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Al final de mi vida, yo, un viejo Sahebmari Baske, ejecuto esta acta de donación. Mi esperanza es que cuando veas la luz y esta tierra, reunirás la fuerza de todos tus predecesores para reclamar nuestra tierra.
Declaro por la presente en pleno uso de mis capacidades mentales, por voluntad propia, con toda sinceridad y sin presión externa de ningún tipo, en la feliz ocasión del festival de Karam, en presencia de los testigos frente a quienes se ha escrito la misma, que se han escrito, leído en voz alta y celebrado los contenidos del acta.
Testigos Declara
Las nubes, el suelo Sahebmari Baske
y sus bosques y la Madre Tierra Sonari Mara
República de la India
(La relación de propiedades se describe en la siguiente página.)
Traducción de David Areyzaga Santana y José David Ampudia Béjar, a partir de la traducción del bengalí al inglés de Seemantini Gupta
4 Entre los meses de agosto y septiembre, cuando se celebra la cosecha. (Todas las notas son del traductor.)
5 Alusión del visnuismo a Krishna y a sus amantes, las gopīs, que eran pastoras de vacas. En un canto devocional de Bhaktivinoda Thakura, se refiere a Krishna como gopī-jana-vallabha, «el amante de las pastoras de Vrindavana».
6 La bigha es una medida cuyo valor varía según el país. En la India, una bigha equivale a mil seiscientos metros cuadrados, aproximadamente.
Los gigantes
baltasar porcel
españa
¿Qué es un gigante? ¿Acaso una poderosa quimera? ¿Acaso una sedienta indagación moral? ¿Acaso un oscuro aliento ancestral que adivinamos jadeante a nuestra zaga? Sea cual fuere la respuesta, ha de resultar como mínimo detonante que una obra de corte histórico, como pretende ser rigurosamente ésta, sea iniciada con una invocación a los gigantes.
La historiografía antigua permitía, generosa y minuciosa, la presencia del gigantismo, aunque no a causa de que entonces existieran tales criaturas sino por creer que podía haberlas. Pero la moderna los rechaza de plano, atenta sólo a lo tangible, al lerdo quehacer material de nuestras vidas y del Estado ordenancista cual embudo que funcionaliza las imaginaciones. ¡Como si un gigante sólo pudiera responder a una gigantesca medida, o fuera una especie de artefacto! Pero soy profesor y formalmente debo aceptar con la debida circunspección las reglas académicas.
Ocurre y ocurrirá, sin embargo, que los rumorosos y revueltos cuentos populares mallorquines se hallan y hallarán repletos de incuestionables gigantes, enfatizada de falsetes la voz de cada narrador hechizando a los niños. Y en cada conseja los monstruosos y burdos seres durante el día transitan pesados, aspados, a rítmicas y vastas zancadas, vociferando roncos para acoquinar a los perros y a las personas que hallan en los caminos de ésta nuestra bendita tierra insular de hoscos pinares, de silentes aldeas y del inmenso vacío del mar que se ignora, las estrellas tan cercanas en la noche clara.
Un propósito único anima a las desaforadas criaturas de rondalla: robar sin mesura allí donde puedan los sacos de trigo, su severo aroma a polvo y a sol, y los regordetes y albos hatillos de ovejas, el lastimero balido glotón, además de embolsarse las onzas de oro que la gente esconda debajo de una baldosa o entre la paja de los jergones. La misma Odisea, con sus claves remotas, ya constata esta laboriosidad de los gigantes.
Los cuales en el cotidiano crepúsculo y siguiendo la larga caída de las sombras retoman fatigados, sudorosos, a sus disimuladas cavernas plagadas de murciélagos y clausuradas por descomunales lajas que se abren a la mágica y grotesca invocación de «¡Bitzoc, bitzoc!», en cuya penumbra cenan ellos, pautados por sus crasos eructos, un ternero asado y sazonado con laurel y romero, acompañado de un barreño de lechuga fresca aliñada con aceite de oliva. Quien cocina es la giganta, muy atenta y erguida, se diría que como carente de alma, una endomingada enormidad de cartón piedra. Por último, se acuestan ambos en un amplio colchón de madera —en realidad, herradas puertas de iglesia arrancadas de cuajo—, donde duermen con un ojo abierto: la traición siempre acecha, debe prevenirse.
Por ello, sin duda, los gigantes también matan. Además, con cierta razón y saña: las personas, los únicamente humanos, somos poco más que la hormiga afanosa y como ella nos arrastramos por el sucio suelo, pero nosotros henchidos de abyectas creencias como la de que un cósmico dios de los espíritus nos ha moldeado. Para ser, necesitamos inventar seres ideales que nos sublimen. Mientras, el gigante asume sin más una lógica material de grandes potestades propias al vadear de un tranco cualquier río, al aplastar un cortijo de un taconazo, al levantar con sus risotadas un tumulto de nubarrones que pueden estallar en un aguacero. Su imaginación son sus hechos. Se ha sabido de alguno de estos seres de excepción que, atravesando los mares, habría llegado hasta Montevideo.
El más preclaro gigante de la Odisea es aquel Polifemo torpón, engreído y caníbal: si los hombres son la mierdecita que decimos, en consecuencia deben ser engullidos o chafados por el gigante, cual uno de los innumerables animalejos del bosque y del corral que los mismos hombres sacrificamos en aras de nuestro sustento o nuestro asco, sea una gallina o una serpiente. El pez medra por su tamaño, el mayor zampándose el menor. Mientras los dioses callan, un dios no puede ni con un tiburón ni con un salmonete.
Sin que el gigantismo mallorquín se constituya, también a semejanza de la insolidaridad con que se desenvolvía el griego, en democrática asamblea que dictamine con raciocinio las leyes de la comunidad, sino que sus atributos radican evidentemente en la fibrosa corporeidad, en la arrasadora errabundez, en la agudización del instinto, o sea, en ese taciturno individualismo que jamás se declara vencido porque es amoral. Ese orden legislado, en consecuencia, sólo convence a los débiles, que se creen así protegidos cuando son sometidos. Pero el gigante es lujuriosamente libre porque puede destrozar.
Hugo LosCeros, de niño, todo el santo día cavilaba en gigantes, los atisbaba por doquier. Su abuela Jerónima, jorobeta y rezongona, pringosa como los peores demonios, y Mariana su madre, esbelta y enjuta cual un galgo ibicenco, biliosa de rencores, llevaban al muchachito con ellas a los pedregosos ribazos de algarrobos, a su recolecta, y a la turbia y caudalosa fuente de las Santidades —pues muchas eran las áureas apariciones que emergían de sus aguas y entre los mirtos—, donde efectuaban su colada. Y para entretenerlo le atiborraban el cerebro de cuentos protagonizados por reiterados gigantes:
— … y entonces el hombrón, apenas entró en el tenebroso casal del fin del planeta, comenzó a husmear desabrido por los rincones, a clamar perentorio: «¡Siento olor a carne humana, la comeremos toda la semana si el Diablo no nos engaña!». Y Bernardete, que se había escondido detrás de una jícara del tamaño de un tonel, lloró muy triste pensando que jamás volvería a contemplar el sol que cada día aparece tan rojo como la granada en los dilatados cielos por encima de los montes Cocentaina, allí donde los chivos salvajes. Pero entonces resonaron cornetines militares y el gigante se volvió sorprendido para...
Aunque a Hugo le gustaba todavía más que le hablara de ellos su padre, cuando le acompañaba a acostarse en el eternizado invierno y lo cubría con la áspera piel de cabra. De las cabras del Barón de Benàtiga, a las ubres de las cuales madre y abuela arrimaban al chico para que se alimentara, la mareante tibieza de la espumosa leche. Entonces, en la penumbra y para aliviarle los miedos, su padre, de ojos tan luminosos, de acento tan persuasivo, de manos tan suaves, le contaba de nuevo las expectantes gestas de los gigantes y Hugo se dormía sonriente porque sabía que, entre los caprichosos repliegues del sueño, le esperaba la frondosa patria de aquellas inmensas potencias de los cuerpos y de las almas, que sobrepasaban tronantes e indemnes cualquier normativa del Barón y de sus alguaciles.
El mundo: el Barón de Benàtiga. Todo era suyo: los campos, el palacio, los peces de colores, la caza, mucha gente con el azadón y la lanza, las bellas señoras, la horca en la Colina Bermeja. Y la muerte del padre de Hugo, Bartolomé LosCeros: lo habían sorprendido los alguaciles del Barón mientras furtivo segaba cañas en un torrente para construir jaulas para jóvenes jilgueros que llevaría a vender, y de inmediato lo habían apaleado hasta desencajarlo. Bartolomé era un portento estimulando el trino de las avecillas. Jerónima y Mariana recogieron con un serón su cuerpo, informe y azulado. Boqueaba blanducho y amontonado, Bartolomé, y aún pudo balbucear, mirando el niño:
—... no es posible, nada lo es, sin un gigante a la vera...
Cuenta esta historia en un sermón de Cuaresma el primer obispo coadjutor de la villa peruana de Ontológica, don Eloy de Llers, que era mallorquín y deseaba demostrar la contumacia del paganismo que profesaban los indios de aquellos andurriales. Soy un investigador concienzudo: esta aportación al tema, y muchas otras que haré, nunca habían sido conocidas ni publicadas.
Como que cuando Hugo detallaba la retahíla de idas y venidas de tanto gigantismo a sus desharrapados amigos, mientras deambulaban todos cautelosos por las tierras de Benàtiga buscando gazapos o comiendo higos, los chavales le interrogaban, encogido el ánimo:
—¿Y no tienes miedo de los gigantes?
—¡No, si son míos! —contestaba el muchacho, contemplando el cielo.
Estoy convencido de que un influjo de todo ello se incrusta en la rotunda afirmación con que Hugo LosCeros concluyó, en noviembre de 1520, en las laberínticas marismas de Montuïri, su famoso discurso que le erigió en indiscutible caudillo de la Germanía, de la desatada revuelta contra el gobierno del emperador Carlos V, y que fue ésta:
—¡Lo que somos ni llega a la suela de las alpargatas de lo que podemos ser, contemplad los olmos en su altura!
Traducción del catalán por el autor
Unos días en la playa
ana maría shua
argentina
Las columnas de alabastro, los pisos de mosaicos con motivos mitológicos, las colgaduras teñidas de púrpura, el trono de caoba con incrustaciones de marfil en el que se sienta Diocleciano... Su voz tonante, de militar acostumbrado a hacerse escuchar en el fragor de batalla, anunciando la decisión de perseguir a esa peligrosa secta judía que intenta socavar las bases del imperio: los malditos, hipócritas cristianos.
El recuerdo era falso, por supuesto, y Mónica lo sabía. Las imágenes venían de las películas, eran Hollywood puro, con las correcciones que su mente de profesora de historia hacía automáticamente. Menos colores, la gente de pueblo vestida de blanco sucio, el ajuste tan necesario en los maquillajes y peinados que los americanos siempre adaptaban a la época en que había sido filmada la película.
El recuerdo era falso pero vívido. Mezclando la historia con la literatura, Mónica recordaba haber presenciado, desde los barcos, a lo lejos, la despedida de Dido y Eneas. ¡La pobrecita Dido siempre le había dado tanta pena! Recordaba el primer encuentro de Pericles con Aspasia y le parecía haber asistido a las clases que Sócrates daba en el ágora, veía sus sandalias gastadas, escuchaba su voz calma, de comadrona, haciendo que las mentes de sus discípulos parieran por sí mismas la ideas.
Por supuesto, aún a sus ochenta y cinco años, Mónica estaba lo bastante lúcida como para saber que ésos no eran recuerdos verdaderos. Le hacían gracia los trucos de su mente para superar sus falencias idiomáticas. «Quoniam vita brevis est, nolit tempus perdere», podía decir el muy ateniense Pericles, en perfecto latín, y Mónica se reía sola. Sin embargo, por falsos que fueran, esos recuerdos cubrían los espacios que otros iban dejando libres. A Mónica se le mezclaba y confudía el pasado, la memoria lejana y la memoria reciente. Sobre todo, maldita sea, no se acordaba de que ya había tomado los remedios y los volvía a tomar. Un día, la señora que venía a limpiar tres veces por semana la encontró tan confusa y perturbada que tuvo que llamar a su sobrina Moniquita.
A Moniquita le decían Quita y le daba ternura que su tía, cuyo nombre llevaba, siguiera llamándola con el diminutivo completo. Cuando era chica, la tía la mimaba, le hacía lindos regalos y le había pagado la primaria y secundaria en el Saint Margaret School, demasiado caro para sus padres. Era muy probable que el estado de su tía Mónica fuera pasajero, dijo el médico, producto de haber tomado doble o quizás triple dosis de los ansiolíticos que le recetaba para ayudarla a dormir. Recomendó, sin embargo, una internación temporaria en el sector de Psiquiatría de un conocido hospital privado, que les cubría la obra social de Moniquita.
Por el momento, la sobrina se la llevó a su casa y en un par de días de férreo control sobre los remedios Mónica estaba muchísimo mejor. Lo bastante como para ponerse de acuerdo con su sobrina sobre la internación. Para ella, el único problema serio, tan serio que la alteraba hasta quitarle el sueño (Quita no se animaba ahora a subirle la dosis de ansiolítico), era cómo decíselo a sus vecinas. Las mujeres de esa generación, pensó Quita, con un suspiro interior, no se contaban nada realmente íntimo, lo esencial de la amistad era mostrarse unas a otras lo bien que estaban y lo linda que tenían su casa.
Mónica vivía en un edificio de Almagro, era muy amiga de Elisa, del segundo b, de María Elena, la del séptimo, y pensaba que Quita no entendía nada. Una se encontraba con las amigas para pasarla bien, y no para quejarse de sus miserias. Elisa tenía sólo ochenta y dos años y a María Elena no le gustaba hablar de la edad. Mónica le tenía admiración a María Elena porque podía tomar mucho whisky y no le daba sueño. Elisa nunca hablaba de sus nietos por no contar plata delante de los pobres: sabía que el hijo de Mónica había muerto jovencito y María Elena era soltera. Las tres estaban muy orgullosas de tener su computadora, que mucha gente de su edad consideraba todavía un artilugio del diablo. La usaban, sobre todo, para intercambiar emails que a su vez recibían de otras personas con fotos de niños, atardeceres rojizos, mensajes de amor y paz, chistes, paisajes, consejos para evitar robos domiciliarios o cáncer de mama, y breves videos didácticos dedicados a difundir métodos prácticos y sencillos para ser feliz en la vida.
Mónica hablaba con sus amigas de los falsos recuerdos, pero para no preocuparlas les decía que eran sueños. Trataba de mencionar solamente a los personajes más conocidos porque quería que la entendieran, y no hacerlas sentir ignorantes. No se le ocurría hablar, por ejemplo, de Quinto Cecilio Metelo Pío, ni se metía en honduras mitológicas describiendo los horrores de Escila y Caribdis, que recordaba con tanta nitidez como si ella misma hubiera atravesado el estrecho de Mesina en la nave de los Argonautas.
Su sobrina Quita le dio una gran idea. A Elisa y a María Elena tenía que decirles la verdad: que se iba con ella de vacaciones.
—En el fondo, es bastante cierto, tía —dijo Quita—. Un par de semanas tranquila, descansando... volvés renovada. Y yo te voy a visitar día por medio.
Lo que más le costó a Mónica al principio fue perder la intimidad. En el pabellón psiquiátrico tenía que compartir la habitación con una desconocida. Pero si conversaba con ella y la conocía un poco, ¿no era como estar con una amiga en un hotelito de la costa? Aunque su nueva amiga Teresita había tenido dos intentos de suicidio (se enteró en grupo de terapia), el antidepresivo que le estaban dando ahora la tenía de muy buen humor y se pasaban las horas charlando. Además de suicida, Teresita (no por el diminutivo de Teresa, sino Teresita como la santa, le contó, mostrándole la cédula) era vendedora en un negocio de electrodomésticos y sabía todo de aspiradoras, heladeras y batidoras.
—Somos pocas las que podemos trabajar en esto —decía con orgullo—. La mayor parte de las mujeres no sabrían contestar preguntas técnicas.
Teresita podía comparar marcas, explicar la diferencia entre los aparatos importados y los nacionales y dar buenas recomendaciones. Sin embargo, lo que más las divertía era, por supuesto, hablar de los otros pacientes.
El Pabellón era un pasillo muy ancho, iluminado día y noche con luz artificial, que terminaba en un pequeño comedor. Las comidas preferidas de Mónica eran el desayuno y la merienda, le gustaban mucho las galletitas sin sal. Anotó la marca en su libretita mágica, donde escribía todo lo que no quería olvidarse y que cada vez era más. Anotó también: «Comprar libretita de cien hojas».
Teresita y ella caminaban por el pasillo del bracete.
—En mis épocas —decía Mónica— nadie iba a pensar mal de dos señoras porque caminaran del bracete.
—Es que ahora «eso» no se considera pensar mal —le decía Teresita, que era mucho más joven.
—Da lo mismo —decía Mónica—. Vos me entendés.
Dos chicas adolescentes, internadas por adicción, se abrazaban con desesperación en el pasillo. Se habían conocido allí y habían formado pareja. Mónica las miraba un poco espantada, tratando de acostumbrarse a los cambios de este mundo. En la playa, acaso, ¿no vería éste y otros espectáculos igualmente extraños y en cierto modo aterradores? La extrema desnudez que se estilaba la perturbaba incluso en la tele. En su época... pero cuando trataba de recordar en imágenes las modas de su época, Mónica sacudía la cabeza un poco molesta, porque lo que venía a su mente eran los pliegues de las túnicas de matrona romana.
Las chicas abrazaban también, pero de otro modo, al Gordo Tonto, un pobre idiota con una panza enorme, que se paseaba de un lado al otro del pasillo durante todo el día sin parar y todo lo que quería en este mundo era cariño. Impresionante ver a los tres apretados en un abrazo solidario, el Gordo Tonto con una cara de felicidad que daba miedo.
Una noche trajeron en camilla a una mujer dormida a la habitación de Mónica y Teresita. Los enfermeros la acostaron en la tercera cama, que hasta entonces había estado cómodamente vacía, y le ataron las manos con anchas cintas de cuero. Conectada a una bolsa de suero, durmió durante tres días. Cada tanto le inyectaban algo, probablemente un somnífero.
—Otra adicta. La están desintoxicando —explicó Teresita, que no estaba en su primera internación.
Preguntarle algo a los médicos o a las psicólogas era inútil. Sonreían amablemente pero no contestaban. La nueva resultó bastante hosca, caminaba lentamente de un lado al otro echando miradas indignadas a los demás internados, como si les reprochara su pasividad.
—Como un cocodrilo enjaulado —dijo Teresita.
A Mónica, la expresión le pareció muy pertinente.
Entre ellas la llamaban La Amarga y, para abreviar, Lamarga. Todo lo encontraba mal y se la pasaba insultando a las psicólogas, que no le contestaban.
En el Pabellón nadie se quedaba por mucho tiempo. Se trataba de internaciones breves, para problemas que no eran demasiado graves, o que sí eran, pero que una internación más larga no podía solucionar de todos modos, como los intentos de suicidio. El único que estaba allí hacía mucho tiempo era el Gordo Tonto. Se rumoreaba que no tenía documentos, que alguien lo había abandonado en el Pabellón unos meses atrás y se había ido sin dejar ningún dato. El rumor no tenía sentido porque en un hospital privado no dejaban internado a nadie que no tuviera al día sus cuotas y, sin embargo, gente perfectamente lúcida y razonable lo repetía como si fuera cosa probada.
A Mónica le gustaban casi todas las actividades. La sesión de grupo, porque siempre se enteraba de algo interesante y le hacía pensar en una charla en el patio de carpas, tomando mate con facturas. La clase de yoga también era muy buena, con linda música clásica, comparable a esas clases de gimnasia que ofrecen a veces los balnearios y sin el bochinche a todo volumen de la música moderna. La clase de recreación podría haber sido más interesante si hubieran tenido una buena profesora, pero la señora que la dirigía no tenía muchas ideas para proponer y tampoco materiales para trabajar. A Mónica le hubiera gustado modelar arcilla, en otra época había hecho un curso de cerámica con torno que disfrutó mucho. Propuso dar unas clases de Historia Antigua y a la profesora le gustó la idea, pero los demás internados no tenían ganas, preferían seguir borroneando papeles con carbonilla a la cualquier cosa, aunque la profesora hablara de «las obras». Lo único que Mónica realmente extrañaba, además de sus vecinas, era una buena peluquería. Pero ¿hubiera ido ella a una peluquería en un pueblito de la costa, a dejar que cualquier chiquita sin experiencia le metiera las manos en el pelo?
Hombres no faltaban, que, aunque a una ya no le interesen, siempre son un tema para conversar con las amigas. En la habitación de enfrente, justo cruzando el pasillo, estaba alojado un muchacho de unos cuarenta años (un chico, pensaba Mónica) que no funcionaba bien. Cuando venía la mamá, le daba el yogur en la boca y lo acompañaba a bañarse, y cuando la mamá se iba, el chico se quedaba llorando durante horas. En cambio con el papá se portaba mucho mejor, se notaba que le tenía un poco de miedo. También había un señor de rulos canosos, cortés y reservado, que venía por Depresión con Intento. De golpe dejaba de lado sus modales elegantes y gritaba con voz ronca, pidiendo cigarrillos. La Depresión con Intento parecía ser el problema más común, por suerte no había ningún caso grave y casi con todo el mundo se podía conversar. Nadie andaba en pijama, sino con ropa fresca y cómoda, como quien está de vacaciones.
Una tarde a Mónica y a Teresita les llamó la atención la forma en que caminaba una de las adolescentes, que tropezaba y se chocaba contra los marcos de las puertas. Al día siguiente, en la sesión de terapia, la chica confesó que su hermana le había pasado droga metida en bolsitas de nailon adentro de una torta de mandarina.
Los médicos decidieron que las chicas tenían que estar separadas y vigiladas, lo que era muy complicado en un espacio tan pequeño. Cambiaron de habitación a la menor, que tenía solamente trece años. Vino el papá para internarse con ella. La seguía todo el día por el pasillo y dormía en la cama de al lado. Daba un poco de pena ese señor con barba blanca dale que dale de aquí para allá con la chica que ni lo miraba. La mayor, que tenía diecisiete, se consiguió una botella de plástico de Coca-Cola y cuando se ponía de mal humor (o sea, casi siempre) golpeaba la botella contra las paredes haciendo un ruido muy molesto. Una de las psicólogas le hablaba y le hablaba para convencerla de que dejara la botella. Como no había locos muy locos, en el Pabellón nunca se usaba fuerza física, a menos que alguien quisiera dañarse a sí mismo o atacara a otra persona. Tampoco se revisaba a las visitas. Algunas de las enfermeras y enfermeros eran muy simpáticos con los pacientes, otros eran indiferentes.
Mónica no entendía bien por qué la gente se preocupaba tanto por el suicidio ajeno. Ella se acordaba perfectamente de haber comentado en las calles de Roma el suicidio de Lucrecia, violada por el hijo del rey Tarquinio. ¡Eso sí que había sido un escándalo! Pero lo que a la gente de Roma le parecía mal era la violación, el suicidio estaba bien. En cambio, Teresita lo veía de otro modo.
—Podés hacerle muchísimo daño a la gente que te quiere. Lo que pasa es que a veces vivir no se aguanta —decía.
Mónica se acordaba de la época en que murió su hijo (ningún recuerdo de la Antigüedad había conseguido reemplazar a ése) y la entendía. Sin embargo, ella siguió viva y valió la pena porque después le pasaron muchas cosas buenas y malas y ahora estaba contenta de estar todavía del lado de arriba de la tierra.
Un día le tocó irse a Teresita y se despidieron con un abrazo muy fuerte.
—Me salvaste —dijo Teresita—. Nunca hubiera aguantado estar aquí si no fuera por vos. Sentía que me ahogaba.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Intercambiaron teléfonos y direcciones y quedaron en encontrarse afuera.
—Te voy a preparar mis famosas galletitas de manteca con semillitas de amapola —le prometió Mónica—. ¡Te va a dar más ganas de vivir que las pastillas!
—Me salvaste —repitió Teresita. Y se fue con su marido, que la quería mucho y la había ido a buscar para llevarla a su casa.