Movimiento en la tierra. Luchas campesinas, resistencia patronal y política social agraria. Chile, 1927-1947

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Montaña adentro vivían también doña Clara y su hija la Cata, cocineras de los trabajadores de hacienda en Curacautín, en plena Araucanía. «Bravas para el trabajo, se daban maña para amasar, cocinar, tostar y moler el trigo, dejando aún tiempo libre para hilar lana y tejer pintorescos choapinos que luego vendían a buen precio en la ciudad»118. Esperaban cada noche a los trabajadores con sus pancutras y otros guisos chilenos que rompían la monotonía de los porotos con rienda del mediodía. Viuda de mayordomo era doña Clara, madre soltera la Cata; habían tenido suerte de quedarse en el fundo siendo mujeres sin hombre, pero la Cata soñaba poder casarse y Clara la cateaba a sol y sombra para que no volviese a darle la ‘vergüenza’. La oportunidad de enamorarse llegó en el verano «con la llegada de los fuerinos que acudían a los trabajos de las cosechas», entre los que llegó Juan Oses, el que «no era como toos»… y lo demostró el Juan ayudándolas, noche a noche, a «hacer remedios» para salvar al niño con fiebre.
«Al ladrón hay que buscarlo entre los fuerinos», sentenció el administrador de la hacienda al carabinero San Martín, excuatrero, transformado en cruel perseguidor de cuatreros. Acto seguido fueron a buscar a Juan Oses y a otro, sacándolos de la cocina de Clara y, defendiéndose Juan, lo llevaron y torturaron hasta dejarlo moribundo atravesado en un puente del camino al pueblo de Rari Ruca. Ahí lo encontraron Clara y Cata, lo cargaron en la carreta y enfilaron cuesta arriba, adentrándose en el bosque chileno de robles, raulíes, palosantos, lingues, laureles, bajándose doña Clara a buscar hierbas sanadoras para curar al herido. «De toíto encontré, niña. Mira: matico pa’ las herías…, natri pa’ refrescarlo, yerba plata pa’ darle agüitas…, toronjil pa’ que olorose, y menta tamién»119. Con el esmero y los cuidados de las dos mujeres, el herido fue mejorando; Juan y Cata enamorando… pronto se casarían.
El domingo de fin de cosecha, con los pagos en los bolsillos, los campesinos y campesinas llegaron al pueblo a festejar, las mujeres con trajes claros, chal al hombro y chupalla con flores silvestres. Corrió abundante el vino y las cazuelas en la cocinería del pueblo y los chismes, los dimes y diretes. Ahí llegó también el padre de la guagua de Cata, Pereira, quien se enteró de su casorio; lo amenazaron de cobarde los chismeros si no desafiaba al novio de la madre de su hijo. «Ti’ han llamao cobarde…, ¡hip! A vos Peiro Pereira (…) no, vos no sos na cobarde…». y enfiló en medio de la noche hasta la rancha de Clara, donde encontró al Juan y la Cata abrazados. Pedro llamó al Juan afuera y, así, sin más, lo acuchilló, desangrándose el sueño de amor y casorio de la Cata en sus brazos…
Ese interés por matrimoniarse fue el que llevó a la Chabela a casarse con don Santos, carpintero, nacido y criado en la hacienda, viudo con cuatro hijas ya mayorcitas y deseoso de un hijo varón que perpetuara su nombre. El día del casorio, «en alegre caravana, media hacienda se dirigió a Curacautín para asistir a la ceremonia», al son del trote de caballos y relucir de espuelas de plata, en ancas las mujeres vestidas con percalas multicolores; adelante, el novio en su caballo blanco y la novia Chabela, plena de su frescura juvenil, iba montada en una «yegua mampato», con vestido comprado por el novio en la mejor tienda de Victoria y luciendo anillo con piedras verdes. La fiesta se desarrolló en la Cocinería Conejeros con bombo y platillo, regresando la comitiva a la hacienda en noche de luna…120.
Con la llegada de la primavera y el aumento de los trabajos en la hacienda, don Santos «se iba a caballo de alba y no regresaba hasta la noche. A mediodía iba su hija María Juana a dejarle el almuerzo». La Chabela, bastante cómoda, logró a punta de mimos a su «viejito querío», que don Santos le contratara un mozo. Libre de quehaceres y sin el permiso de don Santos, acompañada de la hija menor discapacitada del marido, Chabela pasaba las tardes «en el despacho, que quedaba en la puerta de la hacienda», donde vivía y trabajaba su madre. Allí la Chabela volvió a coquetear con uno de los patroncitos de la hacienda vecina que venía a pasar el verano al campo y que ya conocía «la gracia picante de Chabela»121. El amorío entre ellos se fue calentando… Chabela, cansada del viudo y con sangre de infiel, le dio la pasada a la propia cama matrimonial al amante. Y ocurrió que un día don Santos pasó de improviso por su casa, encontrando a la parejita.
«Tu viejito querío te va a matar aquí mesmo onde te habís revolcao con l’otro…aquí vay a morir… perdía… Bestia… no sos más que una bestia dañina y a las bestias se las mata… Ah!... Así…», le decía mientras la estrangulaba. Acto seguido, Santos tuvo el impulso de perseguir al amante que huía, pero recapacitó: «–No murmuró–. Era ella la única que me debía respeto»122.
Muy por el contrario era la actitud de la joven María Rosa con su marido viudo y sesentón, rudo en el trabajo de campero de la hacienda y padre de dos hijos que ya se habían echado «a ‘rodar tierras’, empujados un poco por ese vagabundaje latente en todo chileno y otro poco por el horizonte que abriera ante sus ojos la instrucción primaria recibida en la pequeña ciudad cercana. Ellos no se avenían con la vida paupérrima del gañán montañés: tenían rebeldías y altiveces que escandalizaban a don Saladino», su padre.
–Yo no sé hasta cuándo vamos a dormir en ese chiquero.
–Hasta que se declaren en huelga –contestó el Cahi Roa–. (…) Aquí Ustedes. viven muy atrasados y se dejan atropellar por cualquiera.
–No sé cómo serán las cosas en el norte –hablaba el viejo sosegadamente, transido de amargura– pero el cuento es que aquí too es distinto. Acuérdense del apuro que pasamos en el otro año por hacerle caso a ese fuerino qu’estuvo pa’ la cosecha y qu’era federao. Hicimos la huelga, juimos onde los patrones a pedir más salario pa’ nosotros, mejores pueblas pa’ la familia y escuela pa’ los mocosos. Si no nos hacían estas mejoras naiden trabajaba. Tres días estuvimos sin contesta, afligíos con la espera. Y al tercer día llegaron los carabineros, al fuerino lo tomaron preso y en toas las pueblas se dio orden de desalojar. ¿P’ónde íbamos a d’irnos? Nos echaban a toos, a toítos. ¡Jue terrible! No tuvimos más qui agachar la cabeza y seguir trabajando en las mesmas condiciones. Pa’ leución ya habimos tenío bastante…123.
Cansados de exigir en vano mayor salario y mejores pueblas, los hijos de Saladino se habían largado de la hacienda en busca de otros horizontes…124.
Apodada en la comarca como «Flor del Quillén», María Rosa era admirada no solo por ser «la más bonita de las mujeres de la hacienda», sino también por su buen comportamiento, su fidelidad y su «ser señora». Entregada de lleno a su vida y destino, María Rosa existía en armonía con el flujo de la naturaleza y del día a día. Bajo la sombra del maitén con nido de pájaros, «sentada en un banco, María Rosa tejía, penetrada obscuramente por el ardor del sol sobre la tierra mojada»; a su lado Perico, el gato: «Se le oía ronronear en la enorme quietud de la tarde montañesa. (…) Era un silencio en que la naturaleza parecía extasiarse. Con las hojas recién lavadas por la lluvia los árboles se inmovilizaban bajo el sol que los bruñía, haciendo fulgurar las gotas de agua. Un agrio olor que embriagaba subía de la tierra en germinación y ese trabajo sordo era lo que tal vez daba a la naturaleza su gracia maternal»125.
Quietud y fluir de su alma, de su cuerpo y de la madre tierra que fue interrumpida por el asedio amoroso de que comenzó a ser objeto María Rosa por parte del fuerino Pancho Ocares, con fama de conquistador de mujeres y quien había apostado en la cocinería de los peones que conquistaría a la inalcanzable Flor del Quillén. Cada tarde pasaba hacia el río trayéndole a María Rosa ramas de maqui que le regalaba con fingida timidez y frases zalameras. Ella no perdía su compostura al agradecer… hasta que poco a poco comenzó a esperar y desear esas visitas de galán romántico que rompían la monotonía de sus tardes.
Al llegar el otoño, los pobladores de la hacienda aprontaron sus carretas. Era el momento de ir a hacer ‘el piñoneo’: la cosecha de piñones entregados cada dos años por las araucarias hembras y que constituía un alimento nutricio y dadivoso, regalo de esas mujeres-árbol a la gente de la montaña para pasar el invierno. La montaña era el íntimo mundo del bosque multiverde. «Verde claro el palosanto que da a los vientos su perfume exquisito; verde obscuro el maitén pomposo que pide decorar un parque; verde negro el lingue de hojas gruesas y lustrosas como esmalte; pequeño el michay espinudo punteando de negro por los frutos azucarados; medianas las quilas esbeltas y flexibles, susurrantes y secreteras; grandes los raulíes greñudos; enormes los robles de troncos rugosos acusadores de vejez; alegres los avellanos en el cambiante color de sus bolas rojas, amarillas y negras; meditativas las araucarias que añoraban el pasado glorioso (…)»126.
En su carreta llegaron a la cima, como tantos, María Rosa y Saladino, saliendo los hombres a la cosecha y las mujeres al fogón, a preparar el charquicán o la cazuela de charqui con repollo, cebollas, papas, choclos y ají verde. Ante el fuego María Rosa conversó con Zoila, conociendo de sus problemas y sinsabores, con tanto chiquillo que alimentar. «Se la veía deshecha por el trabajo, extenuada por los hijos, deformado el cuerpo por una próxima maternidad (…). Vestida pobremente, era un montón de harapos, bajo los cuales los músculos relajados solo pedían descanso. Descanso de hambres, de fatigas, de miserias, de embarazos, de sufrimientos»127.
Mientras los otros hombres estaban en el piñoneo, Pancho Ocares se dedicaba a cortejar a María Rosa. Al atardecer del fogón, ella tomó la guitarra: «El día que la cantaron / jue el día del taita Pancho / de tanta gente qui había / botaron la puerta el rancho / ay! / botaron la puerta el rancho // (…) La fiesta acabó a pencazos / qui había e suceder, / siendo remolienda e huasos, / así tenía que ser / ay! / así tenía que ser / ayayay!», cantaba la Flor del Quillén, mientras el galán le hablaba bajito palabras de amor: «Mi Rosita, mi Rosita quería…». Embriagada de tanto licor amoroso, María Rosa enfermó y poco a poco se fue entregando al romance de un amor infiel ya deseado. El día que el encuentro se produjo e hicieron el amor, Pancho develó su real intención: «¿Quererte? ¡Jé! Pa’ eso tenís a tu viejo… (…) ¿Creís que te quero? ¡Ja! ¡Ja! No voy a perder mi cariño en ti… Ni pa’ guaina servís… Jue pa’ ganar una apuesta que vine p’acá. Ya está, ya lo sabís too. ¿Qué?»128. …. Después de la desilusión y del despliegue de toda la fuerza de su ira, María Rosa esperó, pacientemente, la llegada de su marido Saladino…
A través de esta novela del Chile montaña adentro, Marta Brunet ha construido a sus protagonistas con estos retazos de jóvenes mujeres campesinas que portan, como todas, el sueño del amor, de la pasión, del matrimonio seguro; sueños envueltos en el manto oscuro de la bajeza humana. Brunet nos retrata a mujeres de campo sujetas a un destino bastante trazado montaña adentro, interceptado por los «fuerinos», hombres que representan lo diferente del afuera, que atrae, que despierta, que enamora, que mata… Como telón de fondo, la novelista insinúa la problemática político-social campesina de la hora y describe, magistralmente, la naturaleza del Chile/Sur-Araucanía, su presencia bella y salvaje.
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Agobiada por el grito de hambre de sus hijos y cansada de esperar al trillador que no venía, mientras el trigo de su familia se torcía con sus granos maduros, Sofía partió de noche a recogerlo con sus propias manos. «Sus dedos, entonces, se metieron nerviosos por entre la paja crujiente. Las manos se agitaron, revolviendo, arrastrando, cogiendo. A ras de suelo, Sofía, la pusilánime, escarbó la tierra con sus uñas, sacó afuera del montón puñados de granos que fueron hinchando la lona del saco. Una y otra vez, atropellándose, hiriéndose, moviendo su cuerpo grueso como péndulo flojo», Sofía jadeaba, nerviosa, robando en la noche el grano de su propia era. Dormidos los pequeños de tanto llorar por su «harinita», pudieron al fin saborear, entre sueños, el preparado urgente de trigo molido, sal, grasa y ají129.
Mientras los hombres seguían esperando al yegüero para la cosecha, Mamá Trinidad decidió partir a ver las chacras. «Los porotos deben estar soltando capis, ya… Hay que limpiar las melgas y soltarles agua a tiempo. Si quedan así, el sol los achicharra». En su camino a las chacras, Trinidad encontró invitación y conversa con campesinas del camino, comparando la vida de la hacienda con la vida del terruño propio. «El fundo puede ser bueno para los muchachos… no para las niñas. Mis hijos se fueron con sus hermanas lejos de la hacienda, a labrar lo suyo y a tener lo suyo (…) y todos nos fuimos… Nos costó trabajo acostumbrarnos, pero todo en la vida se llega a querer (…)». Trinidad sabía de qué hablaba; ella había sido ordeñadora del fundo, saliendo de madrugada, ganando cinco centavos por vaca ordeñada, los que le pagaban cada seis o más meses y con los que compraba pañales y azúcar en la pulpería de la hacienda130. Antes de morir Pantaleón, su esposo, éste le había encomendado sacar a las niñas de la hacienda, las que trabajando en los corrales de la ordeña eran a menudo «arrastradas» por el administrador. Mamá Trinidad «supo de esa puebla en las riberas del pequeño Larqui» donde los vecinos eran medieros del fundo. «La tierra había sido dividida en retazos de seis cuadras», aportando el dueño el terreno y una parte de la semilla, mientras todo el trabajo y sus elementos era puesto por el campesino. «Y si lo querían, el terreno podía ser de ellos, pagándoselo con cosechas, animales o dinero». Fueron al pueblo donde vivía el patrón del fundo y solicitaron su retazo de terreno. Al anunciarle su partida del fundo al administrador, este les quitó sus bueyes y su vaca, ante lo que Mamá Trinidad respondió: «Quédese con eso, (…) pero yo no le voy a dejar la miel de mis hijas a su hocico de burro. Y prefiero la miseria y la muerte antes que ninguna porquería las ensucie»131. Así habían comenzado su vida de medieros independientes, envueltos en el sueño de ser un día los dueños de su retazo…
Llegada a las chacras, Mamá Trinidad y su nieto se entregaron a desmalezar y limpiar; cuando se aprontaban a regar de acuerdo al turno de agua solicitado al administrador del fundo, no tuvo cómo hacerlo: aquel le había dado el turno a otro. «Miren que botados a propietarios, los muy ricachones. Si yo estoy aquí el año pasado, no les doy chacra (…) Qué humos echan esos pobres diablos!»132.
Pero el cielo se fue cubriendo, apretando de gris: caería lluvia, buena para las chacras, grave para el trigo sin cosechar. La centenaria abuela Flora, madre de mamá Trinidad, se puso a rezar con su nieta, a quien aseguró que el Arcángel San Miguel escuchaba las plegarias de viejos e inocentes. Y luego ambas partieron, presurosas, a la era, antes que cayese la lluvia y se perdiese el trigo. Encontraron el cerco roto y animales del patrón Lagos comiendo en la era… Espantando las vacas que pisoteaban y comían de las espigas rotas, sus «manos se metieron por entre la paja sacando granos y tierra y guano, a veces más tierra que granos, yendo todo revuelto, a hinchar los sacos. Y se sumieron las manos por entre las cañas y sacaron espigas con tierra, con guano fresco, con paja, todo vaciado a los sacos, antes que la lluvia cayera». Sangrando las manos arrancaban el grano tiñéndolo de rojo; quince sacos juntaron hasta desmayar sobre la tierra húmeda. «Ambas quedaron allí, juntas, vieja y chiquilla, tendidas de espalda, exhaustas, apegadas a los sacos volcados y al montón de espigas sin trillar»…133.
Estas son las mujeres que muestra Guerrero en su novela Tierra fugitiva: decididas a salvar el pan de sus hijos aunque fuese rascando la tierra, mientras los hombres esperaban y salían en busca de un trillador que nunca llegaría... ellas se agitan ante la urgencia del hambre y salen, en medio de la noche y la lluvia, a sacar a mano el grano de la espiga.
45 Entrevista a don Juan. Curacaví. Abriendo las puertas de la memoria. Proyecto de Alfabetización, Curacaví, Josefina Muñoz (Responsable del proyecto), Santiago, 1995, pp. 20-28.
46 Jorge, Pinto, Los censos chilenos del siglo xx, Temuco, U. de la Frontera, 2010, pp. 86-90.
47 G. Santa Cruz, «El mejoramiento de los trabajadores agrícolas y la sindicalización campesina», Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, U. de Chile, Santiago, 1941, p. 52.
48 Francisco, Vio, Resistencia campesina en Chile y en México, Santiago, CEAAL, 1990, p. 13.
49 Emiliano, Ortega, Transformaciones agrarias y campesinado. De la participación a la exclusión, Santiago, CIEPLAN, 1987, p. 65.
50 Raúl, Urzúa, La demanda campesina, Santiago, Universidad Católica de Chile, 1969, p. 22.
51 M. Angélica. Illanes, «Chalinga. Para des-cubrir América desde América», en M. Angélica Illanes, Chile Descentrado, Santiago, LOM, 2004.
52 Rigoberto, Rivera, Los campesinos chilenos, Santiago, GIA, 1988, pp. 78-79.
53 Rigoberto, Rivera, Los campesinos chilenos, Santiago, GIA, 1988, pp. 71-75.
54 G. Mac Bride, Chile, su tierra y su gente (1936), citado en Rivera, Rigoberto, Los campesinos chilenos, Santiago, GIA, 1988, p. 75.
55 Rigoberto, Rivera, Los campesinos chilenos, Grupo de Investigaciones Agraria (GIA), Santiago, Academia de Humanismo Cristiano, 1988, pp. 79-80.
56 «Resoluciones sobre el Informe de organización…», La voz del campo, Talca, 26 de junio, 1937, p. 4, y El Labriego, Año I, N° 1, 2da. quincena de julio, 1940, p. 6.
57 Luis Coray, «Cómo mejorar nuestro trabajo en el campo», El Siglo, Santiago, 13 de noviembre, 1941.
58 Título 8, Decreto con Fuerza de Ley N° 178 del 13 de mayo de 1931.
59 Decreto con Fuerza de Ley N° 178 del 13 de mayo de 1931.
60 Ley N°. 8.811 del 29 de julio de 1947 sobre organización sindical en la agricultura, citada en E. Ortega, Transformaciones agrarias y campesinado. De la participación a la exclusión, Santiago, CIEPLAN, 1987, p. 69-70.
61 Luis Coray, «Cómo mejorar nuestro trabajo en el campo», El Siglo, Santiago, 13 de noviembre, 1941.
62 Ley N° 8.811 del 29 de julio de 1947 sobre organización sindical en la agricultura, citada en E. Ortega, Transformaciones agrarias y campesinado. De la participación a la exclusión, CIEPLAN, Santiago, 1987, pp. 69-70.
63 Carta del Inspector de Trabajo de los Andes al Director General del Trabajo. ADGT, Vol. 1165, Oficio N°. 3192.
64 E. Ortega, Transformaciones agrarias y campesinado. De la participación a la exclusión, Santiago, CIEPLAN, 1987, p. 74.
65 Luis. Coray, «Cómo mejorar nuestro trabajo en el campo», El Siglo, Santiago, 13 de noviembre, 1941.
66 E. Ortega, Transformaciones agrarias y campesinado. De la participación a la exclusión, Santiago, CIEPLAN, 1987, p. 71-72. El cálculo de las jornadas de trabajo lo habría realizado el Ministerio de Agricultura a partir de una muestra de 15 predios de riego en la Provincia de O’Higgins y en 23 predios de Santiago en los años 1950.
67 Luis Coray, «Cómo mejorar nuestro trabajo en el campo», El Siglo, Santiago, 13 de noviembre, 1941.
68 El Labriego, Año I, N°. 1, 2da. quincena de julio, Santiago, 1940, p. 6. Estas definiciones corresponden a las entregadas por la ley del Seguro Obrero Obligatorio (4054).
69 Luis Coray, «Cómo mejorar nuestro trabajo en el campo», El Siglo, Santiago, 13 de noviembre, 1941.
70 E. Ortega, Transformaciones agrarias y campesinado. De la participación a la exclusión, Santiago, CIEPLAN, 1987, p. 73.
71 Entrevista a Juan Antonio Namuncura. «Cómo viven y luchan los mapuches en sus comunidades en el sur», El Siglo, Santiago, 6 de junio, 1943, p. 9.
72 «Los terratenientes de Arauco realizan explotación feudal», El Campo, N°. 5, 2da. quincena de septiembre, 1943, p. 5.
73 E. Ortega, Transformaciones agrarias y campesinado. De la participación a la exclusión, Santiago, CIEPLAN, 1987, p. 73.
74 E. Ortega, Transformaciones agrarias y campesinado. De la participación a la exclusión, Santiago, CIEPLAN, 1987, p. 74.
75 «Resoluciones sobre el Informe de organización…», La Voz del Campo, Talca, 26 de junio, 1937, p. 4, y El Labriego, Año I, N°. 1, 2da. quincena de julio, 1940, p. 6.
76 E. Ortega, Transformaciones agrarias y campesinado. De la participación a la exclusión, Santiago, CIEPLAN, 1987, p. 72.
77 Sobre la historia del peonaje agrícola de Chile, ver G. Salazar, Labradores, peones y proletarios, Santiago, SUR, 1985.
78 E. Ortega, Transformaciones agrarias y campesinado. De la participación a la exclusión, Santiago, CIEPLAN, 1987, p. 70.
79 Rigoberto, Rivera, Los campesinos chilenos, Grupo de Investigaciones Agraria (GIA), Santiago, Academia de Humanismo Cristiano, 1988, p. 78. El autor plantea que la crisis dio lugar a la división de un importante número de haciendas; sin embargo, «a principios de la década de 1960 todavía poco más de la mitad de la tierra agrícola del país seguía controlada por las grandes haciendas» (p. 66).
80 Amanda, Labarca, Mejoramiento de la vida campesina, Santiago, Ediciones de la Unión Republicana, 1936, pp. 199-200.
81 Frente Popular, Santiago, 7 de octubre, 1936, p. 11. A estas cifras había que agregar el 15% de incremento del costo de vida entre 1935 y 1936.
82 La ubicación del fundo «Santa Elisa» no es especificada en el Informe.
83 «Salarios de hambre, habitaciones infames y régimen inquisitorial es la característica inconfundible de la vida del campesino. Documento revelador», Consigna, 28 de agosto, 1937, Portada.
84 «Fundo San Pedro de Molina», La Voz del Campo, N°. 3, Talca, 26 de junio, 1937, Portada.
85 «Inquilinos de diez años trabajan en Santa Inés», El Siglo, Santiago, 31 agosto, 1940.
86 Informe del Inspector Provincial de Colchagua, Samuel Vial Correa, al Director General del Trabajo, fechado en San Fernando el 21 de diciembre de 1939. ADGT, Vol. 1121, Oficio N°. 1045.
87 «Causas del descontento de los trabajadores agrícolas», El Siglo, Santiago, 1 de febrero, 1941.
88 Informe del Inspector del Trabajo, departamento Fiscalización, al Inspector Provincial del Trabajo de Santiago, fechado en Santiago, el 26 de enero, 1940. ADGT, Vol. 1128, Oficio N°. 582.
89 «Acusan al administrador de Santa Inés», El Siglo, Santiago, 2 de septiembre, 1940.
90 Juan Mirón, «La situación precaria de los obreros agrícolas», La Hora, Santiago, 25 de febrero de 1936, p. 3.
91 Juan Mirón, «La situación precaria de los obreros agrícolas», La Hora, Santiago, Santiago, 27 febrero, 1936.
92 «Acusa el campesino de Alhué: Carabineros mataron a mi padre y a mí me inutilizaron», El Siglo, Santiago, 16 de noviembre, 1945, portada.
93 Carta de la Directiva del Comité Relacionador de Sindicatos Agrícolas al secretario de la Presidencia solicitándole «hacer ver al Exmo. Presidente de la República la necesidad de declarar en Reorganización el Departamento Agrícola de la Beneficencia». El Siglo, Santiago, 14 de septiembre, 1941.
94 «Nuestra Realidad», extraído del «Boletín Médico», publicado en La Voz del Campo, Talca, 10 de julio, 1937, p. 4.
95 Informe del Inspector Provincial de Linares al Inspector General del Trabajo, fechado en Linares, el 31 de enero de 1940. ADGT, Vol.1162, Oficio N0. 1801.
96 La estadística de accidentes del trabajo en la provincia de Curicó en el año 1946 habla de la existencia de 641 accidentes entre los «obreros agrícolas», seguidos de 188 sufridos por «jornaleros», quienes seguramente también eran jornaleros agrícolas, lo que hacía un total de 829 accidentes del trabajo agrícolas en dicho año 1946. ADGT, Dirección General del Trabajo, Servicio de Estadística, Vol. 1832, 31 de diciembre, 1946.