- -
- 100%
- +
La esgrima fue mi tabla de salvación.
Competía en esgrima con sable desde la época de la facultad. De las tres armas de la esgrima (sable, espada y florete), el sable es la más dinámica y con mayor ritmo. Cuando me inicié como tiradora de esgrima, se trataba de un deporte casi exclusivamente de hombres. Es más, en la universidad formaba parte del equipo masculino de sable: no había equipo femenino. Estaba orgullosa de ser una mujer a la vanguardia de dicho deporte; me daba la sensación de haber alcanzado un logro.
Como tiradora de sable, mujer y menuda, tenía que ser valiente: mis contrincantes eran casi siempre más grandes y más fuertes que yo. Tenía que estar concentrada: las posibilidades tácticas se desarrollan a velocidad de vértigo durante una frase de armas. Y tenía que ser dura: a pesar de todo el equipamiento de protección, duele recibir el golpe de una hoja de acero flexible de un metro de longitud con gran velocidad y fuerza.
Aun cuando estaba atribulada y en pleno conflicto en el resto de mi vida, durante la esgrima podía sentirme yo misma plenamente. Aquel deporte contenía una belleza propia en el choque del acero de una perfecta parada y respuesta, en la atlética danza de avance, retirada y ofensiva. Sobre la peana de esgrima no había donde esconderse: o conseguías el toque o no lo conseguías, o vencías el combate o lo perdías. Había una claridad en las exigencias físicas y mentales de la esgrima que me permitía —allí y en ninguna otra parte— reconocer que era menos de lo que deseaba ser, y sentir que el esfuerzo por mejorar importaba… al menos durante un rato.
Sin embargo, la esgrima solo aliviaba mi lucha contra la oscuridad; no la resolvía.
La visión era cada vez más clara: si la vida realmente no tiene un sentido, entonces nuestras acciones tampoco pueden tener un sentido por sí solas.
Y así llegué de manera gradual a otra forma de gestionar la desesperación: el orgullo. Empecé a apoyarme en mi sensación de poseer fortaleza intelectual. Muy bien —me dije—, al morir, nos morimos; nada de lo que hacemos tiene un sentido último. ¡Así sea! Afrontar los hechos me podía proporcionar una cierta satisfacción a pesar de todo. Bien podían ir corriendo los débiles y los sentimentales en busca de la protección de una fe que les permitiese fingir lo contrario; yo me mantendría firme y decidida. Miraría al abismo, y dejaría que el abismo me devolviese la mirada, y seguiría adelante.
A su manera, esta postura era satisfactoria. Me podía sentir superior a cualquiera y, desde luego, a los cristianos, a los que veía débiles e incapaces de afrontar la verdad. Empecé a concebir la vida como una gran tragedia; nuestra pequeña vida consciente como la minúscula llama de una vela en la noche mientras la desesperación se cierne en el baile de las sombras. El grito desafiante «¡no hay un sentido!» se convirtió en el suelo firme, el lecho de roca de mi ideología. Algunos necios no eran capaces de afrontar la oscuridad, pero en lo que a mí se refería, podía paladear la idea de hallarme ante mi solitario precipicio, capaz de reconocer mi identidad como una mota carente de sentido dentro de un universo indiferente y seguir viviendo sin los artificiales consuelos de la religión.
Se trata de un orgullo desconsolado, un orgullo solitario y, en última instancia, un orgullo alienante, pero ese orgullo proporcionaba una especie de oscuro alivio. Hay algo terriblemente seductor en sentirse superior. Una vez estás allí, resulta difícil echarse atrás. Retirarse del precipicio de la desesperación significaría que aquella gente, con cuya ridiculización tanto has disfrutado, en realidad sabía más que tú. Significaría renunciar a la embriagadora sensación de ser especial gracias a que todos los demás eran unos necios.
Y aun así me preocupaba lo que sabía de mí misma. Notaba que ese orgullo que me mantenía era en cierto modo malsano; conectaba con el desprecio con demasiada facilidad y me predisponía al aislamiento. Sabía que era propensa a una fuerte ira, más terrible aún si cabe por el hecho de que casi nunca permitía que se me notase. Perdí una vez la compostura en una competición de esgrima y descargué mi ira en una respuesta de una décima de segundo golpeando a mi contrincante en la máscara con tal fuerza que se me partió el sable. Me aterrorizó aquella pérdida de control, así que fingí que había sucedido de manera fortuita, pero yo sabía que había sido aposta. Siempre que me asomaba al profundo foso de ira de mi corazón, sabía que las cosas no iban bien.
Mi ateísmo me estaba corroyendo el corazón como el ácido. Cuando se produjo el 11S, me quedé realmente impactada por aquella forma salvaje de acabar con vidas inocentes, hasta que comencé a sacarme a mí misma de mi reacción emocional a base de racionalizar. ¿Qué me importaba a mí aquella gente? ¿No morían miles de personas todos los años en accidentes de carretera? ¿Por qué debía llorar la muerte de unos extraños? Funcionó: dejó de importarme. Al mismo tiempo, estaba debidamente horrorizada por mi desprecio de algo que yo sabía de manera objetiva que merecía una reacción de duelo y pena. En un momento de lucidez transitoria, reconocí mi estado como de anestesia, no de racionalidad superior.
Por muy intelectualmente satisfecha que me declarase, por muy inexpugnable que me pareciese aquella fortaleza intelectual de ateísmo, era un lugar lóbrego donde vivir. E incluso cuanto más me enamoraba intelectualmente del ateísmo, me encontraba con que más me costaba vivir a la luz de sus conclusiones.
De lo que no me daba cuenta entonces era de lo incoherente que yo era. No habría sido capaz de dar una explicación del origen de mi propia racionalidad, ni de mi convicción de que hubiera tales cosas como la verdad, la belleza y la bondad. Utilizaba el lenguaje de la moralidad aun cuando afirmaba que la fuente de toda moralidad no existía. Aunque me sentía cómoda siendo el árbitro último de lo que estaba bien en términos de mi propia conducta, estaba segura de que las palabras bien y mal hacían referencia a cosas reales, y que yo me debía esforzar por alcanzar el bien aun cuando no me beneficiase personalmente.
Aunque mi credo sostuviese que no había un sentido último, me obcecaba en la creencia de que existía algo como la verdad y valoraba la verdad como un bien absoluto. Ese es precisamente el motivo de que rechazase con tanta firmeza aquello que creía que era la fe: obligarte a ti mismo a creer en algo reconfortante aunque falso. Creía que, si no había un sentido y una esperanza, entonces lo bueno y lo correcto sería afrontar esa verdad, y no tratar de ocultarse de ella. Deseaba conocer la verdad y vivir conforme a ella, fuera cual fuese.
Aun así, aquella precisa idea que yo tenía de la verdad excluía cualquier consideración posible del cristianismo. Tal y como yo entendía la fe, era irracional por definición, y así, por definición, no podía ayudarme del único modo en que estaba dispuesta a aceptar ayuda.
Así, cuando era una atea tan firme, no habría escuchado ni entendido —y tampoco habría podido hacerlo— los argumentos que acabarían convenciéndome. Me había encerrado en mi fortaleza y había tirado la llave.
Pero incluso una fortaleza puede tener ventanas, y sobre ella se encuentra el cielo y sus piedras descansan sobre tierra firme…
Primer intermedio
Era mi tercer año como cristiana y, mientras la Iglesia atravesaba el ciclo litúrgico de la vida de Cristo, yo estaba una vez más con ganas de verlo culminar en la Semana Santa: la solemnidad y el dramatismo del trayecto por el Domingo de Ramos, el Jueves Santo, el Viernes Santo y, por fin, la gozosa Pascua, la resurrección de nuestro Señor.
La congregación de St. Michael bytheSea contaba con un activo grupo de miembros que se encargaban de las lecturas en los servicios de la iglesia. Unos meses antes, había empezado a leer una vez a la semana en la oración vespertina. Después, poco antes de Semana Santa, uno de los lectores para los servicios de las festividades se tuvo que marchar de la ciudad de manera inesperada, y me pidieron que lo reemplazase. ¿Quién, yo? Sí, tú.
Y así fue como me encontré el Viernes Santo en el atril ante una iglesia abarrotada. Dirigí la lectura del salmo penitencial 51 y después comencé a leer la oración de los fieles.
Oremos por todas las naciones y pueblos de la tierra, y por quienes ostentan la autoridad entre ellos, para que con la ayuda de Dios encuentren la justicia y la verdad, y vivan en paz y concordia.
En Viernes Santo, la iglesia era un lugar solemne. No había decoración en las paredes, ya que había quitado todos los carteles al comienzo de la Cuaresma. El altar había sido despojado de todos sus manteles. El gran crucifijo sobre el altar estaba cubierto con un velo. No sonaron las campanas durante la ceremonia, no se cantó un himno; entramos y salimos en silencio.
Oremos por todos los que sufren y por los afligidos física o mentalmente, para que Dios en su misericordia los reconforte y los alivie, y les conceda conocer su amor y despierte en nosotros la voluntad y la paciencia para atender a sus necesidades.
Mientras leía las oraciones en nombre de la congregación, sentí de manera muy profunda que en verdad no había un ellos y un yo en la oración, sino un nosotros.
Oremos por todos aquellos que no han recibido el evangelio de Cristo.
Ya había oído antes aquellas palabras, en la misa del Viernes Santo los dos años anteriores. Una vez más, me llamó poderosamente la atención que aquella no era solo una oración genérica por quienes estaban perdidos: había sido una oración por mí.
Por aquellos que nunca han oído la palabra de salvación.
¿Tendría alguna idea aquella gente de St. Michael de que, en los años anteriores, al orar en aquella misma liturgia estaban rezando por mí?
Por aquellos endurecidos por el pecado o la indiferencia; quienes viven en el desprecio o el desdén, por los enemigos de la cruz y los que persiguen a sus discípulos.
Oí cómo me temblaba la voz al finalizar.
Para que Dios abra sus corazones a la verdad y los conduzca a la fe y la obediencia.
Qué fácil habría sido descartarme a mí: una causa perdida, una pérdida de tiempo, una enemiga de Cristo. Y aun así habían rezado por mí aquellos que me conocían y aquellos que no. Por un solo instante, sentí una red viva de oración, fuerte y brillante, que conectaba el pasado, el presente y el futuro, lo lejano y lo cercano.
IV
La lámpara invisible
Crea usted un mundo [le escribía un lector a Tolkien] en el cual parece haber por todas partes una especie de fe sin un origen aparente, como la luz de una lámpara invisible.
Cartas de J. R. R. Tolkien
Como atea, yo habría dicho que la fe de cualquier tipo era algo ajeno a mí, y que la fe era ajena a mí desde allá donde llegaban mis recuerdos. Nunca en mi vida había dicho una oración, nunca había asistido a una misa.
Un recuerdo de mi primer curso en la escuela parecía representativo: el profesor nos daba palabras desde la pizarra para que los niños las deletreásemos. Yo fui precoz en leer y escribir, así que escribí confiada mi palabra: dios. Sin embargo, las alabanzas por deletrearlo correctamente se las llevó el niño bajito que estaba sentado a mi lado y había escrito Dios, y no yo. Gracias a mis libros de historias sobre mitos griegos y noruegos estaba familiarizada con muchos dioses, así que la D mayúscula me había desconcertado. No entendía que Dios pudiera ser un nombre propio.
En cierto sentido, tuve una infancia sin religión. La Pascua significaba conejitos de chocolate; la Navidad significaba regalos. Sin embargo, aunque solo recuerdo unos pocos de los regalos que recibí con el paso de los años, sí recuerdo de forma vívida la celebración de las fiestas. Galletas de azúcar y muñecos de jengibre que nunca se hacían en otra época del año. Poner el árbol el día después de Acción de Gracias: nada de bobadas de andar esperando hasta el último momento (sí, era un árbol artificial, no tan auténtico pero menos lioso. Mientras que había familias con la tradición de salir a escoger el árbol y traerlo a casa, la de nuestra familia era «ayuda a papá a montar el árbol»).
Por la noche, a veces me metía debajo del árbol y miraba hacia arriba entre las ramas engalanadas con minúsculas luces de colores; o me sentaba en la oscuridad y observaba cómo los colores salpicaban las paredes y el techo, emplumados con las sombras de las agujas de las ramas. Hacía que me doliese el alma con aquella belleza y con una sensación de asombro y sobrecogimiento que no era capaz de convertir en palabras.
Mi madre rara vez ponía música en el equipo estéreo durante el resto del año, pero en el mes que precedía a las Navidades —el tiempo que la Iglesia marca como el Adviento, aunque por entonces yo no sabía nada de temporadas litúrgicas—, ponía discos navideños, y la casa se llenaba de canciones y villancicos. Noche de paz, We Three Kings, God Rest Ye Marry, Gentlemen, O Come All Ye Faithful, Silver Bells y, mi favorito, Hark! The Herald Angels Sing.
Cuando por fin me hice cristiana, tuve que aprenderlo todo desde el padrenuestro en adelante, pero cuando celebré mis primeras Navidades como cristiana, ¡me encantó descubrir que ya me sabía muchos de los himnos de la temporada!
Nunca había pensado en si aquellos villancicos hablaban sobre algo que había sucedido realmente. No se trataba de que creyese que fueran falsos, es que la cuestión nunca se me había ocurrido, en un sentido o en otro. Yo no sabía nada sobre Jesús, y no iba a la iglesia. Carecía de los contenidos de la fe y también de su práctica, pero aquella música formó un pequeño hueco en mi alma, como una copa que aguarda a llenarse, que por su propia forma sugería que algo debía ir allí dentro.
Me tenía fascinada, también, el belén de mi familia. Allá que salía todos los años, sin la menor explicación en absoluto, un conjunto de figuras de madera hecho en la propia Belén. Allí estaban María, José, el Niño Jesús, los tres Magos de Oriente con sus camellos y —lo que más me gustaba— unas vacas y una docena de ovejitas con su pastor; no jugaba con ellas, pero me gustaba moverlas por ahí y colocarlas en distintas disposiciones en torno al pesebre, en el centro. Las figuras no estaban pintadas y la talla era basta, pero de algún modo eran sugerentes para la imaginación. Allí había una historia.
Era una semilla que aguardó allí aletargada durante mucho tiempo, pero era una semilla.
Conforme fui creciendo tuve una vida paralela en la imaginación que discurría junto a la vida exterior, visible, de experiencias en la escuela, con los amigos y la familia: me encantaba leer.
Soy muy introvertida, con mi buena dosis de típica reserva de Nueva Inglaterra, y de niña era tímida y me inquietaba con las personas y las situaciones que eran nuevas para mí (y aún me pasa). En los libros, sin embargo, exploraba un mundo vasto, dinámico y de un interés sin fin, y mi respuesta creativa a ese mundo era escribir, hacer dibujos, montar unos conjuntos muy complicados de animales y de personas hechas de papel para representar mis propias historias imaginarias, desde la migración de los caribús hasta unos caballeros con dragones y sus batallas o unas familias de náufragos en unas islas desiertas.
La pasión por la lectura fue el mejor regalo de mi infancia. Al echar la vista atrás me percato de lo pobres que éramos cuando yo crecí; mi padre estaba en las Fuerzas Aéreas, y los militares nunca han recibido sueldos desorbitados. Mis padres no tenían formación universitaria, ninguno de los dos, pero sí que eran unos ávidos lectores; en mi casa había libros por todas partes, y me los estuvieron leyendo con regularidad hasta que aprendí a leerlos yo sola. Todas las semanas íbamos en familia a la biblioteca, en bicicleta o en coche, y regresábamos con montones de libros.
¿Que qué leía? Aun resuenan en mi memoria mis títulos favoritos: El viento en los sauces; la saga de La casa de la pradera; Belleza negra; Mujercitas; los mitos griegos en una colección que se llamaba Los mitos que todo niño debería conocer; Alicia en el país de las maravillas, con ilustraciones de Tenniel; El Robinson suizo; los cuentos de Hans Christian Andersen; Las crónicas de Narnia o En los días de los gigantes, una colección de mitos noruegos en un volumen antiguo con ilustraciones.
Después, maravilla de las maravillas, cuando tenía unos diez años, mis padres me suscribieron a la serie de TimeLife El mundo encantado. Todos los meses, o cada dos, llegaba un volumen nuevo por correo. Estos libros, encuadernados en tela de colores vivos y con imágenes llamativas y evocadoras, me abrieron la puerta al mundo del mito, el folclore y la fantasía: Hadas y elfos, El rey Arturo, Fantasmas, Hechiceros, Bestias mágicas…, me pasaba horas devorando aquellos libros que se abrieron a un mundo más amplio de imágenes literarias que disfrutaría explorando más adelante, de adulta: El Mabinogion, El Kalevala, La muerte de Arturo.
Mucho antes de dedicar un solo pensamiento a si el cristianismo era verdad, y mucho antes de que me plantease cuestiones de fe y de práctica, mi imaginación se estaba viendo alimentada de un modo cristiano. Me deleitaba con las historias de los caballeros del rey Arturo y la búsqueda del santo grial sin saber siquiera que el grial era la copa de la última cena. No tenía la menor idea de que las Crónicas de Narnia tuviesen nada que ver con Jesús, pero las imágenes de aquellas historias se me grabaron en la memoria, tan claras y vívidas como si de verdad hubiese visto un paisaje, como si hubiera tenido un verdadero encuentro, con una relevancia muy por encima de lo que era capaz de aprehender.
Y en algún momento de mi infancia encontré El hobbit y El señor de los anillos de J. R. R. Tolkien, y eso lo cambió todo. No de golpe, ni siquiera de forma inmediata, sino de un modo lento y seguro. Como la luz de una lámpara invisible, de las obras de Tolkien estaba empezando a surgir el resplandor de la gracia de Dios, que iluminaba con una visión cristiana aquella imaginación mía en la que no había un dios.
No recuerdo leer El señor de los anillos y El hobbit por vez primera, tan solo releerlos una y otra vez. Imaginativamente hablando, la Tierra Media de Tolkien siempre parecía cuadrar a la perfección: poseía los placeres ordinarios y las decepciones de la vida, así como los temores y emociones más elevados. Había lugar tanto para la esperanza como para la contrariedad, para el logro y para el fracaso. Igual que el mundo en el que yo vivía, la Tierra Media tenía unas profundidades mayores de lo que era capaz de asimilar en un momento dado. Era un mundo en el que hay oscuridad, pero también una luz verdadera, una luz que brilla en la oscuridad, y no se extingue: la luz de Galadriel y la luz de la estrella que Sam ve filtrarse a través de las nubes de Mordor, y la luz del rayo de sol que se posa sobre la cabeza coronada de flores de la maltrecha estatua del rey en el cruce de caminos.
El señor de los anillos fue donde me encontré por primera vez con el evangelium, ‘la buena nueva’. Por entonces no sabía que mi imaginación había sido —por así decirlo— bautizada en la Tierra Media. En mi lectura de Tolkien, no obstante, arraigó algo que florecería muchos años más tarde.
Mientras tanto, el universo ficticio que se apoderó de mi imaginación entre los diez y los trece años, aproximadamente, fue el de la saga de los Jinetes de dragones de Pern, de Anne McCaffrey, con aquellos dragones que exhalaban fuego y sus valerosos jinetes. Me encantaba la idea de tener un hermoso y enorme dragón como amigo de por vida con el que tú (y solo tú) podías hablar por telepatía. El mundo de McCaffrey apelaba a dos de los grandes anhelos que menciona Tolkien: el deseo de volar como un pájaro y el de comunicarse con los animales.
Pern, sin embargo, era también un mundo de elegidos y no elegidos. Solo unos pocos selectos eran los elegidos como candidatos a jinete de dragón, y menos aún los seleccionados por los dragones que acababan de eclosionar. Los que protagonizaban las aventuras ya eran especiales, y su superioridad tan solo aguardaba a la espera de ser reconocida. Cuando me imaginaba a mí misma en Pern, tenía que ser yo en versión estrella de cine: atlética, enérgica, ingeniosa, con un atractivo peligroso y, o bien (a) popular, o bien (b) tan segura de mí misma como para que me diese igual la popularidad. No había lugar para mí en mi propio yo, una cría normal y corriente. Lucy Pevensie tampoco habría encajado. Tal vez ese fuera el motivo de que me viese en Narnia con una facilidad con la que no me veía en Pern.
En mi adolescencia buscaba un mundo imaginario que me ayudase a encontrarle el sentido a la ansiedad y la incertidumbre que sentía, a punto de marcharme a la universidad y vivir sola por primera vez, enfrentada a la necesidad de estar a la altura del potencial que todo el mundo parecía ver en mí, estudiante del cuadro de honor, de sobresalientes.
Pasé un tiempo fascinada con Harlan Ellison, cuyas historias de ciencia ficción, sombrías y cargadas de ira, expresaban algo de lo que por fin me había dado cuenta: que algo iba profundamente mal en el mundo y, de manera más concreta, que algo le pasaba a la gente. Más allá de mi propia experiencia cuando me tomaban el pelo y me apartaban (ser la chica tímida de las gafas de culo de vaso que iba adelantada un curso no era exactamente una garantía de popularidad), descubrí todo un panorama de maldad en el ser humano, desde los horrores del Holocausto hasta la caza indiscriminada de las ballenas, desde los animales domésticos abandonados y maltratados hasta la gente a la que atracaban y mataban en las calles de Nueva York. Me importaba mucho, tanto que pensaba que ojalá no me importase, porque no veía la manera en que nada de lo que yo hiciese pudiera aportar el menor bien. Aquellos iracundos gritos de Ellison contra la crueldad del mundo me ofrecieron una amarga satisfacción por una temporada, pero me cansaron. No había nada sólido debajo de tanta ira.
Star Trek ocupó el lugar central del escenario como mi mundo imaginario preferido con su oferta de un futuro claro, brillante y audaz. El capitán Picard se convirtió en mi héroe, hombre inteligente, íntegro y decidido. La tripulación corría sus aventuras, se tomaban el pelo los unos a los otros y se mantenían unidos contra viento y marea. Incluso cuando se enfrentaban a una situación con un problema de carácter moral, encajaba en el marco de un universo ordenado y fundamentalmente seguro.
Por ahí fuera hay todo un inagotable manantial de afición a Star Trek, y yo bebí de él a base de bien. Me leí cantidades ingentes de novelas de Star Trek de dudosa calidad, escribí relatos de fan fiction y asistí a convenciones de la saga donde la mitad de los asistentes iban disfrazados. Estaba buscando algo, y aquello se acercaba, pero… seguía sin ser satisfactorio. Continué yendo a las convenciones, pero se fueron volviendo cada vez menos interesantes. En retrospectiva, el problema era este: no te puedes comprar una pistola phaser o un tricorder; solo te puedes comprar un juguete que hace un ruido como el de la serie. No te puedes comprar un tribble como mascota; solo puedes llegar a tener una bola de pelo de mentira con un motor a pilas que ronronea. La propia existencia física de estos juguetes es un recordatorio de que Star Trek no es un mundo real.
Yo quería el de verdad: un verdadero sentido, la aventura de verdad, una verdadera sensación de pertenencia. No sabía dónde encontrarlo… o si existía siquiera.
V
La pluma y la espada
Lo he pescado con un anzuelo oculto y un sedal invisible lo bastante largo para dejar que deambule hasta los confines del mundo, y aun así traerlo de vuelta con un leve tirón del hilo.
G. K. Chesterton, La inocencia del padre Brown
A los diecisiete años me marché a la universidad. Había desarrollado por la religión la misma falta de curiosidad que tenía por otras actividades que no me interesaban, como el golf o el ajedrez. Aun así, igual que me podía haber convencido de que el golf tenía algunos puntos a favor como juego (el minigolf era divertido, al fin y al cabo), tampoco es que sintiese un completo antagonismo hacia la religión per se.