Del pisito a la burbuja inmobiliaria

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Las obras sociales crearon una red asistencial en los barrios, que facilitaba la penetración en los hogares obreros del Frente de Juventudes y la Sección Femenina y de la Acción Católica (Molinero, 2003: 325). Estas instituciones llevaron a los barrios los servicios de puericultura y asistencia sanitaria maternal ambulatoria. Los criterios de actuación indican que las asistentes no eran muy bien recibidas; las voluntarias de la Sección Femenina eran instruidas para acercarse a las familias «evitando despertar recelos y desconfianza entre ellas», utilizando un discurso en torno al mejoramiento de las condiciones de vida (Mateo, 2012: 213). Si atendemos el criterio de la literatura, las voluntarias católicas y falangistas eran vistas como parte de la beneficencia. A veces se las recibía con hostilidad. «Aquí querer no se les quiere». Y a otras como proveedoras: «Lo que pasa es que se les dan coba. Se trata de chupar lo que se pueda, ¿comprende usté? [...]» (Martín Vigil, 1960).
Los servicios de asistencia se utilizaban también para el control social; con el fin de conocer la moralidad de las familias, se rellenaban fichas detalladas donde se anotaban las condiciones higiénicas, empleo y hábitos morales y religiosos de los padres: si viven en pareja, están casados, alcoholismo, enfermedades infecciosas, tipo de lactancia del bebé. Informaban «sobre los niños que hubiera sin bautizar o sin hacer la primera comunión» e indagaban para verificar los matrimonios (Ruiz y Jiménez, 2001: 72).
Junto con el control se ejercía el adoctrinamiento. Se obligaba a las madres a asistir a cursos obligatorios para poder acceder a los cuidados ambulatorios. En esos cursos se daba formación en higiene materno-infantil, cuya importancia se puede alcanzar en el descenso drástico de la mortalidad infantil durante los años cuarenta, a pesar del hambre y la falta de antibióticos; aunque la falta de antibióticos impidió atajar la extensión de la tuberculosis entre la infancia callejera. Jesús Fernández Santos cuenta, en su relato corto Cabeza rapada, las últimas horas en la calle y el ambulatorio social de un niño pobre y tísico; el dolor, la compasión de la gente y la inevitabilidad de la muerte en la miseria, la asistencia de beneficencia y... el corolario de la falta de medicinas sin dinero.
[El chico] sudaba por la fiebre y toda su frente brillaba, brotada de menudas gotas. Yo pensaba: está muy mal. No tiene dinero. No se puede poner bien porque no tiene dinero. Está del pecho. Está tísico. Si pidiera a la gente que pasa, no reuniría ni diez pesetas. Se tiene que morir. No conoce a nadie... Aunque pasara el hombre más caritativo del mundo se moriría (Fernández Santos, 1958).
A pesar de la propaganda que fomentaba la natalidad, el franquismo hizo poco por ayudar con servicios a las madres trabajadoras; cuando la madre tenía que emplearse fuera del hogar, los niños quedaban a cargo de sus hermanos, la solidaridad vecinal, o abandonados a su suerte. Un informe de la Dirección General de Seguridad (DGS) de 16 enero de 1941 comunicaba a la superioridad que era «deprimente» constatar «los niños de las clases humildes que se ven por las calles vagando sin ningún control» (Novelle, 2012: 297). Tanto la Sección Femenina como la Iglesia limitaron la atención a las tareas de cuidado y vigilancia materno-infantil. En la Semana del Suburbio10 el reverendo D. Pedro Tura, de los Misioneros Hijos del Corazón de María, daba instrucciones a los activistas católicos sobre los tipos de asistencia que debían proporcionar a los chabolistas:
Legalizar matrimonios, procurar que todos estén bautizados [...] Velar por la moralidad de las familias y ayudarles en asuntos de orden social y laboral [...] Fundación de Patronatos Escolares Parroquiales, con suficientes escuelas [...] Organización de dispensarios; procurarles servicios médicos (íd., 1957: 40).
Es decir, que los cuidados ambulatorios servidos por la Iglesia también eran utilizados para el control moral de la población de los suburbios y barrios pobres. En la novela La Resaca (1959) de Juan Goytisolo, se cuenta cómo las ayudas de la Iglesia a los habitantes de las barracas del Somorrostro en Barcelona estaban ligadas a la administración de la «comunión» a los niños de las familias chabolistas durante la «Pascua Florida».11
1.2 Autarquía, pobreza y mercado negro
Los años de hambre también lo fueron de autarquía, mercado negro y estraperlo. La primera fue un invento del régimen, una criatura fascista que casaba bien con el proteccionismo oligárquico. La autarquía nació con ánimo de convertirse en una alternativa definitiva al modelo de economía liberal-capitalista (Barciela, 1998: 88). Con criterios castrenses, se pretendía decidir qué debía producirse o cultivarse; cuánto debía entregarse a las autoridades para su distribución, y a qué precio (Del Arco, 2010). Una serie de organismos e instituciones se encargaban de centralizar el aprovisionamiento de alimentos y materias primas; otros del comercio exterior para cubrir faltas y recabar divisas; nacieron oficinas para asignar a los sectores las materias primas y suministros necesarios, y otras más que organizaban el transporte y distribución, tanto de las materias como de los alimentos. Cada organismo creó una burocracia agradecida y dispuesta a enriquecerse con las oportunidades del momento. Como dice Sanz Hoya (2010: 22), los entramados del estraperlo ayudan a «conocer mejor las causas que explican la prolongada duración de la dictadura, la configuración de su poder y de sus relaciones con la sociedad». En esos primeros lustros del poder municipal franquista «surgieron las redes de corrupción, aún perceptibles en la turbia realidad local actual»;12 al calor de esa acumulación de riqueza local se crearon los capitales y la cultura de negocio que alimentó la especulación del desarrollismo.
La autarquía trajo el racionamiento y este alentó el mercado negro... ¡Y llegó el hambre! En los comedores de Auxilio Social de los primeros cuarenta se atendió una media diaria de más de un millón de personas (Barranquero y Prieto, 2003: 208). En ese contexto de estancamiento, paro y escasez surgió «el estraperlo» y toda la sociedad participó en el mercado ilegal de artículos de primera necesidad; los de abajo para redondear unos ingresos de hambre, los de arriba para amasar fortunas (Del Arco, 2010: 66). El primer efecto de la escasez fue la creación de una amplia brecha entre el crecimiento de los precios y el estancamiento de los salarios. Un informe del Consejo Económico Nacional decía que los salarios perdieron en los años cuarenta casi un tercio de su poder.13
Los despachos de los diplomáticos acreditados en España narraban una hambruna insoportable (Del Arco, 2006); la coyuntura era tan aguda que los propios servicios provinciales de FET y las JONS hablaban del hambre. La penuria se volvió dramática en 1946, agravada por la ineficacia de Abastos.14 La situación empeoraba por los movimientos migratorios, con su secuela de clandestinidad de domicilio y viviendas ilegales. Los inmigrantes y sus familias, residentes no declarados, no podían acceder a las cartillas de racionamiento, viéndose obligados a acudir al mercado negro de alimentos y productos de primera necesidad. Como consecuencia, las ciudades fueron desbordadas por mendigos, sobre todo niños. La carencia de antibióticos y la avitaminosis extendieron la polio y la tuberculosis por la infancia, y la falta de higiene en los asentamientos ilegales convirtió el tifus en la epidemia mortal de los suburbios.15
Pero la carestía no solo afectaba a los pobres y perdedores de la posguerra. Atacó también los ahorros de las clases medias. Destruyó las rentas fijas y con ellas uno de los sostenes del conservadurismo español. La Iglesia se alarmaba, la inflación estaba convirtiendo en menesterosa una clase media rentista, conservadora y firme sostén del catolicismo, que vio en pocos años esfumarse el valor de sus ahorros.
La depreciación de la moneda y la elevación del coste de la vida (junto a la congelación de los alquileres) arrastraron hacia la ciudad a los pensionistas, y a pequeños rentistas, para ver si podían salvar con algún trabajo (empleo público, cajas de ahorro, etc.) la situación que les había colocado poco menos que en la legión inmensa de los pobres vergonzantes. Las depreciaciones monetarias son siempre una gran calamidad para los pueblos (Joaquinet, 1957: 30).
En un contexto inflacionario, la congelación de los alquileres, decretada en los años cuarenta, condenó a los caseros; una clase cuya preocupación más aguda era «salvar los ahorros contra la inflación y crear rentas duraderas para la vejez; que huía como la peste de los gastos de urbanización y los impuestos; que aprovechaba al máximo el suelo y configuró el Madrid provinciano del siglo XIX » (Juliá, 1994: 268). La ruina de estos «caseros-rentistas» convocaría las voces que desde ABC y otros medios se levantaron contra la Ley de arrendamientos.
A fuerza de predicar constantemente contra la lucha de clases no hemos caído en la cuenta de que hemos organizado otra lucha despiadada, feroz e inicua contra una clase conservadora e insustituible para el equilibrio social, que es la de propietarios de fincas urbanas... (Cort: RNA, 196, 1958: 35).
Pero, como en toda carestía, también hubo ganadores. En la posguerra lo fueron algunos miembros de la burocracia falangista, especialmente de Abastecimientos y Transportes. El control de la distribución nutrió la creación de nuevos ricos con la comercialización fraudulenta del trigo, patatas, aceite y otros alimentos; y con los derivados del petróleo, materiales de construcción y otros bienes escasos y necesarios. Por otro lado, la crisis fiscal municipal, producto de la carestía y el mercado negro, aumentó la importancia de los recaudadores-arrendatarios de tributos, puesto que recayó en los nuevos ricos del partido. El cónsul inglés en Málaga escribía a su embajada sobre el contraste entre la ostentación de los altos funcionarios y la miseria de la población (Del Arco, 2006).
El estraperlo se extendió por el campo con tal virulencia que incluso Franco se vio obligado a reconocerlo y condenar los efectos económicos y morales sobre la población en general (Barciela, 1998: 84), pero también sobre sus bases de apoyo rural, entretenidas en esos años en una actividad ilegal tremendamente lucrativa, y a las cuales lanzó en 1947 la siguiente regañina moralizante al tiempo que paternal:
Con la carestía, (aumenta) el índice de la tuberculosis y el de la mortalidad infantil, pues lo que para unos es exceso de beneficio, para los otros es pauperismo, tuberculosis y miseria (¡Muy bien! ¡Muy bien! Grandes aplausos) [...] Por eso pido al campo español que en todas las medidas [...] colabore para cortar este régimen de carestía; para que ese espíritu de codicia, no entre en el campo español, llevado por la ciudad o por los especuladores; que extirpemos ese afán de codicia, de riqueza rápida, que va contra la fraternidad cristiana, contra el sentido católico de nuestro pueblo, y que, al fin y a la postre, todos han de pagar a la hora de la muerte (Muchos aplausos) (Arriba, 14-12-1947).
La autarquía y el apoyo a los propietarios agrarios eran políticas esenciales del proyecto del Movimiento, pero el estraperlo las había malbaratado claramente a finales de los cuarenta. Esta circunstancia creaba fuertes tensiones internas en Falange y con los sectores católicos vinculados a la beneficencia y la asistencia social. Vicente Tarancón, obispo de Solsona (Lérida), publicó una homilía en la que afirmaba:
Durante estos diez años son muchos los que se han aprovechado de la escasez para hacer grandes negocios. Los que ocupan algún cargo en estos momentos no solamente deben ser dignos y honrados; deben parecerlo también y evitar con cuidado todo aquello que pueda servir de razón o de pretexto para que los demás duden de ellos (Del Arco, 2010: 74).
1.3 Inflación y crisis, el fin de la autarquía
Cuando en 1949 el Gobierno de España esperaba ser incluido en el Plan Marshall americano, salir a los mercados de deuda internacional y superar el aislamiento por la vía del «anticomunismo», el ministro de Hacienda era consciente de las limitaciones para todas esas metas que implicaba la autarquía, durante la cual «el índice del coste de la vida había alcanzado el 468% respecto a 1938» (Arriba, 2-7-1949).16 Poner en orden la inflación era la primera cautela para obtener de EE. UU. un crédito de 50 millones de dólares (Sardá, 1970). Se ordenó a los bancos la restricción del crédito con el consiguiente incremento del paro (Arriba, 6-7-1949).
El descontento acabó manifestándose de forma pública, con la primera acción de masas reivindicativa bajo el franquismo: la huelga de tranvías de Barcelona de marzo de 1951, seguida de acciones y huelgas contra la carestía de la vida. Un informe de Carrero Blanco, entonces subsecretario de Presidencia, advertía del deterioro de las condiciones de vida, incluso en la clase media, y de las posibles consecuencias sobre el clima social en un contexto de escasez y racionamiento (Molinero e Ysas, 2003: 280).
En abril, Arriba (8-4-51) dio a luz un informe que mostraba la «preocupación de los académicos de la Universidad Complutense sobre el crédito público, al cual auguraban serios problemas si no se atajaba la inflación»; aparecía junto a un editorial, «Batalla Económica», contra el encarecimiento de la vida, que acompañaba al decreto del Gobierno para la intervención de «los precios del arroz, legumbres, pescado, frutas, verduras y leche», y a un informe alarmante sobre la ínfima calidad de la leche en Madrid (Arriba, 7-4-51). Dos días más tarde, acusaba de la situación directamente al «Estraperlo»: «En la Zona Nacional durante la cruzada no hubo estraperlo, ni especuladores [...]. La situación actual se puede calificar de “pereza” [...]. Pereza es cuando no atajamos allí donde se presenten los actos contrarios al interés público» (Arriba, 10-4-51).
El 19 de julio, Franco nombraba un nuevo Gobierno, y el cambio trajo consigo la vuelta del Movimiento al Gobierno, pero también la elevación a rango ministerial de la secretaría de la Presidencia de Carrero Blanco (Opus). Con el retorno a la política, Falange encontró las posiciones consolidadas de los católicos, que acotaban su margen de actuación; así que construyó un espacio para su futuro con la política social.
En 1952 se terminó oficialmente el racionamiento, pero la salida a la autarquía, aunque necesaria, no iba a ser fácil, a pesar de la firma del «Convenio de Ayuda Económica» de 1953 entre España y Estados Unidos, que abría un nuevo periodo en la evolución financiera del país. En primer lugar, porque los acuerdos no podían conseguir que la balanza exterior española dejara de ser deficitaria. En segundo lugar, el presupuesto público, que no llegaba al 13% del PIB, dedicaba más de la cuarta parte a gastos de defensa, y un 3,5% a los programas de vivienda, y aun así era insuficiente. Los falangistas reclamaban en su periódico un impuesto sobre la renta que ayudara al aumento de los recursos públicos, pero no lo consiguieron, y la financiación de la economía, por tanto, siguió asentada sobre una oferta monetaria que aumentaba un 19% de media anual. La combinación de un presupuesto raquítico y un exceso de dinero en circulación «produjo una elevación del coste de la vida del 50% entre 1953 y final de 1957», y los mercados negros de divisas y mercancías proliferaron por todas partes (Sardá, 1970).
Los problemas estallaron en febrero de 1957. Mientras el profesor Velarde alertaba contra las presiones inflacionistas de la burbuja de deuda pública, impulsada por el recurso a la expansión fiduciaria y por el déficit de la balanza exterior (Arriba, 3-2-57), el New York Times advertía de los peligros de recalentamiento inflacionario inherentes al fuerte crecimiento de la economía española, el segundo índice de crecimiento de Europa17 (Arriba, 1, 2-2-1957). Los préstamos conseguidos en 1953 se habían gastado con rapidez y la deuda por la ayuda americana aumentaba en una progresión alarmante:
TABLA 1
Cooperación hispano-norteamericana (saldos deuda)

Fuente: Boletín Estadístico del Banco de España (Sardá, 1970).
En esa coyuntura, el Opus se presentó con el viejo programa de «Enriqueceos», siempre eficaz tras una guerra civil, al cual bautizaron como «modernización económica». Franco nombró un nuevo gobierno, dando al Opus la misión de normalizar el capitalismo español y conectarlo de nuevo con el mundo, reservando para Falange las carteras sociales. El final de la España autárquica tuvo su punto de no retorno en julio de 1959, con los acuerdos del Gobierno con el FMI y el pool de prestamistas internacionales, que financiaron con 418 millones de dólares18 el Plan de Estabilización (Arriba, 7-7-59).
1.4 La nueva clase obrera
Durante los años cincuenta, se coló en la escena social, y política, un nuevo actor. Al calor de las oportunidades abiertas por el Reglamento de Representación Sindical de 1953 y, sobre todo, por la Ley de Convenios salariales de 1958, nacerían CC. OO. y las organizaciones obreras surgidas desde la Iglesia; HOAC y JOC sufrirían un proceso de radicalización al contacto con las nuevas formas del sindicalismo opositor (Soto, 1998: 52). Estaba apareciendo una nueva clase obrera industrial, con la llegada a las ciudades de una fuerza de trabajo joven, numerosa y barata. Por primera vez en Madrid y otras capitales los obreros industriales suponían una mayoría, y en la capital se trataba además de obreros de grandes industrias. Llegados del campo en busca de una vida con más seguridades y de un futuro para sus hijos, los nuevos trabajadores emergen al mismo tiempo que los nuevos oficinistas, los activos del comercio, el transporte y las comunicaciones. Un cambio tan profundo en las clases trabajadoras tenía que reflejarse en la cultura reivindicativa popular:
Todos ellos aspiraban a acceder al empleo desde una vivienda propia, la cual estarían pagando toda su vida laboral y más allá. Las aspiraciones de esa clase obrera irían en el camino de la consecución de mejoras relacionadas con el Estado del Bienestar, los salarios y condiciones de trabajo, y las condiciones de vida asociadas a la vivienda y su entorno (Juliá, 1994).
A finales de los años cincuenta, el cine, la literatura y el arte, en general, parecían anunciar «un sentimiento privado de que todo no puede seguir igual en la década siguiente». Pero ese futuro se desarrollará política e institucionalmente con una parsimonia a veces exasperante. Max Aub, a su regreso a España en 1969, decía: «España ha cambiado del todo en todo; mediocre intelectualmente y mísera en lo moral. Con unos jóvenes que viven ciegos y no quieren saber del pasado». Habitada por «españoles sumisos y desinformados; desideologizados y despolitizados» (Gracia y Ruiz, 2001). Opinión compartida por la embajada británica (Hernández y Fuertes, 2015: 60).
Aunque Max Aub no lo percibiera, esa década, entre el Plan de Estabilización y su regreso, vio emerger las corrientes democráticas en España. A pesar de la represión, se dio el rechazo estudiantil al SEU falangista, y los triunfos sindicales de CC. OO. acompañaron las luchas obreras por mejorar las condiciones de vida y trabajo en la industria, la minería y la construcción, al tiempo que los movimientos juveniles anglosajones y europeos influyeron en los cambios profundos de la mentalidad juvenil hispana (Gracia y Ruiz, 2001). Coetáneo a esos cambios, en los arrabales y barrios de las grandes capitales se configuraba un movimiento vecinal democrático, que tendría efectos decisivos para la consolidación, en el imaginario de las clases medias y trabajadoras, de la cultura de tenencia en propiedad de la vivienda, emblema paradójico de la Arcadia falangista.
2. LA VIVIENDA EN LA POLÍTICA SOCIAL FRANQUISTA
Hasta que una oleada de justicia no limpie de amarguras las vidas y de rencor las almas, que nadie espere paz ni prosperidad, que nadie pida luz ni alegría, porque no habrá más que miseria, lobreguez e incomprensión en una Patria triste, pequeña y dividida (Girón, 1952, t. II: 145).
La política social fue un componente principal del afán falangista por construir en la conciencia de los españoles el mito de la comunidad nacional.19 Tras la derrota nazi-fascista, cuando en 1945 y 1946 los gobiernos europeos marcaban sus distancias con el franquismo, el régimen proclamaba su anclaje en lo social. Ante los delegados al III Consejo Sindical, Franco emitió el siguiente discurso: «Lo social que nosotros practicamos, ahora lo practican otros, y es que por encima de todo se va abriendo camino la era de lo social que nosotros anunciamos» (Arriba, 25-1-1945). Sin embargo, el franquismo, que «proclamó desde el primer momento su voluntad de establecer un nuevo orden nacional-sindicalista, que implicaba justicia social, trabajo y bienestar para todos los miembros de la comunidad nacional»,20 no contemplaba someter «lo social» al refrendo de esos miembros o ciudadanos. Muy al contrario, la política social era utilizada por el régimen como justificación de su política de persecución y destrucción de las organizaciones sindicales, democráticas y culturales obreras: «Solo se puede, legítimamente, recortar los medios de lucha de los obreros, cuando existe una política social por parte del estado que da solución a sus problemas» (Franco: Arriba, 19-7-1948).
La pretensión totalitaria era «imponer», como primera misión en lo social, una disciplina «a todos por igual», «técnicos, empresarios y operarios», sin distinción entre trabajadores ni «resabios clasistas», pues la jerarquía emanaba del Estado: «Cuando en las relaciones de trabajo hay injusticia por una u otra parte, ninguna de las dos tiene la culpa. Toda la responsabilidad es exclusivamente para el Estado que la tolera» (Girón, 1952, t. III: 119).
Las instituciones clave de esa política fueron el Ministerio de Trabajo y la Organización Sindical. El primero «canalizaba la actividad del gobierno en el ámbito de las relaciones sociales y la previsión social. La segunda puso en pié las obras asistenciales, entre ellas la Obra Sindical del Hogar» (Molinero, 2006). Durante sus dieciséis años de ministro, José Antonio Girón de Velasco defendió siempre que el Ministerio de Trabajo y la Organización Sindical eran dos instituciones complementarias al servicio de una política falangista, que marcaba él mismo como ministro. En 1943 decía:
Entendemos las Delegaciones Provinciales de Trabajo como Organismos del Estado nacional-Sindicalista [...] toda desavenencia o disparidad de opinión entre las Delegaciones de Trabajo y Sindicales constituye axiomáticamente una imperfecta recepción, por una u otra parte, del sentido único falangista (Girón, 1952, t. I).
La Vivienda, junto a la paz social y la Seguridad Social, conformaron los tres iconos propagandísticos, el relato principal, de la política social franquista. La vivienda fue, junto con la sanidad, el acceso más directo de Falange a la vida cotidiana de los ciudadanos de los barrios pobres y del suburbio. Esta afirmación se ilustra con la entrevista concedida en 1955 por Valero Bermejo a la revista Teresa de la Sección Femenina.21 A la pregunta «¿Cuál es el sistema de información que sigue el Instituto Nacional de la Vivienda para la adjudicación de viviendas y ajuares?» respondía:
La información la hace totalmente la Sección Femenina. [...] Las camaradas de la Sección Femenina de Madrid, vienen visitando estos sectores (chabolistas) y han preparado una información de cada familia: la composición familiar, lo que ganan, los lugares de trabajo; han visto también «lo» que tienen. Ahora sobre esas fichas, se están haciendo las clasificaciones e inmediatamente empiezan los traslados...
Los beneficiarios de viviendas sociales quedaban registrados y obligados por largos años de hipoteca, y los sindicatos (CNS) y el INV mantenían amplias facultades sobre los grupos de viviendas. Como señalaba el Reglamento de Renta Limitada:
Art. 107. Los propietarios e inquilinos de viviendas de renta limitada, vendrá obligados a mantenerlas en buen estado de conservación y a cuidar de su policía e higiene, quedando sometidas a la vigilancia del INV.22