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—Y de todo lo que haces, ¿qué es exactamente lo que te deprime más?
—No sé... ¡Todo!
—Vayamos por partes. Descríbeme tu trabajo en primer lugar.
—¿Otra vez? Vale, vale, no me riña. Bueno, pues trabajo en Total Phone, en el servicio de atención al cliente, y estoy de diez de la noche a seis de la mañana delante de una pantalla respondiendo a todas las llamadas de clientes que llegan por mi línea. Ya está.
—¿Cuánto hace que trabajas en esta empresa?
—Pues desde mil novecientos noventa y tres, así que eche usted misma las cuentas. Antes aún estaba bien, porque entraba a las dos a trabajar y a las diez ya terminaba el turno. Podía dormir por la noche y por la mañana hacía lo que me apetecía. Ahora hace un año y medio que me cambiaron al turno de noche. Y como soy tonto, accedí sin decir ni mu.
—Pero, si mal no recuerdo, cuando tenías el horario de tarde también te quejabas.
—Ah, no, pero ahora es mucho peor.
—Antes no te dabas cuenta de lo que tenías, ¿verdad?
—Bueno, no se pase, que tampoco era nada del otro jueves, ¿eh?
—De acuerdo, no vayamos ahora a discutir por eso. Otra cosa: ¿te gusta lo que haces? ¿Qué ambiente tienes en tu trabajo?
—En sí no parece una faena complicada, todo el mundo se piensa que es responder al teléfono, escuchar a los clientes y darles la información que necesitan. ¡Pero nada de eso! ¿Usted sabe los problemones que me llega a explicar la gente? ¿Cómo puede ser que a esas horas de la madrugada tengan tantas ganas de juerga? Hay algunos que me alteran tanto que, si no fuera porque me llamarían la atención, les colgaría en las narices. Siempre igual: que si esto no me funciona, que si tengo un contrato con ustedes que dice esto y no lo han cumplido, que si los denunciaré si no me arreglan no sé qué con urgencia... ¿Y a mí qué me cuentan, si yo soy el último mono? Yo solo les puedo decir lo que sé, no soy Dios. Que se quejen a los de arriba, que son los que mangonean y se llevan el gran dineral. Pero como soy un pringao, es más fácil echarme la bronca a mí. En cambio, si tuvieran que hablar con el presidente, seguro que le irían en plan rastrero.
—Serénate un poco, Amós. Toma un poco de agua, si quieres —le ofreció, señalándole el expendedor de agua.
—Luego, luego. Y por lo que respecta al ambiente, ¿qué quiere que le diga? Me siento un poco descolocado. Todos son más jóvenes que yo y solo es para ellos un trabajo temporal. Ellos me ven como un viejo, seguro, y deben pensar que no tengo capacidad para hacer cosas más complejas. ¡Qué pena! Yo me creía que la antigüedad en una empresa te daba cierto prestigio, pero entre tanta juventud me siento como un trasto. Y algunos saben inglés o francés, y van por ahí con esos aires, y encima diciendo que están desperdiciando sus conocimientos en este empleo tan cutre, pero que en cuanto puedan buscarán otros puestos más elevados que se adecuen a su nivel. ¡Vaya señoritos! Y luego se quejan de los trabajos temporales en este país. ¡Pero si es lo que quieren!
—Entonces afirmas que no te sientes satisfecho con tu trabajo.
—Pues no, claro que no, usted ya lo sabe. Pero qué le voy a hacer. Ya con cuarenta años tienes muchos problemas para encontrar otros trabajos. Siempre buscan gente más joven y preparada. Quieren el oro y el moro por cuatro duros.
—Pero ¿has intentado cambiar de trabajo, buscar un nuevo empleo?
—Si es que no encontraría nada. ¿No lo ve?
—No des nunca nada por hecho. Piensa una cosa: ahora tienes un trabajo fijo y no tienes prisa. Así que por buscar no pierdes nada. Y si encuentras algo mejor, habrás ganado algo. Si te parece, prepárame para la semana que viene una lista con las tareas que te gustaría desempeñar por orden de preferencia. Así las estudiaremos y veremos qué se puede hacer.
—Eso parecen deberes de colegio. —La doctora le dirigió una mirada severa por encima de la montura de las gafas—. Vale, no me mire así, ya se la traeré.
—Aparte del empleo, ¿qué otras cosas te hacen sentir deprimido?
—Pues que me siento solo. Me siento tan solo que mi apartamento de treinta metros me parece una mansión.
—¿Nunca has encontrado pareja?
—Bueno, cuando era jovencillo, antes de la mayoría de edad, estuve tonteando con una chica del orfanato. Pero salió antes que yo y ya nunca volví a saber más de ella. Y luego ya no he tenido suerte. Me han gustado mujeres a lo largo de la vida, pero nunca me he atrevido a decirles nada. Había una que era muy cariñosa conmigo, pero me dijo tantas veces eso de que éramos buenos amigos que pensé: «Seguro que si le insinúo algo, la pierdo hasta como amiga». Al final se casó con un sueco que llevaba un tiempo trabajando en España y al cabo de un año o así se fueron a vivir a Suecia. Nos escribimos alguna vez, pero llegó un momento en que dejamos de comunicarnos. Así que la perdí igualmente. Y en la empresa, ¡ya ve! De las que hay, muchas están casadas, y las solteras son muy jóvenes y ya no es que me miren con desdén, es que ni me miran. Debo de ser un bicho raro, porque si no, no lo entiendo.
—¿Y no hay algún momento en que te sientas sosegado, en que desaparezca todo ese sentimiento de desconsuelo y soledad?
—No sé si lo hay... aunque... bueno, dirá usted que vaya estupidez...
—No, por favor, estoy aquí para escucharte. Continúa.
—Bueno, pues... a veces sueño con una mujer...
—¿Sabes quién es?
—No, no la conozco de nada.
—¿Y te resulta atractiva?
—No, qué va, no me despierta ningún deseo sexual, es algo distinto. He soñado varias veces con ella. Hay un sueño, por ejemplo, que precisamente tuve hace una semana, en que yo llevo una bolsa enorme de red metálica llena de piedras que voy acarreando. ¡Es horrible! Pero entonces, cuando estoy llegando a un pueblo donde hay otra gente, se me acerca esta mujer y con un disco de luz corta la malla de la bolsa y me abraza. ¡Y me siento tan bien en estos momentos!
—Vaya, es sorprendente. Y ¿has tenido algún otro sueño con ella?
—Sí, sí. Lo que pasa es que este es el que se me repite más. Hay otro en que voy arrastrándome por la calzada, junto a la acera, en dirección a mi casa, y no puedo levantarme para subir a la acera, pues me pesa todo el cuerpo. Además, no veo muy bien por dónde voy, porque se me cierran continuamente los ojos y me cuesta mucho abrirlos. Luego me quedo atascado en la boca de una alcantarilla y, como por arte de magia, aparece la mujer, me coge por las axilas como si fuera una pluma y me lleva volando casas arriba, por encima de la calle, hasta que acabamos sobrevolando la ciudad entera y la dejamos atrás. Finalmente llegamos a una pradera y nos sentamos a comer pinchitos junto a una hoguera. Y ella, mientras, me mira sin decir nada, como si me comprendiera, como si me conociera de toda la vida. ¡Qué lástima que la única persona que te entiende exista solo en sueños!
—¿Podría ser tu madre? Quizás es un símbolo de protección.
—No, mi madre era distinta.
—Pero en los sueños, a veces, los lugares y las personas pueden aparecer transfigurados.
—Sí, pero tendría la sensación de que es mi madre. Con ella he soñado alguna vez y es distinto. En cambio, con esta mujer siento un vínculo muy especial. ¿Sabe? Es como si estando junto a ella me sintiera completo, como si fuera la parte que me falta en mi vida. Y... ¿sabe otra curiosidad? Se parece físicamente a mí, pero en mujer.
—Dices que es como si te conociera desde siempre y que se parece a ti...
—¡Sí, exacto!
—No sé... Estoy pensando que tal vez se trate de una especie de desdoblamiento de ti mismo, un alter ego, la parte positiva de ti, que se refleja en sueños y que te salva de la tristeza.
—Bien pudiera ser... ¿Y por qué no me saldrá esta parte positiva en la realidad?
—Pienso que estos sueños te tendrían que conducir a una profunda reflexión sobre tu propio ser. Deberías realizar un ejercicio de autoanálisis, quizás tienes la respuesta a todos tus problemas dentro de ti. Dicho de otro modo: puede que no te conozcas lo suficiente a ti mismo. —La doctora pulsó el botón de parada para detener la grabación—. Tienes esta semana para pensar en ello. Podemos estar ante la clave que resuelva tus problemas.
—Puede que sí. ¿Dónde estará ese yo metido que no lo veo? Debe de estar muy bien escondido. —Soltó una carcajadilla.
—Amós, no te rías. Venga pues. Nos vemos el lunes que viene. Y no te olvides de traerme la lista de los trabajos a los que te gustaría dedicarte.
—Vale, muy bien —respondió con un tono de resignación—. Hasta el lunes.
—Adiós.
IV
De acuerdo con las indicaciones del Guía, como a él le gustaba que lo llamasen, decidió renovarse la habitación, al menos en parte: pintó las paredes de un tono azul celeste de bebé, cambió las cortinas estampadas por unas semitransparentes también de color azul y se puso las sábanas y la colcha a juego. Procuró eliminar todos aquellos objetos que por su apariencia pudieran romper esa armonía monocroma. Él lo había expresado claramente: «El azul claro propicia la realización de viajes astrales». Por fin había llegado el momento de emprender el primero de su vida y todo debía estar perfectamente acondicionado. Además, no le venía nada mal rejuvenecer el aspecto de su cuarto. Era todo en conjunto muy relajante.
Antes de ir a la cama, decidió tomar algo de cena. Si por su ansia hubiera sido, ni siquiera habría cenado, pero ella era de aquellas personas que no son capaces de hacer nada con el estómago vacío. Y para que nada se le indigestara e interrumpiera el proceso de relajación, comió solo fruta de temporada. A continuación, se puso un camisón nuevo, como aquel que estrena un traje para ir a una boda, y con sumo cuidado, por el lado derecho, se sentó sobre el colchón y se tumbó. Se arropó con los lienzos, que suavemente la cubrieron hasta la barbilla. Apagó la luz del cuarto, tan solo dejó encendida la lamparilla de noche para que le sirviera de guía al volver del viaje. Cerró los párpados. Inició una respiración profunda y pausada acompañando el método de relajación que empezaba por los pies y terminaba en los cabellos. Recordaba las sesiones: «Ahora concentraos en los dedos del pie izquierdo. Sentid la presencia de cada uno de ellos. Así. Tranquilamente. Primero uno, después el siguiente, hasta que lleguéis a contar cinco». Tras la fase de relajación debía concentrarse en el viaje astral, pensar en él intensamente, ordenando repetidamente a su alma que abandonara su cuerpo conscientemente y que, después de la exploración, regresara a él. Cuando estaba recorriendo los músculos de uno de los brazos, se quedó dormida.
A la mañana siguiente se despertó emocionada. Recordaba que había llegado a una plaza donde se hallaban otras personas. Ella tenía entre sus manos una bola de luz, seguramente energía concentrada, que podía modelar a su antojo y que posteriormente convirtió en disco cortante para liberar de una pesada carga a un pobre hombre cuyas fuerzas se estaban agotando de tanto trajinar. Pero aquella no era la primera vez que experimentaba esa situación. Era extraño que se repitiera. Quizás ya había realizado algún viaje astral anteriormente sin ella saberlo. Pensándolo bien, aquella mujer de pelos encrespados y adornada de bisutería se lo había mencionado en varias ocasiones: «Tienes un aura muy limpia y seguramente es muy sensible a los fenómenos paranormales. Hazme caso, yo veo lo que otros ni siquiera podrían soñar». La nigromántica que la acogió fue su mentora y a ella le debía su existencia como si de su madre se tratara. También le debía su nombre actual, Melania, que le parecía más interesante y misterioso que el que tenía antes.
Ese lunes no tenía ninguno de los habituales encargos que ocupaban su agenda. En teoría le habría tocado ir a un piso de segunda mano para someterlo a una limpieza de espíritus, pero la muchacha que le había solicitado el servicio no estaba del todo convencida —por no decir que le atemorizaban más los métodos y los costes de los expertos en sucesos paranormales que los ruidos que la desvelaban noche tras noche— y canceló el encargo. A Melania le solían molestar un tanto este tipo de reacciones, pero ese día le habían hecho un favor. Porque estaba radiante, llena de ilusión por el descubrimiento de un nuevo mundo, y debía investigar más profundamente sobre el asunto. Aprovecharía para visitar el nuevo Internet-café que habían inaugurado recientemente tres calles más arriba. No sabía mucho de ordenadores, pero tampoco le hacía falta más para buscar cuatro cosas en la red. Estaba tan ilusionada que se hubiera emperifollado con sus mejores atuendos del más allá, repletos de brillos como estrellas en un cielo de tela. Pero a tiempo se retuvo y consideró más prudente «ir de persona normal».
Era la única cliente, pues justamente acababan de abrir y, los lunes por la mañana, la gente, con el trabajo y los estudios, no estaba para otros quehaceres. Sintió cierto alivio, pues no le habría gustado que el vecino de al lado hubiera estado husmeando de reojo en el contenido de sus páginas. Se tomó rápidamente un café con leche en la barra y voló hacia el ordenador de la esquina más apartada.
—¡Lo siento, hoy la red no funciona! —gritó el encargado desde el mostrador.
—¿Cómo que no funciona? —sonó la voz de Melania con cierta insolencia.
—Lo siento, señora. Problemas técnicos.
—Pero, entonces, ¿cuándo la van a arreglar? —dijo ahora, con desencanto.
—No lo sé, señora, aún no han venido los del servicio técnico y no nos han asegurado ninguna hora. Más vale que se marche, porque quizás estemos toda la mañana sin conexión.
Le habían echado el día abajo. «¿Para qué me habré tomado entonces aquí ese café con leche que sabía a agua sucia?», salió refunfuñando entre dientes.
—Perdone, ¿cómo ha dicho? —preguntó con sospechas el camarero.
—No, nada, majo, que me voy. Ya volveré otro día. —«Pero no me tomaré ningún café con leche, te lo aseguro», pensó para sí misma.
Se le habían quitado todas las ganas de buscar nada en Internet. «Quizás no tenía que ser hoy», suspiró.
Melania hacía caso a las señales. Le fascinaban tanto, que a veces las veía incluso aunque no existieran. Sin embargo, hoy había estado acertada. Claro que habría podido encontrar información, y no poca, sobre sucesos paranormales, viajes astrales, premoniciones y quién sabe cuántas otras cosas, pero hoy no era el día adecuado por alguna razón. Premoniciones... «¡Premoniciones!», exclamó con un sobresalto. No se le había ocurrido antes. De hecho, no estaba muy segura de que la experiencia de anoche fuera un viaje astral. Hacía tiempo que tenía esos sueños, o visiones, o lo que fuera, y todo esto antes de iniciarse en el tema de los viajes astrales. El Guía lo dejó bien claro: «Hay que estar psicosomáticamente muy bien preparado para llegar a realizar uno». Era un hombre ya de sesenta y seis años con una larga experiencia que se remontaba a su niñez, y afirmaba que, a pesar de su buena predisposición genética a este tipo de experiencias, no había conseguido realizar un verdadero viaje astral hasta los cuarenta y tantos. Melania confiaba en la sabiduría del Guía, por lo que dedujo que, siendo una principiante, sería muy ilusorio pensar que lo de anoche había sido un viaje astral. Pero una premonición quizás... Sabía que no podía tratarse de un simple sueño.
Justo en aquel instante pasó por delante de Esoterikos, la librería más antigua y conocida de la ciudad dedicada al esoterismo. Su enorme fama atraía tanto a los astrólogos y parapsicólogos más prestigiosos del momento, como a los aficionadillos a las ciencias ocultas. En la época en que se inauguró fue la primera librería de todo el país «especializada en otros mundos», tal como rezaba su eslogan publicitario de entonces. No fue una tienda muy bien vista al principio, y la inmensa mayoría estaba convencida de que pronto tendrían que cerrarla. Pero no fue así. Este año cumpliría su quincuagésimo aniversario. Se había convertido en el santuario de los ocultistas.
Melania, en un acto irreflexivo, empujó la pesada puerta de la librería. Tenía la mañana libre, no se había podido conectar y se le había ocurrido una idea. Al entrar se encontró en un vestíbulo tenebroso que olía a madera antigua y estaba únicamente iluminado por unos puntos de luz liláceos que enfocaban decenas de fotografías dedicadas de famosos esotéricos que posaban junto a una estatua que también se encontraba en el vestíbulo: la estatua de Nostradamus, cuyo busto se había convertido en el logotipo del Esoterikos. Justo enfrente se abría un enorme arco del que pendía una densa cortina negra con reflejos estelares, partida en dos y recogida a lado y lado en unos ganchos metálicos con cabeza de dragón. Melania adoraba atravesar el arco. Lo sentía como un acceso directo a lo desconocido, a la dimensión oscura y poderosa donde residían todas las respuestas a lo inexplicable.
Y ahí estaban, todas ellas encuadernadas, clasificadas por temas, y los temas, por estantes. Se sabía de memoria la distribución, así que se fue directa a la sección de oniromancia. Empezó a leer los lomos de los libros para ver si algún título le llamaba la atención. Todos ellos llamaban la atención. Una de las claves para vender un libro era escoger títulos atractivos, y en casi todos se utilizaba la misma táctica hoy en día, así que no tuvo más remedio que dirigirse al dependiente y dueño de la tienda para que la asesorara. Ella evitaba en lo posible hablar con él, pues, a pesar de que era un buen tipo, se había especializado, más que en lo esotérico, en monólogos. Solo una pregunta, una simple e inocente pregunta, y el hombre se las ingeniaba para alardear de sus conocimientos, narrar batallitas y andarse por las ramas durante un buen rato hasta que volvía a la realidad y preguntaba al hastiado cliente que qué era lo que quería. Si no hubiera sido por la vastedad de libros especializados de calidad que comercializaba y por que era el mayor importador de bibliografía esotérica que existía, incluso en estos tiempos, en el país, se le hubiera ido pronto el negocio a pique, pues todo el mundo sabe que un cliente, ante todo, requiere que se le atienda bien, no que le hagan sufrir un intenso dolor de cabeza. Los ayudantes que había tenido en la tienda no eran capaces de aguantar más de seis meses a sus órdenes, pues nunca eran suficientemente buenos para él, y la mayoría terminaba con los nervios terriblemente alterados.
Pero a ella no le quedaba otro remedio.
—Hola, buenos días. Desearía que me recomendara algún libro que hable del tema de los sueños premonitorios. ¿Sabe si...?
—Claro, mujer —la interrumpió—, ya sabe que soy experto en todos estos temas y que le aconsejaré con mucho gusto. No es que me haya leído todos los libros, claro, no hay tiempo para tanta cosa. Porque, ya lo sabe, ¿verdad?, yo no me dedico solo a la tienda.
—Sí, ya, ya... Ya lo sé. —Se apresuró para tratar de frenar el chaparrón. ¡Inútil!
—También tengo mi negocio parapsicológico, al que me dedico después de cerrar la tienda, y los fines de semana trabajo en un programa de radio nocturno echando en directo las cartas del tarot de Marsella, que es mi favorito. Y ahora estoy avanzando en la interpretación de las runas, creo que pronto escribiré algún artículo acerca de ello, o quizás un libro sería mejor, ¿verdad? ¡Yo mismo lo podría promocionar en mi tienda! Y escribir un libro no es tan difícil como lo pintan, pero la gente se da mucho bombo. Lo importante es el contenido y dar mucha información, ¡que el lector se empape del tema! Particularmente no me gustan los libros para principiantes, son siempre demasiado cortos y poco profundos, ¿no le parece?
—Sí...
—Pero, ya se sabe, hay gustos para todos y libros para todos, así que en mi tienda incluyo de todo. Bueno, de todo no, ¿eh? Siempre elijo las obras más serias y de mayor calidad, odio esos «ma-nu-a-les» en que te dicen, por ejemplo, lo que significa cada una de las cartas de la baraja española y punto, así, sin más, como si fuera tan fácil interpretarlas. Y encima te meten esos dibujos grandes para que el libro abulte mucho y los ignorantes se crean que han comprado la obra del siglo.
—Hmm...
—Ah, bueno, pero eso no es lo peor. ¿Sabe lo que me pone más negro? Esos programas de ordenador que se están inventando para adivinar el futuro. ¡Bueno, hasta ahí podíamos llegar! ¡Qué insulto para los profesionales! ¿Cómo pretenden sustituir el don, la experiencia, la sensibilidad que tenemos nosotros con un resultado al azar de una máquina? ¡Mire, a eso sí que me niego! Cuando alguien me pregunta si tengo algún programa de esos, les digo bien claro que se vayan a una tienda de videojuegos, ¡así de simple!
—Sí, bueno, perdone...
—¡Sí, sí, allá los envío! Y me miran algunos con una cara... Pero me da igual, hay clientes que mejor no tenerlos, ¿verdad?
—¡PERDONE! —le espetó Melania. El profesional se calló asombrado ante la elevación del tono—. Disculpe, esto que me explica es muy interesante, pero tengo hora con el médico en diez minutos y, si no, llegaré tarde —fue su excusa.
—No, no, discúlpeme usted a mí —le dijo lisonjeándola—, no quisiera que una de mis clientas favoritas llegara tarde al médico. ¿Qué era lo que quería?
—Bueno, pues quisiera comprar un libro sobre sueños y premoniciones. He estado mirando en esa sección —apuntándola con el dedo—, pero me vuelvo loca con tanto libro y no sé cuál coger. Quisiera un libro de introducción, que trate sobre todo el tema de las premoniciones en los sueños.
—Un tema muy interesante, sin duda. Hace un par de semanas me llegó un nuevo ejemplar de uno de los autores más prestigiosos en el mundo de la interpretación de los sueños. Apenas he tenido tiempo para hojearlo, pero sí que le puedo asegurar que un libro suyo es garantía de satisfacción. ¿No le suena el nombre de Marcel Clairvoyant?
—Sí, creo que sí, pero no estoy segura.
—Bueno, bueno —decía el dueño de la casa mientras buscaba el libro—. Mire, aquí lo tiene: El futuro en nuestros sueños. Ha recibido grandes críticas, creo que es lo mejor que se puede llevar.
—Muy bien, me dejaré guiar por usted.
—Me alegro de haberla ayudado. Si no desea nada más, puede pasar por caja, mi sobrina se lo cobrará. Le estoy enseñando el oficio, ¿sabe?
—¿Cuál? —preguntó Melania con sorna.
—Ja, ja, bueno, claro. —Se sonrojó el hombre creyéndose adulado—. El de la tienda, me refiero al de la tienda. Cobrar es lo más sencillo, así que por ahí empieza.
—Bueno, pues voy a pagar, que ya se me está haciendo tarde.
—Claro. Espero verla por aquí otra vez con más tranquilidad y continuar nuestra conversación, ¿eh? —le soltó con un guiño.
«Como no sea en sueños, lo tienes un poco negro», pensó.
—Sí, sí, otro día será. ¡Adiós!
—¡Adiós, señora mía! ¡Que tenga usted un buen día!
Prácticamente corrió hacia la caja, pagó y salió a la calle. Se sorprendió de lo refugiada que se sintió en aquel instante en el bullicio de lo terrenal. Si no hubiera tenido que solicitar ayuda, probablemente se habría pasado el resto de la mañana fisgoneando y hojeando aquí y allá. Sin embargo, le quedaba un gran consuelo: irse a su casa a «empaparse» del libro. Aceleró el ritmo de su caminar. Ya divisaba su portal. Al llegar, subió corriendo —el ascensor funcionaba mal, iba demasiado lento—, abrió la puerta y se lanzó al sofá. La emoción le comía las entrañas al desenvolver la nueva adquisición. Sí, seguro que sería interesante. Inspiró profundamente para vaciar la mente y calmar su alteración. Abrió el libro por el capítulo introductorio: «Los sueños... ¿sueños son?».
V
El joven está tranquilamente tumbado en la cama, en su alcoba, que ahora tiene otro aspecto y dimensiones inferiores. A su derecha, un gran ventanal sin cortinas muestra al otro lado un balcón. Él no se había dado cuenta de su existencia e, impulsado por el hallazgo, se despoja de las sábanas, se levanta y desliza a un lado una de las puertas correderas del balcón. Mira con atención a todo su alrededor: se han esfumado las casas y edificios de antes, ahora se ve un extenso campo verde con unas elevaciones rocosas a la izquierda. Su excitada curiosidad le impide percatarse de la enorme altura que separa la baranda del suelo y, sin pensarlo, pasa por encima de ella y empieza a caer con un sobresalto en el corazón. Por fortuna, el suelo está mullido con su fresca hierba y, asombrosamente, no ha sufrido ni un solo rasguño y se siente aliviado. Acto seguido, se pone en pie y se dirige a las elevaciones. A medida que se aproxima ve cómo entre las rocas baja en cascadas un río de aguas claras y frías.