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Desde pequeña, Edna había estado más cerca de Nahum que de su madre. Esa cercanía apenas se expresaba con palabras, más bien con un profundo entendimiento mutuo que hacía que Nahum siempre supiera con certeza qué convenía preguntarle y qué no, cuándo dejarla tranquila y cuándo insistir. Desde la muerte de su madre, Edna se encargaba de llevar todos los lunes la ropa de su padre a la lavandería y de devolverle todos los viernes la colada limpia y planchada, o de coserle un botón. Desde la muerte de su hermano, iba a su casa casi todos los días al atardecer. Él corría las cortinas y servía café, y ella permanecía con él durante una hora o algo más. Hablaban bastante poco, sobre los estudios de ella y el trabajo de él. A veces hablaban sobre algún libro. Escuchaban música juntos. Pelaban fruta y se la comían. Pasado ese tiempo Edna se levantaba, llevaba las tazas al fregadero, aunque las dejaba para que su padre las fregase, y se iba al centro educativo. De sus relaciones sociales Nahum apenas sabía nada. Sólo sabía que los profesores estaban contentos con ella y se alegraba de que hubiese estudiado árabe por su cuenta. Una joven tranquila, decían de ella en el kibutz, no caprichosa como su madre, sino diligente y aplicada como su padre. Lástima que se cortase las trenzas y las cambiara por ese pelo corto a lo garçon. Antes, con las trenzas y la raya en medio, era igualita que las jóvenes pioneras de otra generación.
Un día, hacía ya algunos meses, Nahum fue a buscarla al atardecer a su habitación del centro educativo para llevarle un jersey que se había dejado en su casa. La encontró con dos de sus compañeras, cada una sentada en su cama, tocando la flauta y repitiendo una y otra vez la misma pieza, que no era más que una sencilla escala. Al entrar se disculpó ante las chicas por la interrupción, dejó el jersey doblado al borde de la cama, quitó una imperceptible mota de polvo de la mesa, se disculpó de nuevo y salió de puntillas, para no molestar. Una vez fuera, se quedó en la oscuridad bajo su ventana unos cinco minutos más escuchando cómo volvían a tocar las flautas: en esa ocasión se trataba de un estudio musical fácil, que se alargaba y se repetía con tristeza, y de pronto sintió que se le encogía el corazón. Después se fue a su casa y se quedó escuchando la radio hasta que se le cerraron los ojos. Por la noche, en duermevela, oyó chacales muy cerca, como si hubiesen llegado justo hasta los pies de su ventana.
El martes, al volver del trabajo, Nahum se lavó, se puso unos pantalones planchados color caqui y una camisa celeste, se abrigó con su viejo chaquetón, que le daba un aspecto de intelectual pobre de principios del siglo pasado, limpió con la punta del pañuelo los cristales de sus gafas y se dispuso a salir. En el último momento se acordó del libro de árabe para principiantes que Edna había dejado en su casa. Envolvió el libro con mucho cuidado en plástico semitransparente, se lo puso bajo el brazo, se colocó una gorra gris y salió de casa. Las huellas de la lluvia aún se notaban en algunos charcos pequeños y en las hojas de los árboles, que estaban limpias y olorosas. Como no tenía prisa, dio un rodeo por un camino que pasaba por la casa de los niños. Aún no sabía qué le iba a decir a su hija y qué podía decirle a David Dagan, pero esperaba que en el último momento, cuando los tuviera delante, se le ocurriera algo. Por un instante le pareció que todo ese asunto entre Edna y David Dagan tan sólo existía en la imaginación calenturienta de Roni Shindlin y el resto de los cotillas del kibutz, y que cuando llegase a casa de David lo encontraría como siempre, tomando el café de la tarde con alguna mujer completamente distinta, una de sus exmujeres, o la maestra Ziva, o tal vez una chica nueva que él no conocía. Edna no estaría allí y él tan sólo intercambiaría con David unas cuantas frases en la puerta, sobre la situación, sobre el gobierno, rechazaría quedarse a tomar café y a jugar al ajedrez, se despediría y se marcharía, tal vez iría a la habitación de Edna en el centro educativo, allí la encontraría leyendo, tocando la flauta o haciendo los deberes. Como siempre. Y le devolvería el libro.
El olor a tierra mojada lo acompañó por el camino junto con un lejano olor a cáscaras de naranja fermentadas y a estiércol de vaca procedente del patio y los establos. Se detuvo ante el monumento a los caídos y vio el nombre de su hijo, Yishai Asherov, que había muerto hacía seis años durante la incursión de nuestras fuerzas en el pueblo de Dir al-Nashaf. Los once nombres del monumento estaban grabados con letras de bronce en relieve y Yishai era el séptimo o el octavo de la lista. Nahum recordó que, de pequeño, Yishai decía «era» en vez de «pera» y «ana» en vez de «rana». Alargó la mano y pasó la yema de los dedos por las frías letras de bronce. Luego se marchó de allí sin saber aún lo que iba a decir, pero de pronto sintió angustia porque desde su juventud había un lugar reservado en su corazón para David Dagan e incluso ahora, después de lo que había ocurrido, no estaba enfadado sino confuso y sobre todo decepcionado y triste. Mientras se alejaba del monumento comenzó a llover de nuevo, no con fuerza, pero sí de forma persistente. Esa lluvia le mojó las mejillas y la frente y le empañó las gafas, así que protegió el libro envuelto en plástico bajo el gastado chaquetón de estudiante apretándolo con el brazo contra su pecho. Por tanto, parecía que se llevaba la mano al corazón como si se sintiese mal. Pero no se cruzó con nadie por el camino que pudiera ver ese gesto de su mano apretada contra el chaquetón. ¿Y si esa relación sin fundamento entre Edna y David Dagan terminaba por sí sola en unos cuantos días? ¿Y si ella recapacitaba y volvía a su vida de antes? ¿O David se hartaba de ella pronto como solía hartarse de todas sus amantes? Al fin y al cabo, ella era una joven que no había tenido nunca novio, salvo, según decían, una historia de dos o tres semanas con Dubi, el socorrista de la piscina, mientras que David Dagan era famoso por cambiar continuamente de esposas y de amantes.
Nahum Asherov recordó cómo había empezado su amistad con David Dagan: cuando el kibutz se levantó sobre el suelo, durante los primeros años eran tan pobres que todos vivían en tiendas de campaña suministradas por la Agencia Judía y sólo los cinco recién nacidos se alojaban en el único barracón existente. En el joven kibutz estalló un debate ideológico sobre quiénes debían pernoctar por turnos en el barracón de los niños: ¿los padres o todos los miembros del kibutz? El debate surgió por un desacuerdo aún más profundo: ¿los niños pertenecían, por principio, a sus padres o a toda la comunidad del kibutz? David Dagan luchó a favor de la segunda postura, mientras que Nahum Asherov abogó por el derecho natural de los padres. Durante tres días, a lo largo de la tarde y hasta bien entrada la noche, los miembros del kibutz estuvieron discutiendo la cuestión de si zanjar el debate con una votación pública o secreta. David Dagan condujo la lucha a favor de la votación pública, mientras que Nahum Asherov fue uno de los defensores de la votación secreta. Al final se acordó constituir un comité en el que participarían David y Nahum junto con tres compañeras que aún no fuesen madres. En el comité se decidió por mayoría de votos que los niños pertenecían al kibutz, pero que en los turnos para pernoctar en el barracón participarían primero todos los padres. Nahum admiraba la postura ideológica firme y coherente de David Dagan, aunque discrepaba de él. Mientras que David apreciaba la delicadeza y la paciencia de Nahum, y le impresionó que Nahum, gracias a su tranquila tenacidad, hubiera conseguido vencerle. Cuando Yishai murió durante la incursión en Dir al-Nashaf, David Dagan pasó varias noches en casa de Nahum. Desde entonces habían conservado su amistad y a veces se veían al atardecer para jugar al ajedrez y charlar sobre los principios que regían el kibutz, sobre cómo eran y cómo deberían ser.
David Dagan vivía en una casa junto al muro de cipreses en un extremo del sector 3. Entró en esa casa tras abandonar a su cuarta esposa, y todos sabían que lo había hecho porque mantenía relaciones con Ziva, una joven maestra de la ciudad que se quedaba tres noches por semana en nuestro kibutz. Hacía unos días que había roto la relación con Ziva, porque Edna se había llevado sus cosas de la habitación del centro educativo y se había ido a vivir con él a su nueva casa. Otra persona en mi lugar, pensó Nahum Asherov, puede que irrumpiese allí hecha una furia, propinase a David dos bofetones, la agarrase a ella del brazo y se la llevase a casa a la fuerza. O, al contrario, que entrase en silencio y se plantase ante ellos rota y exhausta como diciendo cómo habéis podido, cómo no os da vergüenza. Vergüenza de qué, se preguntó Nahum.
Y mientras tanto permaneció unos instantes más bajo la fina lluvia delante de la casa, apretando contra su corazón el libro que llevaba debajo del abrigo y con las gafas empañadas por las gotas de lluvia. Un trueno lejano se oyó en el horizonte y la lluvia arreció. Nahum se detuvo bajo la marquesina de la entrada de la casa y esperó. Aún no tenía ni idea de lo que iba a decir cuando David le abriese la puerta. ¿Y si lo hacía Edna? El pequeño jardín de David Dagan estaba descuidado, lleno de cardos y de hierbas, y sobre los cardos había multitud de caracoles blancos. En el alféizar de la ventana se veían tres macetas con geranios marchitos. Y en la casa no se oía nada, era como si estuviese abandonada. Nahum se limpió las suelas de los zapatos en el felpudo, sacó un pañuelo arrugado del bolsillo y se limpió las gafas, volvió a meterse el pañuelo en el bolsillo y llamó dos veces a la puerta.
—Eres tú —dijo David en tono cordial mientras hacía pasar a Nahum—, genial. Entra. No te quedes ahí. Está lloviendo. Llevo varios días esperándote. No tenía la menor duda de que vendrías a vernos. Tenemos que hablar. Edna —gritó hacia la otra habitación—, prepara café para tu padre. Tu padre ha venido por fin a vernos. Nahum, quítate el abrigo. Siéntate. Caliéntate. Edna ya se temía que estuvieses enfadado con nosotros, pero yo le dije: Ya verás como viene. Hace media hora que he encendido la estufa en tu honor. El invierno ha llegado de repente, ¿eh? ¿Dónde te ha pillado la lluvia?
Posó sus grandes dedos sobre la manga del abrigo de Nahum y dijo:
—Realmente tenemos que hablar sobre ese enojoso asunto de los jóvenes que terminan el servicio militar y de repente quieren ir enseguida a la universidad en vez de trabajar. A lo mejor, en la próxima asamblea general, hay que establecer al menos que todos los jóvenes, al volver del servicio militar, trabajen durante tres años en el kibutz y sólo después de esos tres años puedan cursar una solicitud para acceder a los estudios superiores. ¿Qué opinas tú, Nahum?
Nahum dijo con un hilo de voz:
—Pero no comprendo cómo...
David le interrumpió, le puso su mano ancha sobre el hombro y sentenció:
—Permíteme sólo un instante para poner un poco de orden. No estoy en contra de los estudios universitarios. Llegado el día, no me opongo a que las jóvenes generaciones tengan títulos académicos. Al contrario: algún día todos nuestros granjeros serán doctores en filosofía. Por qué no. Pero no a costa del trabajo en el corral y en el campo, eso es indispensable.
Nahum dudó. Aún estaba de pie con el viejo chaquetón mojado y con la mano izquierda apretada contra su pecho para que no se cayera el libro que protegía su corazón. Al final se sentó sin quitarse el abrigo y sin desprenderse del libro. David se rió y dijo:
—Seguro que discrepas de mí. ¿Ha habido alguna vez, en todos estos años, algún asunto en el que no hayas discrepado de mí? Y a pesar de todo hemos seguido siendo siempre amigos.
Nahum odió de pronto el bigote espeso y recortado de David Dagan, en el que ya despuntaban algunas canas, y odió su costumbre de interrumpirte y pedirte sólo un instante para poner un poco de orden. Dijo:
—Pero es tu alumna.
—Ya no —cortó David con su voz autoritaria—, y dentro de unos meses será una recluta. Edna, ven aquí. Por favor, dile a tu padre que nadie te ha raptado.
Edna entró en la habitación vestida con unos pantalones de pana marrones y un jersey azul que le quedaba grande. Su pelo negro estaba atado con una cinta clara. Llevaba una bandeja con dos tazas de café, un azucarero y una jarrita de leche. Se inclinó, lo dejó todo encima de la mesa y se mantuvo a cierta distancia de los dos hombres, rodeándose los hombros con los brazos como si también allí tuviese frío, a pesar de la estufa de queroseno que ardía con una hermosa llama azul. Nahum la miró, pero enseguida apartó la vista y se sonrojó, como si, sin querer, la hubiese visto medio desnuda. Ella dijo:
—También hay galletas.
Luego, con retraso, añadió, aún de pie, con su voz suave y serena:
—Hola, papá.
Nahum no encontró en su corazón ira ni resentimiento, tan sólo una punzante añoranza de aquella niña, como si no estuviera ahí, en la habitación, a tres pasos de él, sino que se hubiese marchado a un lugar lejano y desconocido. Dijo con inquietud, y con tono interrogativo al final de la frase:
—He venido a ¿llevarte a casa?
David Dagan posó la mano en la nuca de Edna, acarició su espalda, jugó un poco con su cabello y dijo con calma:
—Edna no es un cacharro. No se la coge y se la deja. ¿Verdad, Edna?
Ella no dijo nada. Permaneció junto a la estufa, con los brazos alrededor de los hombros, sin prestar atención a los dedos de David Dagan que le acariciaban el cabello, y mirando la lluvia en la ventana. Nahum levantó la vista y la observó. Le pareció serena y concentrada, como si sus pensamientos estuviesen inmersos en asuntos completamente distintos. Como si hubiese desviado su atención para no elegir entre esos dos hombres unos treinta años mayores que ella. O como si esa elección apenas le concerniese. Sólo se oía el azote de la lluvia en los cristales y el correr del agua en los canalones. La estufa ardía con una agradable llama y de vez en cuando se sentía el gorgoteo de queroseno en la goma. ¿Por qué has venido aquí?, se preguntó Nahum. ¿Realmente creías que ibas a matar al dragón y a liberar a la princesa raptada? Tendrías que haberte quedado en casa y esperar con calma a que ella fuese a verte. Al fin y al cabo, tan sólo ha cambiado momentáneamente la figura de un padre débil por la de un padre fuerte y decidido. Pero la fuerza del padre fuerte muy pronto empezará a agobiarla. En su casa, como en la mía, ella prepara café, lleva la ropa a la lavandería y trae la colada planchada. Todo esto ya lo sabías. Si no te hubieses apresurado a venir con esta lluvia, si hubieras conseguido quedarte tranquilamente en casa a esperarla, más tarde o más temprano habría vuelto a ti, ya fuera para explicar sus actos o porque este amor se habría acabado. El amor es una especie de infección: se contrae y se pasa.
David dijo:
—Permíteme sólo un instante, pongamos juntos un poco de orden. Tú y yo, Nahum, siempre hemos estado unidos por una estrecha relación de amistad y compañerismo, a pesar de las constantes discrepancias sobre los principios que deben regir el kibutz. Y desde ahora hay otro fuerte nexo de unión entre nosotros. Eso es todo. No ha pasado nada. La idea de los tres años de trabajo antes de los estudios pretendo llevarla el sábado por la tarde a la asamblea general. Sin duda tú no me apoyarás, pero en tu fuero interno sabes perfectamente que también esta vez llevo razón. Al menos no me impidas obtener mayoría en la asamblea. Tómate el café, se está enfriando.
Edna dijo:
—No te vayas, papá. Espera hasta que deje de llover.
Y luego dijo:
—No te preocupes por mí. Estoy bien aquí.
A lo que Nahum decidió no responder. No tocó el café que le había servido su hija. Se arrepintió de haber ido. En el fondo, ¿qué querías, vencer al amor? Un fuerte destello de luz de la lámpara se reflejó por un instante en sus gafas. De pronto el amor le pareció uno de tantos golpes que da la vida ante los que hay que agachar la cabeza y aguantar hasta que pase el dolor. Y seguro que David Dagan iba a empezar a hablar del gobierno o de los beneficios de la lluvia. Ese escaso coraje que muy raramente el sufrimiento hace brotar desde lo más profundo de las personas débiles le confirió a la voz ronca de Nahum Asherov un matiz estridente y amargo:
—Pero ¿cómo es posible?
Y a continuación se levantó bruscamente y sacó de debajo de su viejo chaquetón el libro de árabe para principiantes con intención de estamparlo sobre la mesa de modo que las cucharillas resonasen en las tazas; pero en el último momento retuvo el movimiento de su mano y lo dejó suavemente, como para no hacer daño al libro, a la mesa cubierta con un hule ni a las tazas que estaban encima. Y se dirigió hacia la puerta. Mientras se marchaba giró la cabeza, vio a su hija de pie, mirándole con tristeza y rodeándose los hombros con los brazos, y a su buen amigo sentado, con las piernas cruzadas, con su bigote bien recortado y salpicado de canas, con sus fuertes manos rodeando la taza y una expresión de compasión, clemencia e ironía en el rostro. Nahum dirigió la cabeza hacia delante y se encaminó a la entrada como si fuese a embestir. Pero no dio un portazo, tan sólo cerró con cuidado, como si temiese hacerle daño a la puerta o a las jambas, se caló la gorra y se la bajó casi hasta los ojos, se levantó el cuello del abrigo y se dirigió hacia el bosque de pinos por el camino mojado que iba oscureciéndose. Los cristales de sus gafas se cubrieron en un instante de gotas de lluvia. Se abrochó el primer botón y apretó con fuerza el brazo izquierdo contra su pecho, como si el libro aún estuviese abrazado a él bajo el abrigo. Y entre tanto se hizo de noche.
Traducción de Raquel García Lozano
1 Joven que, según el relato del primer libro de Reyes, cuidó del rey David cuando éste ya era un anciano y le quedaban pocos años de vida. (N. de la T.)
La luz rosada
lídia jorge
portugal
Oh, cosas, todas vanas, todas volubles.
¿Cuál es el corazón que en ustedes confía?
Sá de Miranda
Todo comenzó en el campo. Después de los días largos seguían las noches tranquilas. Al final de la tarde la tierra perdía luz, los árboles imponían sombras, en el interior la casa reducía los contornos, cortinas cerradas que adensaban la oscuridad, pero en medio de la oficina la pantalla se iluminaba y las teclas trabajaban por sí mismas apenas las manos se acercaban. La maquinita electrónica a la que estaban ligadas parecía tener vida propia, conocer más allá de mi conocimiento, desear más que yo, saber antes de mí lo que yo misma pretendía escribir. Maratones de respuestas, más grandes que el desafío que las llamaba, se sucedían por la noche afuera, madrugada adentro, hasta el amanecer. No sólo era agradable, era deslumbrante, ni siquiera parecía realidad. Lo que ocurría entre la pantalla y yo se asemejaba a la concreción de un devaneo cercano a un baile en el que los humanos bailaran con las aves, de tal manera la vida escrita volaba. Y la conciencia de que se trataba de un placer sin pecado, tal vez el único, aumentaba a medida que iba percibiendo, por el volumen de las hojas impresas, que estaba construyendo una memoria digna sobre el correr del tiempo y su circunstancia, ya que la vida presente se mezclaba con la futura, y la futura, así descrita, se iluminaba por el espectáculo del pasado. Un cruce de todos los tiempos que me hacía acceder al orden del puro imaginario. Una noche, sin embargo, después de un exceso de excitación de connubio entre mis manos y mi máquina, al hacer un breve intervalo en el horario semiinvoluntario, observé que enfrente, al otro lado de la calle, de una de las ventanas de la planta baja salía una luz rosada.
Me pareció curioso. Precisamente, yo trabajaba bajo el foco de una luz rosada. Un artificio doméstico, una de aquellas artimañas a precio cero que al principio sólo suprimen una falta, y luego se instalan en casa como artefacto imprescindible. Ante una luz demasiado intensa, yo había colocado sobre el brazo de alambre de donde estaba suspendida la lámpara una pequeña toalla de seda rosada. Y habiéndose establecido una distancia ideal entre lámpara y velador, ya que no era tan cercana como para que hubiera riesgo de incendiar el tejido, ni tan lejana que permitiese que la luz cruda se escapara, de ella salía un aura íntima, opalina, común y al mismo tiempo excéntrica, y yo tenía la idea de que de su vidrio, y no de las teclas, provenía la capacidad de concentración que hace que todos los tiempos humanos se junten, esa especie de proeza del espíritu que los bastos siguen llamando inspiración. Era verdad, sí. Por increíble que pareciera, frente a mi casa, más precisamente, frente a mi espacio de trabajo, allí estaba alguien que también encendía, cerca de una ventana, una luz rosada.
Crucé la calle, me acerqué. Allí estaba, un hombre que me pareció bajo y achaparrado, con los codos clavados sobre el tablero, allí estaba él. Este hombre se encontraba delante de una pantalla, y frente a él y debajo de una tela transparente, cuya naturaleza la distancia no me permitía distinguir, emanaba una luz rosada. ¿Quién sería? ¿Qué haría en la vida aquel hombre? Seguramente un administrativo que escribía datos numéricos tan exactos como tablas de álgebra, o un agricultor que colocaba en columnas el número de coles que enviaba al mercado. En medio de la noche y en medio de la calle, sentí que mi corazón latía aceleradamente. De pronto tuve el presentimiento de que ese hombre, quienquiera que fuese, tal como yo, escribía un libro. La confirmación llegaría al día siguiente, por el testimonio de la jardinera.
La jardinera apareció por la mañana y se rodeó de herramientas: pico, azada, tijera de podar, de alisar, cortadora de césped, cortadora de arbustos, además del delantal de plástico, de la gorra de pana y varios pares de guantes. Se llamaba Tina, palabra corta, ciertamente amputada de una palabra más larga, producto de tantos objetos de corte debido al tipo de trabajo que le encomendábamos. Tina quedó sorprendida cuando me vio junto a los arbustos a aquella hora.
—¡Qué susto! —dijo ella—. Es que siempre hago este trabajo sin que nadie aparezca. Acostumbro trabajar en cualquier momento —dijo, poniéndose un guante pesado—. Y usted y el señor de enfrente pasan la mañana durmiendo. ¡No me sorprende! Pasan la noche escribiendo libros...
—¿El señor de enfrente también escribe libros?
—No lo sé. Lo que él me dijo es que estaba escribiendo uno. Pero no sé para qué. Hace días, cuando fui a su casa para hacer cuentas, vi que tiene un cuarto lleno de ellos. Hay trabajos en este mundo que son incomprensibles... —Tina avanzó hacia los arbustos, empuñando sus armas de jardinería.
Estaba confirmado, pero la idea de que alguien, justo enfrente, escribía un libro, tal como yo, superado el primer impacto, me parecía intolerable. Anormal e intolerable. ¿Cómo era posible que, separadas por escasos metros, dos personas escribieran cada una su libro? La tierra tan vasta, las calles tan largas, y pronto se daba aquella coincidencia, algo que tocaba en el fondo más profundo la ambición de quien escribe libros, la persecución de la singularidad. Ser único, al menos en términos de un considerable radio geográfico, es por cierto uno de los ingredientes de la pretensión de originalidad que siempre mueve a quien escribe. Extraño. Dos vecinos, una jardinera, dos libros. Y así, ese descubrimiento desencadenaría en mi persona, durante algunos días, un doble efecto. Por un lado, mis dedos unidos a la máquina electrónica avanzaron con destreza competitiva para alcanzar una meta imaginaria, la meta que yo creía que otro intentaba y, por otro lado, la idea de que alguien también estaría escribiendo con la misma velocidad me paralizaba. Y todo eso me hacía sospechar que el mundo tenía otro secreto escondido. Claro que no habría ningún enigma, pero era necesario enfrentar lo que fuera, como si hubiese algo y fuese superable. Cuando oscureció y las sombras se apoderaron de las viviendas y de los árboles, salí a la calle. Con cautela. Era lo que yo sospechaba. Allí estaba, después de una curva, otra ventana, y detrás de ella, con la espalda muy erguida, se encontraba una joven frente a un ordenador, y sobre la mesa, iluminándola a cierta distancia, una luz rosada.