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Entre 1965 y 1986, la inmigración mexicana neta total en Estados Unidos fue de alrededor de 5,7 millones de personas, de las cuales 81 % era indocumentada (Massey et al.; citado por González Reyes, 2009, p. 49). Es también durante este periodo en que el Gobierno federal de Estados Unidos comienza a vincular la migración desde el sur con el tráfico de drogas ilegales, tras determinar que las rutas seguidas por inmigrantes irregulares para entrar al país eran también utilizadas para el contrabando de marihuana. Meneses (2012, p. 260), citando la historia de la Patrulla Fronteriza, reseña que “para este momento el negocio del contrabando de extranjeros empieza a involucrar también contrabando de drogas. La Patrulla Fronteriza asistió a otras agencias en la interceptación de drogas ilegales provenientes de México”. Desde entonces, el tema de la migración –sobre todo de la irregular– se asume como un asunto de seguridad pública.
Así, cuando la administración republicana de Ronald Reagan (1981-1989) intensificó la guerra contra las drogas y se fortaleció la seguridad fronteriza para evitar la entrada de narcóticos a territorio estadounidense, se produjeron efectos colaterales sobre el control migratorio. Como lo destaca González Reyes (2009, p. 51), la política de combate al narcotráfico tuvo importantes repercusiones en la frontera México-Estados Unidos, al incorporar a las Fuerzas Militares en la colaboración y apoyo de la Patrulla Fronteriza. La estrategia de vigilancia fronteriza se orientó a bloquear las rutas de contrabando de drogas ilegales, pero que también eran utilizadas para el ingreso de migrantes irregulares.
En 1982, cuando México atravesó la peor crisis económica desde la Revolución de 1910 –que causó la baja de salarios y la devaluación del peso–, la emigración de mexicanos hacia Estados Unidos se incrementó, lo que se sumó a la migración masiva de centroamericanos que buscaban escapar y refugiarse de las guerras civiles y la pobreza. Esto coincidió con un clima político interno adverso a la inmigración, especialmente en los estados estadounidenses limítrofes con México, en donde se había extendido la percepción de la frontera como una zona caótica, sin control del Estado, debido a la creciente y cada vez más notoria presencia de migrantes irregulares en las ciudades del sur.
En consecuencia, el Congreso de Estados Unidos aprobó en 1986 la Ley de Reforma y Control de la Inmigración (Immigration Reform and Control Act-IRCA), con la que se pretendió robustecer la reglamentación fronteriza y disminuir los flujos migratorios desde México, al reforzar las sanciones a la contratación de indocumentados y aumentar las condiciones para otorgar la ciudadanía a los extranjeros. En este orden de ideas, se incrementó el número de hombres de la Patrulla Fronteriza y se inició la construcción de una barrera de separación en siete ciudades fronterizas: San Diego y El Centro en California, Yuma en Arizona, y El Paso, Del Río, Laredo y MacAllen en Texas (Bustamante, 1997, p. 173).
No obstante, IRCA también otorgó amnistía a la población irregular: aproximadamente 3,2 millones de personas lograron la legalización de su situación migratoria, 70 % de los cuales eran mexicanos, y otro tanto centroamericanos y sudamericanos. En suma, más del 85 % de las visas de trabajo otorgadas en 1986 por IRCA fueron para latinoamericanos (Durand, 2008, p. 45). El Gobierno mexicano tuvo gran influencia en la adopción de esta medida, ya que buscaba que los derechos de sus nacionales asentados en Estados Unidos fueran respetados (Bustamante, 1997, p. 173).
Simultáneamente, el Gobierno federal empezó a presionar a México para que intensificara la vigilancia en su frontera sur y deportara a los migrantes centroamericanos antes de que llegaran a Estados Unidos. Datos presentados por Jonas (1999; citado por González Reyes, 2009, p. 50) señalan que, como resultado de la presión estadounidense, las deportaciones mexicanas –en especial de centroamericanos– pasaron de 1308 en 1987 a 130 000 por año después de 1990. Con la integración económica que supuso el tlcan a comienzos de la década de los noventa, se incrementó la apreciación de la cooperación fronteriza. Ya para 1991, fueron creados los Mecanismos de Enlace Fronterizo (BLM por sus siglas en inglés), para la atención y respuesta de asuntos y problemas fronterizos (Gabriel, Jiménez y Macdonald, 2006, p. 562). Sin embargo, los temas migratorios quedaron ausentes de este tipo de espacios de debate, y Estados Unidos continuó implementando políticas y estrategias unilaterales para abordar el asunto.
Lejos de detener la migración de indocumentados, IRCA promovió nuevos flujos migratorios como parte de un proceso orientado a lograr la reunificación familiar. El Servicio de Inmigración y Naturalización estimaba que, para 1994, había ya unos 4 millones de indocumentados en Estados Unidos, 60 % de los cuales eran de origen mexicano; de estos, el 40 % residía en California (González Reyes, 2009, p. 49-50).
Posteriormente, ante la creciente presión de los grupos políticos –tanto republicanos como demócratas– y de ciertas comunidades de los estados fronterizos, la administración de Bill Clinton (1993-2001) promovió una serie de medidas orientadas a reforzar la frontera y aplicar efectivamente la legislación migratoria. Además del incremento del presupuesto y del personal para proteger la frontera, se asumió un enfoque de prevención mediante la disuasión, bajo el supuesto de que una mayor presencia de la Patrulla Fronteriza y la mayor vigilancia de la frontera aumentaba el riesgo para los migrantes indocumentados, por lo que se convertía en una medida eficaz de disuasión de la inmigración irregular (Isacson y Meyer, 2012). Más que detener la afluencia de migrantes, se buscó aumentar los costos de la inmigración para así desalentarla.
La estrategia de la administración Clinton consistió en bloquear los puntos tradicionales de ingreso de inmigrantes irregulares como El Paso y San Diego, cosa que alejó a los irregulares de las zonas urbanas y los obligó a tomar caminos más hostiles y peligrosos a través de zonas cada vez más escabrosas, desérticas e inhóspitas, donde el servicio de inmigración y naturalización tenía mayores ventajas tácticas (González Reyes, 2009, p. 52; Meneses, 2012, p. 262). Así, los flujos migratorios irregulares se desplazaron hacia los sectores de Yuma y Tucson (Arizona) y El Centro (California), a través de desiertos agrestes, convirtiéndose en los corredores más utilizados para ingresar de forma ilegal a Estados Unidos (Isacson y Meyer, 2012).
En este contexto, la Patrulla Fronteriza diseñó y desarrolló varios operativos de control para contener la migración irregular. El primero de ellos, la Operation Hold the Line de 1993, estuvo orientada a cortar el corredor de indocumentados entre Ciudad Juárez y El Paso (Texas). En 1994, la operación fue integrada en la Estrategia para la Frontera Suroeste (Southwest Border Strategy), la cual respondía a una doctrina de control sistemático y agresivo de la frontera –sobre todo en los tramos urbanos–, desde Imperial Beach en California hasta la desembocadura del Río Grande en Texas (Meneses, 2012; Gabriel, Jiménez y Macdonald, 2006).
Posteriormente se adelantaron otros operativos similares como la Operation Gatekeeper en San Diego, California (1994); la Operation Safeguard en Nogales, Arizona (1995); y Rio Grande, entre Brownsville y Laredo, Texas (1997). Todos ellos se hicieron con el objetivo de mantener a los no bienvenidos o indeseables fuera del país (Nevins, citado por Gabriel, Jimenez y Macdonald, 2006, p. 561). Desde entonces, operativos de este tipo se han repetido y ampliado en distintas fases, con desarrollos específicos de acuerdo con las especificidades de cada región.
Con todo, un significativo segmento de la población, parte del cual estaba vinculado al Partido Republicano, ejerció presión para que el Gobierno federal incrementara la vigilancia y la regulación de todos los flujos migratorios, ejerciendo un control más estricto de los illegal aliens (Meneses, 2012, p. 262). Esta presión se materializó en la Ley para la reforma de la inmigración ilegal y la responsabilidad inmigratoria (Illegal Immigration Reform and Immigrant Responsibility Act-IIRIRA) de 1996. IIRIRA estableció, básicamente, un control más riguroso al ingreso no autorizado de individuos a través de la frontera con México, el fortalecimiento y la ampliación de las facultades de la Patrulla Fronteriza, así como sanciones a aquellas personas y empresas que proporcionaran trabajo a migrantes irregulares. Con esta legislación se incorporó la figura de remoción, que permitió a los oficiales detener inmigrantes por sospecha de algún delito y negar la residencia si los inmigrantes suministraban información falsa en sus documentos (Hernández, 2008).
Para Durand, la ley IIRIRA,
[…] afectó seriamente a la comunidad latinoamericana, porque se limitaron una serie de apoyos y servicios a los que tenía acceso la población, sin importar su calidad migratoria. Se penalizó a los indocumentados, se colocaron trabas importantes para el ingreso de refugiados y se castigó a los inmigrantes residentes que contaban con permiso de trabajo y no tenían ciudadanía. Esta ley es considerada por algunos analistas como una réplica (con ligeras variantes) a nivel federal de la Proposition 187 que fue votada y luego vetada en California. (Durand, 2008, p. 46)
Así, desde el Programa Bracero, no han existido acuerdos migratorios formales entre Estados Unidos y México. Las legislaciones al respecto han sido caracterizadas por el propósito del país del norte de regular, restringir y contener las migraciones desde el sur. Pese a los debates y negociaciones entre ambos Gobiernos, legislaciones de este tipo predominaron durante buena parte del siglo XX (Benítez, 2011, p. 180).
FRONTERAS Y SEGURIDAD NACIONAL DESPUÉS DEL 11 DE SEPTIEMBRE
Tras los atentados terroristas del 11 de septiembre, Washington asumió un pensamiento geopolítico hiperrealista fundamentado en la doctrina de la Seguridad Interna (Homeland Security), la cual inició formalmente con la emisión de la Ley Patriótica (Patriotic Act) en octubre de 2001. Esta ley planteaba la necesidad de ampliar el alcance del tlcan con un apartado específico en materia de seguridad y defensa (Benítez y Rodríguez, 2005, p. 80). Estados Unidos instó a sus socios –México y Canadá– a aceptar la existencia de una vulnerabilidad omnipresente derivada de la amenaza terrorista. De esta forma, se condicionó el comercio bilateral a la construcción de un perímetro de seguridad norteamericano para blindar el territorio estadounidense contra nuevos ataques (Gabriel, Jiménez y Macdonald, 2006, p. 566). Este enfoque consistió en una estrategia integrada de seguridad que incluía la cooperación de México y Canadá en la guerra contra el terrorismo, el narcotráfico, el crimen organizado y la migración ilegal, y tenía en el fortalecimiento de la protección de las fronteras terrestres una de sus piedras angulares. Al respecto, la Asamblea de América del Norte de 2003 (Gabriel Jiménez y Macdonald, 2006, p. 553) convocaba al desarrollo de fronteras eficientes y seguras como condición sine qua non de seguridad y prosperidad común.
Para reflejar el nuevo esquema de seguridad y de vulnerabilidad omnipresente, las autoridades federales llevaron a cabo una extensa restructuración institucional de las agencias de seguridad. Este proceso inició con la creación en 2003 del Departamento de Seguridad Interna (Department of Homeland Security-DHS), al cual se integraron 22 agencias federales y 170 000 empleados, y en el cual se unificaron agencias con funciones de seguridad y otras encargadas de aduanas y migraciones. En el contexto posterior al 11 de septiembre, el DHS asumió el control operativo de la frontera y la facultad para
[…] detectar, responder e interceptar penetraciones de la frontera en áreas que se consideran de alta prioridad de amenaza potencial u otros objetivos de seguridad nacional. El control operativo puede estar limitado a corredores específicos del tráfico ilícito o a otras localidades geográficamente definidas. (U. S. Border Patrol, citado por Hernández, 2008, pp. 198-199)
La estrategia fue, entonces, intensificar y extender los controles fronterizos y los mecanismos de combate a la triada terrorismo-narcotráfico-migración ilegal. Por ejemplo, en el marco de la Ley Patriótica, se permitió a las autoridades migratorias
[…] detener, hasta por siete días a cualquiera que no sea ciudadano de Estados Unidos de quien se sospeche está comprometido con el terrorismo o colabora en planes terroristas, antes de decidir si se inicia un proceso de expulsión. Las estipulaciones se aplican incluso a residentes permanentes de largo plazo. (Legomsky, 2004, p. 77)
Entre las agencias que pasaron a integrar el DHS, se cuenta la Agencia de Protección de Aduanas y Fronteras (U. S. Customs and Border Protection-CBP), encargada de garantizar la seguridad de 7000 millas de fronteras terrestres, compartidas con Canadá y México, y 2000 millas de aguas costeras en la península de Florida y en el Sur de California (CBP, 2009b); el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (U. S. Immigration and Customs Enforcement-ICE) y la Guardia Costera.
Dentro de la CBP se integran la Oficina de Operaciones de Campo (Office of Field Operation-OFO), encargada del control de inmigración y aduanas en los puertos de entrada al país; y la Patrulla de Fronteras (U.S. Border Patrol), responsable de la seguridad fronteriza en los extensos espacios abiertos a lo largo de la frontera, cuya misión es la de “prevenir que los inmigrantes irregulares crucen las fronteras de los Estados Unidos por cualquier propósito” (CBP, 2009a), y ser “capaz de mantener una presencia disuasiva, llevar a cabo cateos y detenciones, y patrullar terrenos difíciles” (Isacson y Meyer, 2012). La CBP cuenta, además, con varias instancias de inteligencia para la recopilación de información relativa al ingreso de personas y bienes.
Cabe mencionar que la Patrulla Fronteriza es la agencia que más ha experimentado la securitización de la cuestión migratoria después del 11 de septiembre. Desde entonces, la misión de la agencia involucró el combate al terrorismo, operaciones contra el narcotráfico, la interdicción de migrantes y muchas otras violaciones de las leyes federales dentro de un radio de 100 millas de la frontera (Isacson y Meyer, 2012). Como consecuencia, se militarizó la estructura operativa de la Patrulla Fronteriza, asumiendo una doctrina de conflicto de baja intensidad en la vigilancia de la frontera, que implica el uso de tecnología militar para el cumplimiento de su función, que incluye helicópteros, aviones no tripulados (Unmanned Aerial Vehicles) y lanchas fluviales rápidas de fondo plano y hélice superior (Meneses, 2012, p. 264). Así, la Patrulla Fronteriza se convirtió en la principal agencia mediante la cual el Estado federal ejerce presencia en la frontera.
De acuerdo con los datos presentados por Massey (citado por Herrera-Lasso y Artola, 2011, p. 27), para 2010 el presupuesto de la Patrulla Fronteriza había crecido un 950 % con relación al designado en 1980, mientras que las horas de servicio de los agentes se incrementaron más de 100 veces con respecto a las cifras de 1980; en tanto que Meneses (2012, p. 264) señala que el número de patrulleros en la frontera pasó de 4000 en 1994 a casi 9500 en 2002, y algo más de 20 000 para 2011. Las cifras oficiales presentadas por el CBP (2011b) indican que, en 2011, la Patrulla Fronteriza contaba ya con 21 394 agentes, 18 506 de los cuales estaban desplegados a lo largo de la frontera con México.
En estados como Arizona –que, según datos del DHS, mantiene el 7,9 % del total de migrantes irregulares en Estados Unidos– se implementaron operativos especiales contra los indocumentados como la ampliación de Safeguard –iniciado en 1995 en Los Nogales– al corredor Yuma-Luckeville (2003), la ejecución de Arizona Border Control-ABC (2004) y programas de repatriación voluntaria (Meneses, 2012, p. 264). En este estado se duplicó el personal del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, y se puso en funcionamiento una plataforma tecnológica para el control de la frontera, que incluye unidades móviles de vigilancia, sistemas de imágenes térmicas y equipos de inspección no invasiva.
Así también, el número de millas del total de fronteras bajo control efectivo por parte del DHS creció en un 284 % entre 2005 y 2010. En el caso de la frontera con México, el control efectivo alcanzó 873 millas en 2010 (44 % del total de la frontera), es decir, se ha incrementado en 126 millas anuales desde 2005 (U. S. Government Accountability Office, 2013). Adicionalmente, para 2012 ya se habían construido 651 millas de muros fronterizos de las 700 millas ordenadas por la Ley del Cerco Seguro (Secure Fence Act) de 2006. Estas vallas fronterizas se encuentran especialmente en los centros urbanos más densamente poblados (El Paso, San Diego, Nogales) y en las zonas rurales de California y Arizona –aunque no existe muro en las secciones más montañosas de la frontera–. Estos muros están adaptados con cámaras, reflectores de alta potencia y sensores sísmicos (Isacson y Meyer, 2012).
La otra agencia del DHS con responsabilidades en materia de seguridad fronteriza es el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (en inglés, Immigration and Customs Enforcement-ICE), la segunda agencia federal de investigación después del FBI. Su misión es hacer cumplir las leyes federales relativas al control de las fronteras, aduanas, comercio e inmigración (U. S. Immigration and Customs Enforcement, s. f.). De esta forma, ICE desarrolla funciones tales como la detención y deportación de inmigrantes y la verificación del cumplimiento por parte de los empleadores de la normativa respectiva a la no contratación de indocumentados. En 2012, ICE deportó 409 849 individuos que se encontraban de forma irregular en Estados Unidos, 55 % de los cuales tenían antecedentes penales.
Por su parte, la Guardia Costera es responsable de la defensa de las fronteras marítimas de los Estados Unidos. Su principal misión de seguridad nacional es la protección del dominio marítimo y del sistema de transporte marítimo de Estados Unidos, lo que conlleva el aseguramiento de puertos, vías marítimas y costas del país. La Guardia Costera está, entonces, encargada de la detección y detención de terroristas, narcotraficantes y migrantes irregulares que pretenden ingresar por mar a territorio estadounidense (U. S. Coast Guard, 2013). En la frontera con México, la Guardia Costera ha sido involucrada en la vigilancia del Río Bravo y de la ciudad de San Diego en California.
Asimismo, a partir de octubre de 2002 también se produjo un reordenamiento del Departamento de Defensa que implicó, entre otros aspectos, la conformación del Comando Norte, encargado de la defensa del territorio norteamericano –incluyendo jurisdicción sobre territorio canadiense y mexicano–. Aunque la participación de militares en la seguridad fronteriza está directamente relacionada con la guerra contra el terrorismo y las drogas, ellos apoyan la interceptación de inmigrantes irregulares al informar a las agencias civiles de seguridad pública sobre aquellos cruces no autorizados que sean detectados.
Así, por ejemplo, la Fuerza de Tarea Conjunta Norte (JTF-N) desplegó, en febrero de 2010, la Operación Nimbus II, que incluía el empleo de vehículos de combate acorazados tipo Stryker y una unidad de defensa aérea a lo largo de la zona fronteriza de Arizona y Texas, para proporcionar apoyo de inteligencia, vigilancia y reconocimiento a la Patrulla Fronteriza (Isacson y Meyer, 2012). Este tipo de operaciones se basan en tecnologías y lecciones aprendidas durante las guerras en Afganistán e Irak, con lo cual se evidencia cómo la zona de frontera ha sido convertida en una suerte de teatro de operaciones de guerra de baja intensidad, en cuya lógica todo acceso no autorizado, bien sea de personas o bienes, se constituye en una amenaza para la seguridad nacional.
A ello se suma el apoyo –temporal pero activo– que después del 11 de septiembre presta la Guardia Nacional a la Patrulla Fronteriza, operando en lugares estratégicos de la frontera, así como en los puertos de entrada de las aduanas. Entre 2006 y 2008, por ejemplo, la Operación Jump Start desplegó unas 6000 tropas de la Guardia Nacional para asistir al personal de seguridad de la Patrulla Fronteriza en tareas relacionadas con inteligencia, investigación y vigilancia aérea para contener el narcotráfico y la migración irregular. En 2010 y con objetivos similares, la administración Obama ordenó el despliegue de 1200 efectivos de la Guardia Nacional a lo largo de la frontera –mayormente en Arizona, en menor medida en Texas, California y Nuevo México– (CNN México, 2011). En ambos casos, se justificó la asistencia de la Guardia Nacional como medida temporal mientras la Patrulla Fronteriza entrenaba a nuevos agentes (Isacson y Meyer, 2012).
A pesar del despliegue de diferentes agencias federales y la militarización para ejercer el control y la seguridad fronteriza, no existe una estrategia federal integral que coordine el esfuerzo interagencial para hacer frente al tránsito irregular de personas a través de la frontera con México.
SEGURIDAD NACIONAL Y MIGRACIONES EN AMÉRICA DEL NORTE
Si bien a partir de la década de 1990 –sobre todo desde la firma del TLCAN en enero de 1994– se había promovido una mayor integración entre Estados Unidos, México y Canadá, los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 implicaron la subordinación de las relaciones bilaterales –económicas y políticas– a la cooperación de estos Estados en la guerra contra el terrorismo. De esta forma, los acuerdos comerciales y toda iniciativa de integración económica –incluidos el tema del libre tránsito de bienes y personas– quedaron sujetos a las demandas de seguridad de Estados Unidos. En consecuencia, todos los temas de la agenda bilateral con México, incluidos los asuntos migratorios, quedaron subordinados a los paradigmas de la seguridad nacional establecidos –unilateralmente– por su vecino del norte.
En este escenario, el concepto seguridad asumió diferentes acepciones en cada país. Mientras para Estados Unidos la seguridad se entendió como la seguridad nacional, relacionada con la lucha contra el terrorismo internacional, para México, la seguridad se vinculó a la lucha contra el crimen organizado, el narcotráfico y los altos índices de violencia relacionada con tales fenómenos. En ambos casos, fronteras y seguridad quedaron estrechamente ligadas y convertidas en asunto prioritario de las relaciones bilaterales (Guillén, 2005, p. 161).
Tres han sido las iniciativas de Estados Unidos para fortalecer la vigilancia de las fronteras: el acuerdo de Fronteras Inteligentes (2002), la Alianza para la Seguridad y Prosperidad en América del Norte, ASPAN (2005) y la Iniciativa Mérida (2007).
Fronteras Inteligentes
Bajo el supuesto de la vulnerabilidad omnipresente, Estados Unidos ató las relaciones comerciales con sus vecinos a sus propios intereses de seguridad nacional, lo que implicó, bajo un primer análisis, una tensión manifiesta entre seguridad fronteriza y flujo dinámico de personas y bienes previsto por el TLCAN. No obstante, a pesar del unilateralismo con el que Estados Unidos implementó medidas de seguridad para restringir la porosidad de las fronteras, para México y Canadá, el escenario posterior al 11 de septiembre representó una ventana de oportunidad en materia de comercio bilateral con Estados Unidos. Esto debido a que, en consonancia con sus intereses de seguridad, Washington promovió la superación del modelo de seguridad imperante con base en fronteras territoriales, que restringe el flujo de bienes y personas, a favor de sistemas de administración de riesgos que comúnmente involucran procesos de liberación previa de bienes y viajeros (Gabriel, Jiménez y Macdonald, 2006, p. 550).
En todo caso, el establecimiento del perímetro de seguridad de América del Norte implicó una serie de presiones diplomáticas para lograr la convergencia de las políticas, tanto de México como de Canadá, en materia de seguridad exterior, control fronterizo y migratorio, de acuerdo con los requerimientos y paradigmas de la seguridad nacional estadounidense. En el caso de su frontera sur, la aproximación estratégica de Estados Unidos se basa en la percepción de aquella como una zona criminalizada donde convergen migración ilegal, narcotráfico, crimen organizado y –probablemente– terrorismo. De esta forma, como lo destacan Meyers, Sokolsky y Lagassé (citados por Hernández, 2008, p. 206), las presiones hacia México se orientan al fortalecimiento del control fronterizo y del combate al crimen organizado, y a la mayor inversión de recursos en aquellos aspectos de seguridad que Estados Unidos percibe como amenaza para sus intereses nacionales.