo hacerlo y, después de analizarlo bien, creyó que una situación como la de dejarle el desayuno sería de lo más oportuna. Una visita a su hermana, corta y a la vez generosa, ya que ¿a quién no le gustaba que le llevasen el desayuno a la cama?
—Mamá, ¿crees…? —empezó a decir Sack. Pero su madre no dejó que terminase la frase.
Con un gesto de súplica en los ojos que decía a Sack «ve y hazlo, por favor», su madre le convenció del todo.
Cogió aire profundamente y, sin darle más vueltas, se dirigió con la bandeja hacia el cuarto de Sarah.
La puerta estaba cerrada y la golpeó dos veces con cuidado antes de entrar.
—Buenos días, Sarah, vengo a traerte el desayuno —dijo Sack a su hermana, con voz entrecortada. Pero no recibió ninguna respuesta.
Encontrarse con la oportunidad de poder hablar con su hermana a solas era difícil, así que qué mejor ocasión que esa para tratar de hacerlo.
Sack se armó de valor y decidió que ese era el mejor momento, aunque le supusiese tener que recibir dardos envenenados de su hermana. «Podré soportarlo», se convenció para sacar todo el valor posible.
—Sé que soy la última persona a la que quieres ver. —Paró un momento para pensar bien las palabras que iba a decir. Quería solucionar las cosas con su hermana—. Siento todo lo que ha pasado. —Pero siguió sin obtener respuesta. Solo podía leer en los ojos de su hermana odio, odio hacia él por todo lo que había pasado.
Pero no cesó en su intento. Trató de desviar el tema hacia algo que pudiese gustarle a su hermana.
—Me han preguntado tus amigas del colegio por ti. Todos dicen que eres una heroína. —Pero siguió el silencio presente en el ambiente.
Sack se quedó frente a su hermana, que estaba tumbada en la cama, teniendo como compañeros en la mesilla un inhalador y algunos medicamentos.
Ese silencio se hizo eterno, pero por fin Sack se decidió a hablar de nuevo.
—Lo siento mucho, Sarah, de verdad que lo siento. No sabía que esto pudiese pasar, si no te juro que no se me hubiese ocurrido dejarte sola. Perdóname, te lo pido por favor. Lo último que querría es que te pasase algo malo. Lo siento. Lo siento de verdad.
Las palabras de Sack rogaban perdón y salieron desde el corazón a su boca como un hilo, porque el nudo que tenía en el estómago era tan fuerte que casi le impedía respirar.
Pero la cara de Sarah se transformó en odio. Sack se asustó al verla.
—Fuera de mi habitación. ¡Vete! Por tu culpa casi me muero y ¡mírame!, soy casi como una inválida. Me dejaste sola, ¿no te diste cuenta de que no podía hablar?, tenías que haberte quedado conmigo, ¡te odio!, ¡y no quiero volver a verte nunca más!, ¡vete!, ¡fuera!...
La madre de Sack escuchó los gritos desde la planta de abajo y subió a toda prisa para ver lo que sucedía. Cuando llegó a la habitación se encontró a Sarah sin aliento, con el inhalador en la boca, cogiendo varias bocanadas de aire.
Sack, mientras, estaba quieto y pálido intentando analizar las palabras que había pronunciado su hermana.
—Pero ¿qué ha pasado aquí? —dijo su madre, asustada, mientras se sentaba en la cama junto a su hija intentando tranquilizarla.
Pero Sack no supo qué decir y salió de la habitación, bajó las escaleras y se fue a la calle con lágrimas en los ojos.
Nunca iba a perdonárselo. Su hermana le odiaba y estaba seguro de que él no podía hacer nada para cambiarlo. Él tenía la culpa de todo aquello.
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Aquella noche, Sarah estaba asomada a la ventana, compadeciéndose de sí misma y alimentando el odio que sentía hacia su hermano. Nada le iba a hacer cambiar de parecer, siempre odiaría a su hermano.
Y allí, sola en la oscuridad y mirando al cielo estrellado, deseó desaparecer, quería desvanecerse.
Miró fijamente a la estrella que más brillaba en aquel mar infinito inundado de luces y repitió una y otra vez el deseo desde el corazón y con gran intensidad.
De repente, a Sarah le pareció ver que aquella luz se transformaba. Estaba cambiando su color blanco a un rojo intenso y su tamaño aumentaba por momentos. Sarah empezó a asustarse cuando vio que la luz se estaba dirigiendo hacia ella.
Al principio pensó que todo aquello se lo estaba imaginando. Parpadeó varias veces y se frotó los ojos, para corroborarlo. Pero la luz seguía creciendo y cada vez se veía que estaba más cerca.
El miedo se apoderó de ella, y quedó inmóvil ante aquella visión que parecía tan real.
Tuvo que retirarse de la ventana de un salto porque parecía que la luz iba a golpearla, y su brillo de color rojo intenso la dejó ciega por un momento.
Se acurrucó encima de la cama y se tapó los ojos con las rodillas, con pánico a mirar algo que era imposible que pudiese ser real.
Al cabo de unos instantes, con el miedo contrayéndole el corazón y empezando a notar que respiraba con algo de dificultad, empezó a levantar la cabeza poco a poco. La luz seguía iluminando la habitación, pero ya no tenía la intensidad de antes. Entonces continuó levantando más la mirada, hasta que consiguió alcanzar a ver a un hombre alto y esbelto, extrañamente vestido y con una estrella de un rojo brillante colgada de su cuello.
Pero ¿de dónde demonios había salido?
—Tranquila, no quiero hacerte daño —dijo el extraño hombre de manera dulce y pausada.
Lejos de tranquilizarse, el miedo de Sarah fue creciendo a medida que recordó la historia que su padre les había contado y las palabras de advertencia que les había transmitido.
—Hola, Sarah. No te asustes. Soy Sendermad y vengo a ayudarte a cumplir tus deseos.
Los temores de Sarah se confirmaban.
—Yo no he pedido ningún deseo… —dijo muy asustada.
—Sí, Sarah, sí lo has pedido, y lo has hecho con tanta energía e intensidad que he podido escucharte. Por eso he venido, para ayudarte.
—No necesito ayuda de nadie…
A Sarah le costaba contestar porque el miedo agarrotaba hasta el último de sus músculos. Instintivamente cogió de su mesilla uno de los inhaladores y lo apretó contra el pecho con fuerza.
Sendermad, entonces, metió su mano en uno de los bolsillos de su chaleco y sacó otra estrella roja, más pequeña que la que colgaba de su cuello, y se acercó a Sarah.
—Toma, Sarah, es la estrella de los deseos. Con ella podrás hacer tus sueños realidad —dijo Sendermad amablemente.
—¡No quiero ninguna estrella de los deseos!, quiero que te vayas… ¡por favor! —dijo Sarah, algo enfadada. Quería que esa pesadilla terminase y despertar de ese mal sueño.
Pero el gesto de Sendermad cambió, transformándose en una mueca de maldad que aterrorizó a Sarah al instante, dejándola totalmente paralizada.






