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El vestido desprendía un cierto olor, propio de la mala higiene de un recluso. Había perdido los colores de rebeldía, lilas chispeantes, amarillos. «Estás enferma», le decía el marido cuando miraba su rostro cetrino. En lo que él sobre todo reparaba era en los guisos chamuscados, en los tenedores que caían al suelo. «Al menos, acabaste con los ratones», concluía. «Es que el veneno es bueno», decía Fátima. Pensaba en el vestido que moría en la despensa sin aire ni luz ni espacio. Pensaba que tendría que salvarlo, fuese como fuese, aun a su propia costa, aunque la libertad la deshonrase. Hacía grandes planes para su crimen y le decía: «Estamos casi, casi». Estaba segura de que pronto ese vestido se encargaría de su cuerpo, ya sin ceremonia, sin ninguna educación.
«Hoy no ceno», dijo al fin al marido, y el marido no entendió. Ella le dio a elegir dos comidas. En una había puesto veneno, en otra no. Por casualidad, él prefirió la inofensiva. La mujer retiró la letal. «El destino es el que escoge», concluyó. Sacó ese trapo de la despensa, se rio muy alto y salió al jardín. El vestido la llevó por los aires.
La policía ni se molestó en averiguar la inocencia del marido. Todo el mundo hablaba a su favor. La ley debía darlo pronto por viudo para que Dios, a la postre, lo bendijese con una esposa fértil. La ley esperó un tiempo y cedió.
Fátima / Fathma
Fátima se cansó de volar. Pero el vestido no. Corrió leguas. Pasaba por los valles, por montañas, por el día y por la noche, pero tan lejos, tan por encima de los picos más nevados, que nadie veía ni las piernas, ni las vergüenzas, ni la sangre de la mujer. Era un grano de polvo diminuto, totalmente invisible bajo el sol. Brillaba por la noche, pero nadie podía detectar movimiento alguno a tal distancia. Era una estrella entre las demás. Pero Fátima, con su cuerpo humano, tenía hambre. No nostalgia del suelo. Hambre, solamente. Y un cierto temor a dormirse. «Detente un rato, baja», dijo Fátima. Pero al vestido no le gustaba bajar. «Yo soy tu libertad», respondió. «Si vas a la tierra, te prenden de nuevo».
«No hace daño, baja un ratito», insistió la mujer. «Sin ver a nadie».
El vestido descendió sobre el desierto. Sobre el pequeño pueblo de Fathma. Estaba enojado con la mujer y quería castigarla, causarle privaciones. Imaginó que los hombres intentarían aprovecharse de la ocasión, que su olfato cazador se abriría al olor de la hembra extraviada, que atacarían. Pero, en el último momento, el remolino de la falda empezaría. Cuando alcanzara la posición horizontal se convertiría en el filo de un cuchillo capaz de romper unos cuantos brazos.
Ésa era la fantasía del vestido. Pero la noche estaba adelantada. Y no tenía enemigos, sólo pastores que respiraban en paz en sus colchones. Los animales, detrás de las cercas, se inquietaron por unos segundos, buscando la amenaza. Pero pronto se volvieron a dormir.
Fathma, que esperaba algo de la oscuridad, aunque no se preguntaba qué, oyó que los pies de Fátima aterrizaban, con un pequeño golpe contra el suelo. Entonces se levantó muy despacio y fue a espiar, con miedo, por la ventana. Sus ojos enormes brillaban bajo el encantamiento del vestido. Porque el vestido irradiaba una luz fuerte, deseoso de ponerse a levitar.
Fátima abrió la boca para hablar, pero no dijo nada. Quería beber agua. Pero por la rejilla nada pasaría. Temió que la mujer reaccionara y empezara a gritar. No podía distinguir el enojo del temor. Los dos iluminaban de igual forma. Y no tenían manera de explicarse. «¡Aquí no!», le dijo Fátima al vestido. «Quiero aterrizar donde me comprendan».
El vestido rodó y se alejaron del campo de visión de la aldea. «Nadie te va a comprender mejor que ella», comentó el vestido, sentencioso. Pero quería volar. Por eso no adelantó nada más sobre el asunto.
Traducción de Renato Sandoval Bacigulpo
No quiero que J. pase por el escáner
claudia apablaza
chile
Estamos en Park Place 11 y algo. J. comienza a hacer su maleta. Se va en cuatro horas más. Me dice que le ayude. Estamos felices por haber hecho este viaje juntos, nuestro primer viaje al extranjero juntos, él se va antes, yo tengo algunas cosas que resolver aún. Me dice que le haga la bolsa donde llevará el pasaporte y los papeles fundamentales. No quiere pasar por la máquina de escáner. Tiene un problema al corazón y no quiere pasar por esa máquina. No quiero que pase por esa máquina. Me aterra que J. pase por esa máquina. Le comienzo a hacer la bolsa de mano, él hace la maleta grande. Le digo lo feliz que estoy de este viaje. Que lo pasamos muy bien. Que viajar siempre nos hace bien o cosas así. Él hace la maleta grande, donde pone ropa, libros, regalos y zapatos. Lleva además un casco de fútbol americano que nos encontramos en Kingston con Park Place. Estaba arriba de un basurero, supusimos que no era de nadie, lo agarramos y lo trajimos a casa: un departamento que arrendamos por dos meses.
J. se ducha antes de vestirse y partir a jfk.
Yo me hago un sándwich de palta y queso antes de salir de casa.
J. le da una mascada a mi sándwich antes de salir hacia el aeropuerto. Siempre compartimos lo que estamos comiendo.
Lo abrazo.
Salimos de casa.
Nos cuesta bajar las maletas por esa escalera tan angosta.
Caminamos desde casa a Kingston Throop con las maletas.
Voy nerviosa porque no quiero que hagan pasar a J. por el escáner. Me dice que no me preocupe. Que no va a pasar nada.
J. carga la maleta. Temo que cargue la maleta porque tiene un problema al corazón. Me dice que no me preocupe. Que no le pasará nada.
Caminamos de casa a la estación Kingston Throop.
Bajamos por la escalera. No hay ascensor. La maleta pesa más de veinte kilos.
Le pregunto cómo se siente.
Me dice que todo bien.
La primera parada es Utica. La mujer lo anuncia por altoparlante.
Utica station. Utica station.
Luego vendrán:
Ralph Avenue
Rockaway Avenue
Broadway Junction combinación
Tomamos la J. hacia jfk.
Alabama Avenue
Van Siclen
Cleveland
Norwood
Crescent
Cypress Hill
75 St. Elderts
85 St.
Woodhaven
104 St.
111 St.
121 St.
Sutphin Blvd.
Air Train
jfk
En cada una de esas estaciones le pregunté a J. cómo se sentía. Temía que se agotara demasiado. Que luego lo hicieran pasar por la máquina de escáner de los gringos, esa que te hacen pasar para ver si llevas armas o drogas o cosas metidas en los estómagos.
A veces seguro ven guaguas antes de que las mujeres sepan que están embarazadas. Eso es injusto.
Llegamos al aeropuerto atrasados. El vuelo iba a salir en una hora treinta minutos. Teníamos sólo una hora y treinta minutos para que J. hiciera todo lo que había que hacer en los aeropuertos, desde mostrar su pasaje en la aerolínea hasta subirse al avión. Además, yo le había dicho que se tomara un jugo o que lo llevara para el vuelo. Comprarlo le demandaría otros minutos.
Hizo el check-in. Le pregunté a la mujer del mesón, una latinoamericana, si habría algún problema si le decimos al hombre del escáner que no haga pasar a J. por ahí. Me pregunta si yo viajo con él, le digo que no. Le pregunta a J. si habla inglés, J. le dice que sí. Le dice que le diga al hombre y va a entenderlo. Agrega que no podemos llevar ese casco de fútbol americano en el avión porque pueden pensar que es un arma.
Un casco como un arma. Bien, le digo a la mujer, no lo llevará, pero ¿cómo un casco va a ser un arma?
Una vez que terminamos de hacer el check-in, le pregunto a J. cómo se siente y si le va a decir al hombre que está operado del corazón y que tiene cuatro placas de titanio ahí en el pecho.
Me dice que no me preocupe. Que va a decirle al policía que tiene cuatro placas de titanio en el pecho y que está operado del corazón para que lo hagan pasar al lado del escáner y no por el escáner mismo.
J. se despide. Llora. Me da un beso.
Hace la fila para pasar por el escáner.
Lo miro de lejos. Tiene los ojos tristes.
Lo imagino cuando niño en una sala de operaciones.
Imaginarse a niños siendo operados es doloroso. Su primera operación fue a los seis meses de haber nacido. Ahí comenzaron las placas de titanio.
Lo busco con la mirada.
Los pasajeros me tapan la vista.
Imagino su corazón abierto en una sala de hospital.
Me inclino, me pongo en puntas de pie.
Cuatro médicos analizando su corazón y cortando músculos para llegar al centro.
Fibrosis que dificulta el proceso.
Imagino sus placas de titanio. Deben de ser del porte de un cuadrado de chocolate.
Le digo desde lejos, con mímica, que le diga al hombre de los controles que no puede pasar por el escáner. Que debe pasar por el lado. Que tiene placas de titanio allí. Que podría descompensarse.
Me dice con mímicas: Tranquila, no voy a morir.
La fila avanza. Ya está cerca de que le toque su turno.
Imagino que puede descompensarse en esa fila. Imagino que puede dejar de existir en esa fila.
Me sudan las manos.
Imagino que, si muere allí, los gringos van a esconder el cuerpo.
Que pueden llevárselo a una sala especial luego de que muera.
Que no voy a volver a verlo nunca más porque los gringos van a esconder su cuerpo, van a desintegrarlo con extrañas tecnologías.
Imagino que harán desaparecer su cuerpo.
Hay tantas historias de ese tipo y siempre quedan silenciadas.
Sudo.
Que pediremos explicaciones y nos dirán que él nunca llegó al aeropuerto.
Nos dirán que nunca entró a Estados Unidos.
J. se acerca al hombre y le dice algo al oído.
Me levanto en puntas de pie porque unos pasajeros no me dejan ver que J. le esté diciendo eso realmente al policía.
Intento leer sus labios desde quince metros de distancia.
No logro ver si le habla de las placas de titanio.
Veo que el policía le indica a J. que se meta al escáner.
Voy a gritar.
J. se saca los zapatos y se dirige al escáner.
Voy a correr y pasarme las barreras.
Quiero gritar.
Si corro demasiado puede que también me maten y escondan mi cuerpo.
J. se mete al escáner.
Camino apresurada.
Primero un brazo. Luego completo. Ya no busca mi mirada.
Entra completamente al escáner.
Me da la espalda.
Se abre como una flor frente al escáner.
Levanta las manos y abre su pecho para que le vean el interior del cuerpo.
Me acerco rápido a la línea de controles.
J. abre su pecho entero hacia el escáner.
Alguien le ve las placas de titanio de su corazón.
Alguien le ve su corazón.
Voy a cruzar las barreras.
Alguien le ve completo su corazón.
No sé qué pensarán de sus placas.
Alguien ve sus placas antes que yo.
Baja sus brazos lentamente.
Sale del escáner.
Ahora camina apurado hacia la sala de embarque.
Ya no cruzamos la mirada.
Ni siquiera se devuelve para decirme chao con la mano.
Desaparece.
Dejo de sudar.
Tomo el camino de regreso.
jfk
Air Train
Metro
Sutphin Blvd.
121 St.
111 St.
104 St.
Woodhaven
Llevo el casco de fútbol americano en mis manos.
Vuelven las imágenes de la infancia de J. en un hospital.
Que alguien le incrusta esas placas.
Recibo un mensaje de texto. Ya estoy arriba del avión.
En la sexta estación de metro me acuerdo de mi infancia. Que corría y si me caía me recuperaba pronto.
En la séptima estación intento conectarme a la red del metro.
En la octava estación del metro ya me siento tranquila.
En la novena estación ya me siento feliz.
La vida parasitaria
david miklos
méxico
Llevaba días sin decir una palabra y el corazón
me estallaba de gritos y de rebeldías contenidas.
Albert Camus, «Con el alma transida»
en El revés y el derecho
Tal forma de crítica, al desconocer lo negativo
que está en el corazón de su mundo,
no hace más que insistir en la descripción de una especie
de excrecencia negativa que parece inundar
desagradablemente la superficie,
como una proliferación irracional de parásitos.
Guy Debord, La sociedad del espectáculo
La voz de los cerros
Antes que nada, la ciudad, allí, desparramada en el valle, al pie de los cerros, trepada en sus faldas, imparable en su desbocado crecimiento: una evidente ausencia de trazo urbano, la ciudad desbordada tras su fundación.
De día, una mancha gris, uniforme, con escasos asomos de verde y edificios altos salpimentados aquí y allá, su centro chato como una provincia interior, tumor y accidente.
De noche, las demasiadas y titilantes luces, el alumbrado público fluorescente, focos de baja intensidad, amarillentos, como estrellas de una constelación sin atributos, millares de faros en perenne movimiento, automóviles que se desplazan sin tregua por calles y avenidas, vías rápidas y alguno que otro bulevar.
Desde aquí arriba, postrados en la cima de uno de tantos cerros, la ciudad parece un organismo inerte, una especie de circuito de iluminaciones intermitentes, su función siempre un misterio.
Imposible ver a sus habitantes, distinguirlos desde la distancia: si existen, observados desde aquí no son más que microorganismos, amibas acaso, el virus que todo allí abajo lo anima.
De noche y de día se ven los aviones aterrizar y despegar, allá en el oriente; gente llega y gente se va de la ciudad, más allá de los que allí permanecen, inmóviles, atados a su estático devenir cotidiano, integrados al mundanal ruido, prisioneros todos del lugar común que es vivir en una urbe capital.
Nosotros, marginados en nuestro cerro, no.
Suburbanos, no pertenecemos a la ciudad salvo cuando cruzamos su umbral y nos sumamos a su vorágine: imposible regresar indemnes de la ciudad.
Imposible, también, contener el deseo de volver a ella.
Pero no bajemos a la ciudad, aún no.
Permanezcamos en la cima de nuestro cerro, hipnotizados por el murmullo urbano que, si se escucha con atención, jamás cede.
Sigamos con la vista el avión que viene del norte, el par de luces que se acerca a nosotros y, posado su haz sobre la mancha y sus destellos intermitentes, gira hacia el oeste, desciende: aterriza.
Nosotros siempre hemos estado aquí, nunca hemos viajado en avión, el aeropuerto de la ciudad no es más que terra ignota, una incógnita.
De pronto, sí y como ya se dijo, bajamos del cerro, nos hacemos evidentes en la ciudad, buscamos ser parte de ella.
La ciudad no expulsa a nadie, al contrario: cautiva y engaña, seduce con un falaz canto de sirena fuera del agua, las tetas al aire.
Muchos ceden y allí se quedan: somos cada vez menos, nosotros, aquí en la cima de los cerros, falsos semidioses, envidiosos testigos, en realidad, de lo que allá abajo se gesta.
Algunos bajan, ven, vencen y regresan victoriosos a mostrarnos sus trofeos, la rebaba urbana por ellos conquistada; otros, simplemente nos dan la espalda y, una vez allá abajo, nos olvidan, como si pensarnos amenazara con transformarlos en efímeras estatuas de sal.
Atardece.
Vigilantes de la ciudad, los volcanes lo miran todo, cada vez menos nieve en sus alturas: uno humea mientras la otra duerme.
El sol se posa a nuestras espaldas y creemos ver nuestra inmensa sombra cubrir la ciudad, nuestra propia mancha sobre la mancha urbana, mancha eclipsada por nuestra fugaz, efímera grandeza de sombra.
No vemos regresar a nuestro hijo, nosotros, concentrados en el ocaso.
Mañana será otro día.
Y él, nuestro hijo, pronto comenzará a desprenderse de nosotros para ser alguien y no volver más a nuestro seno.
Nacimiento
Esa mañana se despertó con una convicción, poseído por la más importante de sus decisiones; no tuvo que desperezarse: estaba pleno de energía, como nunca antes, y se paró de un brinco.
Dio con su reflejo de inmediato, allí, en el espejo de cuerpo completo que había colocado en la puerta del cuarto de servicio, en la azotea de la casa de su madre, su esposo y los demasiados hijos —hijas en realidad: él era el único varón parido por su madre— que le habían quitado su espacio original, la recámara de su olvidada infancia.
Desnudo, el pene erecto y una sonrisa imborrable en la cara, se acarició la barbilla y dijo en voz alta:
—Seré el mejor.
No sería una mejor persona, no: sería el mejor de todos.
No se dirigiría más a sí mismo en tercera persona, como un personaje secundario, no: sería, seré un protagonista.
—Seré yo, por fin.
Eso me dije.
Luego me masturbé; me vacié contra el espejo, ante la imagen de ella, desnuda y testiga de mis estertores, congelada en su pose pornográfica, prisionera del papel cuché y la tinta mancillada por la terca luz del sol.
Me vine y me fui a dormir un par de horas más.
No tuve sueños; nunca los tengo.
Cuando desperté de nuevo, el semen, no del todo evaporado, ya había llegado al piso, como el rastro de un caracol o de una rastrera babosa.
Me incorporé.
Miré la mancha que llegaba de mi ombligo reflejado al borde inferior del espejo, un breve charco sobre el suelo de concreto, gris de origen, negro cuando se mojaba.
La próxima vez, me dije, llegaré hasta mi cara, hasta mi rostro reflejado justo debajo de ella, abierta de piernas, su jugoso secreto, mejillón de lustre, en rosada y carnosa evidencia.
—Seré, sí, el mejor de todos —me dije, repetí, insistente.
Por algún lado se tiene que comenzar y comenzaré así, con la más potente de las eyaculaciones.
Ya luego vendrán los otros cuerpos, los cuerpos verdaderos, todas ellas, carne y no icono impreso en precario papel brillante.
Por ahora, me contentaré con mi reflejo, me dije y salí a la azotea a bañarme junto al fregadero.
Compraría, también, una mejor esponja.
Una esponja sintética.
No más zacate para mí.
No más detergente.
Me embelesé ante la idea del perfume de un jabón.
Un jabón rosa, cremoso, perlado acaso.
Un jabón con el que me sería más fácil masturbarme mañana.
Agucé el oído.
Nadie abajo; los niños en la escuela, ellos en sus oficinas.
Hora de desayunar, de vaciar su refrigerador lleno de culpa, de restos y migajas para mí.
No peleábamos más por la comida.
Yo les pasaba un par de miles de pesos cada mes a manera de renta, ellos me dejaban usar la cocina.
Nada más que la cocina.
—Cuando no estemos, por favor —me habían dicho.
—Somos muchos, no cabemos, los niños se inquietan —me explicó mi madre.
—No soporto tu cara —me dijo él, su esposo, el usurpador del afecto que me correspondía.
Ya lo encontraría, ya lo encontraré en otra parte.
Sobre todo ahora, a partir de hoy que seré el mejor de todos.
No tardé en encontrar los huevos, escondidos dentro de una caja de veneno para ratas, un escondite obvio.
Jamón no había; mantequilla y pan duro, sí.
Detesto la fruta y el frutero, rebosante, ocupaba buena parte de la mesa, su colorido, perfumado, asqueroso centro.
La visión de una guayaba, su perfume de sexo descompuesto, me orilló al vómito.
Una papaya partida a la mitad, como un ovario tropical y hediondo, hizo aún más intensa mi náusea.
Cerré los ojos.
Mastiqué el pan untado de mantequilla, los huevos revueltos sin sal.
¿Dónde escondían el condimento?
Imposible encontrar la sal ausente.
Eran hábiles, mi madre, su esposo, sus demasiadas hijas.
No lo serían más que yo, no: yo el más hábil.
No más.
Sería, para empezar, mejor que ellos.
—Soy mejor que ellos —me dije.
Y salí a la calle, presuroso, sin lavarme los dientes.
Las llantas de mi bicicleta no tenían aire, la travesura de alguna de los niñas, la mayor seguramente, la única que, además del esposo de mi madre, tenía conciencia de ser la rival que había ganado el terreno enemigo.
Ya arreglaría cuentas con ella, más tarde.
No ahora.
Aún no.
Ahora empujé la bicicleta pendiente arriba, a la punta del cerro, hasta la gasolinera desde donde la ciudad se veía aún más grande que lo que de ella podía ver desde mi atalaya en la azotea.
—Seré mejor que todos ustedes —dije, mascullé entre dientes, con un puño levantado, la manguera del aire en el otro, la mirada intentando abarcar la mancha monstruosa de parques, viviendas, negocios, escuelas, calles y parques allá abajo, la ciudad llena de gente a la que, muy pronto, superaría.
—Sabrán quién soy —les dije en voz muy alta—, todos ustedes sabrán quién soy.
Me agaché, inflé la llanta delantera, luego la trasera, le lancé una moneda de poco valor al dependiente de la gasolinera, un hombre regordete y risueño que parecía a punto de sufrir un infarto, aunque de reflejos notables: esquivó el golpe del metal con elegancia, como un contorsionista.
—¡Seré mejor que tú! —le grité; y pensé: mañana te clavaré una moneda entre las cejas, proletario.
Me monté a la bicicleta y pedaleé con vigor hasta llegar a la pendiente.
Descendí con las piernas alzadas, el viento contra mi cara, las manos al aire, un portento del equilibrio y la velocidad, yo, todo yo con mis veintidós años recién cumplidos.
El cruce apareció ante mí como una epifanía.
¿Frenar o no frenar?
Pausa
Disculpen que nos entrometamos, nosotros, la voz de los cerros.
Allí permanece, en pausa, nuestro hijo en su bajada a la ciudad, una sonrisa deforme en la cara de pocos atributos, los ojos protegidos por las lentes de unas gafas poco discretas.
Nuestro hijo que está a punto de irse para siempre, de abandonar las alturas que lo vieron crecer, la atalaya en la que, arrimado, vive con una familia que no lo quiere, que no repara ni en su ingenio ni en su evidente potencial.
Mírenlo.
Fíjense bien en él.
Aunque ahora no den un peso por su persona, ya han sido advertidos: nuestro hijo, pródigo o no —eso aún lo ignoramos—, será alguien.
Nuestro hijo, el portavoz de los cerros, será el mejor.
Será mejor que ustedes.
Será mejor que nosotros.
Será mejor que tú, lector.
Pero quitemos la pausa, dejemos a nuestro hijo rodar sin frenos hasta el semáforo, las tres luces, sólo una de ellas encendida, colocadas de manera horizontal, una afrenta a su daltonismo.
Nacimiento (continuación)
No frenar.
El claxon de un coche, luego otro.
Docenas de cláxones dándome la bienvenida, mi llegada triunfal al pie del cerro.
Cogí el manubrio y giré a la derecha.
El rechinido de varias llantas, un golpe seco a mis espaldas, una miriada de pitidos.
Había provocado un accidente.
Provocaré más, me dije.
—¡Todos sabrán quién soy! —grité.
Pedaleé de nuevo, alcé un brazo, hice un gesto obsceno con los dedos, sin volverme a ver a los coches que se habían detenido ante mi paso.
Ante el paso de la mejor persona del mundo: yo.
Pausa: una visión prospectiva
Hay un hombre postrado en una cama, el cuerpo invadido portubos, bolsas de suero y un tanque de oxígeno a sus costados, un medidor de signos vitales encendido día y noche, el pitido intermitente como la voz titilante de una estrella moribunda.
Nadie en el cuarto más que él: un poeta, pero no cualquier poeta: el Poeta.
Afuera, en el pasillo del hospital, un corro de hombres —ninguna mujer entre ellos: todas en casa haciendo la cena o corrigiendo sus textos— parece confabular, rostros serios, solemnes, ojeras que abarcan casi la totalidad de sus caras, la tez cenicienta, los trajes grises.