Del pisito a la burbuja inmobiliaria

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Art. 110. Los inmuebles acogidos al régimen legal de vivienda de renta limitada ostentarán en lugar visible de su fachada o vestíbulo una placa metálica, grabada en vise y letra española, que llevará el emblema del Instituto Nacional de la Vivienda (yugo y flechas) y la inscripción siguiente:
MINISTERIO DE TRABAJO (posteriormente MINISTERIO DE LA VIVIENDA) – Instituto Nacional de la Vivienda. Esta casa está acogida a los beneficios de la Ley 15 de julio de 1954.
La política social de Falange también aspiraba a atraer los reductos históricos del sindicalismo. En 1946, Franco hizo un viaje triunfal a Asturias, en olor de multitudes (Arriba, 8-5-1946), donde se dirigió a los mineros del carbón en La Felguera:
Hay una libertad principal..., que es la libertad contra la miseria [...] Los trabajadores españoles tienen que ser el guardián más firme de la revolución, porque no es indiferente para ellos el que la Patria sea más grande o más pequeña. Cuando vienen las crisis y las calamidades, solo resisten los que tienen reservas; pero no los que viven al día, que tienen que ganarse el pan con el cotidiano esfuerzo.
No parecían percibir los franquistas la discordancia de su mensaje con la militarización de las minas, que estuvo vigente hasta 1953. Ese año, viendo que era incompatible con el nuevo estatus occidental del régimen, se escenificó el fin de la militarización con una petición del Consejo Sindical de Oviedo al Gobierno (Arriba, 14-11-1953).
En Vivienda, como en toda la política del régimen, se disponía bajo el amparo del caudillo, el hombre que todo lo pensaba y que para todo encontraba solución. Este culto fascista al líder se repetirá durante toda la larga vida del dictador y su régimen. Girón fue uno de los redactores principales de las letanías del culto franquista: «Franco afrontó decididamente, desde el primer momento, el problema nacional del mejoramiento de la vivienda y protección del hogar familiar» (Málaga, 1949; Girón, 1952, t. III: 131).
En 1953, cuando el Gobierno se prepara para desarrollar toda una serie de iniciativas que cambiarían el paisaje urbano español, condicionando el empleo de varias generaciones, el ministro de Gobernación, ante los arquitectos reunidos en su VI Asamblea proclamaba: «(En 1938) El Caudillo, que tiene esta preocupación constante por todo lo urbanístico, ya robaba horas en el frente para ocuparse de sus problemas...» (Blas Pérez: Reconstrucción, 115, 1953).
Y cuando en 1958 se aprobaba el Plan de Urgencia Social, que debía construir 60.000 viviendas en Madrid para los chabolistas, Arrese nos recuerda que no hubieran sido realidad sin el aliento social de Franco.
Entre todas las necesidades ninguna está más grabada en el ánimo de Franco como ésta de la justicia social, entre todas las formas que la justicia social nos presenta, ninguna más íntimamente ligada con el futuro del hombre como ésta del hogar.
¡Arriba España! ¡Viva Franco! (Arrese, 1966: 1381).
Los protagonistas del discurso social de la vivienda fueron José Antonio Girón, ministro de Trabajo, y José Luis de Arrese, secretario general del Movimiento. El discurso social lo puso Girón, un «camisa vieja» que representó la cara populista del primer franquismo y fue también el encargado de aplicarlo. Su estilo, imitación del cliché sindicalista del cine, estereotipo del «tipo duro» portuario, o de falangista recién llegado de la pelea, le creó una reputación que le fue muy útil durante su largo desempeño como ministro. Su ideario era José-Antoniano, resumido en la guerra contra el «liberalismo» y el «marxismo», siempre a la espera de la «revolución pendiente».
Girón, que fue industrialista desde sus primeros discursos en la prensa falangista, tenía una cierta admiración por los anarquistas y los obreros revolucionarios. Sus arengas sobre los hombres rudos y rebeldes evocan las imágenes del cine mudo soviético.
Trabajadores, camaradas: [...] Asturias, constituye para nosotros una esperanza nacionalsindicalista. [...] Bastantes de vosotros nos conocéis únicamente a través de nuestros enemigos, pero nosotros os conocemos un valor positivo que es vuestra larga experiencia en la lucha social [...]. Estamos decididos a abrir los brazos a todos los españoles honrados que quieran combatir con nosotros, [...] por la Patria y por la justicia [...] Estamos hablando a hombres y preferimos la claridad de las palabras duras [...]. Aquí en Asturias, región que tiene tradición y capacidad revolucionaria como la que más, [...], todos esos brazos que se levantan encogidos y tímidos, sin convicción y sin fe, saludarán un día con más coraje que nadie a la [...] bandera roja y negra de la justicia o no se levantará en España ningún brazo falangista porque habremos perdido la Patria, la Revolución y la vida (La Felguera, enero de 1949; Girón, 1952, t. III).
Además de a los mineros, Girón cortejó a los pescadores y los trabajadores portuarios, incluidos los de la construcción naval. En unas reuniones de antiguos obreros jubilados de los astilleros (Unión Naval de Levante) de Valencia, con un equipo de investigadores dirigido por Ismael Saz (2004: 232), la práctica totalidad de los entrevistados, antiguos militantes sindicales, coincidía en su percepción de la ayuda de Girón a los obreros, porque hizo fijos a los trabajadores portuarios, apoyó los economatos y, sobre todo, «fue decisivo para que los trabajadores accedieran a las viviendas construidas por la empresa para ellos en las mejores condiciones». Los juicios eran prácticamente unánimes: «aquí nadie le hablará mal de Girón, ¿eh?», o más matizado, «es decir, no podemos hablar mal de Girón, nosotros, en Astilleros no podemos hablar mal».
En los años cuarenta y cincuenta la gran empresa era un contexto socialmente protegido. Los dirigentes obreros habían sido eliminados por la cárcel y las ejecuciones, y el hueco humano dejado fue sustituido por un contingente de excombatientes y confidentes de la CNS. Los trabajadores de Unión Naval de Levante entrevistados recuerdan el ambiente de sospecha y amenaza: «estábamos asustados». Además, al cabo de dos lustros, muchos de ellos no habían vivido otra circunstancia laboral distinta a la dictadura, o habían hecho lo posible por olvidar el pasado. Se explica, por tanto, que escucharan el discurso de Girón, independientemente del caso que le hicieran. Especialmente su retórica demagógica contra los «señoritos» en mítines obligados:
Esa caterva de privilegiados a quienes la injusticia mantiene francos de servicio, en eternas vacaciones, disfrutando un irritante permiso indefinido en el ejército español del trabajo [...] Ninguno de ellos podrá tolerar la unión de empresarios y obreros en apretado haz de solidaridad española, porque (ese día...) la riqueza creada por el esfuerzo colectivo será patrimonio de los hogares laboriosos y no podrá ser sustraída con habilidad de carteristas por vagos aprovechados (Girón, 1952, t. II: 146).
El otro actor principal, José Luis de Arrese, fue un personaje clave de los años de posguerra, que conformó la ideología de Falange para que armonizara, como FET y de las JONS, en la coalición reaccionaria donde la Iglesia tenía un papel destacado. Las tensiones entre Falange y la Iglesia fueron mitigadas por Arrese, asumiendo «El Testamento católico» como base del discurso nacionalsindicalista.
PROPIEDAD.- Del derecho a la vida nace también el derecho a la propiedad. En efecto: el primer hombre, al necesitar comer, buscó lo que podía servir para su alimento y lo tomó, es decir se apropió de ello. Después guardó lo que le sobró para otro día, para el invierno, para otros años y, por último para sus hijos; es decir fue creando las diversas etapas de la propiedad [...] Tras el primer hombre vinieron los demás... (Arrese, 1940: 48).
Trufado de citas católicas y referencias al pensamiento tradicionalista, el sincretismo elaborado por Arrese entre el sindicalismo falangista y el nacionalcatolicismo fue extraordinariamente útil en los años transformistas del fascismo español.
No gobernamos para hoy, sino para siempre; bebemos en la tradición y miramos al horizonte; no nacen nuestros principios fundamentales del capricho de la voluntad, sino de las verdades eternas, [...]. Por eso San Agustín dice: «ama a tu prójimo, y más que a tus prójimo a tus padres, y más que a tus padres a tu patria, y más que a tu patria a tu Dios», nosotros, quince siglos después, seguimos repitiendo la misma escala de amores: Dios, España, familia y sindicato (Arrese, 1941b: 21).
Arrese mantuvo siempre una distancia aristocrática y paternal,23 incluso cuando su discurso pretendía un lenguaje duro contra las injusticias del capitalismo.
El liberalismo hizo del obrero un perro y del dinero un amo. El marxismo hizo que el perro se volviera contra el amo que le pisaba. La solución del problema no está ni en morder al capitalista, como quiere el marxismo, ni en poner un bozal, como quiere el capitalismo liberal [...]. La solución está en hacer que el perro vuelva a ser hombre, y que nadie vuelva a maltratar al obrero. Es decir hacer que vuelva el espiritualismo y la justicia social (Arrese, 1941b: 13).
Durante 18 años, ambos fueron figuras de la primera línea del régimen, incluso modularon su discurso en Linares, cuando en 1944, conforme la guerra anticipaba el triunfo de los aliados, a muchos les entró un cierto pánico:
Y en este hoy tangible de la Patria; [...] las cosas están así: hay un pensamiento social revolucionario cuya realización se intenta, y que por encima de todas las dudas, [...], se logrará. Porque en la política, como en las demás manifestaciones de la vida, hay horas decisivas, horas de criba de los hombres, en las que unos pelean y otros huyen [...] Y todos los que no huimos, estamos sencillamente resueltos a no obedecer otra orden que la de nuestro Jefe de siempre (Girón, 1952, t. II: 36).
Sobre la política social de la vivienda, sus discursos fueron complementarios. Arrese la concebía como una mezcla de política social y triunfo del paternalismo católico arcaico: «No basta con buscar una guarida donde se lleva a cabo la mera habitación de unas personas; es preciso llegar a ese núcleo animoso, íntimo y confortable que en el idioma de Cristo se califica con el nombre de hogar» (Arrese, 1959: 92).
Girón, por su parte, consideraba que la política social de la vivienda servía al objetivo de superar la lucha de clases, exacerbada por el Estado liberal «deshumanizado».
Constituía un imperativo de justicia sustituir por viviendas acogedoras e higiénicas las miserables covachas donde el bravo nervio español de tantas familias humildes se pudre en un ambiente lóbrego, confinado y hostil. Era necesario defender la salud y el vigor de la raza, pero también servir una consigna más alta: la defensa del hogar español. Redimir a esas familias sin alegría de hogar, [...] a las que el antiguo Estado deshumanizado jamás supo tender una mano amiga de justicia y comprensión (Girón, 1952, t. III: 132).
Para Falange la vivienda en propiedad era un símbolo de la paz social. Proclamaba que la penetración del socialismo republicano se debía, «en gran parte a una desviación moral del obrero español», achacable a las «innumerables horas de ocio mal empleadas fuera de su hogar», un hogar del que se sentía desarraigado por «la falta de comodidades mínimas» (Arriba, 8-7-53). La vivienda acogedora sería un factor de reclusión familiar del obrero, que lo alejaría de las reuniones peligrosas. A la vuelta de un viaje a la República Federal Alemana, Arrese dijo a la prensa que su homólogo alemán sabía: «que la vivienda es el mejor modo de evitar el comunismo». Porque «no piensa igual el hombre que tiene un hogar caliente y familiar que el hombre que duerme en la terrible inmundicia de una chabola» (Arrese, 1966: 1353).
Ambos dirigentes falangistas compartían el gusto por la retórica y los largos discursos; se enamoraban de frases que reaparecían a lo largo de veinte años, a veces en el mismo periódico, y ambos eran profundamente antiliberales. En 1941, con motivo de la presentación del II Consejo Sindical, Arrese decía:
Vosotros sabéis que... Patria es hogar y el hogar no se siente en una choza, donde se meten hasta los huesos las inclemencias del tiempo, donde la santidad de la familia está pisoteada, donde no hay alegría ni luz ni calor [...] Que el hogar de muchos ha sido, hasta ahora, la taberna, la cárcel o el hospital, y que, por ello, estuvimos a punto de tener una Patria mandada por borrachos, por delincuentes y por enfermos (ABC, 3-6-1941).
Ya titular de Vivienda, repitió esas mismas palabras ante Franco en mayo de 1957, cuando presentó su equipo ministerial. Al tiempo que lanzaba la consigna, profusamente coreada, de «ni un español sin hogar», redundaba en su diatriba antiliberal de 1941, que tachaba a los políticos republicanos de delincuentes o enfermos (ABC, 9-5-1957).
Por último, la carencia de trabajadores industriales con experiencia, debida en muchos casos a las depuraciones antisindicales de posguerra, confería a la política de vivienda la virtud de fijar los «productores» en el lugar de trabajo. El Decreto de 16 de octubre de 1946 que regulaba la cesión de terrenos municipales a la OSH decía en su introducción:
La Obra Sindical del Hogar promueve la construcción de grupos de viviendas para ser adjudicadas directamente a los productores, y también concierta con las empresas privadas la edificación de viviendas para su personal [...] [los beneficios de este decreto] son concedidos precisamente para favorecer el enraizamiento de las clases productoras a los lugares de trabajo (Mayo y Artajo, 1946: 97).
3. LA DOCTRINA FAMILIAR DEL MOVIMIENTO
L‛Angélus: «Maîtres, enfants, domestiques, tous s‛agenouillèrent, têtes nues, en se mettant à leurs places habituelles [...] Ce fut la plus émouvante prière que j‛aie entendue [...] Cette assemblée recueillie était enveloppée par la lumière adoucie du couchant dont les teintes rouges coloraient la salle, en laissant croire ainsi aux âmes, [...] que les feux du ciel visitaient ces fidèles serviteurs de Dieu agenouillés là sans distinctions de rang. En me reportant aux jours de la vie patriarcale, mes pensées agrandissaient encore cette scène déjà si grande par sa simplicité. Les enfants dirent bonsoir à leur père, les gens nous saluèrent, la comtesse s‛en alla, donnant une main à chaque enfant, et je rentrai dans le salon avec le comte (Balzac: «Le Lys dans la Vallée», 1832).
Esta escena, al igual que la «Oración» de Millet, ambas llenas de nostalgia, refleja el sentimiento de quien asiste al final de una forma de vivir. Balzac mira al pasado para mejor resaltar lo que no le gusta del presente. Sabe que la potencia del mundo nuevo, el París capitalista y especulador, barrerá en pocos años todo lo que él amaba, aunque también limpiará la servidumbre que lo acompañaba. Su nostalgia no resulta patética porque, mientras se diluye, aún es reconocible. El nacionalcatolicismo no añora el patriarcado, quiere restaurarlo con violencia, y los falangistas deseaban conservar sus valores en una sociedad moderna, cuya base es la propiedad privada capitalista. La política familiar del franquismo resumía en sí misma lo arcaico del catolicismo español, y el secretario general del Movimiento era explícito al formularlo: «Nosotros consideramos (la familia) como el núcleo de la sociedad con todo su poder educativo y regenerador, y creemos que no se puede fundar ésta si no es sobre los principios básicos del patriarcado y de la moralidad cristiana» (Arrese, 1940: 85).
En 1945 el Fuero de los españoles declaraba indisoluble el matrimonio. Se consagraba el carácter cristiano de la familia española y se restauraba la autoridad sin paliativos del varón, poniendo en vigor el Código Civil de 1889. «El franquismo concedió a la familia un lugar privilegiado en la construcción del mito de la Nueva España. El núcleo familiar era la unidad primaria de la sociedad, una célula básica del cuerpo del estado y de la comunidad» (Nash, 2012: 178): «Para España jamás ha existido duda alguna de que la familia es la entidad natural fundamento de la sociedad» (Girón, 1952, t. IV).
Sobre la importancia central de la familia para el régimen no hubo matices. La Iglesia, los textos de Arrese y la filosofía de previsión social, coincidieron en que la política social se proponía la protección a la familia (Soto, 2007; González, 1997). Para la política laboral española la unidad no era el trabajador, sino el trabajador y su familia. «El salario “justo” (Pío XI) es el salario familiar» (M. Olaechea, obispo, 1953: 7).
El Fuero del Trabajo de 1938, que era la emanación de una ideología totalitaria, subordinaba las formas de la propiedad «al interés supremo de la Nación, cuyo intérprete es el Estado» (Fuero del Trabajo, XII-1), aunque relacionaba la familia con el derecho natural a la propiedad privada. Arrese, que era más explicito en su interpretación doctrinal, afirmaba que la sociedad se asentaba sobre unos valores que se correspondían con una trinidad cohesionada por la tradición: familia, propiedad y herencia; la familia patriarcal, para él, era la base que justificaba la institución de «la propiedad», el derecho individual trasmisible por herencia sobre el que se constituía el nuevo estado.
Cuando un padre trabaja, ama el trabajo porque ve en él la manera de mejorar el porvenir de sus hijos. Si le quitamos el derecho de testar, una de dos: o le quitamos también el amor al trabajo o le quitamos el amor a sus hijos (Arrese, 1941: 11).
La herencia familiar es el ahorro del trabajo transmitido por el cariño. Esas (la familia y la herencia) son las que, como una expresión de la propiedad privada, declaramos sagradas (Arrese, 1940: 222).
Entre el franquismo y los otros fascismos había rasgos comunes en lo que respecta a la concepción de la mujer en la familia. Para todos ellos, la familia es la institución clave para la reproducción de la especie y de las condiciones sociales, donde la mujer desempeña la función de trasmisora de normas y control social. Lo específico del fascismo franquista es su simbiosis con el catolicismo. En el imaginario falangista, como en la parroquia nacionalcatólica, «la Madre» era la trasmisora de los valores tradicionales de religión y patria. Por esa razón, debía protegérsela, recluida en el hogar, contra la contaminación de la sociedad laica y liberal.
En nuestras horas de ruina social y libertinaje humano, como la mitad de nuestro siglo XIX [...]. La madre española ha sido la que más ahincadamente defendió desde el íntimo e infranqueable reducto del hogar las viejas virtudes de nuestra raza. Ella ha sabido inculcar en las almas juveniles con humildad, sencillez y amor, como se inculcan las grandes cosas, la fe, las ambiciones nobles y las virtudes y los hábitos humanamente dignos (Elola: Arriba, 1-6-1955).
Pero en los años finales del primer franquismo, la mujer humilde va a sufrir cambios dramáticos con el paso del núcleo amplio patriarcal rural a la familia urbana. La mujer y el hombre de la familia se verán separados por largas jornadas de trabajo y transporte, y los hijos quedarán abandonados por la escasez de guarderías y colegios, y por la ausencia de las madres, obligadas a hacer trabajos domésticos en casas de clase media, para poder sobrevivir (Folguera, 1995: 12). Además, con la lejanía del control rural, aparecieron los malos tratos en algunas familias, y el abandono de las obligaciones masculinas de manutención y cuidado de la prole (Siguán, 1959).
3.1 Familia y propiedad
Podemos ver en las Leyes de Vivienda de los primeros años cuarenta un discurso sobre la propiedad privada, íntimamente ligado a la institución tradicional de la familia patriarcal, en la cual las necesidades son definidas por el padre de familia, protector del hogar, el cual es cuidado por la mujer, administradora y educadora del ámbito familiar. En ese contexto de ideas y aspiraciones, la vivienda, y aún más la vivienda en propiedad, es crítica para la consecución del deseado consenso josé-antoniano.
Pero si el Movimiento vino esencialmente a levantar esa bandera de justicia social, [...] cuando se refiere al hogar, no piensa únicamente en el «estar» de la familia, sino en el «modo de estar». (La vivienda es) el lugar donde la vida se va haciendo completa; el laboratorio donde una misión de moral creadora y trascendente se realiza y donde surge la atmósfera precisa para que la familia deje de considerarse grupo, para convertirse en destino (Arrese, 1959: 92).
En pocos países del mundo, en estas épocas en que la vida hogareña desaparece, existe el profundo respeto al hogar que en España. Para nadie es un secreto la ligazón íntima que existe en nuestro país entre el individuo y la casa [...]. Nuestra vida es esencialmente hogareña, y por eso nuestras virtudes familiares permanecen inalterables a través del tiempo (Arriba, 20-7-1949).
El régimen utilizó desde sus comienzos la frase de José Antonio Primo de Rivera: «ningún hogar sin lumbre», transformándola en una frase atribuida a Francisco Franco, potente eslogan publicitario de su política social de vivienda: «Ningún español sin hogar, ningún hogar sin lumbre».
O la expresión utilizada por Mortes Alfonso, que cambiaría «lumbre» por «pan». En un discurso al Congreso de Arquitectura el director de la Vivienda enunciaba así el tema:
Ya lo dijo Franco hace veinte años y lo ha repetido Arrese en Barcelona últimamente: «Ni un español sin pan ni una familia sin hogar» [...]. Es fundamental, pues, que nos pongamos de acuerdo sobre esto: que la vivienda está destinada a la familia (Mortes Alfonso: RNA, 198, 1958: 19).
El discurso que precisa que la vivienda es para la familia, comenzaba en la escuela. Los libros de texto de los años cuarenta, como la Historia de España de Bachillerato de la Editorial Bruño, explicaban el concepto de frontera, comenzando por los límites de la «casita familiar», donde se hallan «los tesoros que más amamos en esta vida: los padres que nos dieron el ser». «Desde la puerta de nuestra casa la Patria se va agrandando en ondas circulares» (López Silva, 2001: 294). Pero un régimen que venía con el mensaje de la modernización no podía quedarse en la metáfora pastoril del hogar como refugio, porque la vivienda era un potente factor de su ideología nacionalizadora.
Porque entre las grandes necesidades que el hombre pone delante de sí cuando quiere crear una familia, entre las grandes ilusiones que abriga en la dura y agitada lucha por la existencia, ninguna es ni más urgente ni más social como esta gran necesidad y esta poderosa ilusión de tener una casa, de poseer un hogar seguro, propio y amable.
Urgente porque nosotros, pueblo espiritual y metafísico, no podemos poner dilaciones al cumplimiento del sagrado deber de constituir una familia que Dios ha encomendado al hombre.
Social, porque la familia es precisamente el núcleo inicial de la sociedad y en ella cobra sentido unitario y pleno la primera sociedad que el hombre forma (Arrese, 1958: 91).
Arrese, que fue el primer ministro de la vivienda, reunió en 1958 a los delegados provinciales de su ministerio, en uno de los muchos actos propagandísticos que protagonizó durante ese corto y crítico periodo. El discurso seguía un guion, repetido durante muchos años, para crear titulares de prensa: el régimen de Franco ha colocado la «vivienda» en la base de sus políticas sociales, porque «la vivienda es un deber de la sociedad para con la familia [...] Tal vez una afirmación tan rotunda pueda asustar [...]; pero ¿hay quien ponga en duda el derecho del hombre a crear una familia?, y ¿hay quien afirme que no es el hogar sustancial para el ejercicio de ese derecho?» (Arrese, 1966: 1249).
3.2 La reacción legal patriarcal
El franquismo barrió la modernización legal de la condición de la mujer conseguida en la República. Lo primero que hará es abolir los derechos recientemente conquistados, como la igualdad ante la ley y la equiparación de derechos en el matrimonio. El único matrimonio será el canónico y la mujer casada tiene el deber de obedecer al marido y seguirle en la fijación de residencia; la patria potestad recae sobre el marido e incapacita a la mujer para establecer relaciones comerciales sin el permiso del marido, ni trabajar sin su consentimiento. El Fuero del Trabajo se comprometía «a liberar a la mujer casada del taller y de la fábrica» y consideraba el trabajo de la mujer una amenaza para la feminidad, la maternidad y la dedicación al hogar. En correspondencia con esa visión de lo femenino, la calidad humana de las mujeres se valoraba por la maternidad en el matrimonio y, como tal, era parte de los símbolos de la época. Como muestra, esta intervención en la Semana del Suburbio de Barcelona de 1957: