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Es el presente.
Pero también es el futuro.
Hace mucho tiempo que la cosa no cambia, allí.
Hace muchos años que el corro de hombres de gris acude a visitar al Poeta, preservado en vida por la magia de la medicina y la voluntad de su mujer, incapaz de firmar el consentimiento y desconectarlo.
No.
El Poeta respira, aunque sea de manera artificial.
El Poeta come, aunque sea de manera intravenosa.
El Poeta piensa, aunque sea a través del corro que lo visita cada tarde, en pos de su consejo silencioso.
El Poeta goza, felado por todos los que han comido de su mano.
Es la hora.
La enfermera entra al cuarto, revisa la bitácora, hace un par de anotaciones y la firma.
—Pueden entrar —les dice a los hombres de gris del corro, formados ya de manera jerárquica con el administrador, el más gris de todos, gris rata, al frente.
Reunidos dentro del cuarto, ignoran a la enfermera, que esa tarde no lleva sostén, los pechos bien nutridos, libres en su voluptuosidad, ofrecidos a los ojos que los ignoran, las piernas desnudas de medias, la braga apenas una insinuación que se inserta entre sus nalgas como hilo anal, el vello púbico, rasurado con esmero, apenas cubierto por un triángulo de lencería roja.
No.
Los hombres de gris lo miran todos a él, el Poeta, inmóvil, su cuerpo animado por un par de silenciosas bombas de sangre.
—Mírenlo —dice uno de ellos—. Sonríe.
—El Poeta nunca sonríe —lo reprime otro.
—¿Qué es eso al centro de su cuerpo, qué es ese bulto debajo de las sábanas? —pregunta un tercero, el recién ingresado al corro, el más joven de todos.
Nadie le responde, pero todos, ellos sí, sonríen maliciosos, luego cuchichean, se dicen palabras ininteligibles al oído, miran de reojo al aprendiz, un advenedizo al que nosotros en los cerros conocemos bien: se trata de nuestro más caro hijo.
—Averígualo tú mismo —dice el administrador, la voz que suena como una epifanía, el que viste el traje más gris de todos.
Uno a uno, los hombres de gris dejan el cuarto y van a reunirse a la cafetería del hospital.
En el cuarto permanecen el Poeta, el aprendiz y la enfermera, quien aún guarda esperanzas de ser contemplada, aunque sea por el joven imberbe que no puede dejar de mirar el bulto que perturba la prolijidad chata de la sábana tendida sobre el cuerpo.
No.
El joven, advenedizo como todos los que han sido admitidos recientemente al corro, no repara en la enfermera, ni siquiera cuando ella se coloca a su espalda y finge asomarse sobre su hombro para mirar lo que él mira, la excusa para posar sus pechos sobre su espalda, pero nada, ninguna reacción provoca sus pezones inflados de sangre en el aprendiz embelesado ante el Poeta.
Frustrada, la enfermera busca romper el encantamiento.
—Es una erección —dice ella—, todas las tardes es la misma historia.
De pronto consciente de que los demás se han ido, el joven imberbe señala el umbral.
—Déjeme solo con el Poeta —le ordena a la enfermera.
—Y cierre la puerta cuando salga —añade.
La enfermera, ahora del todo ofendida, deja de restregar sus tetas contra la espalda del aprendiz, refunfuña, le entrega una caja de klínex y deja el cuarto; quizás en el dormitorio encuentre algún médico deseoso de entenderse con ella, ya se lo habían advertido antes: con los hombres de gris no se puede, ya sabes, son intelectuales, claro que, si así lo quieres, inténtalo.
Pero nada.
Mientras la enfermera avanza a paso rápido, furiosa en pos de un hombre que sí se fije en ella, el joven imberbe se acerca al Poeta y levanta la sábana, descubre el motivo que la abulta.
Babeante, el aprendiz coge el miembro enhiesto del Poeta entre sus manos, perlas de sudor en las palmas...
Pero el futuro aún no llega: no.
Regresemos al presente, con nuestro hijo, allí, al pie del cerro, una seña obscena en su mano, el choque por él provocado a su espalda.
Mirémoslo, pues, llegar a su trabajo.
Y callemos, regresemos a nuestro silencio de cerros: dejémoslo hablar a él, el mejor de todos.
Revelación
Encadené la bicicleta a un poste y crucé el umbral del edificio.
Ella, la recepcionista, no reparó en mí.
Mañana lo harás, dije, repetí: mañana lo harás.
Entré al elevador a la fuerza, me sumé al empaque de oficinistas.
Yo jadeante, sudoroso.
Ellos secos, molestos ante mi evidente presencia, ante mi inevitable aroma de criatura rediviva.
Bajé en el primer piso junto con la mitad de la carga del elevador, empleados todos del centro de llamadas del corporativo.
Antes de ir a mi partición, me volví a decirle a los que aún permanecían en el elevador:
—Yo llegaré más alto que todos ustedes, seré mejor que ustedes, ilusos que no pasarán del sexto piso de este edificio.
Alguno bostezó.
Los demás me ignoraron y las puertas del elevador me ofrecieron, cerradas, mi deslumbrante reflejo.
Ganas no me faltaron de masturbarme otra vez, allí, ante la visión de mi grandeza.
Pero no.
Fui a mi partición, me coloqué los auriculares y el micrófono en la cabeza y, mientras encendía la computadora, esperé la primera llamada del día coronado por mi diadema telefónica.
A las nueve exactas, sonó puntual el primer timbrazo, mientras la portada del periódico se desplegaba en la pantalla.
—Bueno —dije.
Y al mismo tiempo leí:
Entuban al Poeta
Mientras una señora me pedía indicaciones para reactivar el servicio que ofrecíamos, repasé la noticia.
Entonces, y ante una cronología biográfica del Poeta, supe mi destino: corroboré lo que me había tomado por asalto al despertar esa mañana.
—Así es, señora, tiene que oprimir el botón de encendido —dije sin desconcentrarme, poseído por la certeza de mi vocación.
No estudié derecho en balde, pensé.
—Estamos para servirla —dije; y mascullé—: También seré mejor que usted.
Dejé caer el auricular al suelo, la voz de la señora un zumbido al ras de la alfombra.
Abandoné mi partición y fui al cubículo del jefe de piso, pez grasiento que nadaba en su ínfima pecera con vista a nosotros, la nada.
Abrí la puerta sin avisar, el pez globo con una torta en la boca y los ojos a punto de dejar sus cuencas.
—¿Tú quién eres? —me preguntó, el hocico relleno de cebolla, jitomate, frijoles y pierna de un cerdo más suculento que él—. No puedes entrar aquí.
—Puedo hacer lo que yo más quiera —le espeté—. No trabajo más aquí: renuncio y seré mejor que tú.
—¿Tú crees? En la oficina de abajo buscan un lustrador de zapatos —me dijo esa bola humana espolvoreada de migajas, incapaz de pergeñar mejor sarcasmo; luego me gritó—: ¡Sácate de aquí, piojo! ¡Estás despedido!
Preferí no responderle.
Le di la espalda a la pecera y me bajé los pantalones, le ofrecí mi culo al gordo y mi pene nuevamente erecto a la media centena de idiotas enmudecidos y portadores de una diadema telefónica.
—Mírenme bien —les dije—. No se olviden de mí, no se olviden de nosotros. Seré mejor que todos ustedes. Ya leerán mi nombre impreso en el periódico. Ya verán mis sienes cubiertas por laureles y no por fibra óptica.
Luego de una pausa dramática en la que aproveché para subirme los pantalones, canté mi revelación al mundo, la mirada en éxtasis, perdida más allá de los cerros, fija en la efigie del Poeta entubado:
—Seré crítico literario.
Palabras inconclusas
yoon sung-hee
corea
Después acabé teniendo mucho tiempo libre, y me senté con frecuencia en la barandilla del techo a jugar juegos mentales, rebobinando en mi memoria. Recordé haber encontrado un billete de mil wons camino a la escuela y haberlo atrapado rápidamente bajo mi pie (por haberme quedado ahí parado esperando a que todos se fueran, llegué tarde a clase); ser llevado a rastras por mi madre a clases de caligrafía china («Señor, tengo una pregunta. ¿Cómo se escribe la segunda sílaba de “trotar” en escritura china? El símbolo que uno usa para la primera sílaba es el mismo que se usa para decir “mañana”, ¿cierto? Presumir siempre terminaba en humillación»); haber pasado una hora encerrado en el baño (nunca descubrí quién fue el que me encerró); haber aprendido la palabra «consternación» de las páginas de una historieta (al encontrarme en situaciones desfavorables, yo siempre gritaba «¡Consternación!» y me dejaba caer fingiendo un desmayo. Este hábito desapareció el día en que me golpeé la cabeza con el filo de un escritorio y me salió sangre); sentir odio cada vez que oía la frase «Deja que tu hermano juegue con él» (yo quería responder con un No, pero a pesar de mí mismo, siempre decía Sí); y cómo deseaba gritar «¡Ya no soy un bebé!» cada vez que alguien me trataba como si aún lo fuera (me sabía muy pocas palabras en aquel entonces). Cada vez que rebobino el carrete y lo dejo correr de esta forma, llega el momento en que me encuentro con la escena más vieja de la que tengo memoria, la primera de todas. Estoy sentado en la parte de atrás de un triciclo que está atorado en una zanja. Hay alguien sentado adelante e infiero que es mi hermano mayor, pues el suéter que esta persona trae puesto reaparece en uno de mis primeros recuerdos. En esta escena tengo seis o siete años y estoy corriendo a alguna parte, y traigo puesto el suéter con el estampado de hojas de arce. Mi hermano lucha por sacar el triciclo de la zanja. Entre más lo intenta, más hunde su pierna derecha en el fango. Una de las rueditas traseras sigue girando, levantada en el aire. Veo la rueda girar, pensando que me gustaría meter mi dedo entre los rayos. Si alguien me preguntara «¿Cuál es tu pasatiempo?», yo le respondería «Sentarme en la barandilla del techo y mirar el sol poniente mientras pienso en la rueda girante del triciclo».
Toda la familia se sentó en el sofá, esperando el regreso de mi padre. Al observarlos, sentí curiosidad por saber cuál era el primer recuerdo que cada uno de ellos escondía en su memoria. El abuelo incluso tiene los números de su cuenta de crédito de hace cincuenta años archivados en la cabeza, así que bien podría recordar hasta el punto en que usaba pañales. Sin importar la ocasión, mi hermano siempre tenía una libreta a la mano. Ya fuera que estuviese comiendo, viendo televisión, o escuchando los regaños de mi madre, él sacaba una pluma y tomaba nota. Quizás en una de sus libretas está registrada su primera memoria. ¿Recordará haber conducido el triciclo a la zanja conmigo en el asiento? En cuanto a mi madre, bueno, no espero gran cosa. Sólo desearía que recordara apagar la estufa antes de que el caldo hierva y se derrame. Mi hermano bostezó y comenzó a cambiar los canales con el control remoto. «Déjale en la novela», dijo mi madre. «No soporto a esa mujer», dijo mi hermano. «No es como si fueras a casarte con ella ¿o sí?». El comentario de mi abuelo hizo que mi hermano sacara su libreta y tomara nota. «Aquel viejo adivino dijo que, por lo menos, pasarías el examen de admisión». El abuelo acarició el cabello de mi hermano. Según va la historia, mi abuelo fue con un famoso adivino el día en que nació mi hermano. El día en que yo nací, mi abuelo no fue con el adivino sino a la taberna a beberse una cubeta entera de licor de arroz. La visita de mi abuelo al adivino el día del nacimiento de mi hermano no era la primera visita que mi abuelo le hacía. Había hecho lo mismo cuando nació mi padre, el primer varón en la familia en tres generaciones. Mi abuelo abrió el dobladillo de su manga para insertar el papel con los Cuatro Pilares del Destino del bebé —el año, mes, día y hora de su nacimiento— y luego lo volvió a coser. Luego salió en busca de un adivino llamado Han, quien, había escuchado, vivía en la ciudad de G. Lo único que mi abuelo sabía era el nombre del adivino, pero resultó que la ciudad de G era más grande de lo que había imaginado. Al final decidió detenerse en la primera casa con letrero de adivino que encontró. Un hombre que se llamaba a sí mismo Mt. Baekdu Bodhisattva estaba ahí sentado, vestido con el tradicional hanbok blanco. El abuelo anotó en un papel sus propios Cuatro Pilares del Destino, luego se lo dio al adivino y le hizo una propuesta. Si adivinas correctamente si mis padres aún viven o no, te entregaré la mitad de mi fortuna. Pero si te equivocas, quiero que me ayudes a encontrar a la persona que busco. Entonces Mt. Baekdu Bodhisattva miró el papel durante un largo tiempo y dijo, inclinando la cabeza, preferiría no decirlo. Vamos a suponer que yo pierdo. Luego Mt. Baekdu Bodhisattva le dibujó un mapa al abuelo. Han el adivino había dejado la ciudad de G para convertirse en un ermitaño montañés en el pueblo de T. Abundaban rumores que decían que Han incluso había rechazado a un político poderoso que había viajado hasta la montaña para consultarlo. Mt. Baekdu Bodhisattva le dio una pista al abuelo sobre cómo ganarse el corazón de Han. Y le dio esta información sin pedir ningún pago. Dijo que después de haber visto los Cuatro Pilares del Destino del abuelo había sentido lástima por él y quería ayudarlo. El abuelo se fue caminando, mapa en mano. Le tomó más de un día tan sólo llegar a las orillas de la ciudad. Pasó por los pueblos C y L. «Te digo, me perdí en las montañas, comí puro arrurruz durante una semana». Fue un hombre que andaba hurgando en busca de ginseng silvestre el que salvó la vida del abuelo después de que éste se colapsó de cansancio. El hombre había extraído tres preciosas raíces de ginseng silvestre esa mañana y le ordenó al abuelo comerse la más pequeña. Revigorizado, el abuelo tomó ventaja de un momento de distracción del hombre para comerse las otras dos raíces. Después de todo, el abuelo había sido el primer varón de la familia en dos generaciones. Desde la infancia, le habían dicho una y otra vez, hasta endurecerse la piel que rodeaba a sus oídos, que era el deber de su familia el cuidar de su cuerpo. Cuando el hombre del ginseng persiguió al abuelo, amenazando con cortarle la cabeza con su hoz, el abuelo prometió compensarlo ayudándolo a encontrar no menos de diez raíces. Aquel día, el abuelo se dispuso a hurgar en busca de ginseng con el hombre. «Primero que nada, un hombre debe cumplir sus promesas». Mi hermano sacudió su cabeza lentamente, y se hundió aún más profundo en el sofá. Yo también sacudí mi cabeza, una muestra de apoyo. Cualquiera que conoce al abuelo sabe bien que él nunca encontró una sola raíz de ginseng. Esto lo sabemos porque antes de que muriera, el hombre del ginseng vino a cobrarle las tres raíces que aún le debía. Hace todos esos años, después de que el abuelo y el hombre del ginseng se separaron, el abuelo continuó en su búsqueda de Han el adivino. El mismo día en que el abuelo llegó a la puerta de la cabaña de Han, en casa se estaba dando una gran fiesta en honor al centésimo día de vida del primer varón en la familia en tres generaciones. Sin pronunciar palabra alguna de bienvenida o explicación, Han se agachó y le quitó los zapatos a mi abuelo. Inspeccionó con cuidado los gomusin de mi abuelo, luego le ordenó quitarse los calcetines. La peste de sus pies llenó la cabaña. El olor era tan fuerte que un gato que había estado dormitando en un rincón despertó de un salto y salió corriendo, y no se atrevió a regresar hasta el día siguiente. Los zapatos de goma de mi abuelo se habían desgastado y hecho jirones durante el tiempo en que deambuló por la montaña con el hombre del ginseng. Han sostuvo los zapatos desgarrados y le preguntó a mi abuelo ¿Qué es lo que estás buscando? «Funcionó, el secreto que me había contado Mt. Baekdu Bodhisattva. Tuve que caminar cada paso para llegar hasta allí sin comprar un nuevo par de zapatos, sin importar cuánto se desgastaran». Y así es como el abuelo consiguió que le leyeran los Cuatro Pilares del Destino de mi padre. Pero a pesar de todas las dificultades que soportó mi abuelo, el destino de mi padre no indicó nada especial. El consejo de Han para mi abuelo fue que su hijo no debería intentar ninguna empresa después de cumplir veinte. Quedarse quieto y cobrar renta, ésa era la vida designada para él. «Si no me hubiera vaticinado longevidad, no habría regresado yo a casa. Merezco algo de devoción filial, por lo menos, en estos últimos años, si es que no puedo esperar nada más de él».
El tintineo de unas llaves llegó desde la puerta principal. «Deberíamos cambiar a cerradura electrónica», dijo mi hermano. «No soy bueno para memorizar números», dijo el abuelo. Mientras mi padre batallaba con la cerradura, el resto de la familia se quedó sentada en el sofá, volteando sus cabezas para observar al cerrojo girar de derecha a izquierda. Mi padre caminó derecho hasta el sofá y se sentó, metiéndose entre el abuelo y mi hermano. Su ropa apestaba a cigarro. «¿Qué es ese olor?». Mi madre se abanicó la nariz con la mano. Desde que perdió a su madre por causa de un cáncer pulmonar, mi madre fue muy susceptible en cuestiones de tabaco. Cuando a su madre —en vez de a su padre, quien fumó crónicamente toda su vida— le diagnosticaron cáncer pulmonar en etapa terminal, mi madre tomó el baúl de cedro de la abuela, su mueble más viejo y preciado, y lo sacó al patio, donde le prendió fuego. Mi abuela le había prometido a mi madre que, cuando ella muriera, heredaría el baúl de cedro. Si tenías que fumar, lo debiste haber hecho solo en las montañas, o en cualquier otra parte, le gritó mi madre a su padre. Su padre estaba en su cuarto y su silueta era vagamente visible a través de la puerta de papel. Tenía una larga pipa de tabaco en la mano. Después de esa pérdida, mi madre pensaba en el baúl de la abuela cada vez que olía humo de tabaco. Ese baúl había sido transmitido de madres a hijas durante siglos, desde el reinado de Joscon. Ella nunca volvió a ver la televisión.
Traducción del inglés de Eduardo Padilla
Amigo del alma (apunte)
a. b. yehoshua
israel
Mi único hijo tiene un amigo del alma que no es de mi agrado. Pero, ¿qué puedo hacer yo? Dos espíritus jóvenes se unieron durante el servicio militar obligatorio y, a pesar de que ha transcurrido ya cierto tiempo, su relación no hace más que fortalecerse.
¿Será como la camella que en el desierto se nutre de su joroba como esa amistad se alimenta de la fuerza que le confirió el servicio militar? ¿O tendrá nuevas fuentes?
¿Por qué me sentiré yo amenazado por esa amistad? El amigo del alma de mi hijo es un ser culto, delicado y de buenos modales que tiene la acariciadora voz de una mujer lejana. Siempre que me lo encuentro en la habitación de mi hijo se yergue como un cervatillo asustado y me dirige una mirada esperanzada. ¿Será posible —me digo a media noche, dando vueltas en la cama— que sea precisamente ese refinamiento cultural, que se mueve entre el temor y la esperanza, lo que enciende en mí la fuerte animosidad que siento hacia él? Y es que por puro empeño me niego a borrar de la memoria el rostro moreno y agradable de la chica de pueblo que murió una noche de luna, cuando unos jóvenes soldados, con la leche del periodo de campamentos todavía en la comisura de los labios, cercaron con sigilo el pueblo de ella.
Pero resulta que lo mismo mi hijo que su amigo del alma juran y vuelven a jurar que fue sólo porque temieron por sus vidas por lo que abrieron fuego contra la «figura» que apareció ante ellos a la entrada del pueblo. Y aunque hasta ahora no han conseguido explicarles ni a sus comandantes, ni a los investigadores del caso, ni tan siquiera a sus padres, qué características exactamente tenía esa «figura» que tanto los preocupó, todos nos vemos obligados a creer que no fue por diversión ni por un instinto animal por lo que acribillaron a tiros la casa en penumbra de la muchacha.
Cuando pusieron en funcionamiento sus fusiles apenas si se conocían. Eran dos simples reclutas que habían coincidido en la misma guardia. Así es que quién sabe, pienso torturándome, mientras la suave luz de la aurora acaricia la ventana de mi dormitorio: si esa joven del pueblo no hubiera muerto en su cama, puede que una amistad tan fuerte como ésta no se habría llegado a dar de una forma tan duradera, ni seguiría ahora fortaleciéndose día a día.
Además de que nunca llegaremos a saber quién de los dos era el dueño del fusil desde el cual fue disparada la crítica bala. Los aldeanos se apresuraron a enterrar a la chica y no accedieron a que el enemigo que la había asesinado fuera encima a serrarle el cuerpo para hurgar en él, y después quién sabe si incluso a aprovechar la ocasión para poderla difamar y decir que uno de ellos la había matado por una cuestión de honor familiar. Y así, a los pocos días de que se hubiera abierto el expediente judicial, éste se cerró. ¡Qué se le va a hacer! En estos casos, respetar la voluntad de nuestro enemigo supone también respetar su honorabilidad. Sólo que en lugar de ir silenciando poco a poco el asunto y ser fieles a su creencia de que nuestras investigaciones no iban a ser limpias, los testarudos dolientes enviaron una fotografía de la chica enterrada a uno de nuestros periódicos matutinos más importantes. De modo que una mañana, en primera página, en medio del artículo de uno de nuestros más furibundos «alertadores de conciencias», apareció de repente la cara morena y hermosa de una joven vestida con el típico vestido bordado de los pueblos, y en lugar de llevar la cabeza cubierta con el esperado pañuelo, la cabellera le caía sobre los hombros al tiempo que sus ojos de gacela seguían sonriéndole confiadamente a un mundo que ya había perdido.
Incluso a mí, que sé muy bien lo astutas que pueden llegar a ser las personas, me sorprende la rapidez y la eficacia con las que nuestro terco y atolondrado enemigo prepara las fotografías de sus muertos. Todavía no se ha secado la sangre derramada cuando ya las fotos de los muertos, grandes y a todo color, resplandecientemente enmarcadas con su cristal y todo, son llevadas en sentida procesión y agitadas ante las cámaras. A veces hasta se diría que allí, en los pueblos y las aldeas del otro lado de la frontera, los jóvenes preparan con antelación unas fotografías bien grandes y buenas de sí mismos, que las enmarcan con tiempo para que las lleven con orgullo en sus entierros, con la esperanza de que esos retratos puedan llegar a hacer mella en el corazón del enemigo que, mientras cena, le lanza una fatigada mirada al televisor.
El periódico lo dejé en mi estudio. No por la foto, sino por el nombre de mi hijo, que era citado allí como uno de los sospechosos de aquella muerte. Aunque la publicación no nos hacía quedar nada bien que digamos, también es cierto que no todos los días aparece el nombre del hijo de uno en el periódico.
El amigo del alma de mi hijo vio el periódico en mi mesa de trabajo y me pidió permiso para llevárselo prestado con el fin de enseñarle a su padre enfermo la foto de la hermosa muchacha que había visto interrumpido su sueño por una bala anónima. Pero yo me negué a que el periódico saliera de mi estudio.
—¿Tan enfermo está tu padre que no puede salir a comprarse un ejemplar? —le espeté con dureza, sin obtener respuesta.
Y, al cabo de unos pocos días, el periódico despareció. Aunque el amigo del alma de mi hijo jura y perjura que él no lo tocó, todas mis sospechas recaen sobre él. Además, ¿qué es eso de entrar en mi estudio y fisgonear lo que tengo encima de la mesa, como si fuera uno más de la familia?
El caso es que el periódico desapareció, lo robaron o fue destruido, y aunque podría conseguirme otro, ya no estoy con ánimos, y sólo me esfuerzo por conservar en la memoria la imagen de la muerta, pero no su nombre. Hasta ahí podíamos llegar. Si olvidamos los nombres de los nuestros, cuando tan cruelmente son asesinados, ¿por qué vamos a tener que recordar los nombres de los muertos del enemigo? Aunque el nombre del pueblecito cercado sí lo guardo en la memoria, si no por mí, por los nietos que puedan venir. Pero por mucho que me esfuerzo en enseñarles la pronunciación correcta del nombre del pueblo a los dos amigos, ellos, envueltos en una especie de extraña arrogancia, se empeñan en pronunciarlo mal, según parece, a propósito, ya que cada vez lo llaman de una manera diferente.
¿Creerán que así podrán borrar de su memoria la muerte de esa joven virgen, que, aunque asesinada en su lecho, quién sabe si no tendría oculto bajo la almohada el dulce sueño de cometer un atentado suicida contra nosotros? Pero el expediente ha sido cerrado sin que tampoco se haya descifrado la identidad de la «figura» aparecida aquella noche de luna, y mientras, aquí sigue floreciendo con fuerza esta íntima amistad.