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Era más fuerte que yo. Salté la cerca, me acerqué a la ventana, golpeé despacio. La niña levantó los ojos a la ventana, pero no me vio, o si me vio, estaba absorta, la mente completamente involucrada en sociedad con su teclado. Si hubiese sido un oso polar o un dragón, habría tenido el mismo efecto. Se mantenía inmersa en cuerpo y alma en su tarea, y cuando levantaba los ojos y los pasaba por la ventana, su mirada tenía un brillo febril y desvariado, justo como alguien que hace el amor con el mundo. Llegué a golpear con los nudillos. No me veía. Podría ser yo granizo, o trueno con relámpago, y ella no me vería. De tal modo se encontraba concentrada que pude ver de qué libros se rodeaba: la Ilíada y la Odisea se encontraban en la primera estantería. La Divina comedia en la segunda, La guerra y la paz al lado. Eran títulos que, desde donde me encontraba, podía distinguir porque estaban encuadernados y las letras, de formato antiguo, habían sido grabadas en oro. Herencia de familia, claro. Una pena que no descubriera qué libros se apilaban sobre su mesa de trabajo. Tal vez Las iluminaciones, tal vez El cuervo, tal vez La mano al escribir este poema, pero ahora era yo quien inventaba, imaginaba que los libros que aquella niña leía eran los libros que yo misma acumulaba al lado de la computadora. Salté la cerca, gané la calle. Volví hacia atrás. Temí que, si seguía afuera, encontraría nuevas ventanas con luces rosadas. Esa misma noche decidí: regresaría a casa, subiría los seis pisos, me encerraría en mi única y verdadera oficina, allí, entre los harapos de ambición que me perseguían desde hacía mucho, como si ya no existiera nadie ni hubiera luces rosadas.
Yo misma encontré una lámpara de luz fría, entre azul y lila, que coincidía a la perfección con el hielo que me habitaba el corazón, y de nuevo el connubio entre mis manos se produciría. Pero algo se había roto. Era como si se recalentara una comida congelada. El sentimiento de alcanzar algo como la creencia o la fe o la rabia, aunque se sepa que uno no las alcanza —y en ese entretenimiento se vive intensamente—, como que alguna de ésas ya no estuviera presente entre mis manos y la máquina. Y eso sucedía porque yo sabía que por la ciudad brillaban muchas luces rosadas. Salía de noche, y las veía, aunque de forma menos nítida que en el campo, ese espacio primitivo que permite que las singularidades de las cosas se muestren en su desnudez brutal. El nacimiento, el amor furioso, la muerte, la invención de la vida por el arte, quedan expuestos en los lugares campestres como las bacterias en la lámina del microscopio. Con todo, escondidas en la opacidad de la ciudad, yo veía las luces. Apiñadas en medio del denso caserío, yo las detectaba. Salía por las avenidas, e incluso en el esplendor de la iluminación pública, las fachadas nítidas de noche como si fuera de día, allí estaban una y otra ventana iluminadas por la luz rosada. ¿Tejido, vidrio, acrílicos, fibras sintéticas de ese color? No importaba. El efecto era el mismo, la finalidad debía de ser la misma. Fue entonces cuando tomé una decisión.
Me daría el trabajo de tomar nota de todas las ventanas de mi barrio que veía iluminadas, de encontrar las direcciones, de llamar, caso por caso, lo que implicaría conversaciones interminables con porteros, baristas, vecinos desconfiados, agentes de autoridad arrogantes, y enviaría a cada uno de los inquilinos de esas luces rosadas un texto clean: «Hola, buenas noches, calculo que está escribiendo un libro. ¡Qué placer! Sé de veinte personas que están escribiendo un libro. Yo también. ¿Qué tal si nos conociéramos? ¿Si intercambiáramos nuestros libros? ¿Si nos encontrásemos? Ofrezco mi casa. Es bueno que seamos contemporáneos...». Añadí un punto de exclamación un tanto emocional, y feché y firmé pensando que no iba a recibir respuestas. Me equivocaba. Después de tres días comenzaron a llegar, por vía electrónica, decenas de originales, lo que daba buena idea de lo que sucedía en el mundo, ya que el espacio que había delimitado correspondía a un estricto pentágono dibujado entre tres avenidas y seis calles de Lisboa. Era increíble. Increíble la cantidad. Pero también lo era el estado de los libros que me llegaban, algunos de ellos en pesadas carpetas que mi computadora tardaba en digerir, como si fuera un buey cansado.
Había de todo. Desde libros completos dignos de enviar a la larga lista de espera de los editores, hasta libros incompletos, libros que no pasaban de un capítulo, y los que no pasaban de simples esquemas. Algunos de ellos, incluso los que no pasaban de esbozos, traían tapa, contratapa, recomendación y copyright. Algunos de ellos venían ya acompañados de un texto crítico firmado. Me tomó medio año leer y ordenar el legado, y llegué a una conclusión. Todos habían sido escritos bajo una luz del mismo color, pero aún no estábamos escribiendo el mismo libro, o ya no estaríamos escribiendo el mismo libro. Porque aun cuando tuviera la certeza de que ese libro existía, y todos los libros que me llegaban fueran una declinación de él, yo, sin embargo, no habría sabido decir si estas versiones eran proyectos de un libro único que aún no existía, y al cual todos se acercaban, si eran recuerdos de un libro que ya existía y del que todos los demás gradualmente se alejaban. Pensando en ese asunto, tardé otro medio año. Esto es, pasado un año nos encontramos en mi casa.
Era emocionante hacer entrar uno a uno los habitantes de la luz rosada. Colgar sus anoraks, colocar sus paraguas en el perchero, ofrecerles café. Entraban habladores, pero yo veía sus rostros acostumbrados al silencio y al éxtasis. Aparte de eso, la variedad de los autores correspondía a la variedad de libros. Había jóvenes exuberantemente locuaces, y había ancianos cansados de la vista. Había autores de mediana edad que habían escrito su libro en un tiempo tan corto que la demora de un año de espera les había resultado un suplicio. Otros, filosóficos, no tenían dificultad con el paso del tiempo. O decían que no la tenían, en un esfuerzo nítido de sobriedad y comedimiento. Mujeres y hombres, en número equilibrado. Yo había reservado una tarde para el encuentro que presumía que era largo, pero no tanto como iba a ser. Los habitantes de las luces rosadas se distribuían en las sillas disponibles, en los sofás, y también se sentaron en el suelo, de pronto silenciosos, como si fueran a asistir a una ceremonia capital, y por turnos íbamos hablando de los libros, caso por caso. Un poco largo, convengamos.
Pero lo que interesa subrayar es que, en un momento dado, comprendí que cada uno sólo se interesaba en hablar y oír hablar de su propio libro. Había los impacientes que miraban al reloj, y los maleducados que se reían a hurtadillas de mi diligencia. Había los violentos, que se miraban permanentemente la muñeca, y los bien dispuestos, que aguardaban a su vez con paciencia. A excepción de aquel que intervenía, todos los demás recibían y enviaban mensajes con furia electrónica como nunca había visto desde la invención de los teléfonos. Lamentable, pues en el contrato de intercambios entre los usuarios de la luz rosada constaba el compromiso de que todos leerían los libros de todos, y lo que se verificaba era que nadie conocía los libros de nadie. Ni los títulos habían retenido, ni los nombres de los autores que allí estaban al frente, y eran sus compañeros. Cada uno de esos usuarios de la luz rosada, que por cierto había pasado horas en exaltado entendimiento con su ordenador, cada uno, y todos, sólo deseaba intercambiar impresiones sobre lo que él mismo había escrito. Yo todavía pregunté por qué, al final, siendo escritores, no les gustaba leer los libros de los otros escritores. Uno de los más jóvenes fue directo. Bastante incisivo, comentó: «Aquí hay un error, lamento decírselo. Nosotros no somos lectores, nosotros escribimos para leer los libros que desearíamos leer y aún nadie ha escrito», dijo. Y dijo más: «Y a mí nadie me hará leer lo que no he escrito». Una joven, que había presentado dos capítulos para una epopeya moderna que consistía en evocar las voces de los caballos alados de la antigua Hélade con los sonidos del pequeño tambor novecentista de Günter Grass, recordó que era conveniente haber leído diez libros clásicos. Pero era ya el fin de tarde, la pila aún estaba voluminosa, cada uno de los autores paseaba los ojos por el techo de la sala, a excepción de ese autor que, por el momento, hablaba de su obra. Era una estafa mantener esos diálogos cerrados. Entonces invoqué la hora tardía y dije que continuaríamos en otra ocasión, y todos concordaron, sabiendo que eso no sucedería. La habitación estaba cómoda, aún había copas servidas. Sin el peso de la lectura de los libros de los demás, todos se relajaron, y todos salieron discretamente. Todos se fueron sólo con su copia bajo el brazo. Varias decenas de copias quedaban en mi casa. Y así fue, en una mañana de otoño ya fría, que decidí regresar al campo.
Regresaba a casa como el soldado que regresó de la guerra. Vio demasiado, conoció el estruendo, la herida, la muerte, únicamente no conoció el azar de morir. Ya vio todo lo que había que ver y sabe que la supervivencia inventará una ciencia y le dejará marchar. Así era yo. Sí, regresé a la calle donde viera las primeras luces rosadas, con la idea de que en el pasado, o en el futuro, habría en algún lugar un único libro, al que todos nos aproximábamos sin fin, y por eso no tenía que ofenderme ni desgastarme. El hecho de que no nos leamos hasta era bueno, era sano, porque así la diversidad todavía se mantenía. Si ya todos estuviéramos escribiendo el libro único, entonces también todos habríamos leído el libro único y en ese caso ya no formaríamos parte de esta humanidad sino de otra, la que escribiría y leería un solo libro. No leernos tal vez fuera salvador. Eran razonamientos de entretenimiento para encontrarle un sentido a la soledad que alimentaría bajo mi luz rosada. Mi éxtasis sin ascesis ni dioses. Como todos los demás, sólo yo, las palabras y la pantalla. Así que llegué a la casa de campo a mitad de la mañana, y cuando pensaba que ya no iba a suceder, sino que únicamente regresaría al connubio con la maquinita de teclas, fue entonces que la jardinera apareció. Llegaba prácticamente sin armas; sólo un par de guantes le colgaba del bolsillo de los pantalones. Tina se acercó, risueña, para decir que el hombre de enfrente quería conocerme. Más que eso, él había dicho que quería leer mi libro, ese que él sabía que yo había estado escribiendo, un año antes, mientras él escribía el suyo.
—¿Y qué más dijo? —le pregunté.
—Dijo que sean otros los que apaguen la luz. No él.
Antes de que Tina se sacudiera las diminutas ramas que la cubrían, se limpiara los zapatos fangosos y montara en su camioneta, yo le pedí:
—No se vaya aún; por favor, cruce la calle y diga que sí, Tina, dígale que sí.
Traducción de Renato Sandoval Bacigalupo
El verano de la Piedadray
bradbury
estados unidos
—¡ya no aguanto la espera! —dije yo.
—¿Por qué no te callas? —contestó mi hermano.
—No puedo dormir —dije—. No puedo creer lo que va a pasar mañana. ¡Dos circos en el mismo día! Ringling Brothers viene en el tren grande a las cinco de la mañana y Downey Brothers viene en camiones un par de horas después. No puedo soportarlo.
—¿Te digo algo? —dijo mi hermano— Duérmete. Tenemos que levantarnos a las cuatro y media. Me di vuelta en la cama, pero simplemente no pude dormir, porque podía escuchar cómo los dos circos se acercaban desde el borde del mundo, para levantarse con el sol.
Antes de que me diera cuenta ya eran las 4:30 am y mi hermano y yo estábamos de pie en la fría oscuridad, vistiéndonos, tomando una manzana para desayunar, corriendo por la calle y colina abajo hacia la estación de trenes.
Cuando el sol empezaba a salir, el gran tren de Ringling Brothers y Barnum & Bailey —noventa y nueve vagones cargados de elefantes, cebras, caballos, leones, tigres y acróbatas— llegó al patio de maniobras; las enormes locomotoras, envueltas en vapor, bufaban también grandes nubes de humo negro, y los vagones de carga se abrían para dejar a los caballos dar sus primeros pasos en la oscuridad de afuera, y a los elefantes descender con cuidado, y a las cebras, en manadas grandes y rayadas, reunirse bajo la luz del alba, y mi hermano y yo estábamos ahí, temblando, a la espera de que empezara el desfile, porque iba a haber un desfile de todos los animales, a través del pueblo todavía a oscuras, hacia los terrenos remotos donde las carpas se elevarían, murmurando, hacia las estrellas.
Por supuesto, mi hermano y yo acompañamos al desfile colina arriba y a través del pueblo, que no sabía que estábamos allí. Pero allí estábamos, caminando con noventa y nueve elefantes y cien cebras y doscientos caballos, y la gran carroza de los músicos, silenciosa entonces, hacia el prado totalmente vacío que, de pronto, empezó a florecer con el levantamiento de las carpas.
Nuestra emoción crecía a cada minuto porque donde horas antes no había habido nada en absoluto, ahora estaba todo lo que había en el mundo.
Para las 7:30, Ringling Brothers y Barnum & Bailey ya se había instalado bastante bien y era hora de que mi hermano y yo corriéramos de vuelta a donde los camiones descargaban el pequeño circo Downey Brothers: versión en miniatura del gran milagro, salía de camiones en vez de trenes, con sólo diez elefantes en vez de casi cien, y sólo unas pocas cebras, y los leones, adormilados en sus jaulas separadas, se veían viejos y sarnosos y exhaustos. Esto se aplicaba también a los tigres, y a los camellos, que se veían como si hubieran caminado cien años y la piel empezara a caérseles.
Mi hermano y yo trabajamos toda la mañana cargando cajas de Coca-Cola en botellas de verdad, hechas de vidrio y no de plástico, de modo que llevar una significaba levantar más de veinte kilos. Para las nueve de la mañana yo estaba exhausto, pues había tenido que mover cuarenta cajas o más, cuidándome a la vez de que no me pisoteara alguno de los monstruosos elefantes.
A mediodía corrimos a casa por un sándwich y de regreso al circo pequeño para dos horas de explosiones, acróbatas, trapecistas, leones sarnosos, payasos y jinetes del Viejo Oeste.
Al terminar la función del primer circo, otra vez corrimos a casa y tratamos de descansar. Tomamos otro sándwich y a las ocho salimos otra vez, hacia el gran circo, con nuestro padre.
Siguieron otras dos horas de truenos de metal, avalanchas de sonido y caballos al galope, tiradores expertos, y una jaula llena de leones nuevecitos y verdaderamente irritables. En algún momento mi hermano se fue, riendo, con unos amigos, pero yo me quedé al lado de mi padre.
Hacia las diez las avalanchas y las explosiones cesaron de pronto. El desfile que yo había presenciado por la mañana ocurrió en reversa ahora, y las carpas empezaron a hundirse, suspirando, para quedar en el pasto como pieles vacías. Nos quedamos de pie en el borde del circo mientras todo exhalaba, y todas sus carpas se colapsaban, y empezaba a alejarse en la noche, con la oscuridad llena de una procesión de elefantes que jadeó todo el camino de vuelta a la estación de trenes. Mi padre y yo nos quedamos allí, en silencio, mirando.
Di un paso con mi pie derecho, para empezar la larga caminata a casa, cuando de pronto pasó algo extraño: me quedé dormido de pie.
No me derrumbé, no sentí miedo, pero —de pronto— simplemente ya no pude moverme. Mis ojos se cerraron y empezaba a caer cuando sentí, súbitamente, que unos brazos fuertes me atrapaban y me levantaban en el aire. Pude oler la nicotina en el aliento cálido de mi padre, que me acunaba en sus brazos, daba media vuelta y comenzaba la marcha arrastrando los pies.
Todo aquello fue increíble porque estábamos a casi dos kilómetros de casa, y era realmente tarde, y el circo casi se había desvanecido y toda su extraña gente ya no estaba allí.
Por la banqueta vacía, mi padre marchó, cargándome en sus brazos toda esa gran distancia. Imposible: después de todo yo era un muchacho de trece años y pesaba más de cuarenta kilos.
Podía sentir sus esfuerzos para no soltarme, pero no podía despertar del todo. Luché por parpadear y mover los brazos, pero pronto estuve profundamente dormido y durante la siguiente media hora no tuve forma de saber que aún me llevaba, como una extraña carga, a través del pueblo, que apagaba sus luces.
Como desde muy lejos, oí voces y a alguien que decía: —Ven, siéntate, descansa un momento.
Me esforcé por escuchar y sentí que mi padre se estremecía y se sentaba. Me di cuenta de que en algún momento del viaje habíamos pasado ante la casa de algún amigo y que la voz había llamado a mi padre para que descansara en el porche. Estuvimos allí por cinco minutos, tal vez más, con mi padre sosteniéndome en su regazo y yo, aún medio dormido, escuchando la risa gentil del amigo de mi padre, que comentaba nuestra extraña odisea.
Al cabo, la risa gentil cesó. Mi padre suspiró, se levantó, y mi medio sueño continuó. Mitad en sueños y mitad no, lo sentí cargarme durante el último kilómetro, hasta la casa. La imagen que conservo, setenta años después, es la de mi buen padre, sin hacer nada más que algún comentario seco, llevándome por las calles oscuras; probablemente es el recuerdo más hermoso que un hijo ha tenido de alguien que lo cuidaba, y lo amaba, y a quien no le importaba hacer esa larga caminata hacia su casa, de noche.
Con frecuencia he llamado a esta imagen, de modo un tanto extravagante, nuestra Piedad: el amor de un padre por su hijo. Su caminata por esa larga banqueta, rodeado de casas a oscuras, mientras los últimos elefantes se desvanecían por la avenida principal hacia la estación de trenes, donde silbaba la locomotora y el convoy, rodeado de vapor, se alistaba para lanzarse hacia la noche, llevando un tumulto de sonido y luz que viviría en mi memoria por siempre.
Al día siguiente desayuné dormido, dormí toda la mañana, almorcé dormido, dormí toda la tarde, y finalmente desperté a las cinco y fui, tambaleándome, a cenar con mi hermano y mis padres.
Mi padre estaba sentado en silencio, cortando su bistec, y yo estaba sentado frente a él, examinando mi comida.
—Papá —lloré de pronto, con lágrimas cayendo de mis ojos—. ¡Oh, gracias, Papá, gracias! Mi padre cortó otro pedazo de bistec y me miró. Sus ojos brillaban.
—¿De qué? —dijo.
Traducción de Alberto Chimal
Adsum
angélica gorodischer
argentina
La primera vez que vio a ese hombre en su jardín se asustó muchísimo. Voy a llamar a la policía, pensó. Pero después se imaginó el diálogo hay un hombre en mi jardín ¿lo conoce? pero no no lo conozco es un intruso en mi jardín ¿le robó algo? no ¿la amenazó? no ¿estaba armado? no sé ¿intentó entrar a la casa? no ¿y qué hizo? nada pasó nomás ¿y qué quiere que hagamos? no sé son ustedes los que saben lo que tienen que hacer señora si no hay delito la policía no puede actuar bueno está bien gracias buenas tardes. Después fue acostumbrándose: el hombre pasaba, sólo pasaba, no estaba armado, no lo conocía, no intentaba entrar. Lo estudió, poco a poco lo estudió. Descubrió que tenía un pequeño lunar marrón claro acá, cerca del ángulo del ojo izquierdo. Descubrió que era ancho de hombros y que siempre iba impecablemente vestido; y que no usaba anteojos y que miraba invariablemente al frente y que no apuraba ni disminuía nunca el ritmo del paso. Descubrió además que se le había pasado el miedo, que ya no pensaba en llamar a la policía y que casi esperaba que pasara, todos los días. Y pasaba. Pasaba, no faltaba nunca: todos los días, verano e invierno, buen tiempo o lluvia, pasaba por su jardín, tranquilamente, sin dar vuelta la cabeza para mirar hacia la casa o hacia el cerco del fondo.
Si llovía, se mojaba; o no se mojaba; o mejor dicho, parecía no mojarse: no le resbalaba el agua desde los hombros, no le caía por la espalda del traje gris oscuro, no se despeinaba, no entrecerraba los ojos contra las gotas de lluvia. Sólo pasaba, seguía pasando. Lo que sí cambiaba era la hora. La primera vez había sido, ella se acordaba muy bien, a las nueve y cuarto de la mañana. Y en los días sucesivos, a las diez y media, a las ocho y cuarto, a las once, hasta que ella dejó de contabilizar el tiempo. Pasaba, el hombre pasaba y ella lo esperaba y una vez que pasaba podía dedicarse a la casa o salir o hacer lo que se le diera la gana; pero hasta que el hombre no pasaba, ella esperaba. Lo esperaba y él pasaba. Nada cambiaba nunca.
O sí.
Desde aquel día a las nueve y cuarto de la mañana algo había cambiado y ella no se daba cuenta de qué. Es que no podía, no podía eso, eso de darse cuenta y no podía porque esperaba atentamente a que el hombre pasara y la atención se le iba en eso, se ocupaba en eso de esperarlo a que pasara y, cuando pasaba, mirarlo atentamente a ver qué otra cosa descubría y entonces no le era posible ver, saber, hasta que vio y supo por ejemplo que la mañana parecía siempre nublada, siempre todos los días en los que el hombre pasaba que eran todos, y que aunque hubiera sol y ella lo hubiera comprobado, cuando el hombre pasaba estaba nublado, se nublaba el cielo. Eso era distinto, aunque otros aspectos del día no lo fueran.
O tal vez sí, pero no el día.
Fue en ella y no en él en donde descubrió que algo más había cambiado y ese algo era las fechas. Cómo puede ser que una confunda las fechas. Un pequeño tropezón puede ser hoy es miércoles ah no hoy es jueves, eso sí. Pero confundir los meses y, peor aún, los años, eso era por lo menos llamativo y tenía que ver con el hombre que pasaba por su jardín; ella no estaba segura de dónde estaba el vínculo, pero sí estaba segura de que la presencia del hombre, por mínima que fuera, corta como era, sostenía la trama difusa de los años y los días. Estamos en 2015; no, en 1768. ¿Seguro? Seguro. ¡Pero no! Es el año 1919. Claro, sí, de eso sí que estaba segura. Pero al día siguiente era 1497. El diario, se le ocurrió: el diario, tengo que ir a ver la fecha en el diario. De modo que fue a ver la fecha en la parte de arriba de la página del diario y era el 14 de diciembre de 1911. Claro, por supuesto, diciembre de mil novecientos once, cómo podía haberse confundido, qué raro.
También, fechas aparte a las que ya sabía aceptar y era un día de lluvia, se fijó en las vestimentas. El hombre pasaba siempre vestido de oscuro, elegante, discreto, con el mismo traje y la misma corbata y la misma camisa o eso parecía, pero ella cambiaba, no sabía en qué momento, cambiaba de vestido. Segundos antes de que el hombre pasara ella tenía puesto un chemisier gris con cuello y puños blancos y ah un cinturón de cuero blanco. Cuando el hombre desaparecía por detrás del parante derecho del ventanal, ella tenía puesta una túnica de gasa celeste y un turbante plateado y así seguía hasta el fin del día. Al siguiente se ponía pantalones negros y una remera rosa de mangas largas, pero después de que el hombre pasaba se veía vestida con falda floreada hasta los tobillos, botas cortas de color café y un top de raso beige. Y así de seguido pasando por mamelucos, trajes de baño, uniformes del Ejército de Salvación, burkas, bikinis, trajes sastres, vestidos de novia, trajes de buzo y negros hábitos de monja.
Cuando ya no le preocupaban los cambios de ropa, cuando ya estaba acostumbrada y el único inconveniente era que no podía salir a la calle con traje y casco de astronauta, por ejemplo, en esos días empezaron a aparecer los personajes. El hombre que pasaba no estaba solo. O sí lo estaba pero rodeado de gente. A veces eran dos o tres personas, a veces era una multitud. El hombre no los miraba, seguía pasando indiferente al clima y a las sombras a veces quietas, pero siempre animadas que estaban allá un poco más atrás, silenciosas. Indiferente a ella, a la casa, al jardín, a todo lo que no fuera el ritmo de su paso.
Ella dejó de mirar el paisaje y de mirarse a sí misma y volvió, como el primer día, a fijarse intensamente en el hombre que pasaba por su jardín. Pero ya no tenía mucho para descubrir; de hecho, no tenía nada nuevo. Era el mismo hombre que el primer día la había asustado tanto. Tal vez, se le ocurrió un día vestida con toga blanca y sandalias doradas, tal vez descubriera algo más si saliera y caminara con él. Pensó que era una excelente idea. Pero al día siguiente los personajes de allá en el fondo eran muchísimos y estaban uniformemente vestidos de marrón oscuro, enormes hábitos con capuchas todos hechos de telas bastas y pesadas, y andaban con las cabezas gachas mirado al suelo, las manos juntas, los labios moviéndose apenas en oración o conjuro y temió que las sombras se le echaran encima y la ahogaran y no salió. Durante muchos días alimentó esa fantasía de salir al jardín y acompañar al hombre en su camino. Sabía que no lo haría, ni en 1376 ni en 2001 ni en 1623 ni nunca y sin embargo no se permitió pensar en nunca. Vistió sedas y arpilleras, polleras y shorts, sweaters y perramus pero no salió.